CANTO DE SIRENA

ÍNDICE

Vigilia

Sueño

Despertar


VIGILIA

Aún resonaban en sus oídos los aplausos, las felicitaciones, las palabras de aliento. Las sinceras y las otras, producto de la obsecuencia y la adulación. Sus pulpejos continuaban percibiendo la agradable sensación de la lapicera comprimiendo la carne. “Muy cordialmente a…”  “Para Fulano, con el afecto de…”  “Con el agradecimiento por su presencia…” Aún impregnaban sus retinas las imágenes de muchos rostros y cuerpos desconocidos, quizás afines a él en los sueños, las ambiciones, las esperanzas, pero absolutamente extraños a su alma atribulada.

El vaho acre mezcla de alientos y humo de cigarrillos, de perfumes y secreciones, exacerbaba esa sensación de vértigo que por momentos lo retrotraía en el tiempo hacia un pasado de penurias y circunstancias desagradables, pero que también de inmediato volvía a reubicarlo en la deslumbrante realidad actual.

Mientras desandaba el pasillo que separaba las dos secciones de butacas ahora vacías, su cerebro iba percibiendo  el murmullo de sus pasos sobre la roja y mullida alfombra como si  fuera la prolongación de sus propios latidos. Una voluptuosa complicidad entre mente y músculos comenzó a demorarle el avance, como si los pasos, al tornarse más débiles y más pausados, le fueran aquietando también los rítmicos retumbos de su corazón. Intentó serenarse recordando que, al fin y al cabo, eso que tanto había deseado, que tantos sueños remotos y absurdos forjara en su fantasía juvenil, finalmente se había convertido en realidad. ¿Por qué entonces esa angustia, ese desasosiego? ¿Por qué el rictus amargo y la mirada melancólica en lugar de la sonrisa amplia y las pupilas brillantes?

Subió lentamente los tres peldaños por los que se ascendía al escenario, y  al girar el cuerpo hacia la penumbra de la sala  desierta  su mente no rememoró las cabezas  erguidas de los asistentes al acto, sus rostros atentos, los ceños fruncidos, las miradas escrutadoras, los gestos aprobatorios de las barbillas ascendiendo y descendiendo rítmica y pausadamente. Sólo imaginó muecas espectrales, burbujeantes carcajadas, rostros demudados por el dolor o el placer, brazos y manos extendidos en la lejanía.

De pronto, emergiendo desde un coro de risas, llantos, alegres canciones, eróticos susurros y gritos de agonía, oyó unas voces lejanas pero dolorosamente familiares. Y cuando por fin estallaron en sus oídos y en su cerebro su propio nombre y la palabra “papá”, se tomó las sienes y se dejó caer en el sillón que minutos antes acogiera su cuerpo erguido y aplomado.

Extendió el brazo, y al aprisionar nuevamente el micrófono todo el frío del mundo se le introdujo en la sangre a través del metal. Sus dedos se crisparon, y aunque de su garganta no brotó el grito, su mente atormentada profirió unas palabras que más que un lamento eran un angustioso llamado: “!Estoy solo!”.

Aunque era una soledad vieja y venía desde muy adentro, no siempre había habitado en él. Hubo una primigenia época en que protectores coros de ángeles familiares susurraban tiernos cantos de cuna, y un blanco manantial de vida manaba a torrentes desde los cráteres del seno materno conminándolo al sueño entre  vaivenes de capullos celestes, y compulsivos deseos evacuaban malolientes placeres marrones y amarillos. Poco a poco, alentadores gestos fueron iluminando el breve horizonte, y el llanto se fue trocando en sonrisas y las sonrisas en balbuceos generadores de cálidos besos y caricias. Después emergieron manos extendidas y  rostros anhelantes, y cuando sus débiles piececitos articularon por fin el definitivo acto por medio del cual el “homo hábilis” se convirtió en “homo erectus”, una extraña e irreversible sensación de libertad lo comunicó definitivamente con la madre tierra y sus habitantes.

Aquella soledad caliente y viscosa que lo aislara en el útero materno de todo lo que no fuera su continente generador, se fue borrando lentamente de su memoria. Su vida comenzó a poblarse de presencias. Presencias que, a su vez, generaban relaciones, contactos. Cálidos o displacenteros, agradables o lacerantes, positivos o negativos, pero todos ellos cargados con la vital energía de la comunicación.

Y también existieron ya colores, olores, sonidos, sabores. Cada vez más diferenciados, más insertados en su propia personalidad. En ese constante intercambio de sensaciones también él fue devolviendo poco a poco actos y efluvios, materia y espíritu, hasta quedar definitivamente integrado a ese rebaño de semejantes llamado Humanidad.

Además de los hombres, también los animales, las plantas y las rocas se fueron convirtiendo en sus semejantes. No sólo la caricia o el castigo, sino también la suave pelambre de un perro o el cálido ronroneo de un gato, el verde de un árbol o el perfume de una flor, la frescura del agua o la tibieza del fuego, fueron contactos válidos que lo comunicaron con el universo.

El mundo ya no fue entonces solamente su cuerpo, sino además todos los cuerpos y las cosas inanimadas que lo rodeaban. Y por un largo período de tiempo su existencia se convirtió en una constante aceptación de compañía.

Pero sólo fue una prolongada y frágil tregua. Porque ciertas sombras, aún lejanas pero ya concretas y amenazantes, comenzaron tercamente a acecharlo.

Un peculiar gusto salado persistía en su boca. Aunque estaba seguro de no haber llorado, de haber reprimido con éxito esas lágrimas que habían estado pugnando tenazmente por brotar de sus ojos, debían existir lágrimas que sólo se vierten hacia adentro porque el gusto salado continuaba ahí, oprimiéndole la garganta como una garra implacable. Era un sabor que parecía emerger de sus entrañas, como si un oscuro reptil se hubiera dedicado a recorrer los lugares más recónditos de su cuerpo para extraerle toda la sal de sus tejidos y luego hubiera trepado por la ladera de la angustia hasta alcanzar la cima del llanto.

Intentó desalojar el gusto tragando saliva, pero el acto sólo logró profundizar la conciencia de su propia existencia. En lugar de obtener sosiego, el malestar se acrecentó. Los ramalazos de una felicidad simple y cotidiana, aún no demasiado lejana, llegaban desde el pasado para exacerbar con su contraste la actual opresión, la presente angustia.

Procuró reponerse pensando que él era ahora, por fin, Rubén Lastarza, un nombre que rebasaba al hombre, un nombre que proyectaría su exitosa sombra sobre los otros hombres cubriéndolos con un manto de paternal condescendencia, de agraciada superioridad, quizá de inútil soberbia. Pero de inmediato volvió a percibir el insistente acoso de los fantasmas. Los espectros de la duda, el tiempo, la desesperanza; los por qué y los para qué trazando cerrados círculos de una danza burlona y acuciante, inacabable y sin respuesta; el vaivén, a veces frenético y a veces dolorosamente lento, de los años, los días, los minutos. Y acechando a su alrededor, latente o flagrante pero siempre omnipresente, el frío y gris fantasma a de la soledad.

Aquella otra lejana noche, en cambio, tenía la compañía de un telúrico retumbo de cajas y bombos, y la queja doliente del aymara gemía en la quena india, y unas vibrantes  guitarras rasgaban con su hondura la penumbra de la incipiente alborada cordobesa. El amanecer venía talando sombras con sus estoques de oro, mientras el argentino azul y blanco se acrisolaba con el rojo del vino y la sangre joven estallaba en la piel y en las gargantas.

Poco les importaba a los tres jóvenes sentados frente a una de las últimas mesas aún ocupadas de la peña que los supuestos estoques de oro no fueran más que los destellos de unas tristes lamparitas eléctricas, los bombos y las cajas seculares más que la deslustrada madera de la mesa picada por el fuego de los cigarrillos gimiendo agónicamente bajo el cansado tamborilleo de algunos dedos ya temblorosos por el alcohol, el grito ancestral de la quena más que el débil silbo de unos labios ya amoratados pero aún sedientos, y que las guitarras fueran en realidad guitarras, pero que sonaran con tal carencia de ritmo y afinación que lo único que rasgaban era los tímpanos de los asistentes. Para el joven Rubén Lastarza y sus dos amigos la mesa era bombo, el silbo quena y el cansado rasguido de las cuerdas, vibrantes acordes que inflamaban de emoción e incitaban a seguir escuchando con la unción del iniciado.

Enrique acompañaba a los cantores de la mesa vecina tarareando bajito las estrofas de la zamba, y Guillermo cumplía con el rito de hacer girar cronométricamente el vaso entre su manos para luego llevárselo a la boca y beber un trago. Rubén garabateaba palabras sobre el sucio papel que sirviera de envoltorio a unas empanadas ya ausentes:

“En la boca oscura de un abismo interminable gime el canto triste de su voz mineral implorando al eco secular de los cerros silencio para su soledad”.

Y Rubén siente en la sangre el canto angustioso del indio, y le duele su soledad.

“Coyita puneño, joya arcaica de los tiempos

que poblaba el Ande su raza hecha de sol.

Aún llora en la quena el resabio de esos gritos

mezcla de risas y dolor”.

Y Rubén siente en el alma el grito y la risa del inca.

“Los grillos gimen su eterna melodía,

gritan las estrellas su silencio nocturnal,

y en la melancólica quietud el indio llora

su triste destino sideral”.

Y Rubén llora con el canto del indio, y presiente el silencio infinito.

“Coyita puneño, nombrador de los desvelos

que su raza madre sufrió en el corazón,

quisiera evadirse al centro de la tierra

para renacer piedra y cardón”.

Y Rubén quiere acompañar al colla en su viaje sin retorno.

“Su cruel destino lo aisló en los cerros

y hoy su canto errante sólo pide noche y paz.

Paz para dormir el sueño eterno de los siglos…”

Y la mente de Rubén ya está pidiendo paz, y sueño, y descanso. Pero sus dedos se siguen moviendo automáticamente, y aunque el ruido producido en la otra mesa y el alcohol acumulado en su cerebro le impiden articular correctamente las ideas, una vehemencia  que le brota de sus sueños y sus esperanzas le continúa dictando estrofas que no logra plasmar en el papel, y entonces tacha, corrige y agrega palabras que ya son sólo signos ilegibles, descifrables únicamente por su mirada habituada a los jeroglíficos de los apuntes de clase.

Dos parejas rezagadas abandonan el local mientras la risa de la  mujer del  dueño intenta vagamente insuflar una alegría  que

ya ha partido, sigilosa y definitivamente, en busca de la siguiente noche.

La voz de Guillermo conminando a la retirada junto al último acorde de guitarra resuena casi fatídicamente en los oídos de Rubén:

-Vamos.

-Esperá, esperá -suplica-, enseguida termino.

-Dale, viejo -se fastidia Enrique, ya de pie-, yo mañana tengo práctico en el Clínicas.

-Un segundo -insiste Rubén – Me falta…!listo! “…y no despertar ya nunca más”.

Enrique y Guillermo pagan y se despiden del mozo y el dueño.

-Chau, José. Hasta mañana, don Roque.

-Hasta mañana, muchachos, gracias.

-Dale, la terminás otro día…

-Ya está, ya está -declara eufórico Rubén mientras se reúne con sus compañeros -Mañana le voy a poner música.

-Está bien, Neruda -ironiza Guillermo-, vamos a dormir que ya está amaneciendo. Mirá el sol.

Un macilento reflejo dorado está empezando a bruñir el gris de los edificios. Los primeros ecos de la ciudad que despierta y la brisa fresca aceleran el paso de las tres figuras recortadas sobre el asfalto. Al llegar a la esquina de Colón y Santa Fe, una de ella se separa levantando el brazo mientras las otras se van esfumando en el breve horizonte de casas antiguas y uniformes. Lejos, la sirena de una fábrica lastima el aire con su imperioso llamado.

Aunque en ese momento estuviera en realidad solo, su soledad no era absoluta, total. Ella no estaba referida a la ausencia física de personas a su alrededor, porque siempre había alguien velando sus silencios, asintiendo sus palabras, satisfaciendo  sus más mínimos deseos.  Era una soledad profunda, raigal, tan indetectable para los extraños como suele serlo ese íntimo secreto, sombrío e irrevelable, que cada ser humano mantiene oculto y resguardado en lo más profundo de su alma. Además era muy vieja, y permanecía desde siempre agazapada, acechando el momento propicio para clavar sus garras en el germen de la alegría y destrozar de un zarpazo la esperanza.

Prendió despacio un cigarrillo y por un momento, junto a los espirales del humo, también su memoria voló hacia un pretérito tiempo de arreboles y sueños, de horizontes venturosos, de auroras vitales. Pero la fuga espiritual duró muy poco. Pronto volvió a incrustarse en su cerebro una duda que no cesaba de acuciarlo, que lo sometía a un cruel interrogatorio sobre el porqué de esta desazón, el porqué de esta aparente noche mientras a su alrededor despuntaba el día y el mundo entero le sonreía.

Atribuyó el estado de ánimo a un persistente catarro que lo aquejaba desde hacía un par de días, a la mortecina penumbra de la sala y al viciado ambiente que en ella se respiraba, a la tensión nerviosa que indefectiblemente acosa a quien debe enfrentarse con un público exigente. Pero el malestar no cedió, porque su conciencia estaba intuyendo que las excusas eran falsas, que a las causas no había que buscarlas en el entorno concreto sino en esos fantasmas burlones que aparecían y desaparecían de improviso y luego volvían a reaparecer con más fuerzas que antes para continuar impulsándole esa lágrima que se agigantaba, se expandía y finalmente explotaba, liberada ya de un continente exhausto de tanto contraerse para evitar que su contenido escapara.

El sabía que esa lágrima quizá no resultara explicable. Pero ahora la lágrima estaba. Definitivamente estaba.

Mientras los bombos y las guitarras se van esfumando, círculos concéntricos lo sumergen de nuevo en los orígenes. En el límpido amanecer que se funde con la noche silenciosa y enorme ya no hay rasguidos ni repiques sino alegres aleteos de horneros y calandrias, alargados mugidos, tiernos piopíos, amistosos ladridos y arrullos de palomas reiterando el cotidiano desciframiento del misterio de los sexos.

Por un escarpado camino de enigmas viene avanzando el viejo Ford A con su carga de misterios a cuestas. Pequeños secretos ocultos en las golosinas, los juguetes, los libritos de cuentos infantiles y, entre todos ellos, el secreto mayor, sólo develado a medias por el relato oral de lo desconocido: esa fabulosa ciudad de calles lisas como las rejas del arado, con edificios de varios pisos similares a los castillos de naipes que el abuelo le construye noche a noche parsimoniosamente, con nocturnos carteles que guiñan resplandecientes palabras de colores, con automóviles de suaves líneas ondulantes totalmente opuestas a la áspera cuadratura del viejo y augusto Ford A.

El conductor de ese desconocido mundo de fantasía es el tío Miguel, un solterón calvo y bueno provisto de esa bondad propia de los santos o los filósofos. Para el niño campesino -arcángel solitario sumergido en la esencia de la tierra-, el mítico tío Miguel es ambas cosas. Santo, por complacer cada uno de los insólitos pedidos del niño: exóticos juguetes -en realidad, rústicos autitos de madera construidos a punta de cuchillo y lima-, emocionantes safaris a la peligrosa e impenetrable jungla verde -magra cacería de liebres y perdices en el montecito vecino-, épicos relatos de pasadas y presentes hazañas -el duro trabajo diario en el pequeño e improductivo campo-. Y filósofo, por darse cuenta de que él no es el creador de las hipertrofiadas imágenes infantiles, sino apenas un simple traductor de ese mágico mundo donde la quimera y el sueño se entremezclan  premonitoriamente  con la realidad presente y futura. Una realidad que ya le está introduciendo misterios a través de frases y palabras aún incomprensibles como “guerra mundial”, “17 de octubre”, “Perón”, y que sólo el tiempo irá descifrando.

El tío Miguel exacerba también sus ilusiones con lecturas de cuentos que, poco tiempo después, cuando la perseverancia del hombre logre articular en la mente del niño las letras y las sílabas por medio de cuyo significado la humanidad ha llegado a la luna y al límite justo de su autodestrucción, serán ya leídos por él mismo. De esa manera, la Hormiguita Viajera, Martín Pescador, la Familia Conejola, irán introduciéndose lenta pero inexorablemente en la médula de su inconsciente. El mismo inconsciente que alienta en las almas vírgenes de tantos niños ángeles con sueños de mariposas, ilusiones de flores y vuelos de palomas.

En el salón de la planta baja permanecían aún algunos escritores amigos, el editor Nicasio Sanchez, Gustavo y el Subsecretario de Cultura de la Nación. El Ministro de Cultura y Educación, el Intendennte y la mayoría de los asistentes ya se habían retirado. Dos o tres mozos ocultaban tras su aparente indiferencia sus vehementes deseos de que la velada terminara de una buena vez.

Vicky se hallaba recostada lánguidamente sobre un sofá, fumando, mientras Horacio, sentado a su lado, se empecinaba en atrapar algún esquivo pensamiento escondido dentro de su vaso de whisky.

Vicky miró su reloj y comentó algo fastidiada:

-Ya sería hora de irnos.

-Sí. Tenemos que acercar a Gustavo, está sin el coche- Después de contener un bostezo, Vicky comentó:

-Qué raro que no haya venido su mujer-

-Creo que no estaba bien.

-¿Y Elena?

-Elena…qué?

-¿Por qué no vino?

Horacio bebió un trago de whisky  y sonrió desganadamente.

-No vino simplemente porque estos actos la aburren.

Vicky lo miró con dureza.

-Yo también me aburro, y sin embargo vine- Horacio le sostuvo la mirada, demorando la respuesta, y luego respondió pausadamente:

-Claro, pero sucede que Elena es mi mujer -subrayó-, no la de Rubén-

Vicky bajó la vista sin responder. Dos hombres se aproximaron a ellos y preguntaron por Rubén.

-Subió hace un momento. Ya lo llamo.

-No, por favor, no lo moleste. Dele mis saludos y reitérele mis felicitaciones.

-Y las mías, señora. Dígale que necesito hablar con él por una adaptación cinematográfica de un cuento suyo- Y se despidieron.

Horacio permanecía alejado, bebiendo el último sorbo de su vaso. Vicky se acercó a él y mirando su reloj afirmó:

-Voy a buscarlo.

Horacio la tomó apenas del brazo haciéndole girar el cuerpo de tal modo que sus rostros quedaron muy próximos, y en el instante en que Vicky acentuaba su proximidad para escuchar lo que él comenzaba a decirle, Rubén apareció en el rellano de la escalera.

Después de secarse la lágrima, respirar hondo y atravesar lentamente el auditorio, se había dirigido a la salida para reunirse con los últimos invitados, pero al observar la actitud de Vicky y Horacio, la sonrisa trabajosamente elaborada volvió a impregnársele de ausencias y vertiginosos remolinos volvieron a  sumirlo en  ese gris cono de  sombras  donde a cada  instante reverdecían y agonizaban sus muertes y resurrecciones. De nuevo un displacer casi orgánico le atenaceó las piernas con sus toneladas de dudas y lo obligó a detener la marcha, mientras un compulsivo llamado ontogénico le exigía el perentorio regreso a la semipenumbra de la sala donde momentos antes mantuviera dura lid con sus recuerdos. El aislamiento, la retracción sobre sí mismo, la huida, habían llegado a constituirse  en una actitud casi habitual en él durante los últimos tiempos.

Pero el mundo continuaba ahí, con sus obligaciones y sus prejuicios, con su peligrosa e ineludible maraña de acechanzas. Y también con  Vicky, su hermosa, tentadora y enigmática Vicky. Una vez más respiró hondo, recompuso la sonrisa y comenzó a bajar.

A medida que la figura de Vicky se iba agrandando en virtud de su propio descenso hacia ella, otra imagen, menos sensual y sofisticada pero mucho más joven, fue desdibujando la actual presencia hasta confundir rostros y figuras. Y entonces, a veinte pasos de él ya no hubo una elegante mujer de treinta y siete años, de altivo rostro moreno y profundos ojos preanunciadores de otros abismos y otras oquedades, sino una dulce muchachita rubia con piel de trigal y aroma de alfalfares.

Y hubo también una enorme luna de bronce asomando su frente sobre los álamos que bordeaban el camino de salida del pueblo. Un aroma de jazmín del aire se esparció por las pieles vivificando los cuerpos y reverberando la sangre mientras un coro de chicharras y una brisa inverosímil contribuían a agigantar los sueños y las esperanzas.

Rubén posó suavemente su  brazo sobre los hombros de la muchacha, y ella aceptó el acercamiento con un esbozo de sonrisa y una tímida mirada hacia la tierra de la senda por la cual transitaban. Mientras sus pasos los iban alejando de las últimas casas del pueblo, la frescura del aire comenzó a entibiarse y de pronto setiembre apresuró primaveras para instalar en sus cuerpos un cálido y germinal verano pletórico de fuego. La tierra tembló cuando sus labios trémulos se unieron brevemente, y un verdinegro torbellino de hojas amenazó desplomar sobre sus cabezas el ya oscurecido cielo.

Los vericuetos dorados que aún convergían sobre el poniente se estaban esfumando tras la chatura marrón del pueblo cuando el ronroneo de un motor y el lento traqueteo de un sulki engendraron el ladrido de algunos perros. Los cuerpos se despegaron, pero Rubén tomó las manos de la muchacha y se las apretó con fuerza. Ella devolvió la presión, y los cálidos destellos que emergieron de sus ojos para taladrar las incipientes sombras constituyeron un solemne juramento de amor eterno, casi como si ese tímido beso hubiese significado en realidad una mutua y definitiva posesión.

Después, con el inevitable transcurrir del tiempo, se fueron acumulando infinidades de besos. Cálidos o fríos, lánguidos o vehementes, puros u obscenos. De camaradería, de pasión, de compromiso, de amor, de diversión…De rabia. Estos últimos eran los que, desde hacía un tiempo, predominaban en sus impulsos.

No estaba muy seguro de cuales eran los atributos de Vicky que más le molestaban. Podían ser su gesto altivo y su sonrisa condescendiente, o esa mirada profunda que parecía destinada a ordenar y a ser irremisiblemente obedecida, o la compulsiva atracción que le producía la contemplación de su cuerpo esbelto y a la vez sensual… También podía ser el hecho de que los demás hombres sintieran lo mismo que él al verla, privándolo en cierta forma de su intimidad emocional. O quizá fuera simplemente  esa vaga y reiterada  sensación  que ahora  estaba experimentando al ver a Vicky y Horacio ligeramente turbados y muy próximos unos del otro.

Mientras terminaba de bajar los últimos peldaños de la escalera, un extraño éxtasis le impedía apartar la vista de ellos. No se trataba de esa curiosidad morbosa en la que un ángulo del triángulo amoroso intenta confirmar, con un deleite y una excitación masoquista, la certeza de una presunción. Esa sospecha hacía ya tiempo que estaba confirmada, tanto por los pequeños detalles acumulados por su intelecto como por los breves y reiterados impactos receptados por su intuición. Lo que no lograba desentrañar era el porqué de ciertas circunstancias, de ciertos desenlaces.

Porque él podía entender que Horacio Mafud, un morocho alto, simpático, con esa sonrisa de fauno siempre insatisfecho entreabiéndole los labios gruesos y ávidos, pudiera ejercer atracción sobre cierto tipo de mujeres: mediocres jovencitas seudointelectuales con aspiraciones de maratonistas sexuales, cincuentonas bien conservadas que pretenden infructuosamente reverdecer viejas glorias eróticas -casi siempre sólo imaginadas-, o alguna que otra esposa esperanzada aún en conseguir el príncipe azul que descongele perennes y ya irreversibles frigideces. Los comentarios de algunos amigos de Horacio que compartían conquistas y chismorreos -además de sus propias aseveraciones- parecían confirmar su ascendiente sobre algunos estratos femeninos. Pero lo que Rubén no lograba entender era que esos dudosos atributos varoniles hubiesen llegado a seducir también a Vicky.

A él le constaba que Vicky no era una reventada, una histérica o una bobalicona. Era una mujer que había logrado sortear con éxito el envanecimiento que habitualmente se apodera de quienes, como ella, logran convertirse en cotizadas  conductoras de radio y televisión. Una  mujer  que  había  evitado  prostituirse medrando con su belleza y con esos pequeños gestos y actitudes de promesas -muchas veces no cumplidas, pero otras tantas sí…-,  abriéndose paso en los medios de comunicación sólo con

su capacidad profesional. Y que había actuado siempre como una mujer estable, sensata, tanto mientras permaneció casada con un renombrado cirujano plástico como cuando, más tarde, ella y Rubén decidieron compartir sus mutuas soledades.

Por eso no entendía lo de Vicky y Horacio. Que se hubiera sentido atraída por alguien afín a ella y se hubiese enamorado, no sólo le habría parecido comprensible sino que habría llegado a aceptarlo con resignación y sin demasiados sobresaltos. Pero con Horacio Mafud…

Aunque ya había llegado hasta el último escalón, de repente, imprimiéndole a sus palabras un tono fingidamente despreocupado, afirmó:

-Espérenme en el coche, enseguida bajo- Y volvió a subir.

Se sentó en un sillón del pequeño anexo al lado del auditorio, se sirvió whisky de una botella que había quedado abandonada y de pronto se dio cuenta  con sorpresa de que ya no le importaba entender qué pasaba entre Vicky y Horacio, ni cómo, ni desde cuándo.

A él siempre le había interesado entender el porqué de las cosas. Ya desde niño, el enigma de la formación de las montañas, la gestación de los animales o el periplo del sol en el cielo lo habían cautivado tanto como lo harían después las incógnitas planteadas por la finitud o la infinitud del cosmos, la existencia de Dios o el significado de la vida y la muerte. Pero quizá porque los grandes misterios le habían resultado a la postre tan indescifrables a su pensamiento adulto como lo fueran para su mente infantil los simples hechos físicamente demostrables, con el tiempo había aprendido a no preocuparse demasiado cuando algún problema tenía apariencias de insoluble. No era que adoptara una postura de impasibilidad frente a esos problemas; se angustiaba, sufría, pero al fin comprendía que, al no hallarle una solución satisfactoria, lo más práctico resultaba hacerlos a un lado para permitir que fuera su imaginación quien se encargara de restaurar el equilibrio encauzando su pensamiento hacia rumbos más placenteros.

Por eso era que ahora necesitaba imperiosamente remontar su memoria hacia la placidez de aquellas cálidas siestas veraniegas cuando, bajo los sauces a la vera del arroyo, junto a los otros chicos del pueblo adormilaba su cuerpo pero no su atención a la espera del breve hundimiento de la boya, o cuando, junto al viejo tanque de chapas, intentaba descifrar la placentera incógnita de esa incipiente virilidad que le reptaba por la sangre endureciéndole músculos y arterias, o cuando, como pirata al abordaje, se lanzaba a través de los maizales en procura del preciado tesoro de melones y sandías escondido en la quinta del adusto y vigilante don José.

Pero ya entonces -aunque todavía casi imperceptiblemente- la soledad solía desplegar algún doloroso y premonitorio manto en el horizonte de su vida. Quizás él mismo ya la anduviera buscando, porque a veces no eran los otros chicos los que se iban de vacaciones o partían un fin de semana hacia la casa de algún familiar, sino que era él mismo quien evitaba sus compañías pretextando alguna enfermedad o compromiso inexistentes. Aprovechaba entonces para permanecer largo tiempo con la mirada vagando en el horizonte, viendo cómo la bandada de patos dibujaba en el cielo su V de vuelo inalcanzable, o cómo los teros gritaban su protección paternal a través de unas iras ficticias, o cómo algún indómito potro acudía veloz al ancestral llamado de la sangre.

La fascinación que esos simples hechos producían en su estado de ánimo lo sustraía a menudo de los juegos y pillerías que los otros niños realizaban. Los interrogantes que se le planteaban le provocaban tal grado de abstracción que solía tornarse tímido y pasivo frente a sus compañeros, quienes aprovechaban  entonces para hacerlo objeto de sus bromas. Casi siempre él las aceptaba con una sonrisa y sin replicar, pero a veces se cansaba y reaccionaba con toda la fuerza y la contundencia de su físico bien desarrollado.

Ya por entonces, por más que lo intentara, no entendía bien ciertas cosas del prójimo. Esa por ejemplo, que lo agredieran con sus bromas hasta hacerlo enfurecer para recién después, cuando algún ojo amoratado o alguna piel lacerada y sangrante ponía su cuota de dramatismo, tornarse nuevamente amistosos y hasta sumisos. El, en cambio, nunca se reía de sus amigos. Pero tampoco nunca pedía perdón.

En vano pretendería luego, durante su adultez, prolongar esa actitud frente al prójimo. Sólo bastante tiempo después, cuando la lucha por la supervivencia comenzó a no darle tregua, logró comprender que no sólo es necesario aprender a pedir disculpas, sino que, a veces, la vida hasta obliga a rogar.

Después del último vaso de whisky finalmente se había serenado. Sentía como si un manipulador invisible le hubiera desconectado de golpe todas las sensaciones desagradables que llegaban a su cerebro, sumergiéndolo en una modorra evasiva, en una gran indiferencia. No era una sensación de euforia, de alegría, ni tan siquiera de bienestar; pero al menos la ansiedad y la angustia habían desaparecido.

Se puso entonces a pensar que quizá la fuente generadora de aquella sensación displacentera que lo había invadido esa noche pudiera hallarse ubicada  en Vicky, o en Horacio, o en ambos a la vez, y que al alejarse de su proximidad la influencia negativa de esas presencias se hubiera ido disipando. Pero de inmediato desechó la idea porque ¿qué podía importarle a él una persona como Horacio Mafud? Nada. Y hasta Vicky, en definitiva, ¿qué significado tenía actualmente en su vida? Ninguno, o al menos ninguno trascendente. Persistía, sí, aunque atenuado, el deseo carnal. Pero esa comunión existencial, esa conjunción espiritual que hace vibrar al unísono las más íntimas sensaciones de un hombre y una mujer, estaba definitivamente quebrada desde hacía ya bastante tiempo. Y aunque pretendiera negarlo relegándolo a los planos profundos del subconsciente, no podía dejar de aceptar que, al menos de su parte, lo que había producido esa ruptura afectiva era la ausencia de un hijo de ambos, un hijo que le brindara ese cariño filial que imperiosamente necesitaba.

Porque aunque él fuera padre, sus hijos en la actualidad lo eran sólo nominalmente. No podía considerarse una relación normal de padres e hijos la entrevista que, cada dos o tres meses, mantenían durante algunas horas, o los diez días de vacaciones que una vez al año pasaban juntos. Aunque esas horas y esos días fueran precisamente lo más importante y positivo que le estuviera sucediendo a su vida durante los últimos tiempos.

Por eso quería, necesitaba, un hijo de Vicky. Pero Vicky no se lo daba. Si bien no se lo negaba voluntariamente, tampoco hacía nada para ayudar a concebirlo. A una edad en que la fertilidad comienza a disminuir, la simple consulta a un médico y el posterior consumo de algunas hormonas no suele ser suficiente para que la concepción se concrete. Su resistencia a efectuarse análisis complementarios más profundos, unida a su negativa predisposición síquica, contribuían a que ese hijo continuara siendo sólo un anhelo.

Por momentos pensaba que ése era en realidad el motivo más importante que había provocado el paulatino aflojamiento de la firme relación que los uniera. Pero por instantes pensaba también que en definitiva quizá la culpa fuese solamente de él, insaciable coleccionista de imposibles perfecciones. De él, que cuando el mundo estallaba como una flor a su alrededor cubriéndolo con una lluvia de pétalos con formas de billetes de todos los colores, poniendo al alcance de su mano cálidos y turgentes frutos humanos, embriagándolo con el perfume de la gloria, se permitía el lujo de no impedir que aflorara, desde su entraña reseca y yerta, esa sensación de contenida rebeldía, de amarga frustración. Esa sensación generadora de aquella absurda y salada lágrima que le había revelado abismos hasta entonces sólo presentidos pero ahora ya dolorosamente manifiestos.

Sí, quizá Vicky y Horacio fuesen tan sólo efectos de una situación, no sus causas. Quizá la culpa fuera solamente suya. De su ambición, de su insatisfacción. Talvez de su remordimiento.

Ese whisky que permanecía oscilante, amenazando con derramarse del vaso, debía de ser el quinto o el sexto que ingería esa noche. Laxamente recostado sobre el sillón, Rubén Lastarza alcanzó a esbozar una sonrisa pensando en los nerviosos gestos de extrañeza y en las bruscas miradas hacia los relojes que en esos momentos estarían efectuando Vicky y Horacio. Aunque hacía ya unos minutos que ambos lo estaban esperando en el coche, él continuaba recostado en el sillón, con la cabeza objetivamente quieta apoyada en el respaldo pero subjetivamente activa, girando en forma vertiginosa mientras su mano sostenía apenas el vaso que se movía rítmicamente al compás de su respiración.

El vértigo se tornó irresistible,  y de pronto se sintió corriendo y  jadeando por la calle San  Martín en aquel  otoñal  setiembre del cincuenta y cinco, mientras, a su espalda, parte de la mampostería del viejo Cabildo de Córdoba se desplomaba bajo el intenso cañoneo.

Una excitada curiosidad lo había impulsado a dirigirse hacia la plaza San Martín para observar el intento de copamiento del edificio por parte de las tropas y los comandos rebeldes, pero la excitación y la curiosidad se habían transformado rápidamente en miedo al percibir el insistente repiqueteo de las balas pocos metros adelante.

Un año atrás, otro motivo lo había envuelto también con sus fuegos. Pero aquella había sido una vorágine colorida y placentera, con deslumbrantes desfiles de carrozas y animados bailes a los que concurrían alegres jóvenes traídos del interior de la provincia. Era la semana del estudiante, y aunque Rubén y sus amigos presentían ya la sorda puja que había estallado entre el gobierno y los sectores católicos con motivo de la organización del evento, ni siquiera imaginaban que exactamente un año después el color y la alegría se trocarían en esta gris y violenta primavera.

La excitación de entonces era  producto del estallido del sexo, de la ansiosa búsqueda de compañías femeninas que se ofrecían por doquier como abiertos capullos florales. La de ahora, en cambio, era una agitación producida por la lucha, por el combate. Un año antes reinaba Eros sobre Córdoba. Ahora el que ordenaba con su voz de plomo era Tánatos.

Sin embargo seguía siendo Eros el que aligeraba las piernas de Rubén mientras huía por la calle San Martín rumbo a la pensión donde se hospedaba. Un año atrás aún vivía en su pueblo, y junto con unos compañeros habían sido trasladados a Córdoba por la U.E.S. (Unión de Estudiantes Secundarios, adicta al gobierno) sólo por unos días. En cambio ahora ya estaba radicado definitivamente en la capital provincial,  estudiando Ciencias Económicas.

Que hubiera sido la U.E.S. quien le permitiera acceder a la fiesta del estudiante no era un obstáculo para que él se hubiera convertido en ferviente antiperonista. Su familia lo había sido desde el comienzo del régimen, y otros hechos, como la paliza propinada por la policía a las chicas estudiantes del “Alejandro Carbó”, que él presenciara desde muy cerca, habían terminado por radicalizar su posición política.

Por eso ahora estaba exaltado y con muchas ganas de conseguir un arma para combatir contra el peronismo. Pero como no sabía dónde obtenerla, se había conformado con aproximarse  lo máximo posible al lugar donde los comandos civiles y las tropas rebeldes intentaban ocupar el Cabildo. Sin embargo, cuando el cañoneo se intensificó y las balas comenzaron  a silbar muy cerca de él, emprendió la retirada a toda carrera.

Durante cinco días, a través de los comunicados y las marchas militares, la radio permanentemente encendida mantuvo latente su tensión. La radio y las circunstancias bélicas, como esas bolas de fuego que se recortaban sobre el cielo plomizo husmeando en vano a los Gloster Meteor, que continuaban impasibles su raudo vuelo para ametrallar a las tropas leales que cercaban Alta Córdoba. Mientras observaba desde la azotea, en el tercer piso, las evoluciones de los aviones, uno de ellos giró y se lanzó en picada hacia donde él estaba. De nuevo sus prioridades anímicas se invirtieron  y el miedo volvió a imprimir a sus piernas  el reiterado acto de supervivencia. Y cuando observó desde la azotea el paso de un jeep con dos cadáveres tirados sobre el piso, de una vez y para siempre Rubén tomó conciencia de la tétrica conjunción entre las palabras “guerra” y “muerte”.

Una modorra gigantesca, indetenible, se había aposentado  definitivamente  sobre  su  cerebro. Y  por  más  que  intentara

ahuyentarla efectuando intensos esfuerzos para pensar, solamente lograba ubicar una sucesión de coloridas imágenes que danzaban sincronizadamente con esos vertiginosos espirales crecientes que simulaban un enorme embudo dispuesto a absorberlo para lanzarlo luego dentro de la oscuridad infinitiva.

Poco a poco los remolinos fueron aquietándose y las imágenes tornándose más nítidas, y de pronto ya no supo si él era en realidad este Rubén Lastarza de ahora, o aquel tímido adolescente que imaginara su primer beso como la cristalización de un amor eterno, o el esperanzado niño que esperaba ansioso la llegada de un mágico Ford A portador de maravillas, o acaso ese púber que insinuaba sus primeras rebeldías frente a sus compañeros, o aquel joven poeta que garabateaba letras de zambas sobre una ajada servilleta de papel, o ese asombrado descubridor de la euforia y el miedo, o quizás ese otro pequeño ser, amoratado, sucio y desvalido, paradigma de la génesis de todos los humanos, desde el más genial hasta el más imbécil, desde el más hermoso hasta el más deforme, desde el más poderoso hasta el más desamparado. Esa minúscula incógnita destinada a transformarse en el más feliz o el más desdichado de los hombres sin que importen su inteligencia, su hermosura o su poderío.

Rubén Lastarza había ingresado en la simulación de la noche, la muerte y los orígenes. Se había dormido.

Bullendo entre una infinitud de neuronas vuelve a aflorar el pasado de Rubén Lastarza. Su cerebro es una oquedad inmensa hacia la que convergen, complementándose, las distintas vertientes de la dicha y el dolor, la felicidad y la infelicidad, acaso la vida y la muerte. Todas las vivencias de sus cuarenta y seis años están acumuladas – perfectamente conservadas y celosamente guarnecidas- en  esa  masa blanda y amorfa que ahora si simula permanecer inerte dentro de su continente óseo apaciblemente reclinado sobre el mullido respaldo del sofá.

Pero el cerebro de Rubén Lastarza no reposa. Una multitud de imágenes desconectadas y esparcidas anárquicamente fluctúan burlonas del abismo al cenit, de la miseria a la gloria. De pronto comienzan a entrelazarse, a imbricarse hasta corporizar ideas, determinar circunstancias, modelar figuras. Las sombras que envuelven esas imágenes se van esfumando, retrayéndose en procura de las otras sombras -las que habitan los perennes dominios de la nada-, y un halo de luz aún tenue empieza lentamente a nitidificar las formas y a otorgarles movimiento propio. Las circunstancias van adquiriendo un sentido de realidad, se van concatenando en un ordenamiento lógico, y de simples imágenes soterráneamente relegadas, poco a poco van convirtiéndose en auténticos hechos.

¡Cómo duele entonces el sueño de Rubén Lastarza, acuciado por la cegadora luz del pasado! Los sucesos que han ido modelando y la vez mellando su espíritu vuelven a introducirse en su cerebro para adquirir un sentido nuevo, más nítido, más relevante. Y no porque su vida haya estado signada por acontecimientos extraordinarios, trascendentes, distintos a los vividos por la mayoría de los otros seres humanos. Pero para él habían sido tan importantes que ahora su inconsciente le ordena rememorarlos uno a uno con esa colorida y embriagante lucidez solo conferida por los sueños.

Y entonces comienzan a crecer -contrastados y resaltando sobre la negrura onírica- el rojo de la pasión, el amarillo de la nostalgia, el azul de la plenitud, el morado de la pena, el verde de la esperanza. Y a trechos, perturbador y amenazante, otro negro, aún más abismal que la oscuridad circundante. Un negro casi totalizador.

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SUEÑO

Las imágenes, que hasta entonces habían permanecido cristalizadas dentro del bar, de repente fluyen, se expanden, invaden.

En aquel neblinoso y frío anochecer de 1962, el “Sorocabana” era un tibio y acogedor refugio para la joven pareja. El leve murmullo de las voces apagadas, tenues, el grato olor del café y el humo de los cigarrillos que flotaba como un púdico velo, incitaba a la intimidad, a la confidencia.

De pronto, Rubén disparó a quemarropa sus palabras mientras revolvía nerviosamente con la cucharita el café del pocillo:

-Dejo la facultad, mi amor. Ya no tengo tiempo para nada.

En el rostro de la muchacha no hubo sorpresa, pero tampoco resignación. Quizá sólo una especie de esperada e inevitable certidumbre.

-¿Pero no decías que se podían rendir todas la materias libres?

Casi todas- subrayó- Pero hay algunas que si no asistís a clases, mejor ni presentarse.

Viviana bajó la mirada por un instante y luego elevó hacia Rubén sus hermosos ojos verdes, ahora casi plomizos quizás por el reflejo exterior de la llovizna o, talvez, opacados por la desazón.

-¿Estás seguro de lo que vas a hacer?  ¿No te irás a arrepentir?

-Quizá sí -concedió Rubén. Luego agregó con una sonrisa nostálgica: -El viejo siempre insistía con eso de que la mejor herencia es una carrera universitaria. Si él viviese, a lo mejor le daría el gusto. Pero estoy cansado, mi amor. Vos sabés que con lo que gano en el banco apenas si me alcanza para ir tirando, y los libros y los apuntes cuestan, y el transporte… No, no puedo rechazar esa contabilidad que me ofrece Pereyra a la tarde. Además -la miró a los ojos con ternura- si sigo estudiando no vamos a tener ni tiempo para vernos.

Viviana se encogió de hombros y apretó entre las suyas las manos de Rubén.

-Por mí no hay problemas. Me alcanza con quererte, aunque tengamos que vernos una vez por mes -Sus ojos se habían tornado diáfanos y transparentes, casi azules.

-Pero a mí no me alcanza -respondió Rubén con vehemencia, envolviéndola en una mirada tierna y retribuyendo la caricia de sus manos-Yo necesito estar con vos, tenerte- En los ojos de la muchacha refulgían ahora destellos dorados, y en los del joven había una mezcla de fuego y miel.

Viviana sonrió con picardía:

-Me parece que todavía disponemos de bastante tiempo para tenernos…

-No creas. Precisamente por eso quiero dejar la facultad; nos volveríamos viejitos si tuviéramos que esperar a que me recibiera para casarnos. En cambio así…

Se miraron de frente, penetrándose las pupilas, las entrañas, las almas. El humo de los cigarrillos, proyectándose a contraluz, había formado sobre la mesa un nimbo blanco, irreal.

Viviana destrozó, pero al mismo tiempo selló, el encantamiento:

-Lo que vos digas, mi amor.

Sobre el primitivo verde claro de sus ojos se había aposentado un intenso verde esperanza.

Rubén y Viviana se casaron, y vivieron felices. Pero a diferencia de los cuentos de hadas, en los que la alusión a la felicidad siempre está impregnada de connotaciones definitivas, en la vida real ésta no se identifica con un estado inmutable, sino que abarca una gama  infinita de sentimientos y emociones que pueden refundir en su seno cualidades tan dispares como el amor, el confort, el bienestar físico, la fortuna, el placer, el éxito social, permitiendo de ese modo que la vida de los individuos fluctúe entre un polo positivo generador de la auténtica dicha y otro negativo del cual emanan la pena y el dolor.

Durante los primeros tiempos Rubén y Viviana fueron realmente felices. Gozaron una felicidad cotidiana, real, no perenne pero que, mientras duró, fue plena y total. El mundo cabía por ese entonces en las pequeñas y gráciles manos de Viviana, y un infinito y venturoso cielo se concentraba en el cerebro de Rubén para desde allí fluir transformado en un tumultuoso cúmulo de ideas y proyectos.

Superados los desajustes emocionales producidos por la vorágine de actividades inherentes al primer período de vida matrimonial, Rubén continuó escribiendo. Ya por entonces había desistido de componer canciones -en parte porque pretendía para su porvenir literario un nivel más ambicioso, pero en parte aún mayor debido a sus magras condiciones musicales-, y se había dedicado con ahínco al cuento, aunque sin desechar del todo la poesía. Sus trabajos evidenciaban ya un auténtico valor, y los envíos que periódicamente efectuaba a los suplementos de los diarios locales y a las revistas literarias eran rápidamente publicados.

Su temática giraba alrededor de un eje en cuyos extremos se balanceaban, a veces lenta pero a veces vertiginosamente, los enigmáticos círculos de la ansiedad y la ambición. Sus personajes eran seres ubicuos, constantemente móviles, que tanto podían situarse dentro de circunstancias lúdicas pero reales como también trascender las fronteras espacio temporales de la realidad para sumergirse en un sicologismo sutil e intrincado donde el misterioso mundo del subconsciente reinaba con toda su fuerza raigal.

En sus poemas, el valor literario no estaba constituido por el acatamiento a las clásicas reglas poéticas, sino a una profunda fuerza nacida de esa vehemente inquietud que solía acosarlo en los momentos menos esperados y deseados y que lo obligaban a dejar de lado todo lo que estuviera realizando para anotar febrilmente en un lugar cualquiera  -in- cluso en los innumerables billetes que abundaban en su lugar de trabajo- una frase, una palabra, a veces tan sólo un signo luego dificultosamente descifrable. Escribía bajo el influjo de un compulsivo llamado al que no podía negarse y del cual sólo podía liberarse después de haber sido escuchado y obedecido.

En sus cuentos también primaban las descripciones tensas, los trazos fulgurantes, y sus criaturas, más que personajes, semejaban destellos apenas vislumbrados, imbuidos de vida no por ideas o conceptos sino por un mágico soplo interior que los echaba a volar con la levedad de la pluma, la vibración del colibrí o la gracia de la mariposa.

Con tales atributos no resultó extraño que un día varios de sus poemas resultaran premiados en un certamen de escasa trascendencia. El acontecimiento provocó en el joven matrimonio un  deslumbramiento sólo equiparable a la confirmación de una sospecha que estuviera rondando sus carnes y sus espíritus: la gestación de un hijo. Como ambas circunstancias coincidieron, el cotidiano mundo de Rubén y Viviana resultó súbitamente sacudido por una corriente mezcla de euforia, ternura y ansiedad. Al alcance de sus manos jóvenes e inquietas y de sus miradas anhelantes, un paraíso pequeño y simple, casi de entrecasa, comenzaba a exhibir las azules aguas del ensueño y las verdes colinas de la esperanza.

Pero el deslumbramiento pasó, como pasan los destellos de las estrellas fugaces. Prosiguió, en cambio, el duro trajín en pos del  sustento  diario,  ahora  acrecentado por  ese otro reclamo, pequeño dimensionalmente pero enorme en relación  con sus necesidades y ansias vitales. Y aunque su ayudantía en un estudio contable permitía que sus exiguos ingresos se vieran algo incrementados, el salario continuaba siendo tan magro como lo eran sus esperanzas de obtener un pronto aval a sus aptitudes literarias.

Sus amigos -e incluso algunos conocidos escritores- persistían en sus muestras de adhesión y aliento para que perseverara en sus afanes. Pero lo único que obtenía con sus escritos era una importante evasión de divisas que contribuía a tornar aún más flacas sus ya de por sí esmirriadas arcas. A la importante erogación que significó la compra de una máquina de escribir, le siguió luego la periódica adquisición de borradores, resmas de papel, cintas para máquina, sobres y el franqueo de la correspondencia que tenía que mantener para enviar sus trabajos a los distintos diarios y revistas y a los innumerables concursos que su enfebrecida imaginación catalogaba como plataforma de lanzamiento hacia el éxito y la fama , vertiente desde la cual, pensaba, se revertiría el cauce para el futuro reembolso de divisas.

Sin embargo, nada de ello sucedía. Sus artículos y colaboraciones literarias no sólo no eran remuneradas sino que, incluso, en alguna  oportunidad tuvo que someterse a la humillante exigencia de un editor consistente en la compra previa de una determinada cantidad de revistas para que un poema suyo fuese luego publicado en la misma.

A veces se proponía firmemente realizar un viaje a la Capital Federal con el propósito de intentar convencer a los directivos de alguna editorial sobre los merecimientos y posibilidades de venta de sus trabajos. Pero casi de inmediato la cruda realidad volvía a acogerlo en su descarnado seno para recordarle que las editoriales no publican  obras de autores noveles por la sencilla razón de que el público no lee sino a los escritores consagrados. Consagrados, a su vez, por la masiva difusión que esas mismas editoriales se encargan de brindar a quienes se hallan en círculos formados por intrincadas relaciones sociales, políticas o personales.

Editar por cuenta propia era un hermoso sueño al que solía entregarse con un placer casi sensual, pero del cual se veía sustraído abruptamente cada vez que el impresor le arrojaba a su cara incrédula y perpleja un exorbitante cúmulo de cifras sintetizado en la palabra “presupuesto”.

Lo acometía entonces un irreprimible deseo de mandar al diablo de una buena vez todo ese asunto de la literatura para dedicarse en cambio a alguna actividad que le permitiera afianzar sus posibilidades económicas en lugar de estar perdiendo tiempo en sueños absurdos e irrealizables. Pero cada vez que ello sucedía, en lo más íntimo de su ser volvía a encenderse de inmediato una pequeña pero intensa llama que lo compelía a seguir madurando imposibles. Y volvía a crecer dentro de él esa ansia de proyectarse hacia arriba, hacia una meta todavía vaga e imprecisa pero a la que imaginaba poblada por inmensas letras de molde, colmados auditorios e iluminados escaparates. Y volvía entonces a redoblar sus esfuerzos en pos de la obra arrolladora, perfecta, definitiva, que lo catapultara en un instante hacia esa ansiada cúspide. Aunque después desde allí, desde lo más alto, también se vislumbrara más profundo el abismo.

Por esa época Rubén aún creía en la justicia. Desde pequeño le habían inculcado que ella es una de las virtudes superiores del hombre, y su intelecto había ido madurando impregnado por esa certeza. Por eso, el día en que se enteró de que Hugo Massei había resultado ganador en un concurso organizado por la Provincia en el cual también él había participado, decidió firmemente no escribir una página más en su vida.

Massei era un buen muchacho, según Rubén. Quizá le faltara un poco de agilidad mental para ser un buen escritor, y quizá careciera también de la necesaria fantasía. Pero era uno de esos individuos concienzudos, tenaces, que rara vez se apartan de la línea trazada de antemano por su conducta -sin que les importe demasiado, por otro lado, que la misma sea honesta o no-.

La conducta de Massei no era ejemplar ni perversa. Era simplemente la de un joven con ansias de emerger de la cotidiana chatura impuesta por la aletargante masificación ciudadana. Un hombre cuyos prejuicios éticos estaban limitados a intentar -sin demasiada convicción y a veces sin lograrlo- no ser el peor de los quince empleados que vegetaban desde hacía un tiempo en una oscura repartición provincial.

El quimérico sueño de fama de Rubén era compartido por Massei, y aunque las posibilidades de éste se veían reducidas por la escasez de talento, suplía esa deficiencia con una cualidad ausente en su colega: era amigo de un prominente escritor. Que esa prominencia estuviese asentada sobre los débiles basamentos de una deliberada autopromoción y no de verdadero talento, era algo que no le importaba demasiado ni influía en sus aspiraciones de ascenso. El profesor Bernardo Blanco, descendiente de una dinastía de hombres de ciencia, literatos y artistas, gozaba de un aura académica inmune a todo cuestionamiento entre sus pares de los círculos áulicos, y Massei había logrado franquear la barrera de suficiencia  y condescendiente paternalismo que suele rodear a esa especie de guías espirituales gracias a una vilipendiada pero pragmáticamente beneficiosa actitud humana: la obsecuencia. Con una bien dosificada adulación, poco a poco había logrado granjearse la simpatía y la protección del conocido escritor.

Quizá  conscientemente  Massei no pensara aprovechar en beneficio propio esa situación; pero lo cierto es que cuando se enteró de que en el concurso organizado por la Provincia el profesor Blanco era mencionado como uno de los posibles jurados, comenzó a rogarle que leyera y criticara alguno de sus trabajos. Por poca memoria que un individuo posea y por poca consideración que preste a lo que está leyendo, siempre quedarán grabados en su mente fragmentos de ideas y conceptos que, en una posterior lectura, le recordarán que ese texto ya había sido leído y, además, a quien pertenecía. Y aunque el resultado del concurso pudo haber sido determinado por esa circunstancia o también por una mera coincidencia, lo cierto es que el trabajo presentado por Massei obtuvo el primer premio.

Rubén nunca se había interrogado a fondo sobre el valor de su literatura. Lo único que a él le interesaba era que su obra se difundiera y que la mayor cantidad posible de personas leyera lo que concebía su mente. Pero aunque objetivamente no se sobrevalorara, de una cosa estaba completamente seguro: sus trabajos eran mejores que los de su colega. Por eso no podía concebir que, por el solo hecho de ser amigo de uno de los jurados, a aquél le hubiesen otorgado un premio que podía o no haberle correspondido a él, pero que, sin dudas, Massei no merecía. Y como bajo ningún aspecto podía aceptar lo sucedido, después de meditarlo unos días optó por rever la primitiva decisión de no volver a escribir y comenzó, en cambio, a adoptar una serie de actitudes que habrían de llevarlo a un replanteamiento de situaciones, a una modificación de esquemas.

Lo primero que hizo fue comenzar a competir con las mismas armas del enemigo. Comenzó a asistir a presentaciones de libros, a frecuentar círculos culturales, a interesarse por los distintos grupos literarios que, esquivos e inaccesibles o demagógicamente aperturistas, homogéneos o dispersos -de acuerdo al vertiginoso ritmo de ascenso y descenso  producido  por los logros o fracasos de cada uno de sus componentes-, pululaban como enjambres zumbones en todos los ámbitos intelectuales de la ciudad.

Aprendió a mostrar los dientes con esa actitud de sonrisa franca que oculta el acecho del mordisco, se cubrió con el halo de esa vaga intelectualidad brindada por esotéricas reflexiones emanadas de conceptos abstractos y brumosos, aceptó dirigir la palabra en cuanta oportunidad tuviera sin importarle que los temas y los oyentes fueran calificados o intrascendentes. En definitiva, se propuso insertarse, como minúsculo y aún prescindible engranaje, dentro de esa gran maquinaria donde giran las vanidades, las egolatrías, los supuestos renombres, y cuyo producto final suele ser apenas un triste y casi siempre efímero remedo de la verdadera grandeza.

Al transitar por ese angosto y peligroso sendero, al poco tiempo sucedió lo previsible: tropezó y se lastimó un poco. El golpe no fue muy duro ni la herida demasiado profunda, pero el traspié le dejó en el alma una desagradable sensación de fracaso.

Aunque la poetisa Nora Roca Velez no era muy hermosa, resultaba atractiva debido a su personalidad: era inteligente, sencilla y afable. No la atormentaban esas complejas tortuosidades que suelen habitar el espíritu de los medrosos y los inseguros, ni le desgarraban el alma esos exóticos desvaríos místicos tan frecuentes en muchas poetisas. Aunque hubiese podido vanagloriarse de pertenecer a una genealogía de prohombres cuyo linaje entroncaba directamente con algunos de los fundadores de la nacionalidad, su simpatía y modestia le permitían departir con todo el mundo sin afectaciones.

A Nora no le produjo ningún deslumbramiento emocional la presencia de Rubén;  pero  a medida que lo fue conociendo, esa mutua atracción espiritual que suelen generar las sensibilidades afines la fue aproximando al afecto que Rubén, a su vez, comenzó a sentir por ella. Afectos tímidamente manifestados al principio, pero paulatinamente intensificados a medida que la inhibición producida en Rubén por el lustre de los apellidos de Nora se iba diluyendo y la incipiente envidia de Nora por el ya manifiesto talento de Rubén se iba convirtiendo en cariñosa y sincera admiración.

Pero sucedía que el afecto y el amor eran áreas no muy bien delimitadas por el espectro eroticoemocional de Rubén. Aunque presentía que el amor no es un sentimiento ambivalente que pueda coexistir superpuesto, también estaba convencido de que no existía una única forma de amar. Y que así como un individuo vive su amor de acuerdo a como se lo permiten su temperamento, su intelecto y su cultura, también resulta axiomático que no se puede querer de igual manera a dos personas distintas. De ese fárrago conceptual extraía la conclusión que, aunque su amor por Viviana continuara incólume, también podía querer, pero de otro modo, a Nora.

Pero Nora no compartía ni remotamente las ideas de su amigo. Para ella Rubén significaba simplemente la amistad, una amistad más densa y más estrecha que la habitual, pero que de ningún modo debía trasponer ciertas barreras. Y como sabía que su relación debía estar constreñida a los límites impuestos por esa amistad y ese compañerismo, se empeñó en anular desde el comienzo cualquier atisbo de exteriorizaciones emocionales que pudieran complicar la situación.

Para Rubén en cambio la opción no resultó tan simple. Aunque aparentemente liberado de tabúes, su acendrada herencia machista le impedía valorar correctamente las sinceras demostraciones de afecto que Nora le prodigaba. Y aunque consciente del peligro que comportaba tal determinación, finalmente se propuso consumar su relación con ella.

Después del primer beso, Rubén notó que algo imperceptible, sutil, le estaba advirtiendo sobre su error. Pero no supo interpretar a tiempo que en la débil respuesta de Nora lo único que continuaba presente era la amistad. Y cuando intentó reiterar y profundizar el beso, la suave reticencia lo desconcertó.

-¿Qué te pasa?

-Nada.

-¿No querés que te bese?

Nora meditó un  instante antes de contestar. Aunque sólo parecía estar eligiendo las palabras, en realidad estaba decidiendo. Finalmente afirmó:

-No, Rubén; y vos sabés por qué.

-¿Por qué? Pensé que vos también sentías lo mismo que yo siento…

-¿Y qué es lo que sentís?

La sonrisa indulgente de Nora no lo desalentó. La estaba mirando a los ojos a través de la penumbra que se filtraba por la ventanilla del automóvil, y aunque en su intimidad quizá supiera que le estaba mintiendo a Nora y mintiéndose a si mismo, en el momento de afirmar débilmente  “te quiero” creyó estar diciendo la verdad.

La sonrisa de Nora se dulcificó un momento pero su mirada permaneció impersonal, distante., casi dura. De inmediato sus labios volvieron a contraerse con firmeza y solo se separaron para responder:

-No es cierto. Es decir, yo también te quiero, pero vos sabés cómo. De la misma forma en que vos tenés que quererme a mí, de la única manera posible.

Recién entonces Rubén bajó la vista. Además del desconcierto, de la desilusión, había un atisbo de sufrimiento en su voz cuando afirmó:

-Pero entonces…todo lo que hablamos, todo lo que sentimos…

-Era real, y sigue siéndolo, al menos para mí. Pero porque realmente te tengo mucho afecto es que no quiero que esta relación nuestra tan linda, tan especial, se convierta en algo…feo. Hubiéramos  podido tener  una  aventura  sin ningún problema -aclaró- si la situación hubiese sido distinta. Porque aunque yo te aprecio mucho, Rubén -prosiguió quedamente y mordiéndose los labios -no te amo. Y no puedo amarte, simplemente porque ya estoy enamorada.

El mundo estaba crujiendo bajo los pies de Rubén.

-¿Puedo saber de quién?

Terminó de hundirse cuando Nora afirmó:

-De una mujer.

Permaneció unos segundos en silencio, cabizbajo. Pero al ir tomado conciencia del significado de las palabras de Nora, su espíritu comenzó a revolverse, a rebelarse. No lo invadía la ira, ni el odio, ni el dolor. Era simplemente la vergüenza, el orgullo del macho herido lo que lo impulsó a protestar:

-Pero vos nunca me dijiste nada…

-Porque nunca me lo preguntaste -lo interrumpió ella- Todo lo decidiste solo, y en una pareja los que deben decidir son dos- Le acarició levemente la cabeza y luego le tomó las manos  sonriendo: -Guardemos de esto un buen recuerdo, sí? Y sigamos siendo amigos como hasta ahora.

También Rubén intentó sonreír.

-No se si podré…

No pudo. El compañerismo prosiguió durante un tiempo más, pero desde ese día la amistad se fue diluyendo. Al cabo de un par de meses las palabras intercambiadas durante sus encuentros se fueron reduciendo a simples saludos protocolares.

Rubén tenía una única hermana, mayor que él. Julia era uno de esos seres indefinibles que no encajan dentro de ninguna categoría sicológica y cuyo sentido ético moral de la vida escapa al concepto que, sobre el bien y el mal, tienen la mayoría de las personas. Rebelde frente a la sociedad pero generosa con el prójimo individual, a veces déspota y a veces tierna con sus seres queridos, casi amoral pero profundamente piadosa, sus continuas contradicciones constituían la confirmación de su extraña personalidad.

Desde pequeña Julia se había parecido más a un muchachito que a una niña. Trepaba con felina agilidad a los árboles y a los techos de las casas, se vestía con jirones de ropa, disputaba a puño limpio con los varones de su edad la supremacía del grupo infantil… Era un estallido de vida. Su residencia en el campo durante los años de la infancia le habían conferido un carácter áspero y solitario, inevitable cuando el contacto con la tierra y los animales, el surco y el monte, obliga a dominarlos o a sucumbir.

Durante la infancia, la protección brindada por Julia a su hermano con esa ternura agreste, vital, matizada con rasgos de virilidad, habían merecido el respeto y  el afecto de Rubén. Pero después, como inquietas y aleteantes palomas sorprendidas, algunas circunstancias misteriosas, inexplicables, fueron turbando el espíritu aún virgen del muchacho. Como por ejemplo ese raro gesto de ansiedad que descubriera en el rostro de Julia aquel día en que su sorpresiva presencia en el baño interrumpiera bruscamente el extraño vaivén que la mano de su hermana efectuaba bajo la pollera, o esa agradable sensación que, ya eclosionados los primeros brotes de su incipiente virilidad, le produjera Julia al acariciarle el sexo con el pretexto de comprobar si su desarrollo era normal, o la sorpresiva agitación que lo  invadiera  aquella  otra  vez cuando, ya  en  el vórtice de los descubrimientos, observara, escondido en la barranca del camino que conducía al pueblo, la consumación del acto sexual entre Julia y Orlando, el peón que trabajaba para sus padres.

Pero a pesar de que un cúmulo de sensaciones ocultas e inexploradas comenzara a conturbarle el espíritu, Rubén continuó queriendo y respetando a su hermana. Y siguió deseando para ella la mejor de las suertes, como cuando finalmente Julia se casó con Pablo.

Aunque a esa edad aún le resultaba difícil comprender los inextricables vericuetos por donde suele extraviarse el alma humana en busca de sus esquivas metas, Rubén ya lograba intuir que difícilmente esa unión pudiera constituir un paradigma de perdurabilidad. Poco agraciado físicamente, débil de carácter, económicamente mal dotado, el rol de Pablo en su matrimonio con una chica como Julia se hallaba obviamente predestinado.

El motivo por el cual Julia se había casado con Pablo desafiaba cualquier razonamiento lógico que no incluyera en su análisis el factor despecho. Todos sabían que en esa época ella estaba perdidamente enamorada del bioquímico del pueblo. Pero sucedía que el joven doctor Farzali estaba a su vez enamorado de su novia, que continuaba viviendo en Córdoba. Román Farzali era un brillante universitario que se había establecido en el pueblo únicamente a causa de las excelentes perspectivas económicas que avizoraba en él, y de ninguna manera  Julia poseía las cualidades temperamentales y espirituales que le permitieran acceder al amor del apuesto y atildado profesional.

Fue después de una prolongada visita de la novia al bioquímico que Julia comenzó sus relaciones con Pablo. Aunque sus familiares intentaron disuadirla por todos los medios, ella ya había tomado su determinación. Y cuando Julia decidía algo, era definitivamente irreversible.

Se casaron en diciembre, cuando un sol maduro reventaba las espigas y una enorme luna presagiaba sensuales languideces. Una gran fiesta, de esas inefables fiestas pueblerinas con lechones, pollos y acordeones, desparramó alegrías y simuló esperanzas de una imposible felicidad eterna.

Luego del regreso del viaje de bodas todos los allegados notaron ya la frialdad con que Julia trataba a su esposo. Pero fue sólo un tiempo después que la frialdad se convirtió en franco rechazo.

Pablo, en lugar de intentar elevarse sobre su mediocridad para poder exigir el tratamiento que su condición de esposo merecía, continuó actuando con la misma tímida sumisión y servil obsecuencia que lo caracterizaba.

Cuando finalmente Julia lo engañó por primera vez con un conductor de la empresa de ómnibus que unía el pueblo con la capital provincial, hacía ya bastante tiempo que sus espaciadas relaciones sexuales -consumadas tras largas y penosas súplicas de Pablo- despertaban en ella sólo extremas frigideces lindantes con la repugnancia.

Cuando el matrimonio se trasladó definitivamente a Córdoba, Rubén tuvo la esperanza de que el aislamiento al que muchos pueblerinos se ven sometidos en esas circunstancias suavizara en parte las agresivas aristas del carácter de Julia. Pero muy pronto esas esperanzas se vieron defraudadas ya que, por el contrario, la inserción dentro de ese gran monstruo constituido por la despersonalizada multitud ciudadana le permitió obtener una libertad de movimientos que hasta entonces le estuviera vedada por el rígido ámbito semirural que habitara. A partir de allí Julia fue conociendo uno a uno, minuciosamente, todos los peldaños de la degradación.

Primero fue como un  deslumbramiento,  como una  cegadora luz que le impidiera observar la angustia de su madre -su padre ya había fallecido-, la inquieta sospecha de Rubén, la abúlica resignación de Pablo. Pero después las tímidas vacilaciones se fueron convirtiendo en marcha firme hasta concluir en una desenfrenada carrera hacia la vorágine total. Cada fracaso sexual la impulsaba a un nuevo y desesperado intento que culminaba en una nueva frigidez. Y ya no resultaron obstáculo entonces la edad, la condición social, la salud… ni siquiera el sexo. Hasta el mismo Rubén debió soportar resignadamente, con un fingido gesto de ignorancia, la manifiesta codicia existente en el comentario que Julia efectuara un día en presencia de unos primos: “!Lástima que sea mi hermano…!”.

Después del casamiento de Rubén los contactos con Julia se espaciaron, aunque continuó recibiendo noticias fragmentadas sobre su hermana a través de algún amigo común, de sus primos, del mismo Pablo.

Tampoco a éste lo veía muy a menudo, pero cada vez que se encontraban solían hablar de Julia. Un día su cuñado le confió:

-Julia no es mala; tiene un carácter fuerte, pero en el fondo es buena- Se quedó un rato pensativo, con la mirada hacia adentro, y luego continuó: -Vos sabés que yo no he andado con muchas mujeres. Allá en el pueblo, con quien vas a andar. Algunas locas, la María… Pero uno conoce las diferencias. Con Julia es algo tan distinto, tan especial. Ahora ella no me da bola, pero antes, cuando quería… Y no creas que siempre fue así, como ahora, que por ahí me trata mal y hasta parece que se riera de mí. Cuando quiere puede ser tan suave, tan tierna… Lo que pasa es que no se puede controlar. Ella me lo confesó todo, y muchas veces me pidió perdón llorando. Y yo siempre la perdoné, que querés que hiciera.  Me dijo que todo lo que hace  es por instinto, que es su temperamento. ¿Y sabés qué me dijo, también? Que todo el problema es porque no puede tener hijos.

Si hubiera podido, quizá todo hubiera sido distinto. Pero bueno, ahora ya no hay nada que hacerle. Ya no quiere acostarse más conmigo, y además, con esa enfermedad…

Después Rubén se fue enterando de su transitar por lóbregos departamentos de estudiantes, por sórdidos lugares nocturnos de diversión, por burdeles de la peor calaña.

Aunque su madre, que continuaba viviendo en el pueblo con una hermana, nunca lo mencionó, sus medias palabras, sus gestos, sus  silencios, le estaban indicando que también ella lo sabía.

A Rubén le pareció natural que el día del tercer cumpleaños de Miguelito Julia pasara por su casa. Aunque muy esporádicamente, solía aparecer algún sábado o domingo, para las fiestas de fin de año o para algún cumpleaños, como esa vez. Pero lo que lo sorprendió fue su aspecto. Estaba demacrada, con unas pronunciadas ojeras, y a pesar de tener los brazos cubiertos por las magas de la blusa Rubén logró descubrir, debajo de ellas, esas manchas violáceas diseminadas por su piel, incipiente manifestación de la sífilis que había adquirido hacía algún tiempo. A pesar de su afán por simular alegría, su mirada estaba invadida por la pena. Rubén presintió en esa mirada, en el abrazo, en el beso, una despedida final.

Por eso casi ni se sorprendió cuando, dos días después, le avisaron que Julia se había suicidado disparándose un tiro en la sien. Ni tampoco le llamó la atención cuando Pablo le comentó, llorando, que no podía comprender cómo esa mañana ella había podido levantarse contenta, realizar las tareas habituales y, pocos segundos antes de apretar el gatillo, cantar alegremente. Rubén en cambio sí lo comprendía. Y recordando a aquella Julia de pelo revuelto que solía cuidarlo como las leonas cuidan a sus cachorros, él también lloró, con un llanto manso pero entrañable.

Ya por entonces estaba comenzando a descubrir, paulatina pero irreversiblemente, el salado gusto de las ausencias.

Aunque en esa época la vida de Rubén distaba mucho de ser un excitante cúmulo de sensaciones placenteras surgidas bajo el influjo de sucesos trascendentes, decisivos, por lo menos transcurría en medio de un relativo desahogo económico, proporcionado por su empleo en el banco y  por los trabajos extras que realizaba durante la tarde. Por otro lado, la cálida placidez de una relación familiar estable  y la continuidad de su fértil producción literaria contribuía a mantener un clima agradablemente calmo.

Aunque parcialmente, incluso su sueño de editar pudo finalmente realizarse gracias al esfuerzo conjunto de un grupo de escritores que decidió publicar un libro de cuentos. La crítica local aplaudió calurosamente la obra y hasta algunos medios escritos de la Capital se hicieron eco de su importancia. Pero lo que más lo sorprendió -y lo halagó- fue que invariablemente los comentarios tendiesen a rescatar sus trabajos por encima de los otros participantes, algunos de los cuales podían incluso considerarse como ya relativamente consagrados.

A la alegría que tal circunstancia le produjo se sumó luego la gratificante novedad constituida por un inesperado éxito de venta en las librerías. Con las utilidades logradas se imprimió una nueva edición, y aunque luego del primer impacto publicitario  las posibilidades de colocación en el mercado se agotaron, el producto de las ventas pasó a contabilizarse desde entonces como ganancia neta.

Rubén no lo podía creer. Que esa meta largamente anhelada hubiese podido finalmente ser alcanzada, ya le parecía un sueño. Pero que además ese sueño concretado viniera acompañado de una  retribución  económica, colocaba  tal  circunstancia dentro de los neblinosos dominios de lo fantástico o lo milagroso.

Aunque las ganancias fueron bastante magras, le permitieron modelar, poco tiempo después, la forma definitiva del sueño: editar un libro en cuya carátula estuviera impreso exclusivamente su nombre. El problema consistió en no advertir que, aunque la poesía es considerada el alimento del alma, la mayoría de la población suele estar más preocupada por los cotidianos alimentos orgánicos  que por los etéreos y vagos sustentos espirituales. Y como el libro era precisamente de poesía, el fracaso de venta fue rotundo. No sólo se esfumaron las esperanzas de multiplicar las ganancias obtenidas con la venta del libro conjunto, sino que también se esfumó el propio dinero invertido. Por un largo tiempo los volúmenes durmieron su sueño de gloria desordenadamente apilados en un rincón de la habitación de Miguelito, sujetas su posición y su estabilidad al cambiante humor del niño.

Pero aunque sus finanzas volvieron a desarticularse -provocando con ello el inevitable deterioro de las relaciones matrimoniales que estos avatares suelen producir-, al menos capitalizó un sedimento positivo de sus azarosas incursiones editoriales: el reconocimiento, por parte de sus pares, de que su obra tenía un auténtico valor. Esa certeza fue la que, meses más tarde, lo indujo a intentar un nuevo salto al vacío.

Intento que coincidió con otro salto mucho más peligroso y profundo que el que estaba por dar  Rubén: el que efectuó el país hacia un inconmensurable abismo ese 28 de junio de 1966, cuando la mesura y la honestidad fueron brutalmente desalojadas del poder por la prepotencia y la sinrazón.

Aunque en última instancia Buenos Aires, como casi todas las capitales del mundo,  sólo se diferencie de las ciudades más pequeñas en que los edificios son más altos, hay más gente en las calles y la contaminación es mayor, a Rubén le pareció mágica y deslumbrante. Un poco porque recién después de veintiocho años de anodina vida provinciana tenía la oportunidad de conocerla, pero más aún porque la atmósfera humana que percibió en sus círculos literarios le produjo en el ánimo una excitante mezcla de sorpresa, curiosidad y admiración. Allí tuvo oportunidad de ver de cerca a un par de monstruos sagrados de la literatura nacional, conversar con dos o tres de menor nombradía pero igualmente conocidos y alimentar incipientes amistades al conjuro de anhelos compartidos.

Su estadía fue breve, acorde con las metas perseguidas, pero la intensidad de las sensaciones receptadas durante esos días fue tal que en su espíritu comenzó a  madurar el germen de una inquietud desconocida hasta entonces pero presentida desde siempre por su ambición y su esperanza.

El había emprendido la búsqueda de nuevas posibilidades alentado por un comentario que escuchara durante la presentación del nuevo libro de Jorge Vega Iribarren. En esa oportunidad, al reducirse el número de asistentes al acto, el laureado autor capitalino radicado desde hacía un tiempo en Córdoba había exhortado a cuatro o cinco jóvenes -entre los que se encontraba Rubén- a publicar sus próximas obras bajo el sello de alguna editorial importante, aun a costa de tener que autofinanciarse la edición, como de todas maneras deberían hacerlo. Por cierto que también les había advertido sobre la precariedad de esas posibilidades, dada su condición de escritores noveles. Pero había remarcado esa necesidad prioritaria  si deseaban tener acceso a la difusión masiva y al consiguiente reconocimiento por parte de los lectores. “Aunque el camino sea largo y la meta parezca lejana -había afirmado-,  si la obra es buena, tarde o temprano aparecerá quien la valore y la publique.  De lo contrario, nada se habrá perdido. Salvo los sueños, claro”.

Tras esa meta había marchado Rubén, enarbolando sus propios sueños pletóricos y maduros pero al mismo tiempo moderados por el escepticismo que sus anteriores experiencias le habían conferido.

Tal como lo presumiera, sus primeros contactos fueron negativos. Los encargados de receptar sus inquietudes no fueron descorteses, e inclusos algunos se mostraron amables y comprensivos. Pero a la vez requirieron de su sentido común la misma comprensión que ellos ponían de manifiesto.

Aun insistiendo en que él se encargaría de pagar una parte importante de la edición, los resultados fueron igualmente nulos, puesto que nadie quería arriesgar un solo peso en la obra de un desconocido. Una sola de todas las personas que, luego de hojear el trabajo, lo habían despedido con el consabido “si quiere, déjelo, veremos qué pasa”, mostró algún indicio de curiosidad. En las demás presintió, detrás de la sonrisa amable, la indiferencia previa al olvido definitivo.

No obstante, no se desalentó demasiado. Sabía de antemano que las posibilidades eran muy escasas y que su viaje constituía sólo una tentativa. De todas maneras le agradó conocer esos lugares intelectualmente encumbrados que antes de su viaje le parecían templos inalcanzables. Por momentos tuvo la impresión de estar profanando alguna tumba sagrada, de estar violando el destino, y se sintió importante al asistir a un par de actos en la Sociedad Argentina de Escritores y compartir momentos con alguna figura consagrada. Pero lo que más lo excitó, lo que más liberó su imaginación lanzándola en raudo vuelo hacia alturas insospechadas, fue la presunción de que solamente allí, en la Capital, estaban las posibilidades de triunfar como él deseaba  y presentía que algún día sucedería.

Claro que después  esa  agradable sensación se vio empañada por la toma de conciencia de su absoluta imposibilidad material para concretarla, poque en Córdoba estaban su trabajo, su hogar, su vida. Y aunque intuía que sólo los muertos tienen definitivamente asignado su lugar de residencia, las perspectivas de un cambio de radicación eran por el momento prácticamente nulas.

Por eso, cuando partió de regreso no se forjó ninguna ilusión con respecto a un pronto retorno a la Capital. Era cierto que dejaba varios amigos nuevos, promesas de intercambios epistolares, alguna lejana esperanza de concretar una edición limitada. Pero sintió la despedida como un adiós definitivo. Un adiós que incluía un  rostro casi esfumado de su memoria pero en el cual su propio rostro se había incrustado, nítido y punzante, como una premonitoria señal.

Al poco tiempo recibió una carta de Buenos Aires que lo conmocionó. La nota no especificaba objetivos y se limitaba a citarlo cordialmente a fin de intercambiar opiniones de mutuo interés; pero lo que exacerbó notablemente su ansiedad y su esperanza fue la identidad de quien la firmaba: Livio Freytes, de “Romero y Freytes Editores”. La editorial no estaba considerada como una de las más importantes, pero era lo bastante conocida como para que cualquier escritor novel anhelara publicar bajo su sello. Rubén recordaba que, de las cinco editoriales que visitara durante su permanencia en Buenos Aires, “Romero y Freytes” había sido la que quizá más tajantemente excluyó cualquier posibilidad de editar el libro. Sin embargo, como es habitual en esos casos, lo invitaron a dejar su obra si así lo deseaba. Y Rubén la había dejado, habida cuenta de que la cantidad de copias alcanzaba incluso para un par de editoriales más. Por eso, la sorpresa al recibir la carta fue doblemente grata: por lo que expresaba, y por lo inesperado de su llegada.

Lo desagradable en cambio estuvo constituido por la maraña de explicaciones, pedidos de reflexión y ruegos que debió desplegar ante Viviana para que su actitud negativa se revirtiera. Finalmente su persuasión obtuvo un triunfo parcial, ya que Viviana concedió el permiso necesario para el viaje, pero con la condición de que también ella viajara a Buenos Aires. Y aunque los recursos económicos continuaban siendo magros y el viaje de ambos duplicaba los gastos, con la excusa de la brevedad de la estadía y el ahorro que significaría alojarse en casa de unos parientes de Viviana, el viaje quedó concretado.

Durante la entrevista mantenida con el encargado que lo atendiera la primera vez- cuya anterior adustez había desaparecido ahora como por encanto- le fueron expuestas sintéticamente las condiciones bajo las cuales su libro de cuentos podría ser editado. En el contrato se hacía constar que la editorial imprimiría mil ejemplares de la obra, de cuyos libros vendidos Rubén percibiría los respectivos derechos de autor. Previamente debería abonar una suma equivalente a quinientos ejemplares -con lo cual la editorial cubría la edición- que le serían entregados a él para que los distribuyera como mejor le pareciera. Como el contrato no especificaba plazos ni forma de pago de los derechos de autor, de ahí en más la edición quedaba legalmente en manos de la editorial, y el escritor totalmente desprotegido.

A pesar de ello Rubén firmó eufórico el contrato. Si bien por un lado deseaba recuperar un capital tan arduamente conseguido, su principal anhelo era que la obra se difundiera. El sabía que, aun cuando el libro no se vendiera demasiado -y, por consiguiente, la cantidad de lectores no fuera importante-, la conveniente distribución y exhibición de la obra contribuirían a que tanto su nombre  como el del libro contaran con una buena promoción.

Quizá fuera el ansioso optimismo que lo embargaba lo que en un primer momento le impidió reconocer, al salir del escritorio, a esa mujer que de pronto estuvo frente a ellos interceptándoles el paso. A pesar de su madurez, en sus facciones se intuían aún  rasgos de una belleza no totalmente disipada. Titubeó al no entender el nombre pronunciado por Livio Freytes en la presentación, y sólo cuando el familiar “¿Cómo está?”, acompañado de una amable y  cálida sonrisa, resonó en la boca de la mujer, Rubén se reprochó la omisión de su memoria.

Súbitamente recordó que la había conocido después del acto de homenaje de Ramón Escutti que se efectuara durante su anterior viaje. En esa oportunidad, un joven y afeminado poeta asistente le había presentado a Valeria Delacroix con un sugestivo y burlón mohín:

-Aparte de escribir y pintar, Valeria es muy conocida por sus inclinaciones hacia todo lo artístico, incluidos los artistas, por supuesto…

Ante lo embarazoso del comentario Rubén se dispuso a cambiar de tema, pero ya Valeria estaba confirmando:

-Es cierto. Me interesan mucho los jóvenes talentos y, dentro de lo posible, siempre trato de ayudarlos -Lo miró un instante como estudiándolo y luego le dijo:  -Mi intuición femenina me dice que usted debe ser un buen escritor. Y además -agregó, envolviéndolo en una seductora mirada- estoy segura de que es una buena persona- Algo turbado, Rubén sólo atinó a sonreír. Luego de observarlo nuevamente de pies a cabeza con afectuosa curiosidad, Valeria se despidió: -Espero volver a verlo pronto.

-Yo también. Aunque -aclaró con resignación- va a resultar bastante difícil, porque soy cordobés.

-De todas maneras,  algún día  volveremos a vernos, estoy segura.

-Ojalá.

Con un exagerado y misterioso gesto el poeta interrumpió:

-Además del arte, a Valeria también le atraen las ciencias ocultas…

-¿Rubén Lastarza me dijo, verdad? -acotó mientras comenzaba a alejarse con un porte entre majestuoso y exótico, seguida por el joven y por otras personas que se habían aproximado a ella con palabras y sonrisas aduladoras.

Rubén pronto se olvidó de ella, deslumbrado por otras personalidades y otros actos literarios. Pero ahora Valeria Delacroix estaba de nuevo frente a él, adoptando una actitud muy distinta a la del primer encuentro. Al presentarle a Viviana, Valeria la besó con un afectuoso “¿Cómo está, hija?”. Luego de algunas trivialidades se despidió rápidamente dándole su número telefónico y reiterándole su invitación para que se contactara con ella cada vez que retornara a la Capital Federal.

La ligera aprensión que lo invadiera durante el primer encuentro quedó totalmente disipada en esta oportunidad, y se prometió a sí mismo no dejar de hablarle si algún día retornaba. Pero luego de  escuchar las palabras que de inmediato pronunció Livio Freytes, un maremagnum de dudas inició una frenética danza dentro de su cerebro:

-Valeria Delacroix integra nuestro consejo asesor literario. Gracias a su recomendación fue que decidimos publicar su libro.

Cuando volvió a Buenos Aires para la presentación, lo primero que hizo fue visitar a Valeria. Sentía que más que a los editores, más que a los organizadores del acto y más que a cualquier otra persona, era a Valeria a quien debía manifestarle su agradecimiento. Estaba  seguro de que, sin  su  recomendación, sus  cuentos hubiesen  corrido la misma  suerte que tantas otras buenas obras.

Por eso ahora se encontraba esperándola en esa acogedora sala de su residencia, observando con detención un cuadro que se destacaba de la importante pinacoteca  que adornaba la habitacíón. La obra, firmada por un cotizado plástico nacional, representaba una inmensa desolación gris plomiza que se iba convirtiendo en ocre cada vez más amarillo a medida que se aproximaba al ángulo superior derecho, donde, como un escrutador ojo divino, refulgía un trozo de sol rutilante y cegador. En el extremo inferior izquierdo, un lúgubre rostro parecía certificar la resignación humana a vivir en una perenne oscuridad. A pesar de la tibieza del resto de la decoración, Rubén no pudo dejar de sentir una sensación desagradable, como si de pronto un impacto lo hubiese hecho trastabillar; porque ningún otro elemento, ningún otro objeto, podría haber descripto tan patéticamente la soledad y la imposible conquista de luz como la opacidad de esos ojos y el escéptico rictus de esa boca inmersos en una desolación total.

Pero el alegre saludo de Valeria entrando en la habitación destruyó el aislamiento:

-!Hola, cómo está?

Cuando la miró, Rubén comprobó que la efusividad de la voz armonizaba con la cordialidad irradiada por su rostro cálido y su cuerpo aún vital, aún esperanzado. La sensación desagradable que había experimentado momentos antes huyó derrotada por el calor de su presencia, y se sintió bien.

-Hola -el primitivo gesto de acercar su mejilla a la de Valeria se esfumó de pronto, y sin poder explicarse cabalmente las causas de esa retracción, sólo atinó a extenderle la mano. Pero el apretón, afectuoso y persistente, pretendió trasuntar todo el agradecimiento que sentía y que ya le había transmitido epistolarmente  -Cómo ve, cumplí mi promesa.

-Lástima que se haya demorado tanto -comentó Valeria, mirándolo sonriente a los ojos -Siéntese, por favor.

-Gracias. Usted sabe lo difícil que resulta para nosotros, los pobres provincianos, transladarnos con frecuencia a la Capital -Y agregó con tono optimista: -Pero en realidad, no hace tanto que nos vimos.

-Eso depende de la edad que se tenga y de qué signifique el tiempo para cada uno. Tres meses y medio puede resultar un soplo, o simular una eternidad.

Rubén permaneció un momento indeciso, sin saber qué responder, pero finalmente asintió:

-Es cierto. Resulta increíble cómo cambia la perspectiva de acuerdo a las sensaciones que hayamos experimentado en un determinado lapso. Para mí, por ejemplo -se animó-, entre la ansiedad por ver el libro terminado y los nervios de la presentación, estos últimos tres meses pasaron volando.

-Supongo que ahora ya estará más tranquilo. Además -sonrió con picardía- me he enterado extraoficialmente de algunos comentarios bastante elogiosos sobre su libro.

Rubén la interrumpió con un  amable gesto de fingido reproche:

-Entre los cuales, en primer lugar, se encuentra el suyo.

Súbitamente serio, la miró a los ojos y afirmó con calidez:        -Conozco lo que hizo por mí, y le estoy sinceramente agradecido.

Valeria bajó la mirada y luego de morderse levemente el labio inferior, afirmó:

-Comprendo perfectamente que esté agradecido. Sin embargo… -vaciló un instante- yo creo que las palabras, a pesar de todo el valor que los escritores solemos atribuirles, no son suficientes para demostrar nuestros sentimientos- Una leve incertidumbre  rondó  los pensamientos  de Rubén, pero  ya  Valeria proseguía: -Sólo el transcurrir del tiempo y el devenir de los hechos serán los encargados de demostrarnos si una determinada persona se sentía realmente agradecida con nosotros, o no-

El desconcierto de Rubén no le impidió argüir, aún con algunas dudas:

-Yo creo que lo más importante no es tanto recibir la demostración de agradecimiento de la otra persona, sino simplemente tener la certeza de que ella receptó nuestra ayuda. De todas maneras -agregó solícito- lo que yo pueda hacer por usted…

Valeria lo interrumpió poniéndole la mano sobre su brazo, y acentuando la proximidad brindada por el sofá que ambos ocupaban, le dijo con seriedad:

-Por favor, no me malinterprete. Sólo me estaba refiriendo a la actitud de la persona que recibe el favor, no de quien lo hace. Por cierto que para ésta resulta más que gratificante el solo hecho de poder efectuarlo. Por otra lado -sonrió, volviendo al afectuoso tono anterior- quizá me haya comportado algo torpemente al mencionar esto, porque yo a usted no le hice ningún favor, sólo realicé un acto de estricta justicia-

Rubén también sonrió, pero sólo con la boca. Aún persistía en su ánimo cierta sensación extraña, como si algo lo estuviese obligando a permanecer mentalmente al acecho, defendiéndose de un desconocido pero inminente peligro.

Valeria se levantó para servir whisky, y al observarla caminar con pretendida sensualidad no pudo evitar que aquella sensación desagradable que sintiera al producirse el primer encuentro, reapareciera. Reconocía que Valeria era una mujer culta, elegante, quizá todavía apetecible. Pero había  en ella algo indefinido que le desagradaba. De pronto, como si una impúdica mano le revolviera el bajo vientre compeliéndolo a aceptar definitivamente la idea,  comprendió que esa aprensión no estaba dictada por su cerebro, sino por su sangre. Se dio cuenta de que esa indeseada rebelión interna producida por la presencia de Valeria no era producto de factores aleatorios, como podían serlo su condición de hombre casado, su supuesta obligación moral hacia ella por la ayuda prestada, o algún posible complejo de inferioridad social. Era simplemente que su fisiología estaba confrontando a gritos de sangre joven y piel caliente sus pletóricos treinta años con los repentinamente mustios cincuenta y cinco de Valeria. Y entonces ya no la vio ni elegante, ni culta, ni apetecible. Sólo vieja, lastimosamente vieja.

Las relaciones matrimoniales entre Rubén y Viviana habían comenzado a adquirir una consistencia cada vez más débil y una temperatura cada vez más fría. Aunque Rubén percibía el paulatino distanciamiento, no atinaba a adoptar alguna actitud que pudiera revertir la situación.

Quizá fuera su natural carencia de exteriorización afectiva lo que le estuviera impidiendo manifestar sus deseos de acercamiento, pero era más probable que una concatenación de agradables circunstancias que le estaban sucediendo por esa época resultara la culpable de que no pusiera demasiado empeño en el intento.

Por esa época Rubén había comenzado a descubrir que, aunque siguiera queriendo a Viviana, de ninguna manera ese amor significaba la gravosa carga de responsabilidades que él siempre había imaginado. Por el contrario, había comenzado a intuir que ciertos amores menores no sólo no vulneraban la seguridad de la torre de marfil donde había enclaustrado su amor principal, sino que, además, contribuían de una manera grata y placentera a cimentarlo. Y entonces trataba de auto convencerse, aunque por lo general con magros resultados, de que cada beso fraudulento,  de que cada caricia lograda al margen de la ternura de Viviana, constituían un elemento revitalizador del cariño que él le profesaba. Como si cada descarga biológica extramatrimonial trajese aparejada una automática recarga emocional dentro de su matrimonio.

Por cierto que nada de ello sucedía ya que esas licencias eróticas, aun  sin que él pudiera detectarlo, iban imprimiendo en su carácter ese particular sello con que cada una de las relaciones humanas van marcando a los individuos. Marca que, tarde o temprano, el otro componente de la pareja nunca deja de detectar.

Sin embargo, él persistía en disfrutar sus pequeñas aventuras con la fruición del recién liberado, como si la consolidación de su relación con Viviana dependiera realmente de esas otras relaciones. Y como por entonces su nombre y su persona ya eran bastante conocidos en el pequeño ambiente literario de la ciudad, nunca faltaba la desprejuiciada jovencita que, en su ambición de trabar amistad con alguna personalidad más o menos descollante, relegara sus sentimientos en pos de supuestos contactos ventajosos, ni la intelectualizada y lánguida compañera de anhelos que, con la excusa de su afinidad espiritual, buscara trocar quiméricos sueños en concretas realidades, ni la madura y experimentada dama que intentara suplir su fracaso literario con sus últimos arrestos pasionales.

Viviana palpaba en cada palabra y en cada gesto de Rubén el paulatino alejamiento. Pero a pesar del dolor que esa situación producía en su alma aún enamorada, también ella presentía su propia impotencia para reubicar sus relaciones en su cauce natural.

Aunque aquellos inefables sentimientos del primer estallido hacía ya tiempo que se habían ido diluyendo en la irresistible maraña de pequeños y monótonos acontecimientos cotidianos, su amor siempre había emergido de esas turbulencias como una tabla salvadora aparecida en el preciso instante en que la desazón y la desesperanza amenazaban con arrasar su matrimonio. Pero ahora, en cambio, comprobaba con angustia y temor que los invisibles hilos con que la vida los había mantenido férreamente unidos, iba perdiendo su tensión, relajándose paulatina pero inexorablemente hasta hundirse en la fría penumbra de la indiferencia.

Viviana se empeñaba en un arduo recorrido dentro de su alma para intentar descubrir su propia culpa. Pero era en vano, porque cada vez que parecía haberla alcanzado, al querer aprehenderla se le escurría de las manos como un insecto viscoso. Y al final siempre concluía aceptando con resignación que, de existir alguna culpa, no era de ella, sino de Rubén. De su particular temperamento, de sus alocados sueños. De su ambicioso destino de pájaro solitario.

Por fin la caldera cordobesa estalló. A pesar de que las llamas de las fogatas y el resplandor de los disparos se empeñaban en mantener encendida la luz de ese insólito amanecer, Córdoba se sumió en la oscuridad de una apocalíptica nube de humo que poco a poco fue envolviendo a la ciudad desde el mediodía.

Rubén vivía en avenida Patria, bastante lejos del epicentro de los disturbios.  Pero cuando se enteró de lo que estaba sucediendo, a pesar de las protestas de Viviana se fue caminando al centro.

Cuando llegó, todavía reinaba la euforia y las sonrisas continuaban madurando en las bocas de los manifestantes. La policía había desaparecido de las calles corrida por la multitud, y una sensación de esperanzada alegría aleteaba en los corazones de la gente.

Aunque Rubén compartía esos sentimientos, algo vagamente doloroso, fundado en pretéritos escepticismos, le impedía aceptar del todo la posibilidad de un cambio en el esquema sociopolítico de Córdoba y el país.

Por eso época Rubén aún creía en las utopías, y pensaba que quizá no fuera necesario recurrir a la lucha armada para derrocar una dictadura, como había sucedido en Cuba. Pensaba que las organizaciones de base, los sindicatos, los centros estudiantiles, el pueblo en general, podían, con su masiva presencia, torcer el brazo militar para instaurar una democracia participativa y de contenido social. Había abandonado ya la ferviente adhesión a los métodos violentos para obtener el poder que preconizara en los primeros tiempos de la revolución cubana; el Che había probado, con su romántica pero solitaria muerte, el fracaso de cualquier revolución que no estuviera efectivamente apoyada por el pueblo. Presentía que los argentinos no deseaban ni apoyarían una revolución destinada a tomar el poder para implantar un régimen socialista o comunista, y estaba cada vez más convencido de que a ese pueblo lo único que le importaba era el regreso de Perón. Ese mítico y fabuloso retorno que trocaría por fin en realidad la reiterada nostalgia por los tiempos idos.

Por eso soñaba y anhelaba precisamente eso que ahora estaba sucediendo: la movilización masiva del pueblo, la sonora bofetada moral en la soberbia cara del gobierno. La advertencia de que,  si no  abandonaba  pacíficamente el poder, arderían -entonces sí-  las vindicatorias llamas de la rebelión armada.

Después de recorrer Humberto 1º hasta Avellaneda -donde ardían montones de Citröen- se dirigió hasta avenida Colón. Allí pudo comprobar que no eran sólo trabajadores o estudiantes activistas los que estaban pariendo el “cordobazo”, sino que también la población común, los habitantes de clase media de los edificios de departamentos, contribuían con elementales combustibles a mantener encendidas las barricadas.

Pero la euforia cesó muy pronto. Cuando, al anochecer, Rubén volvió a su casa y prendió la radio, tomó conciencia de que otra oscuridad, aún mayor que la producida por el corte de energía eléctrica, se estaba desplegando sobre la ciudad: el 3º Cuerpo de Ejército avanzaba lenta pero inexorablemente desde sus cuarteles en camino a La Calera. Y aunque la noche de barrio Clínicas se pobló aún con breves y sonoros relámpagos de esperanza, al día siguiente Rubén ya sabía que la fiesta había terminado. Tosco, Torres y los demás dirigentes fueron juzgados por tribunales especiales y enviados al sur, y la ciudad comenzó lentamente a lamerse las heridas.

Heridas que tardaron bastante en cicatrizar -y que se reabrieron al año siguiente con el “viborazo”- pero que finalmente se fueron curando.

Sin embargo, quedaron varias cicatrices, que algunos trataron en vano de maquillar. Porque las heridas habían sido tan profundas que se convirtieron en lacerantes tumores que fueron invadiendo el cuerpo social del país hasta destrozarlo y postrarlo casi definitivamente. Tumores denominados “secuestro”, “tortura”, “asesinato”…

Las huellas del “cordobazo” aún se percibían en la ciudad cuando Valeria Delacroix tuvo que viajar a Córdoba en carácter de mecenas de un joven porteño que deseaba lanzar desde allí su libro. La supuesta apertura cultural hacia el interior del país que la actitud presuponía, era en realidad una simple extravagancia de Valeria, quien de ese modo tenía la posibilidad de exhibir a su protegido fuera del ámbito donde sus inclinaciones maternales resultaban demasiado conocidas.

Aunque en el cerebro de Rubén bullían ciertas premoniciones, la reputación que Valeria tenía de mujer culta y sensible le impedía emitir un juicio definitivo con respecto a su persona y sus intenciones. Temía que tal valoración, además de superficial, pudiera resulta injustamente severa. Por otro lado, en su ánimo predominaba un sentimiento que superaba cualquiera otra consideración negativa: el sentimiento de gratitud. Por eso, y por otras vagas sensaciones que no acertaba aún a definir con claridad, cuando Valeria confirmó su viaje a Córdoba no vaciló en desafiar la implacable llovizna de junio para convertirse en el único escritor local que soportó estoicamente en el aeropuerto las dos horas de atraso con que llegó el avión.

Luego de los saludos -cordiales pero a la vez formales-, considerando la notoria ausencia de otras personalidades que se habían comprometido a esperarla, Rubén no tuvo otra alternativa que invitarla a almorzar a su casa. Pensando en Viviana, había formulado la invitación con la firme sospecha y la malintencionada esperanza de que Valeria rehusara. Pero, para su desazón, ella aceptó de inmediato.

Ya en el interior del taxi que los conducía a la ciudad, y mientras su egoísmo le susurraba que ese gasto podría haberse evitado de haber estado presente en el aeropuerto alguna otra persona allegada a la artista, Valeria le horadó el pensamiento para excusarse:

-No quisiera que, por un malentendido sentido de gratitud, estuviera tomándose molestias que de ningún modo deseo ocasionarle.

La rememorada imagen del rostro de Viviana, quien no tenía la menor idea de la intempestiva visita, lo hizo titubear un instante; pero finalmente contestó con seguridad:

-Por favor, para mí será un placer y un honor que usted venga a mi casa.

-¿Y para su esposa?

-También lo será- afirmó, contrayendo el ceño para simular una mayor convicción  en  sus  palabras  pero en realidad intentando influir subconscientemente a distancia en el ánimo de su mujer.

La forzada sonrisa de Viviana al recibirlos era un tormentoso y concreto presagio que Rubén se esforzó en capear fingiendo desenvoltura y cordialidad. Pero los nubarrones que rondaban el cerebro de su esposa y los relámpagos que sus ojos emitían al mirarlo, pronto le hicieron comprender que la comunicación entre Viviana y Valeria resultaría ardua y dificultosa.

Quizá por involuntaria omisión, quizá por indiferencia, pero más probablemente porque le hubiese quedado grabado aquel irónico  “¿Cómo está, hija?”, Viviana no había vuelto a mencionar a Valeria desde entonces. Aunque en aquella ocasión el saludo había sido aparentemente afectuoso y maternal, Viviana creyó intuir en la cautelosa y escrutadora mirada de la mujer todo el recelo y el acecho de una auténtica rival. Luego, con el transcurrir del tiempo, su aprensión fue desapareciendo hasta diluirse en el olvido. Pero el día que Rubén le comunicó su decisión de ir a recibirla al aeropuerto, unos desdibujados pero ya concretos fantasmas volvieron a rondarle el pensamiento en busca de oscuras definiciones.

Y ahora estaba nuevamente ahí, besándola y reiterándole ese “¿Cómo está?”, que para colmo ya no iba seguido por el maternal y afectuoso “hija”, sino por el frío y punzante “señora”. Trató de sobreponerse manteniendo un aceptable nivel de cortesía, pero las contradictorias sensaciones que la embargaban le impidieron cualquier manifestación de cordialidad. Para peor, el apremiante y casi insoluble problema del almuerzo la ponía aún más nerviosa, de modo que, luego de unos breves e intrascendentes comentarios, pidió permiso y se retiró a la cocina. Allí, mientras se disponía a preparar algo de comida, continuaron acosándola algunas dudas y unos pocos y aún diminutos rencores  repartidos  entre Valeria y  su esposo, quienes, mientras tanto, continuaban en el living departiendo cordialmente.

El frugal almuerzo transcurrió en un ambiente más calmo y agradable, pero cuando, apenas finalizado el mismo y pretextando urgentes compromisos, Valeria anunció su despedida, Rubén tuvo la malhadada idea de ofrecer su compañía para lo que fuera menester. Luego de una endeble y apenas formal resistencia, ante la sorpresa de los esposos Valeria aceptó gustosa el ofrecimiento.

Entonces los pequeños rencores de Viviana se agigantaron hasta trocarse en un odio que no por banal y pasajero dejaba de ser profundo. Era ese odio generado no por celos biológicos, sino por los mucho más destructivos celos espirituales. Esos impotentes celos que suelen acosar a quienes ven alejarse, lenta pero inexorablemente, la atención y el afecto de la persona amada.

Rubén intentaba autoconvencerse de que no había dejado de querer a Viviana, y que sólo estaba postergando para un momento propicio el definitivo y total reencuentro afectivo con su esposa. Pensaba también que quizás una nueva paternidad podría constituirse en el desencadenante que eliminara esa sed de vivir intensamente el momento que se había apoderado de él en el transcurso de los últimos tiempos. Pero mientras tanto continuaba inmerso en una espiral voluptuosa y sensual que le esfumaba los objetivos trastocándolos de acuerdo a sus momentáneas ambiciones y necesidades, elevándolo a cimas inefables o sumergiéndolo en abismos oscuros pero siempre excitantes, siempre atrayentes.

Algunas veces reconocía que su matrimonio se estaba resquebrajando por su culpa, y entonces lo invadían unos inmensos deseos de reparar los daños causados. Pero otras se autojustificaba  afirmándose  hedonísticamente que a la vida había que vivirla sin restarle emociones al propio destino.

Lo mismo le sucedía con la literatura. Así como de pronto se comprometía consigo mismo a no rebajar la calidad de sus trabajos para que resultaran vendibles y a perseverar en lo que él consideraba valioso y honesto, en el instante siguiente deseaba con todas sus fuerzas el éxito rotundo, total, el impacto literario que lo lanzara de un día para el otro a la fama sin importar la calidad del mismo. Casi siempre, en última instancia, su conflicto interior giraba en torno a uno de los interrogantes fundamentales de la ética: la licitud de los medios para la obtención de los fines.

Sobre este último aspecto estaba meditando ahora, esporádicamente y subrepticiamente, durante los escasos momentos en que la tensa conversación con Valeria se lo permitía. Antes de que ella se dirigiera a la programada entrevista con un empresario local de espectáculos musicales, Rubén le propuso tomar un café, y una vez más Valeria aceptó.

Desde la mañana Rubén había estado presintiendo que algo desconocido pero decisivo, algo determinante para su vida futura, estaba sucediendo o iba a suceder. Intuía que de esta entrevista con Valeria derivarían acontecimientos imprevistos que podrían, por un lado, devolverlo a un largo y sinuoso camino lleno de obstáculos pero en cuyo horizonte, nítidamente recortado, se divisaban su hogar, su trabajo, sus apacibles sueños de muchacho simple y también, por qué no, sus realizables ambiciones de hombre lúcido y honesto; y por el otro, lanzarlo a un camino deslumbrante y cegador, festoneado de luces y alabanzas pero en cuyo final se vislumbraba una vorágine de emociones desconocidas que podrían conducirlo tanto a la felicidad plena como a la soledad total.

Estaba decidiendo en vano cual de esos caminos sería conveniente elegir, cuando Valeria le comentó:

-Hace unos días estuvimos hablando de usted con Livio. Pensamos que después de “Las gaviotas”, con una buena promoción que debería incluir una breve estadía en Buenos Aires -a-  cotó bajando brevemente la mirada-, talvez algún trabajo suyo de mayor envergadura, como una novela, por ejemplo, podría venderse bien. Creo que la nueva colección de “Jóvenes narradores” sería el ámbito ideal para la publicación.

-Para mí eso sería muy importante -opinó con entusiasmo Rubén- Si resultara posible, yo estaría incluso dispuesto a ceder mis derechos…

-No, no, Rubén -se apresuró a interrumpirlo Valeria- De ser factible la edición, Livio aceptaría liquidarle lo que corresponda. A ese respecto yo me mostré inflexible -concluyó con un gesto elocuente. En la mirada agradecida que Rubén le prodigó ya cabalgaban infinitas promesas. Valeria receptó el mensaje:    -Claro que usted también debería hacer algunos sacrificios-Rubén desvió la mirada, indeciso, pero ya Valeria estaba agregando: -Me refiero a los viajes a Buenos Aires. Sé que usted trabaja…por la estadía no habría problemas, ya lo arreglaríamos, pero el traslado…en fin- Rubén ya la estaba mirando nuevamente a los ojos -De todas maneras aún hay que ver el libro-concluyó con una sonrisa nerviosa.

-Por supuesto. Estaba pensando en “La sangre madura”, mi segunda novela- Valeria lo alentó con la mirada para que prosiguiera -Es un tema realista, fuerte,  pero sin connotaciones ideológicas-  La tierna atención con que Valeria lo estaba observando le iba dulcificando el rostro a medida que la esperanzada exaltación de Rubén le modelaba en el gesto rasgos decididamente viriles -Considero que es uno de mis mejores trabajos, y justamente lo estaba reservando para alguna ocasión como ésta-

La mirada de Valeria continuaba  clavada  en el rostro de Rubén, y él también la miraba ahora con curiosa atención, como esperando su respuesta. Sólo al cabo de algunos segundos Valeria pareció salir de su encantamiento, y cambiando de expresión comentó, refiriéndose a la última frase:

-Oportunista, no?

Sorprendido porque esperaba un comentario sobre la novela y no sobre su persona, pero ya con la certeza de que en esa conversación se estaba dilucidando algo más importante que una publicación, contestó sin vacilar:

-Todos tenemos algo de oportunistas. -Luego preguntó a su vez, convencido de que una inevitable definición se estaba aproximando:  -¿Usted no?

Valeria tampoco vaciló al responder:

-Por supuesto que sí – Y añadió, con un dejo de tristeza que acentuó las inocultables arrugas que comenzaban a desviarle hacia abajo las comisuras de los labios: -Con el agravante de que, a mi edad, a las oportunidades no sólo se las debe aprovechar, sino que, incluso, hasta puede resultar necesario fabricarlas.

Rubén pensó responder alguna cortesía, pero comprendió que no valía la pena. Aún faltaban los detalles finales del ritual, pero ya las cartas estaban echadas. Sólo le molestaba un poco que, en ese juego, en lugar de ser banca le hubiera tocado ser punto. Pero era una apuesta muy fuerte y él necesitaba imperiosamente -porque así lo había finalmente decidido- ganarla de inmediato. Por eso, en lugar de una galantería referida a la edad, sólo se limitó a afirmar, sonriendo con una seguridad no exenta de cinismo:

-Ahora vamos a la entrevista. Después la paso a buscar.

Como consecuencia de sus mutuas concesiones, finalmente “La sangre madura” se editó. La novela era una más de las tantas señaladas por el azar de una buena relación, de un patrimonio económico importante, de una coincidencia de gustos con un determinado jurado, para ser rescatadas de un cúmulo de novelas con parecidos valores, con el mismo capital de fantasía, emoción y angustia que cada autor aporta al escribir su obra.

La publicación no constituyó ningún éxito, ni mucho menos. Pero como la distribuyó “Romero y Freytes” -y como en esos casos la crítica siempre suele ser benigna-, el libro se vendió bien, y el nombre de Rubén Lastarza comenzó a resultar familiar incluso para muchos lectores de la Capital.

Como en esa oportunidad las ganancias fueron netas, ya que no hubo que financiar ningún tipo de promoción, Viviana no encontró excusas para oponerse a los reiterados viajes que Rubén comenzó a efectuar desde entonces a Buenos Aires. Los pretextos consistían en un  presunto control de la difusión del libro y en la asistencia a las correspondientes presentaciones, notas y reportajes, pero sus motivos reales eran mucho menos extensos y variados que los mencionados a Viviana, ya que se reducían a un único y simple objetivo: compartir la cama de Valeria Delacroix.

Aunque durante esos largos viajes Rubén solía entablar profundos y a veces ríspidos diálogos con su conciencia, casi siempre los resultados obtenidos eran tan magros que una persistente bruma  -por momentos esquiva y por momentos liberadora, según fuesen sus interlocutores su conciencia o él mismo- continuaba envolviendo su voluntad.

Si de algo estaba seguro Rubén era de no querer a Valeria. Pero aunque ello no le preocupaba demasiado ya que, dadas las circunstancias, resultaba comprensible, lo que sí lo atribulaba era la inevitable aceptación de que ningún otro sentimiento afectuoso lo unía tampoco a esa mujer.  Ni siquiera el placer físico que había experimentado en las primeras ocasiones, alentado por los atributos que un. par de décadas atrás habían convertido a Valeria en una atractiva y codiciada mujer, lograba franquear ya la barrera que la diferencia de edades levantaba entre su exaltada fantasía  y la magra realidad erótica.

Sin embargo, existía en él un sentimiento que no vacilaba en calificar como positivo y que continuaba resaltando nítidamente sobre toda esa maraña de dudas y ambigüedades: el sentimiento de gratitud. Pero ni aun ante esa certeza su conciencia dejaba de aguijonearlo, introduciéndole la duda sobre el valor que ese único sentimiento podía tener para consolidar una relación. El acicate solía ser tan punzante que a veces se disponía a romper definivamente con Valeria para retornar a Córdoba, a su hogar, a Viviana. Pero cuando ya su voluntad parecía dispuesta a iniciar la retirada, una sospecha abulia le impedía pronunciar las palabras necesarias para terminar con el engaño. Y lo que más iba inclinando la balanza a favor de esta última actitud era la duda que se le planteaba referida al valor que tendría ahora la ruptura, cuando ya la relación había sido premeditadamente consumada y los objetivos a los que ella apuntara, plenamente conseguidos.

Y así, entre firmes promesas y postergadas definiciones, el tiempo seguía transcurriendo y su ambición ganando definitivamente la partida.

La tan ansiada segunda paternidad finalmente se materializó. La agradable sospecha que lo inquietara al emprender un viaje a Buenos Aires, tuvo su confirmación al regresar a Córdoba. Viviana también se alegró, pero para Rubén la exteriorización de esa alegría no guardó relación con la ansiosa expectativa. Entonces, a la desilusión siguió el resentimiento, y a éste, el reproche:

-Para eso no lo hubiéramos tenido….

-¿Por qué? Yo estoy contenta de tenerlo.

-Pero no como yo. A los hijos no sólo se los debe aceptar, se los debe desear.

Eso depende de cada temperamento. Vos opinás así porque sos un ansioso.

-Es que para mí esto significa más que un embarazo y un parto. Yo lo esperé como una solución, como algo definitivo…

-Miguelito también es algo definitivo, no?

-No me entendés -contestó Rubén con gesto de contrariedad.

-Me parece que sos vos quien no entiende- No había enojo ni reproche en su mirada; sólo un poco de ternura y mucha melancolía -No te endendés ni a vos mismo.

Rubén la miró, como meditando las palabras que pronunciaría, pero finalmente guardó silencio.

De pronto Viviana preguntó con tristeza:

-¿Te parece que todavía nos queremos?

Una especie de rabia contenida alteró apenas el rostro de Rubén. Era esa rabia no manifestada, esquiva y fugitiva, que suele acosar a quienes son conscientes de que sus respuestas serán positivas aun teniendo la certeza de que no deberían serlo. Intentó un ficticio gesto de asombro para apuntalar una categórica afirmación, pero el primitivo impulso se fue diluyendo hasta que brotó de su boca la desnuda verdad:

-No lo sé -La confesión pareció liberarlo de una pesada carga, y se relajó -¿Vos que pensás?

-Lo mismo que vos.

La sorpresa y la duda insinuaron un gesto en el rostro de Rubén, pero luego ambos permanecieron callados, con las miradas distantes, ausentes, hasta que finalmente Rubén se acercó y rodeó con su brazo los hombros de Viviana.

-¿Por qué tendrá que ser siempre lo mismo?

-¿Qué?

-Nuestro amor, todos los amores. ¿Por qué tendrán que ir muriéndose así, de a poco, agonizando lentamente, degenerándose en lugar de morir de golpe, de una buena vez? Porque el hábito, el cariño, el compañerismo, son sólo degeneraciones del amor. O en todo caso, sustitutos, pero nunca el amor mismo. El amor es otra cosa, y vos y yo lo sabemos muy bien.

Viviana tragó salva y parpadeó. Un llanto manso, nostálgico, pugnaba por asomar a sus ojos. Pero volvió a tragar saliva, y desprendiéndose del abrazo contestó con firmeza:

-Precisamente porque lo sabemos, es que no podemos dejar de reconocer que lo nuestro ya no es amor.

Muchas veces habían discutido, peleado con vehemencia, y en ocasiones habían permanecido varios días sin hablarse. Pero nunca habían llegado a reconocer francamente, como ahora lo estaban haciendo, que ya no se querían. Rubén aún se negaba a admitirlo; algo entrañable, dolorosamente dulce, pugnaba todavía por desplazar su certeza. Pero el sentido común  finalmente lo obligó a transigir:

-Sí, creo que tenés razón- Luego de unos segundos durante los cuales creyó percibir que oscuras sombras estaban cubriendo el sol hasta opacar todos los colores, se levantó y preguntó con la máxima naturalidad  que le permitía su estado de ánimo: -¿Qué vamos a hacer?

-Lo que vos quieras.

-¿Y el embarazo?- Ella lo miró sorprendida, y luego respondió con firmeza:

-El embarazo va a seguir, no tiene nada que ver con esto.

-¿Vos creés que no?- Viviana se mordió los labios, aceptando lo innegable, pero igual afirmó:

-Al chico lo voy a tener, pase lo que pase.

-Como quieras. Pero, y nosotros?

Viviana hizo un gesto de resignada ignorancia y se levantó. Rubén intentó detenerla con una caricia pero ella lo apartó suavemente. Las primeras sombras alargadas de los árboles y los edificios comenzaban a extenderse y a penetrar en la casa lenta, imperceptible pero definitivamente.

La vida matrimonial de Viviana y Rubén prosiguió en forma casi normal mientras duró el embarazo, pero resultaba evidente el tácito acuerdo existente entre ambos sobre lo definitivo de la ruptura. Viviana ya no le reprochaba sus cada vez más frecuentes viajes a la Capital ni sus habituales llegadas a altas horas de la noche, y a Rubén tampoco le preocupaba la creciente desatención de la casa por parte de ella.

Miguelito también percibía la enrarecida atmósfera familiar. La sobreprotección que ambos le prodigaban individualmente como consecuencia de sus celosos y posesivos egoísmos paternales, agregada al debilitamiento de la autoridad mancomunada producida por la distensión de sus propios lazos afectivos, producían en el niño permanentes desajustes emocionales que lo tornaban díscolo y rebelde. Para colmo de males, a esas circunstancias desfavorables vino a sumarse la noticia del nuevo embarazo de la madre, todo lo cual hizo que, a la ardua y complicada relación matrimonial, tuviera que agregarse también el difícil encauzamiento del hijo.

Por cierto que, en ese ambiente, la convivencia cotidiana resultaba poco gratificante para Rubén. Y como, por otra parte, la relación con Valeria había llegado a ese punto de saturación del cual resulta ya imposible rescatar algún elemento positivo, su vida sentimental se encontraba en un pozo del cual le resultaba bastante difícil emerger.

Rubén comenzó a cuestionarse también su trayectoria literaria y a formularse replanteos sobre posibles metas. Él tenía conocimiento de su real ubicación dentro del panorama literario nacional, y no se engañaba con respecto a la limitación de su trascendencia.

Aunque a veces se consolaba filosofando sobre la fugacidad del éxito y la fama,  tenía conciencia de que existían famas y glorias verdaderas. Le constaba que casi no había persona sobre el planeta que no conociera lo que habían significado para la cultura universal un Shakespeare o un Dostoiewski y que, sin ir demasiado lejos, no había argentino que no hubiese oído mencionar, al menos una vez en su vida, a Borges o a Sábato. En cambio a él, aparte de los cien o doscientos escritores cordobeses que, de tanto asistir a presentaciones y  actos y de leerse unos a otros en las escasas revistas o páginas literarias locales, parecían miembros de una monstruosa familia siempre dispuestos a sonreírse y a elogiarse o a murmurar y a criticarse de acuerdo a sus respectivas presencias o ausencias, ¿quién lo conocía?

Claro que a veces también pensaba que si las ediciones de sus libros se habían agotado, seguramente muchos individuos anónimos conocerían su nombre. Pero de inmediato volvía a interrogarse sobre cuántos de esos hombres y mujeres recordarían realmente quién era Rubén Lastarza y qué había escrito. ¿Quinientos, ochocientos, quizás mil? Tampoco podía olvidar que muchas de esas personas eran conocidos suyos y que, aun no siendo escritor, igual hubiesen sabido quien era. Y por otra parte ¿cuántos de esos supuestos lectores no habrían dejado sus libros a medio leer, y cuántos no los habrían comprado sólo por compromiso o recibido como regalo sin siquiera haber comenzado a leerlos?

De nuevo se consolaba pensando que si su último libro había sido distribuido en varias provincias,  individuos de distintas latitudes y, por consiguiente, de distintas idiosincrasias y pensamientos, conocerían también su producción. Pero cuando comenzaba a barajar cifras y porcentajes sobre totales poblacionales, las conclusiones sobre la representatividad de esas personas volvían a diluir su escaso optimismo.

Pero era entonces cuando, edificando sueños sobre las ruinas de las desilusiones pasadas, comenzaba a cavilar sobre el futuro. Y se alentaba pensando que, si bien los logros obtenidos después de tantos sacrificios y desvelos habían sido hasta el momento bastante magros, con el transcurrir del tiempo su situación tendría que ir mejorando inevitablemente. Un poco porque sus condiciones literarias eran auténticas, pero mucho más porque estaba comenzando a sentir que algo muy íntimo y a la vez muy poderoso a lo que aún no se atrevía a llamar ambición, le estaba urgiendo el derribamiento de puertas desconocidas que poco a poco irían cimentando con sus escombros la construcción de su fama. Aunque entre esos escombros debieran quedar sepultados también el amor de Viviana y de sus hijos.

Susana Lastarza era todavía un montoncito de carne tierna y desvalida cuando sus padres decidieron finalmente separarse. Aunque el alumbramiento había simulado ser, entre parientes y amigos, un acontecimiento pletórico de esperanzas, Rubén y Viviana sabían que las esperanzas con respecto a su relación estaban definitivamente muertas. Por eso prefirieron el rigor de las ausencias al ambiguo transcurrir de la mentira.

Por cierto que las ausencias fueron menos dolorosas para Viviana que para Rubén, porque a ella le quedó el consuelo de los hijos. Además, sus padres aún vivían, y tenía hermanos. En cambio a Rubén, las horas vacías comenzaron a incrustarle en el  alma trozos de angustia, pequeños  deseos insatisfechos, todavía mínimos miedos. Y comenzó a descifrar también el significado de la palabra “añoranza”.

Al principio todo fue muy lindo, muy grato, casi como una liberación. Podía volver a la hora que quisiera, comer donde y cuando lo deseara, pasear o tomar una copa con una amiga sin temores ni recelos. Hasta pudo darse el lujo de viajar imprevistamente a Buenos Aires sin tener que ensayar pretextos y explicaciones.

Pero él se había separado a fines de marzo, y en marzo los atardeceres aún son cálidos y las noches cortas. En abril las noches comenzaron a acecharlo cada vez más temprano con sus sombras y su frío, y ya hasta las tardes se fueron tornado grises en mayo. Y cuando llegó junio, durante todas las horas del día lloviznaba sobre la soledad de Rubén.

De poco le servía alguna esporádica compañía femenina, las visitas a la casa de Guillermo o de algún otro amigo, la presencia de los huéspedes del hotelito donde se había mudado. Y aunque a los chicos podía verlos dos o tres veces por semana y a Miguelito podía sacarlo a pasear cuando quisiera, los días estaban compuestos no por dos, ni por tres, sino por veinticuatro horas, con su lento y angustioso transcurrir de minutos y segundos.

Trataba de sobrevellar su soledad intentando escribir, distrayéndose con la gente, dedicándose plenamente a su trabajo. Por la tarde hacía horas extras en el banco, pero cuando el trabajo terminaba, todo el mundo regresaba a sus hogares. Entonces él también debía regresar al hotel, y por más empeño que pusiera, el papel solía permanecer días y días inmaculadamente limpios de ideas. Hasta la presencia de Valeria, definitivamente desechada desde hacía un tiempo, era añorada ahora por su soledad.

A sus dudas existenciales se agregaron también sus dudas ideológicas, porque lo que estaba sucediendo en el país  resultaba más que complicado.

Al estilo del terceto Rawson, Ramírez, Farrel-de la década del cuarenta- primero Onganía había sido reemplazado por Levingston y luego éste por Lanusse. Después, al nuevo presidente no se le ocurrió nada mejor que aguijonear a Perón y al peronismo afirmando que el líder no  volvía al país sólo porque “no le daba el cuero”. La bofetada dolió un largo tiempo, pero cuando por fin el guante fue recogido, una contundente respuesta de votos coronó las expectativas peronistas.

El 25 de mayo de 1973 sucedieron cosas muy extrañas en la Argentina. Hechos que no sólo dejaron perplejo a Rubén, sino también a millones de ciudadanos de diferentes signos ideológicos.

A cualquier persona medianamente informada tenía que parecerle increíble que un general de la Nación, para colmo hasta ese momento presidente de la República, aguantara sin chistar y sin ofrecer resistencia la presencia de los presidentes cubano

y chileno -Dorticós y Allende- sentados junto al compañero Cámpora, mientras una andanada de cánticos antimilitares partía de la barra de asistentes que presenciaba el traspaso del mando y en la calle una multitud portando cientos de pancartas coreaba estribillos socialistas y vituperaba, sin ninguna clase de represión, al régimen saliente. Parecía imposible -pero estaba sucediendo- que la ola socialista iniciada desde Cuba hacia América Latina se estuviera instalando en el cono sur sin la menor resistencia de los militares.

Aunque Rubén había transitado por varias etapas ideológicas, nunca había militado en ningún partido ni había participado en ninguna corriente activista. A pesar de ello, de una cosa estaba seguro: desde que ciertas  circunstancias  desagradables lo conmocionaran durante su paso por el servicio militar, nunca en su vida aceptaría de buen grado un gobierno castrense. Podría adherir a sistemas desarrollistas -como lo hizo cuando votó a Frondizzi-, populistas -como cuando apoyó al peronismo en las elecciones que luego el mismo Frondizzi anulara-, o socialistas -como en los comicios que ganara Cámpora-. Pero cualesquiera fueran las tendencias ideológicas que manifestaran los postulantes, para poder acceder a la más alta magistratura del país con su anuencia debían reunir dos condiciones indispensables: ser civiles y ser votados por el pueblo. En una palabra: Rubén había aprendido a creer firmemente en la democracia.

Lejano en su memoria  -aunque aún cercano en el tiempo real- había quedado su vehemente apoyo a las luchas armadas latinoamericanas. En sus épocas de estudiante él también -como casi todos sus compañeros- había vibrado con el triunfo de la revolución cubana, y más tarde había apoyado entusiastamente las rebeliones de los seguidores de Fidel, el Che y los curas tercermundistas. Pero el Che, Camilo Torres y tantos otros habían muerto, y en cambio los triunfos electorales de Allende en Chile y de Cámpora en la Argentina probaban que gobiernos socialmente progresistas podían instaurarse por medio de las urnas. Y aunque no renegara totalmente de ciertos trabajos suyos de aquella época, sólo alguna nostálgica sonrisa interior solía invadirlo cuando recordaba algunos poemas escritos con mucho fervor pero nunca publicados, como “Canto a la muerte de un guerrillero”, por ejemplo, que decía:

“Por la senda agreste del monte bravío

pensando en el hambre del peón y el hachero,

mojado su cuerpo de escarcha y rocío

con el arma al hombro viene el gerrillero.

Bandido, lo llaman. !Bandido! Es su sino

luchar por los otros: por el estudiante

por el jornalero, por el campesino,

por las harapientas sombras mendicantes.

Muerden los recuerdos de los sinsabores:

el hambre, el cansancio, la herida sangrante,

la ausencia lejana -!cruel!- de los amores.

Mas, su pueblo espera. !Cargar, y adelante!

La mañana es fría, de fuerte ventisca,

como preludiando nuevas gelideces;

el acecho tenso de la selva arisca

detiene alimañas, pájaros y reces.

Pero el guerrillero sigue su camino

ajeno a la trampa mortal que lo espera.

Su figura erecta preanuncia el destino

del hombre futuro, de un hombre-de-veras.

Y la bala llega. Y la carne muere.

El monte solloza; las flores lo velan.

La rosa que mana de su pecho quiere

impregnar con su savia a los que quedan.

Esa etapa, pensaba, había quedado definitivamente atrás. Ahora, con el triunfo de Cámpora y la instauración de un gobierno de corte popular y socialista -similar al de Allende y al que se estaba gestando en Uruguay con el Frente Grande- los avances socialistas y el progresismo ideológico se verían encauzados en todo el continente a través de la democracia.

Aunque innumerables presagios flotaban ya como tétricos fantasmas sobre el país, su mente de escritor fantasioso pero aún con máculas de empedernido soñador no podía imaginar que la matanza de Ezeiza, la ruptura de plaza de Mayo, la muerte de Perón, las tres A y finalmente el golpe militar, estuvieran tan próximos y fueran tan previsibles.

Lo que sucedió con Gloria fue tan imprevisto que no tuvo tiempo de prevenirse. El ya había tenido experiencias con algunas chicas totalmente liberadas de tabúes, pero aunque la libertad sexual se estuviera extendiendo rápidamente, en las relaciones eróticas de esa época aún continuaban vigentes ciertos resabios de los caballerescos y machistas viejos tiempos. Por eso lo de Gloria resultó tan inédito para su habitual comunicación con el sexo opuesto, que después de la primera cita su cuerpo y su espíritu quedaron inmersos en una vaporosa y agradabilísima euforia.

En el banco lo habían trasladado por unos días a la sección de cuentas corrientes, y ni bien vio aparecer esas opulentas formas apenas comprimidas por la blusa y el jean, sintió un cosquilleo en el bajo vientre. En un primer momento no logró descifrar si la actitud físicamente agresiva y la mirada ávida de la muchacha lo tenían específicamente a él por destinatario, o si sólo era su forma habitual de comportarse. Pero desde el instante en que la vio, supo que la deseaba enardecidamente y que, tarde o temprano, ella también correspondería a ese deseo.

Gracias al permanente contacto con mujeres de distintos niveles socioculturales, Rubén había aprendido a fingir bastante bien para lograr sus objetivos femeninos. Por eso no exteriorizó demasiado su entusiasmo y sólo se limitó a mirarla fijamente mientras intercalaban algunas palabras acerca de la autorización para depositar un cheque. Ella no sólo le sostuvo la mirada  sino que, al  inclinarse sobre  el escritorio  para mostrarle el cheque, acentuó del tal modo su proximidad que casi rozó su seno con la cara de Rubén. Él se mantuvo impasible, y la despedida, aunque amable y cortés, fue todo lo impersonal que suele serlo cuando un empleado bancario de mediano rango atiende a un cliente a quien recién conoce.

A Rubén solía invadirlo a veces una rara intuición premonitoria, y en esa ocasión tuvo la certeza de que volvería a verla muy pronto. Antes de cerrar el clearing, la chica  estaba de vuelta.

-¿Otro? Se va a quedar sin fondos- pretendió bromear Rubén. Pero como  ella  ni siquiera  esbozó una sonrisa, adoptó aires de funcionario:  -También es para impuestos, no?

-Sí, para el adicional de emergencia.

Mientras sellaba el cheque los pensamientos de Rubén giraban vertiginosamente buscando ubicar las palabras exactas que conformaran una frase brillante, eficaz, para prolongar un instante la presencia de la muchacha. Pero fue ella quien volvió a hablar:

-Yo trabajo en Textilco, y mañana tengo que traer otro más- Luego agregó, ahora sí sonriendo leve pero sensualmente: -Va a seguir estando usted, no? Porque aquí suele estar otro empleado…

Asintió con el corazón desbocado, y ella se marchó contoneado las caderas.

Todo el esfuerzo imaginativo que desplegó durante la noche para cuando llegara el momento del reencuentro, quedó desbaratado a la mañana siguiente cuando ella reapareció y le dijo:

-Hoy no tengo ningún cheque. Pero como andaba cerca del banco, igual vine.

-Ah, qué bien -Entonces se decidió: -¿Qué te parece si…?

-…nos vemos esta noche? -lo interrumpió ella con una provocativa sonrisa.

Y a la noche terminó por desconcertarlo. Cuando, ya en la “renoleta” usada que acababa de comprar hacía una semana, le preguntó si le parecía bien que se dirigieran hacia el Cerro, ella volvió a sorprenderlo con esa manera directa y tajante de hablar que, a pesar de intimidarlo un poco, excitaba al mismo tiempo su imaginación:

-Mejor no, porque tengo poco tiempo.

-Entonces ¿adónde vamos?

-No sé, donde quieras. Pero te repito, tengo poco tiempo.

-¿Dónde yo quiera…?- recalcó tímidamente.

-Sí -respondió ella con naturalidad. Parecía casi sorprendida por las dudas de Rubén.

Entonces, sin agregar nada, giró el vehículo y enfiló directamente hacia un amueblado que estaba a dos cuadras. Cuando faltaban pocos metros para llegar, todavía dudando, le preguntó:

-¿Entramos a éste?

-Bueno.

La primera experiencia culminó dos horas después con una fría y casi cínica despedida de Gloria:

-¿Lo pasaste bien?

-Muy bien -asintió sinceramente Rubén -Supongo que nos veremos de nuevo…

-No sé, puede ser. Llamame el martes; si estoy desocupada, salimos.

En el segundo encuentro la actitud de Gloria cambió radicalmente, y en el tercero ya estaba apasionadamente enamorada. Rubén, en cambio, aunque también dulcificó su trato, continuó sintiendo por ella sólo un exacerbado deseo.

Sexualmente se llevaban tan bien que sus cuerpos parecían hechos a medida  uno para el otro. A los nada  desdeñables conocimientos eróticos de Rubén se sumaba la apasionada avidez de Gloria, quien, a pesar de su juventud, había derribado ya todas las barreras imaginables al respecto. Prematuras experiencias -entre ellas una semiviolación por parte de un preceptor del colegio secundario al que recién ingresaba- la habían arrojado a esos viscosos tembladerales del sexo de los cuales ya no intentaría evadirse.

Gloria era un animal bello y primitivo, una de esas hembras antropófagas que, luego de copular, devoran a sus machos. Mejor dicho, antes siempre había sido de ese modo. Porque con Rubén su comportamiento comenzó a cambiar de manera evidente. Quizá por el choque temperamental, quizá por la complementación de espíritu y materia que entre ambos existía, en los brazos de Rubén se transformaba en un torrente de miel, en un vibrante y dulce aleteo. Toda la oculta ternura acumulada tras vacuas aventuras que en lugar de placenteros remansos emocionales habían semejado despiadados enfrentamientos sexuales, emergía junto a Rubén.

Pero, aunque atenuado por las dulzuras de amor, su carácter exuberante y apasionado volvía a exteriorizarse con toda su fuerza ante el menor signo de debilidad anímica evidenciada por Rubén. Y así como sus relaciones eróticas solían alcanzar grados de ardor difícilmente superables, también sus altercados estaban signados por el especial temperamento de Gloria.

Por otro lado, existían circunstancias especiales que dificultaban la relación y limitaban sus posibilidades comunicativas. Gloria siguió viviendo en una pensión, y Rubén en el hotelito. Además, ambos trabajaban, por lo cual los encuentros solían efectuarse un par de veces durante la semana y siempre en hoteles alojamiento. En alguna ocasión salían a tomar algo, y un par de veces fueron a pasar el fin de semana a las sierras. Pero Gloria tenía  veintiún  años,  y Rubén  treinta y cinco. Además, Gloria tenía sus propios amigos con los cuales salía a bailar y a divertirse, y Rubén, aunque estuviese en la plenitud de su madurez viril, poseía un temperamento que, si bien en ocasiones lo tornaba eufórico y vital, en otras lo sumía en pozos de depresión de los cuales le costaba mucho emerger.

La primera dificultad había surgido la noche en que Rubén, tras mencionar distraídamente a Viviana,  permaneció algunos segundos en silencio. Su actitud fue suficiente para que Gloria le reprochara, aún dulcemente pero dejando flotar ya una velada amenaza:

-Mi amor, cuando estemos juntos, quiero que vos entero estés conmigo, no sólo tu cuerpo.

Rubén protestó airadamente y ella simuló aceptar la disculpa. Pero durante el resto del encuentro permaneció fría y distante.

En los siguientes encuentros -y aunque ambos habían aceptado sin vacilaciones el pacto de no interferir en sus respectivas independencias-, cada vez que por algún motivo Rubén debía mencionar a su esposa o a sus hijos, el rostro sensual de Gloria se oscurecía con un gesto de animal herido dispuesto al zarpazo vengador.

Rubén aguantó y trató de ser condescendiente. Pero cuando, días más tarde, ella pasó a la ofensiva con aún tímidas pero ya evidentes manifestaciones de menosprecio hacia Viviana y los chicos, Rubén intuyó que había llegado el momento propicio para dar por concluida la relación.

Sin embargo, y aunque se lo propuso firmemente, no pudo hacerlo, porque un compulsivo llamado de la sangre lo hacía retornar a Gloria inmediatamente después de haber decidido terminar con ella. Y no era porque Gloria llorara, rogara o se desesperara; sucedía que la simple rememoración de su presencia y de los momentos vividos junto a ella le revolvía las entrañas  de tal modo que  se veía compelido a buscarla nuevamente. Y cuando, luego de algunos días de separación, el deseo parecía aplacarse, era suficiente que Gloria apareciera por el banco para que todas sus firmes intenciones volaran en pedazos.

Un día Rubén se enteró, por intermedio de una prima de Gloria, de ciertas conexiones que ésta mantenía con algunos individuos involucrados en el incipiente tráfico de drogas. Pero un poco por respeto al pacto de no interferencia en sus respectivas vidas privadas y otro poco por no comprometerse en hechos que podían llegar a  resultar peligrosos, nunca intentó profundizar las averiguaciones sobre los verdaderos alcances de esas relaciones. Le constaba que Gloria no se drogaba, y eso era suficiente para él.

Sin embargo, cuando se enteró de que, a través de esos subterráneos vericuetos por donde deambula una heterogénea caravana de seres automarginados de la sociedad por sus respectivos códigos éticomorales, las conexiones de Gloria se extendían hasta llegar a ciertos grupos extremistas, las cosas se complicaron.

Aunque él nunca había actuado políticamente y estaba convencido de que ninguno de sus escritos publicados podían ser realmente considerados sospechosos, tenía conciencia de que el simple hecho de ser un escritor relativamente conocido en los medios locales ya lo ubicaba en la inquisidora mira de esos grupos.

Cuando por fin una noche Gloria le contó que la pensión donde vivía había sido allanada, Rubén intuyó que sus preocupaciones se verían de allí en adelante irremisiblemente acrecentadas.

-Pero por qué, de qué sospechan…-inquirió con ansiedad.

-No sé -respondió ella con una tranquilidad que lo desconcertó -Revisaron todas las habitaciones y se fueron.

-Pero a vos te hicieron algo, te…

-No, no, se portaron muy bien, al menos conmigo. Mientras nos revisaban, uno por uno, los otros permanecían en sus habitaciones. En mi pieza revisaron dentro del ropero, en la mesita de luz… muy poco.

-¿Te interrogaron?

-Algo -Mientras sus ojos bailoteaban huidizos, Rubén continuó preguntando con la mirada -Me preguntaron donde trabajaba, si había tenido alguna militancia gremial o estudiantil, con quien salía.

-¿Y?

-Les nombré a los compañeros de trabajo, a la gente de la pensión -Dudó un momento antes de proseguir con énfasis: -A vos no te mencioné, pero fueron ellos mismos los que dijeron que yo te conocía.  Se refirieron a vos como el escritor Rubén Lastarza.

El corazón le dio un brinco.

-¿Y qué pasó?

-Nada, tuve que admitirlo. Pero no hicieron ningún comentario. Después me preguntaron algo sobre mi familia, y nada más.

Se quedó bastante preocupado, pero como tenía la certeza de que en su vida no había nada ilícito, poco a poco se fue serenando.

Sin embargo, unos días después otro hecho volvió a destrozar su tranquilidad: Gloria le comunicó que lo estaban siguiendo.

-¿Cómo siguiendo? -se alarmó.

-Para controlar tus actividades. Lo hacen con muchas personas.

-¿Y vos cómo lo sabés?

-Por gente allegada a la policía -contestó evasivamente -Yo no quería decírtelo para no preocuparte, pero al final preferí hacerlo para que tuvieras cuidado, por las dudas.

-¿Cuidado de qué? Vos sabés muy bien que yo no ando en nada raro- Gloria arqueó las cejas sin contestar -Lo sabés, no? -se exaltó.

-Entonces quedate tranquilo. Ellos deben saber lo que hacés.

La ambigüedad de Gloria le confirmó que algo raro y desconocido estaba sucediendo a su alrededor. Y aunque intentó restarle importancia al asunto procurando continuar con su vida habitual, ya miles de aguijones invisibles habían tomado posesión de su carne y de su espíritu.

Comenzó entonces un período vertiginoso y alucinante durante el cual cada insignificante detalle se magnificaba con una exuberancia casi demencial. Así, la simple aproximación de un vehículo al suyo era vivenciada por su afiebrada imaginación como una maniobra destinada al secuestro o la masacre; cada noticia aparecida en los periódicos sobre la muerte o la desaparición de alguna persona se constituía en un adelanto de lo que a él le sucedería; cada ruido sospechoso simulaba en su cerebro atormentado una premonitoria explosión ulteriormente destinada a su persona.

Se puso entonces a revisar todos sus escritos en busca de algún indicio revelador de la causa de esa absurda persecución, pero no encontró nada sospechoso. Quemó, por las dudas, algunos trabajos inéditos y varios libros supuestamente impregnados de alguna connotación ideológica de cualquier signo. Comenzó a verificar concienzudamente que en cada salida del banco y en cada llegada a su casa no hubiese algún individuo o algún vehículo sospechoso, y aunque ningún signo exterior denotara de modo fehaciente la presunta persecución, durante un largo tiempo Rubén vivió entrañablemente unido al miedo.

El suyo no era el miedo físico, visceral, que pone en tensión todos los mecanismos de defensa de un individuo capacitándolo para el rechazo de la agresión. Era ese otro miedo, más indefinido y turbio pero a la vez más angustiante para el espíritu, que no permite ponerse en guardia contra el enemigo porque el enemigo es solamente un hipotético peligro desconocido. Pero precisamente por ser desconocido, ese peligro era para Rubén como un oscuro y amenazador manto que flotaba omnipresente sobre su persona y sobre todo lo que lo rodeaba.

Para colmo de males, en cada reencuentro con Gloria ella no sólo no aventaba esos temores, sino que incluso los acrecentaba. Era como si sus propios miedos agigantaran también los de Rubén, y en lugar de una simple suma las respectivas angustias generaran una reacción en cadena que los multiplicara geométricamente hasta el infinito.

Ese período de su relación con Gloria significó para Rubén un torbellino abismal y esplendoroso de ininterrumpidas muertes y resurrecciones. Fluctuando entre el deseo y el rechazo, el placer y el displacer, una marea de contradictorios sentimientos se había conjugado en su alma para arrojarlo a un oscuro vórtice emocional del que emergería maltrecho, contaminado y definitivamente marcado por un sello indeleble: el miedo.

Aunque sus relaciones sexuales continuaron siendo satisfactorias y las horas que pasaban juntos transcurrían de acuerdo a las características habituales, lo desagradable solía aparecer durante las despedidas. Siempre existía algún elemento, algún pequeño detalle que exasperaba a Gloria. Y si no existía, lo inventaba. Luego de lo cual ya resultaban inevitables su mirada despreciativa y su insulto amenazante.

Aunque la virilidad de Rubén se sintiera halagada por los atributos físicos de Gloria, la tortura sicoemocional a la que se veía sometido por sus agresiones y sus celos pronto lo hicieron comprender que resultaba imperiosamente necesario desembarazarse de ella cuento antes. Y dedujo que, teniendo  en cuenta

el  especial temperamento de Gloria, la única forma de lograrlo sería a través de la persuasión.

Intentó entonces por todos los medios hacerle comprender que la de ellos era una relación perjudicial para ambos, que iba paulatinamente deteriorando sus respectivas personalidades. Pero ella lo negó con firmeza y persistió en su actitud de mantener la relación a toda costa. Cuando Rubén se dio cuenta de que el método persuasivo resultaría infructuoso, trató de ignorarla. Pero ella insistió, personalmente, por teléfono, en el banco, en el hotel. Y como la carne de Rubén era débil, amenazando o rogando, negándose o entregándose, Gloria continuó logrando su propósito.

De tanto acallar y contener su propia violencia interior, Rubén comenzó a desear con vehemencia la ausencia de Gloria. Poco a poco se fue dando cuenta de que ese deseo no se reducía a un momentáneo y temporal alejamiento, sino que trascendía tiempo y espacio para convertirse en definitivo. Y un buen día, con el alma devastada por la magnitud de la idea pero también con la lúcida plenitud de la certeza, tuvo conciencia de estar deseando de cualquier modo la muerte de Gloria.

Aunque el tiempo, imperturbable segador de emociones y sabio generador de matices, fue limando aristas y relajando tensiones, ese funesto deseo aún persistía en su alma el día en que, ya finalizando una de esa cortas treguas que sólo servían para acondicionar el ánimo en pos de la reanudación de un combate emocional cada día más áspero y más sucio, sobrevino el final de tantas tempestades.

Cuando le comunicaron por teléfono que Gloria había muerto, intentó convencerse de que sólo se trataba de una broma fraguada por ella misma. Pero ya antes de que Elvira, la hermana de Gloria, insistiera entre sollozos sobre la veracidad del hecho, un hondo desasosiego que no era tanto pena sino más bien remordimiento, le estaba confirmando la verdad.

Más tarde, cuando Elvira le dio personalmente las explicaciones del caso, él permaneció absorto y casi sin escuchar sus palabras, porque los oscuros interrogantes que su conciencia le estaba formulando eran infinitamente más importantes que los nimios detalles comunicados por Elvira. Y aunque su raciocinio pugnaba por convencerlo de que no era su culpa y que debía permanecer en paz consigo mismo, algo frío y lacerante continuaba empeñándose en punzarle el costado izquierdo.

No lo afectaron demasiado las oscuras circunstancias en que se había producido el deceso, ni tampoco se interesó por saber quién era ese otro hombre que había muerto junto a ella. Lo que más lo desolaba era ese enorme silencio que se había instalado en su cerebro.

Emergiendo por un instante del abatimiento preguntó, aún confuso:

-¿Qué te parece, iré al velorio?

Elvira se encogió de hombros.

-Hacé como quieras; pero para qué, si nadie te conoce.

-Digo…por ella.

-¿Y de qué le va a servir a ella que vos vayas? Sabés bien que en realidad ustedes no eran más que dos extraños unidos por el sexo. Ahora eso se terminó. ¿Para qué vas a ir?

No le dolía demasiado su crueldad.

-Tenés razón. Le voy a mandar un ramo de claveles rojos, que tanto le gustaban. Fijate qué raro, nunca se me ocurrió regalárselos antes…-Esbozó una mueca que intentó ser sonrisa y se despidió: -Un día de éstos te veo.

No la vio nunca más.

Quizá porque la presencia de Gloria pudo haber sido uno de los detonantes de su miedo, o quizá porque el ser humano se acostumbra a todo  -aún a la muerte cotidiana-  poco a poco el espíritu de Rubén se fue serenando. Aunque diariamente los periódicos cronicaban espeluznantes masacres y en los baldíos del país aparecían cientos de cadáveres maniatados y reventados a balazos, al adquirir la certeza de que no existían hechos concretos sobre su pasado que motivaran tantas preocupaciones, el miedo se le fue esfumando del alma como esas ominosas nieblas matinales que después de una lóbrega noche propicia a todos los espantos se disipan sin dejar rastro para dar paso a un soleado y esplendoroso día.

Aunque no fue precisamente eso lo que sucedió con Rubén, al menos la mejoría de su estado de ánimo le permitió tomar una decisión que, pensaba, cambiaría favorablemente el rumbo de su vida.

Después de verter la enésima lágrima a causa de la muerte de su madre, decidió irse a vivir definitivamente a Buenos Aires. Pidió el traslado a una sucursal porteña del banco donde trabajaba, se desprendió de sus pocas pertenencias y se dispuso a abandonar Córdoba.

Aunque tenía conciencia de que su actitud presuponía un salto al vacío, había planeado lo mejor posible su futura residencia en la Capital Federal. Lo que no previó, sin embargo, fueron las dificultades administrativas que surgieron en ralación al traslado, dificultades que, a la postre, determinaran que el traslado no pudiera efectuarse.

A pesar de ello, y como la decisión de radicarse en Buenos Aires era irreversible, finalmente renunció al trabajo y se fue a la Capital.

Después de alquilar una habitación en un modesto hospedaje de Constitución, una fría y neblinosa mañana de junio, mientras deambulaba sin rumbo por la calle Florida con las manos ateridas en los bolsillos y la mirada triste rebotando en cientos de rostros  y nucas  impersonales,  extraños,  descubrió  de pronto que, a los treinta y siete años de edad, no era más que un pobre desocupado, un escritor cuyas perspectivas literarias se iban diluyendo inexorablemente con el correr de los días y, sobre todo, un hombre solo cuyos únicos afectos se hallaban a más de setecientos kilómetros de distancia.

Recién entonces se acordó de Valeria; y aunque la decisión le costó una noche de insomnio, al día siguiente fue a visitarla. El reencuentro resultó tenso, receloso. La última vez que habían estado juntos él ni siquiera se había preocupado por despedirse formalmente. Le había prometido escribirle o volver a verla ni bien regresara a Buenos Aires, pero sabía que estaba mintiendo, que ya había decidido previamente que ésa fuera la despedida. Valeria simuló una mala memoria que no tenía, y apelando a sus influencias en pocos días le consiguió un empleo en un importante periódico.

Aunque el trabajo en el diario lo salvó momentáneamente del pozo anímico en el que se estaba sumergiendo, al mismo tiempo lo arrojó dentro de un remolino laboral más agitado aún que el que tenía en el trabajo anterior. Pero así como una vez decidiera adoptar una actitud cínica dentro del ambiente literario cordobés en procura de obtener beneficios, ahora se propuso no sólo reiterar esa postura en el ámbito capitalino sino, además, no reparar en los medios que pudieran cimentar su éxito.

Empezó logrando el acceso al suplemento cultural del periódico, y al poco tiempo ya se había convertido en uno de los críticos literarios del mismo. Esa circunstancia le permitió no sólo conocer a varios escritores famosos, sino también a distintas personalidades de la prensa radial y televisiva.

Fue durante una exposición de pintura que Rubén conoció personalmente a Vicky Lamas. Después de la inauguración, el pintor y algunos de sus amigos prolongaron el encuentro en un bar  próximo, y  Rubén fue uno de los asistentes. Tras el saludo -breve e impersonal- Vicky ocupó un lugar alejado de él, y aunque en algún momento sus miradas se cruzaron, el intercambio de palabras entre ellos siempre estuvo enmarcado por la conversación general.

Rubén la había visto muchas veces en la televisión efectuado reportajes en los noticosos o conduciendo el espacio cultural en un programa de temas generales, y también la había escuchado en distintas audiciones radiales. Pero su cálida voz y su rostro sensual nunca habían depertado en él algún interés particular. Incluso en una oportunidad, ante el comentario aprobatorio de un amigo, había llegado a afirmar que no era su tipo de mujer. Sin embargo, ahora tuvo que reconocer que había algo en Vicky Lamas que lo turbaba. No podía discernir si era su belleza, su personalidad o acaso el aura de popularidad que ya comenzaba a rodearla. Pero sin dudas Vicky Lamas lo atraía.

La conversación giraba en torno al amor, y ella estaba comentando:

-En realidad el amor no existe. Es sólo un concepto abstracto que hemos inventado para nombrar una serie de sentimientos y sensaciones que sí existen, pero que son distintos para cada individuo. Para mí, por ejemplo, el amor puede estar representado por la ternura, para vos por el sexo, para Agustina por la protección. Cualquier sentimiento puede ser denominado amor, pero en definitiva ninguno, ni por sí mismo ni sumado a otro, constituye el tan mentado amor, ése que se escribe con mayúscula.

Rubén en parte estaba de acuerdo con la reflexión, pero en parte no, porque él estaba seguro de haber amado a Viviana. Se aprestaba a intervenir, cuando alguien acotó:

-¡Qué escéptica estás hoy! No podés negar que, para todo el mundo, el sexo, por ejemplo, es  sinónimo de amor, o al menos parte de él. Y viceversa-

-No niego que el sexo forme parte del amor. Lo que quiero decir -dudó Vicky- es que para algunos puede significar por sí solo todo el amor.

-Puede ser que sea sí para algunos traumados -intervino un barbudo casi calvo, de lentes-, para esos tipos que todavía consideran el sexo como un tabú al cual, de tanto buscarlo pero al mismo tiempo rechazarlo inconscientemente, lo van convirtiendo en una obsesión que confunden con al amor.

-Claro -refirmó una rubia de rostro anguloso, casi masculino- Mirá si a esta altura del siglo todavía nos vamos a estar problematizando por el sexo.

-Pero hay que tener cuidado -intervino finalmente Rubén- de que tampoco se vaya a convertir en un antitabú.

-¿Y cómo es eso? -se interesó la rubia.

-Estoy de acuerdo en que el sexo debe dejar de ser considerado tabú de una buena vez. Pero tampoco parece razonable pretender convertirlo en ídolo, como sucede en algunas culturas orientales, por ejemplo.

-Es lo que yo digo -adhirió el barbudo.

-Yo no creo que se esté convirtiendo en ídolo -repicó Vicky- Simplemente sucede que la gente se está liberando. Y si no, fíjense como se lo trata actualmente en el cine, en la literatura…

-¿Vos pensás que la pornografía, por ejemplo, es realmente una expresión de liberación sexual? -preguntó Rubén.

-Resulta muy difícil deslindar lo que es libertad sexual de lo que es pornografía -dudó Vicky- Pero pienso que en ese aspecto existe un progreso, que estamos mejor que antes.

-Yo creo que se exagera -continuó Rubén- Por supuesto, hablo de literatura, que es de lo único que conozco algo. En lo demás, no sé. Pero ¿a ustedes les parece una expresión de liberación sexual que en una obra de ficción se describa detalladamente,  morosamente y  en  la mayoría  de  los  casos  fuera de contexto, un cunnilingus o una sodomía? ¿Qué apelación a la imaginación puede existir en eso? Descripciones de esa naturaleza son propias de un libro de medicina, de un  tratado de educación sexual, pero no de una obra en que debe primar la imaginación, donde la realidad debe ser recreada. Por otro lado  -concluyó cambiando de tono- ni siquiera es original, porque a esas prácticas las conocen hasta los chicos de doce años.

-Si es que ya no las practicaron- acotó la rubia.

-Claro -volvió a intervenir el barbudo- Para mí la liberación está en lo que cada uno piensa y siente al respecto, no en su descripción. Lo otro es sólo morbo.

Pareció que Vicky iba a responder, pero se mordió el labio inferior y permaneció callada.

Un morocho que casi no había hablado, dirigiéndose con sorna al barbudo le preguntó:

-¿Vos qué opinás, en el acto sexual es más importante la técnica o el tamaño?

-La técnica, por supuesto.

-Anotá, Juan; otro que la tiene chica…

Todos rieron, excepto Vicky. Y Rubén sólo fingió reír.

Debido a su nueva misión en el diario, la popularidad de Rubén comenzó a acrecentarse. Su condición de periodista especializado permitió que, gracias a sus críticas favorables, algunos escritores consagrados devolvieran favores interponiendo sus influencias ante importantes editoriales, una de las cuales finalmente editó la última novela de Rubén.

El poderío económico de la empresa editorial, sumado a la promoción brindada por los críticos amigos de otros medios de prensa y a las panegíricas notas del periódico donde trabajaba, contribuyeron para que su nombre y hasta su rostro pronto aparecieran impresos en casi todos los diarios y revistas de mayor tiraje. Por otro lado, el inusitado éxito de venta que acompañó la primera edición determinó que poco tiempo después fuera necesario imprimir dos nuevas tiradas. Aunque aún no se lo comparaba con Borges o con Sábato, ya comenzaba a mencionárselo como a un nuevo talento literario.

Trató de tomar el creciente éxito con  calma. En cada entrevista oral o escrita que se le efectuaba intentaba mostrarse modesto y mesurado. Pero aunque era consciente de que el éxito espectacular y momentáneo suele ser totalmente ajeno a la perdurabilidad de una obra literaria, no podía sustraerse del todo al halago y al disfrute que la popularidad impone. No podía evitar, por ejemplo, que en cada presentación de libros, en cada conferencia o acto a los que asistía, numerosos escritores noveles o semidesconocidos solicitaran su opinión e intentaran tímidos o insistentes aproximaciones a su persona. Y tampoco podía evitar la íntima vanidad que esas circunstancias le producían.

Ese destello de popularidad fue lo que le permitió ponerse nuevamente en contacto con Vicky Lamas. El programa radial por ella conducido era bastante escuchado por el público, de modo que cuando un amigo le sugirió la posibilidad de que le efectuaran un reportaje, aceptó de inmediato.

No era el afán de estar siempre en boca de los posibles lectores lo que lo impulsaba a prestarse a este tipo de promoción. Él solía llegar bastante cansado a su departamento luego de trajinar todo el día en el diario, y de buena gana hubiese preferido ponerse a leer un  libro, salir a tomar un café con algún amigo o destrozarse dulce y profundamente con el recuerdo de sus hijos. Pero sabía que esas entrevistas significaban el ineludible trampolín que le permitiría acceder a una fama aún no plenamente lograda pero ya intuida como próxima e inevitable.

El saludo fue todo lo cordial que  permitía  el apuro de entrar a una cabina de radio para salir inmediatamente al aire. Pero a medida que el reportaje transcurría, los ojos de Rubén y Vicky comenzaron a intercambiar misterios y a devolver preguntas aún no formuladas. Y cuando los cálidos labios de Vicky se entreabrieron para pronunciar el reiterado “¿qué opinión le merecen los best sellers?”, el consabido “también  La Biblia y El Principito son best sellers, todo depende de su valor intrínseco”, no significaba en realidad eso, sino miles de pequeñas ansiedades y frustraciones esfumándose a través del esperanzado reclamo de  ternura que adivinaba en las pupilas de Vicky. La simpatía aumentó a medida que transcurría la entrevista, y durante la despedida ya cabalgaban sobre sus deseos tímidas promesas.

Pero en los espacios periodísticos de ese comienzo de 1976 no había demasiados resquicios para reportajes de escritores y artistas. Las fiestas de fin de año estuvieron teñidas por la sangre de Monte Chingolo, y los golpes de la guerrilla se habían tornado tan audaces que un previsible e inevitable desenlace resultaba inminente.

Aunque Rubén se mantenía firmemente adherido a sus posturas contra la violencia, no podía evitar cierto resabio de simpatía por cada acto ejecutado por la guerrilla. Condenaba los métodos, pero en lo más profundo de su conciencia bullían aún los viejos postulados obrero estudiantiles de equidad y justicia.

A pesar de ello, y a pesar de su inquina por los militares, empezó a autonvencerse de que la única salida que tenía el país para evadirse de la anarquía, era que las Fuerzas Armadas se hicieran transitoriamente cargo del poder. Y no era que estuviese a favor de un golpe militar; simplemente no imaginaba otra salida. La probabilidad de un triunfo guerrillero era remoto, el accionar de las AAA se había tornado tan devastador que amenazaba con destruir cualquier vestigio de lucidez, y la ineptitud de Isabel  Perón para gobernar rayaba en lo grotesco. Si los militares se hacían cargo del gobierno,  pensaba, lo primero que harían sería imponer el orden y por lo menos se acabarían los secuestros y asesinatos de tantos obreros, estudiantes, políticos, religiosos, intelectuales. No cabía en su razonamiento que la situación, en lugar de mejorar, podía llegar a empeorar, y que hasta simples amas de casa que tenían la desgracia de ser parientes o amigas de algún sospechoso llegarían a engrosar las largas listas de desaparecidos. Los militares, a pesar de su autoritarismo, eran gente de honor, y juzgarían legalmente a quienes consideraban que estaban en la subversión. Y si éstos finalmente eran condenados -aun a la pena capital- eran las reglas del juego. Pero lo que no podía admitir, bajo ningún concepto, era la masacre anónima e indiscrminada practicada por los grupos parapoliciales y paramilitares. Estaba seguro de que las Fuerzas Armadas brindarían la necesaria seguridad jurídica y, basadas en las anteriores experiencias, luego de un breve período llamarían a nuevas elecciones para devolver el poder a la civilidad.

Los razonamientos políticos y la memoria de Rubén eran típicamente argentinos. Creía demasiado, y olvidaba demasiado. Creía, pese a todo, en las virtudes del ser humano, y olvidaba que, cuarenta años atrás, casi todo el pueblo alemán e italiano habían dado su apoyo a Hitler y Mussolini.

Por eso, cuando en la mañana del 26 de marzo escuchó la marchita militar y el consiguiente comunicado número uno, un suspiro mezcla de alivio y resignación le renovó una vez más la esperanza.

La cena había concluido y la charla se tornó íntima, profunda.

-Por lo menos vos tenés a tus hijos  -acotó Vicky con la mirada perdida en el remolino de café producido por el lento girar de la cucharita.

-En realidad, es como si no los tuviera.

-Pero los tenés. Sabés que existen, aunque no estén todos los días con vos. En cambio yo…

Rubén permaneció unos segundos en silencio, como concediendo. Pero después de beber el último sorbo de vino reflexionó:

-No es exactamente así. Están, es cierto; existen. Pero también existe el recuerdo de nuestros muertos queridos, por ejemplo, y a veces con tanta fuerza y nitidez que parecieran estar gritándonos su existencia. Y sin embargo su presencia real no está, por más que intentemos simular la realidad evocándolos. Sucede como con los amigos que no vemos desde hace mucho tiempo, o con los parientes que se han alejado hace mucho de nosotros para vivir en otra parte. Sabemos que existen, que probablemente volveremos a verlos. Pero ¿para qué nos sirve saberlo? En los momentos de crisis, en esos momentos en los que alguna asfixia síquica está a punto de hacernos estallar de angustia, no podemos salir corriendo a tomar un ómnibus o un tren para buscar nuestra tabla de salvación a mil kilómetros de distancia. Al amigo, al pariente o a quien sea, lo necesitamos ahí, en ese preciso momento, y no un día después. El contacto tiene que ser permanente, es imprescindible la presencia del otro.

-Puede ser -admitió Vicky- Sin embargo, estoy segura de que conformaría con sólo sentir que los tengo.

Luego de beber un sorbo de café Rubén preguntó cautelosamente:

-¿No pudiste tener hijos?

-Al principio no quisimos. Yo ya estaba en la radio, y además estudiaba  teatro. Mi esposo,  por  su  profesión, estaba todo el día fuera de casa, de modo que hubiera resultado incómodo. Y cuando quisimos, no vinieron.

-Pero te hiciste algún tratamiento…-se interesó Rubén.

-Sí -vaciló Vicky-, pero después ya empezamos a llevarnos mal, y al final…

-¿Incompatibilidad de caracteres…?

Por los ojos de Vicky cabalgaron misteriosas sombras.

-También existieron otros motivos -De pronto exclamó con fingido enojo: -Supongo que no me habrás invitado a cenar para efectuarme un interrogatorio…

-No, no quiero que estés triste; me gusta verte reír. Aunque no lo hagas con frecuencia.

Una leve tristeza volvió a rondar el rostro de Vicky.

-Quizá no tenga muchos motivos para ello.

-Sin embargo, con tu belleza, con tu fama…

Ahora sí Vicky rió francamente. Pero en su risa aún se adivinaba cierta melancolía.

-¡Mi fama! ¿Para qué me sirve? Para ganar algo más de dinero que la mayoría de la gente, eso es cierto. Pero también para ganar bastante menos que muchos que no la tienen. Vos sabés bien que nuestra fama no está cimentada en el talento, ni en la inteligencia, sino en el simple hecho de estar todo el tiempo en los ojos y en los oídos del público. Por otro lado, y aunque no lo creas, esto requiere más trabajo que estar empleado en una oficina, ser abogado o tener tu profesión, por ejemplo.

-¿Qué profesión?

-Bueno…sos escritor, no?

-¿Vos creés que la literatura es una profesión?

-No sé; pero si vivís de eso, supongo que sí.

-En primer lugar -aclaró Rubén- nadie, o casi nadie, vive de eso. Y por otro lado, todo el mundo parece pensar que la literatura debería ser exclusivamente un arte, no una profesión.

-¿Por qué?  ¿No pueden ser las dos cosas?

-Claro que sí. Pero a algunas personas esa coexistencia pareciera resultarles intolerable. Y no solamente con respecto a la literatura. Para esa gente, cualquier arte, o deporte, o ciencia, debe ser una cosa u otra.

-A mí me parece que no es así-

-Por supuesto que no. Casi todos los escritores, médicos, deportistas, hacen lo que hacen porque lo sienten, porque es su vocación. Pero al mismo tiempo, si su producción es valiosa, también otras personas querrán compartir su creación o solicitar sus servicios. Pretenderán leer sus libros, ver sus actuaciones en un teatro o en un campo deportivo, ser asistidos por tal médico o tal abogado. Y porque esos artistas, esos deportistas o esos científicos tienen que vivir como cualquier otra persona, es lógico que cobren por lo que hacen. Y si cobran y de eso viven, ésa es su profesión. Lo que no impide que sigan siendo excelentes escritores, deportistas, médicos o actores. Sin embargo, mucha gente cree que el artista debería vivir del aire, o que el médico debería ser un asceta que curara gratis en la cueva de una montaña -concluyó Rubén con un gesto de resignación.

-Tampoco se puede negar -acotó Vicky- que a veces existe una gran desproporción entre el valor real de una obra o un trabajo, y lo que se cobra por ella. Yo no digo que Robert Redford no sea un  buen actor, o Frank Sinatra un gran cantante; pero lo que ganan es demasiado. Sobre todo si pensamos en la desproporción que existe entre las ganancias y el valor actoral o musical de Redford o Sinatra, por ejemplo, con respecto a otro actor u otro cantante que no tengan sus famas pero sí parecidas cualidades artísticas.

-En eso tenés razón. Es como la enorme diferencia que te quieren cobrar por un vino de marca con algunos años de añejamiento  con respecto a este borgoña,  por ejemplo,  que también es muy bueno. Las diferencias existen, pero no son tantas.

-En última instancia -rió Vicky- la fama sólo sirve para ganar plata.

-También para conocer gente interesante que de otro modo no conoceríamos -acotó Rubén, y luego galanteó: -Mi pequeña fama me sirvió para conocerte a vos.

Vicky le agradeció con una dulce sonrisa, pero luego reflexionó;

-Conocer… ¿Quién puede decir que conoce realmente a otra persona? Si ni siquiera llegamos a conocernos del todo a nosotros mismos.

-Yo llegaré a conocerte, estoy seguro -afirmó Rubén, acariciando apenas con su mano la barbilla de Vicky.

Ellla bajó la mirada y comentó con tono impersonal, dirigiéndose más a sí misma que a Rubén:

-Quizá fuera preferible no bucear demasiado en el alma de los demás. Siempre hay algo monstruoso escondido en las profundidades de cada ser humano, y si los otros se empeñan, tarde o temprano saldrá a la superficie para empañar todo lo bueno y bello que también existe, sin duda, en cada uno de nosotros -Había algo sombrío en la voz de Vicky que Rubén apenas logró entrever, pero que fue suficiente para dibujar un momentáneo gesto de adustez en su rostro. Intentó horadarle los pensamientos con la mirada pero ya Vicky volvía a sonreír, mientras afirmaba: -No te asustes, no soy un monstruo; aunque algunas veces pueda llegar a parecerlo.

-Serías entonces el monstruo más hermoso que pueda existir -enfatizó Rubén, mirándola profundamente a los ojos y entrelazando sus manos con las de Vicky.

La pálida luz amarillenta que emitían los farolitos de hierro forjado se refundía en los árboles del jardín con los reflejos proyectados por una luna cobriza que iba creciendo lentamente sobre la ciudad. Un nostálgico blue temblaba en el saxo cuando Rubén apoyó apenas sus labios sobre los de Vicky.

Al principio todo anduvo bien. Ella tenía un hermoso piso en Belgrano y ganaba bastante dinero. Como al poco tiempo Rubén quedó a cargo no sólo de las páginas literarias sino también de todas las noticias relacionadas con el quehacer cultural y mundano -y además periódicamente escribía comentarios sobre temas generales que el diario le pagaba aparte-, sus ingresos le permitieron alquilar un buen departamento cercano al que ocupaba Vicky. De ese modo, aunque no vivieran juntos, sus relaciones se estabilizaron hasta simular un auténtico matrimonio.

Muchas veces Rubén solía pernoctar en el departamento de Vicky, y casi todas las noches anteriores a la grabación de los tapes de la televisión era ella quien dormía en el departamento de Rubén. De tanto acompañarla al canal, su persona empezó a resultarle familiar a los productores y directores, por lo cual, además del programa de Vicky, distintos espacios periodísticos, culturales y hasta algún almuerzo televisivo lo tuvieron como protagonista. Y como su nombre -y también su fotografía- continuaron apareciendo reiteradamente en diarios y revistas, muy pronto se convirtió en uno de los escritores más conocidos del país.

Fue entonces cuando algunos de sus protectores -y a la vez protegidos- lanzaron la idea de su postulación al Premio Nacional de Literatura. Condiciones no le faltaban, y aunque tantos otros de sus pares también las tuvieran, “¿quién es quién para determinar que un escritor es mejor que otro?”, como afirmaba Manuel Perez Muñoz, el director del diario y uno de sus mayores admiradores. El único problema era la edad. Rubén aún no había cumplido los cuarenta, y como solía enfatizar Perez Muñoz:  “quién sabe por qué misteriosos designios, en la Argentina, para ser un  buen escritor, la primera condición es ser viejo”. El director y sus amigos se extendieron en concienzudas consideraciones acerca de Rimbaud, descargaron violentas diatribas contra los homenajes que comienzan a ofrecerse a los escritores sólo porque se hallan próximos a abandonar este mundo, insistieron en que la cumbre creativa del hombre está precisamente alrededor de los cuarenta años… Pero todo resultó en vano. La postulación fracasó, y la candidatura se pospuso.

A pesar de ello, la circunstancia sirvió para acrecentar la popularidad de Rubén, ya que si bien no fue nominado oficialmente, a través de las páginas del diario se brindó amplia difusión a su precandidatura.

A medida que la popularidad de Rubén aumentaba, crecían también los celos de Vicky. Los suyos no eran celos por la imagen personal, por el menor o mayor cartel que cada uno de ellos ocupaba. Eran unos celos puramente biológicos.

En la plenitud de su madurez, con una buena figura coronada por la oscura cabellera blanqueando apenas en las patillas, el bigote negro y los ojos verdeazulados cubiertos por unos lentes que, al intelectualizarlo, suavizaban en gran parte el gesto hosco y ansioso, parecía natural que Rubén Lastarza fuese un hombre celado.

Sin embargo, los celos de Vicky resultaban infundados. Porque poco a poco aquella fascinada atracción que sobre él ejercieran las mujeres había ido declinando, no como consecuencia de la edad, por cierto, sino a causa de una paulatina sustitución de objetivos que el tiempo había ido determinando en su personalidad. Sucedía que, paralelamente a su apatía erótica, se había ido acrecentando en él la ambición. Y como esa ambición le exigía estar presente en todo lo que se refiriera a su persona, y como  además  últimamente  había  renacido en él una fertilidad literaria que tiempo atrás, antes de conocer a Vicky, permaneciera aletargada, casi no disponía de tiempo material para dedicarse a otra mujer que no fuera la suya. Incluso su relación con Vicky no era todo lo intensa que es de suponer en una pareja que convive desde hace poco tiempo. Como en sus momentos libres se dedicaba a escribir, los encuentros con ella -salvo los días que permanecían juntos en uno de los departamentos- se fueron espaciando demasiado. Y ese era precisamente el principal motivo de los celos de Vicky, que imaginaba injustificadamente ardientes veladas ajenas a su persona.

En cambio los celos de Rubén resultaban más justificados, porque Vicky sí salía a menudo con otra gente. Era cierto que sus actividades la obligaban a relacionarse con muchos hombres, pero también era cierto que entre esas obligaciones no figuraban -o al menos no resultaban imprescindibles-, las frecuentes reuniones en bares o en casas de amigos hasta muy entrada la madrugada, el reiterado traslado que distintos individuos le proporcionaban en distintos automóviles, e incluso la concurrencia a lugares bailables con ocasionales acompañantes. Ella pretextaba compromisos ineludibles, relaciones necesarias con gente del ambiente, impostergables entrevistas relacionadas con su trabajo. Aunque emocionalmente a Rubén le costaba aceptar todas las excusas, racionalmente tenía conciencia de que los compromisos de Vicky eran verdaderos. Y para evitar discusiones que le robarían el poco tiempo disponible para escribir, casi siempre terminaba por transigir. Además, sus celos eran normales, controlables. En cambio los de Vicky no; los de ella eran unos celos de hembra herida, abandonada.

El primer indicio de que algo raro ocurría lo había tenido Rubén a los pocos días de convivencia. Ante una pregunta suya, Vicky le confesó:

-No fue sólo porque nos llevábamos mal temperamentalmente que  me  separé de Luis; también  sexualmente andábamos mal -Rubén arqueó las cejas, pero continuó en silencio, con su mirada clavada en ella- Él era…como podría decirte, demasiado normal para mí; demasiado rutinario.

¿Era impotente…o algo por el estilo?

-No, no -se apresuró a aclarar Vicky- Como te digo, era muy normal. Pero es que a mí…-se interrumpió, mordiéndose los labios.

-No te satisfacía -Ahora al silencio lo produjo Vicky. Rubén sonrió, tratando de restarle importancia al tema, y continuó: -Eso sucede a menudo, no es nada del otro mundo.

Vicky levantó su mirada hacia él.

-¿Te parece?

-Por supuesto. Además -cambió de tono, intentando abrazarla- no te olvides que yo conozco muy bien tu temperamento.

Ella se desprendió suavemente del abrazo, excusándose:

-No, ahora no.

Rubén se cruzó de brazos con un gesto resignado, y la miró divertido.

-Bueno, si no te satisfacía, supongo que lo habrás engañado.

-Sí

Aunque continuó sonriendo, los ojos de Rubén permanecieron atentos, y sus músculos tensos. Preguntó casi entre dientes:

-¿Muchas veces?

-No, una sola vez. Es decir, con un solo hombre. En realidad, nunca tuve la intención de engañarlo; aun teniendo ese… problema, siempre me comporté honestamente con él. Pero vos sabés cómo soy, apenas me tocás…

Rubén inició un gesto de acercamiento, pero algo inexplicable lo contuvo. Se quedó mirándola un momento, como estudiándola, y finalmente preguntó:

-¿Le confesaste que lo engañabas?

-No.

– Y a mí, ¿me lo dirías?

-No sé; creo que no. Para eso soy muy cobarde

-Tan fuerte que parecés -reflexionó Rubén, pensativo.

-Lo soy, para otras cosas. Para el trabajo, por ejemplo. O para estar sola.

-Mentirosa -exclamó riendo mientras la abrazaba- ¿Entonces por qué siempre estás reprochándome que te abandono demasiado?

-Porque quisiera estar siempre con vos, todo el tiempo- murmuró, respondiendo al abrazo.

Apenas le besó el cuello, Vicky empezó a jadear. Antes de besarla en la boca Rubén miró un instante sus ojos tensamente cerrados y afirmó:

-Realmente tu carne es muy débil, mi amor; muy débil.

Un poco por sus propios celos pero más por exigencia de Vicky, Rubén abandonó finalmente su departamento y se fue a vivir con ella. De esa manera Vicky podía vigilarlo y comprobar su fidelidad. Pero ella, por su parte, continuó realizando su vida habitual.

Al poco tiempo Rubén empezó a tomar conciencia de lo injusto de la situación. Mientras él, después de trabajar todo el día en el diario, llegaba a su casa dispuesto a continuar su obra creativa, Vicky, en lugar de permanecer a su lado alentándolo con su presencia, prefería seguir concurriendo a fiestas y reuniones. Al principio él solía acompañarla, pero poco a poco se fue cansando.  Demasiado tenía  con sus propios compromisos -entrevistas con los editores, con los periodistas, correcciones de pruebas, concursos en los que era jurado…-  como para perder  tiempo  en otras trivialidades. Y durante el poco tiempo

que Vicky  permanecía en el departamento,  la cama parecía ser el único lugar acogedor para ella.

Rubén comenzó a sentirse paulatinamente atrapado y asfixiado por esa sutil telaraña sensual que desplegaba Vicky. A él le gustaba estar con ella, la deseaba fervientemente. Pero al mismo tiempo se iba cansando de esa rutina erótica. Y no era que se extenuara físicamente, que para eso era robusto y vigoroso; pero sentía que se estaba relajando síquicamente, que estaba saturado de sexo.

Casi sin darse cuenta, un día descubrió de pronto que estaba añorando desesperadamente su antiguo hogar. Comprobó con sorpresa que detestaba este apuro febril y vertiginoso que lo constreñía, lo asfixiaba. Apuro por completar las obras, por editar lo más rápido posible con el objetivo de ganar más dinero, por estar permanentemente en el diario para conservar las posiciones logradas, por ver y oír mencionar todos los días su nombre en una revista o en una emisora distinta…Apuro por llegar, aunque no supiera con certeza adónde.

¡Cómo añoraba aquellos días en los que también tenía apuro, pero por otros motivos! Por volver a su casa, por ejemplo, para besar a Viviana levemente tratando de no interrumpirla en sus tareas, para abrazar a Miguelito que lo abrumaba con un torrente de besos y caricias en medio de un diluvio de preguntas y pedidos, por acariciar la enorme y suave cabeza de “Cacique”. Apuro por llegar y sentarse a la mesa modesta junto a su familia, encender el televisor para escuchar el noticiero, salir al  patio a vivificarse con el aire fresco durante las tórridas noches estivales o repantigarse en la calidez del sofá durante las heladas noches de invierno para leer, escribir o simplemente pensar el tema de un nuevo cuento… Esa era la época del estío, del cenit, cuando aún no vislumbraba el nacimiento de este otoño macilento y gris, solitario, que estaba comenzando a entrever aunque tratara de evitarlo.

Y aunque la inexorable marcha en procura de su destino parecía resultar ya inevitable, un día se dio cuenta de que se tornaba imprescindible una tregua en esa cotidiana lucha por la suprevivencia. Y entonces, a pesar de las protestas de Vicky, se fue a Córdoba a buscar a sus hijos y los trajo a Buenos Aires.

Miguelito ya era un adolescente desarrollado y lúcido, casi un hombre. Descalificando los pronósticos sicológicos de los profesionales que lo atendían de sus trastornos de conducta durante la infancia, se había transformado en un joven calmo y sensato, con los inconmensurables sueños propios de todo adolescente pero bien equilibrado, con los pies sobre la tierra. Todo lo opuesto al temperamento de su padre. Estaba por ingresar a la facultad de Medicina, y le aseguró a Rubén con firmeza que, aunque tuviera que trabajar, jamás abandonaría sus estudios.

Susana en cambio sí se parecía al padre. Había heredado sus variaciones de carácter, su melancolía, sus ambiciosos ojos vivaces y hasta  algunos de sus gestos.

Mientras estuvieron con él fueron cariñosos y amables, pero a los pocos días, con el pretexto de los cursos de ingreso, Miguelito le anunció que regresaba. Le prometió volver para las vacaciones de julio, y un atardecer caluroso se marchó confundiéndose con el sol del poniente. Durante los pocos días que permaneció con él, Rubén tuvo la ilusión de haber estado nuevamente junto a Viviana.

Susana comenzó entonces a extrañar a Miguelito, y después a su madre y sus amigas. Como el instinto maternal de Vicky no estaba muy desarrollado, a pesar de los esfuerzos que desplegó durante el poco tiempo que permanecía en el departamento su relación con los hijos de Rubén no resultó demasiado cálida.

Una semana después de que se fuera su hermana, Susana también se marchó. Le dejó una tarjetita que decía “te extrañaré mucho”, y un beso fuerte de sus labios finos y pequeños. Pero no lloró.

Rubén pensó mucho en Viviana mientras sus hijos permanecieron junto a él. Pensó en los buenos momentos que habían pasado juntos, en lo felices que fueron, y pensó también en su separación. Aunque aceptaba que el mayor grado de culpa le había correspondido a él, no podía dejar de reconocer que tampoco Viviana había hecho demasiado para salvar el matrimonio. El prisma de los años le fue reflejando entonces una realidad que él nunca se había detenido a descifrar, pero que ahora se le aparecía con toda la fuerza de la verdad. Y esa verdad le afirmaba que cuando él más la había necesitado, cuando la desorientación y el desequilbrio producido por los primeros atisbos de la fama -con su secuela de amoríos pasajeros- reclamaban su comprensión y su apoyo, Viviana no supo, o no quiso, rescatarlo de la vorágine que lo alejaba de ella. Comprendía que había tenido razón al plantearle en su momento la necesidad de la separación; pero intuía también que la suya había sido una razón egoísta, que excluía a la pareja de una posible solución.

Como de todos modos ningún análisis retrospectivo podía invalidar el gran amor que se habían profesado, desechó púdicamente cualquier atisbo de rencor u olvido y un nostálgico remordimiento continuó persiguiéndolo a través del tiempo y de la fama creciente.

Rubén Lastarza había logrado ocupar, por fin, un lugar importante en la literatura argentina contemporánea. Lo que no podía lograr era un lugar en su propia estima, en su propia vida.

Su  nombre, más allá de los normales  altibajos de la popularidad, de los pequeños triunfos y fracasos cotidianos, continuó vigente en las vidrieras de las librerías. También comenzó a dictar cursillos sobre literatura argentina e hispanoamericana, fue invitado por instituciones de países vecinos, se concretó la traducción al francés de “La sangre madura”.

El público -sobre todo los escritores jóvenes- requerían su opinión, le pedían consejos. Y él se los daba. Sin meditar demasiado, sin importarle mucho si los mismos resultaban positivos o encendían las mismas angustiosas dudas que solían aguijonearlo a él cuando recién se iniciaba o aun después, cuando los objetivos estaban aparentemente definidos. A esos jóvenes siempre los incitaba a no apurarse, a pulir la producción antes de publicarla. Pero, filtrándose por los resquicios de la sinceridad, muy a menudo su conciencia solía zarandearlo con preguntas de difícil respuesta. ¿Acaso él se había impuesto esos sacrificios, se había detenido a corregir una y mil veces antes de editar, había destruido las obras mediocres, como lo habían hecho tantos otros? ¡Si los estoques de la ansiedad siempre le habían acuciado el pensamiento con la furia de un vendaval…! Y sin embargo, igual había llegado. Aún le faltaba la consagración definitiva, pero ya era “Rubén Lastarza”. ¿Cómo explicarles entonces a esos jóvenes que no siempre el duro trabajo, el cotidiano esfuerzo por corregir, pulir, romper y reiniciar, es el que da mejores frutos? De no haber conocido accidentalmente a Valeria Delacroix  ¿hubiera editado en Buenos Aires? Y si no hubiera pasado lo que pasó entre Valeria y él ¿hubiera logrado el puesto en el diario? Si todo eso no hubiera pasado, si no hubiera conocido a tantos escritores consagrados y con influencias, si no se hubiera encontrado con Vicky Lamas y sus amistades de la radio y la televisión ¿sería él, ahora, el conocido escritor Rubén Lastarza?

“No hay que apurarse,  hay que ser pacientes”.  ¿Habían sido pacientes Hemingway, García Lorca, Camus?  “Hay que corregir, pulir”. ¿Había corregido Arlt?   “La única forma de llegar es tener talento” ¿Y los best seller realizados en equipo? ¿Cómo decirles a esos jóvenes: “Aprovéchense de sus amistades influyentes, sonrían, muéstrense, trepen, abandonen mujer e hijos, y así llegarán a ser lo que soy”? Ello hubiera significado reconocer su propia ambición y la intervención del azar en sus logros, y hubiera significado también aceptar que el ascenso a la fama genera angustia, desilusión, y que a veces puede llegar a resultar incluso la ladera opuesta del suicidio.

Por otro lado, también era cierto que, para lograr el éxito total, a él le faltaba todavía conseguir algunos galardones más, unos pocos. Pero estaba seguro de que los obtendría. Aun a costa de su tiempo, de su intimidad, o hasta de su propia vida.

Durante la dictadura militar del “Proceso”, la existencia vital de Rubén en ningún momento se vio comprometida. Aunque en ese oscuro tiempo la fama no era ningún seguro de vida, al menos ayudaba a que las proyectadas acciones violentas se pensaran dos veces.

Pero si su libertad y su vida nunca corrieron peligro no fue como consecuencia de su incipiente fama, sino porque, aun sin renunciar a sus más íntimas convicciones, supo adaptarse a las nuevas circunstancias que vivía el país. Aunque en sus escritos podían leerse entre líneas -bajo el oscuro tamiz de los simbolismos- algunos mensajes subliminales, en general sus obras más recientes carecían de un efectivo compromiso social. Había abandonado ya toda temática referida a la liberación de los pueblos latinoamericanos, y sus cuentos y novelas describían ficciones más aproximadas a lo fantástico y misterioso que a lo real.

Aunque su prosa había adquirido la ductilidad y fluidez de los grandes escritores, carecía ahora de aquella vehemente pasión que solía desgajar como un vendaval la emoción de sus lectores. Por otro lado, sus artículos literarios se habían tornado mesurados y asépticos, libres del activo germen de la polémica; acordes en un todo con el tono conservador que mantenía el periódico en el cual trabajaba.

Y acorde también con el tono general del país, en el que todo permanecía quieto y nadie sabía nada. Quietos los partidos políticos, la Iglesia, los sindicatos, los centros estudiantiles…Todos satisfechos con la obtención del campeonato mundial de fútbol, quieto el dólar con la mítica “tablita” de Martínez de Hoz… ¡La “plata dulce”!

Y quietos también, claro, los miles de seres humanos que, en fosas comunes, en los lechos de lagos o ríos o en el fondo del mar, descansaban ahora de las tantas amarguras producidas por esta dura vida. Amarguras y sinsabores de los cuales los habían liberados para siempre -piadosamente, y en muchas ocasiones reconfortados con los auxilios de la Santa Iglesia Católica- sus secuestradores, torturadores y verdugos.

Había momentos en que Rubén pensaba abandonarlo todo. O seguir escribiendo, sí, pero sólo cuando realmente lo deseara, no cuando se lo impusieran. Limitarse a cumplir sus tareas específicas en el diario, respetar un horario fijo para disponer del resto del tiempo libremente; desechar entrevistas, reportajes, ponerse a charlar largo y tendido con un amigo.

Amigo… ¿Tenía realmente alguno? Por cierto que lo rodeaba una multitud de conocidos, de compañeros de trabajo, incluso de aduladores. Pero, ¿amigos…?

De pronto se acordó de Guillermo. De la época en que junto a  él  y a  Enrique  formaban un  trío inseparable  que concurría puntualmente,  noche a noche,  a las peñas  y  guitarreadas que pululaban en Córdoba.

A Enrique lo había perdido de vista mucho tiempo atrás, antes de que se recibiera, y después sólo tuvo vagas noticias de que se había marchado a Venezuela. Pero Guillermo seguía viviendo en Córdoba, y antes de que Rubén se radicara en Buenos Aires solía verlo algunas veces. Se había casado y tenía dos hijos varones, y era encargado de ventas de un importante comercio mayorista.

El día en que la nostalgia lo estaba invadiendo más densamente que de costumbre, se decidió y tomó un avión.

La casa de Guillermo estaba ubicada en un barrio residencial próximo al Cerro de las Rosas, y antes de llegar Rubén ya percibió en la piel, debajo de la piel, la soleada mansedumbre del lugar. Loa árboles añosos, la brisa fresca, las calles quietas -vacías aún del frenético rugir de los motores- se resistían a ser fagocitados por los tentáculos del monstruo fabril y comercial que allá abajo se divisaba todavía inofensivo, todavía lejano.

La impresión de paz se acentuó al trasponer el rosedal del jardín, y ya en el interior de la casa -una casa normal, casi modesta, pero amplia e iluminada- no pudo evitar compararla con su departamento. Aunque el suyo era más lujoso y confortable, a la distancia lo presintió estrecho, oscuro, y se dio cuenta de que esa estrechez no provenía de las dimensiones, sino del ambiente, del séptimo piso, del smog, del ruido.. Quizá también de los habitantes. En cambio aquí la amplitud estaba conferida por una mujer sonriente -natural y francamente sonriente- que sin abandonar sus tareas culinarias le servía a él un vermut, por un  vital muchachito con atuendo de futbolista que irrumpía desde la calle para dirigirse al baño, por el otro adolescente que jugaba en el patio con un cuzquito overo bajo la mirada condescendiente y algo envidiosa de una hermosa perra collier, por el olor a comida, a rosas, a hogar.

Cuando al mediodía llegó Guillermo, su sorpresa fue también alegre y cordial.

-¡Mirá vos -no se cansaba de repetir- Rubencito Lastarza! ¡Quién iba a decirlo! -Después preguntó con un guiño: -¿Te acordás cuando escribías tus zambas en las peñas y después las cantábamos? ¡Con cada acompañamiento…! -Rubén asintió con una carcajada, pero  de inmediato se contuvo, sorprendido de oír su propia risa después de tanto tiempo- ¿Y cuando salíamos de serenata los tres en la  siambreta  de Enrique? Y además con la guitarra…

-¡Cómo no me voy a acordar!

La dueña de casa se alejó, y ellos permanecieron unos segundos en silencio, cada uno recordando a su manera. Rubén preguntó:

-¿Sabés algo de Enrique?

-Le fue muy bien. Estuvo un tiempo en Venezuela, becado, y ahora está en Salta. Tiene una clínica bárbara.

-Qué suerte -murmuró Ruben- A vos tampoco te fue mal, no?

-La verdad es que nos defendemos. Gano más o menos bien, me pude hacer esta casa…Pero vos sí que debés estar lleno de guita, eh? Sos famoso…

Rubén sonrió sin responder. Cómo explicarle que el éxito y el dinero no siempre van juntos, como creía Vicky, sino que también hay famas pobres, tristes e incluso trágicas. Cómo explicarle que él era relativamente conocido pero no famoso, que la fama masiva se obtiene sólo si el individuo llega a la multitud a través de su figura, no de sus ideas. Que famoso puede ser un actor de cine, un futbolista, un cantante, pero no un escritor, porque para ser famoso un individuo tiene que despertar en otros la sensación de presencia física, casi de tacto, que tiene que estar ahí, aunque sea a través de la pantalla. O de  lo contrario tiene que  ser una autoridad moral,  o material, como en el caso de los líderes políticos o religiosos. ¿Pero el escritor, o el científico?.. ¿Quién piensa en Flaubert al leer “Madame Bovary”, o en Dostoiewsky  cuando es Raskolnikov quien está asesinando a la anciana? ¿Qué importa Poe cuando al personaje de “El pozo y el péndulo” le está llegando el acero al pecho? El escritor rara vez es famoso; sólo lo son sus personajes.

Pero ya Guillermo estaba repitiendo:

-¡Famoso! Quién diría… -Después, algo confuso, trató de disculparse: -Quiero decir, vos siempre escribiste bien, claro. Pero así, tus libros en las vidrieras… ¡Si hasta estuviste en los almuerzos de Mirta Legrand! Yo te ví -concluyó extasiado.

-Bueno, sí -tuvo que admitir Rubén- Pero eso de la plata, no creas. Vivo de lo que me paga el diario, no de los libros. Por supuesto que los derechos de autor algo te dejan, pero no es lo que parece-

Guillermo aceptó con un gesto de duda, y comentó:

-De todas maneras debe ser lindo tener un nombre. Debés conocer a mucha gente, tener muchos amigos.

El rictus amargo en la boca de Rubén desconcertó a Guillermo.

-¡Amigos! -suspiró- La amistad es algo demasiado importante para catalogar de ese modo a cualquier persona. Es casi como el amor -El ceño fruncido de Guillermo denotaba su extrañeza. Rubén continuó: -Amigos, amigos perennes, deberían serlo tu esposa, tu compañero de escuela, tu hermano. Pero no es así. La amistad, como el amor, es huidiza y fácilmente corruptible por el paso del tiempo. Por eso, un buen día te das cuenta de que los que realmente fueron tus amigos ya no están. Y los que están, o bien no lo son, o tampoco estarán dentro de un tiempo. Pero no porque vayan a morirse, como se van a morir nuestros padres,  nuestros abuelos o nuestros tíos,  por una cuestión de edad; sino porque es la amistad misma la que también se muere. Casi igual que el amor, como te dije. Y siempre y cuando hayas tenido la suerte de haber podido contar alguna vez con un verdadero amigo -enfatizó.

-Nosotros lo fuimos, ¿no? -Más que pregunta, lo de Guillermo era afirmación.

-Claro que sí -se apresuró a confirmar Rubén -Pero vos mismo lo has dicho; fuimos.

-¿Qué, acaso ya no lo somos?- Guillermo lo miró serio, no con resentimiento, sino con una especie de impotente nostalgia.

Rubén le sostuvo la mirada mientras le estudiaba el rostro serenamente, casi con ternura. Después afirmó, apesadumbrado:

-No, ya no. Lo que persiste es el recuerdo, el buen recuerdo de nuestra amistad. Eso que nos hace sentirnos alegres, o tristes, o nostálgicos en este momento. Pero mañana, cuando cada uno se encuentre de nuevo metido en su medio ambiente, rodeado por nuestra vida actual…!actual, Guillermo, no de hace veinte años!, no digo que seremos unos extraños, pero tampoco seremos amigos. No al menos como lo fuimos antes -Ambos bajaron un instante la vista, y luego de una pausa Rubén prosiguió, reconcentrado:- Porque el hombre no es sólo espíritu, viejo, sino también materia. Y la materia necesita la presencia, el contacto de la otra materia para seguir siendo, para no morirse. La idea o el sentimiento en estado de pureza no existen, siempre emanan de nuestra carne- Y concluyó filosofando con ironía: -En última instancia nunca dejaremos de ser el animal que hemos sido, somos y seremos- Guillermo sonrió, disipando la imperceptible tensión que se había estado gestando.

-Salud- brindó Rubén. Después agregó en tono amistoso: -No me hagas caso, debe ser el vermut. Ya es el tercero.

Ahora sí Guillermo rió francamente y contestó el brindis.

Siguieron brindando durante y después del almuerzo.  Esa noche pasearon por el centro, tomaron otras copas y hasta intentaron entrar a un cabaret, uno de los últimos sobrevivientes de un tiempo inexorablemente esfumado. “Como peñas no hay…”, se alentaron. Pero al final Rubén instó a la deserción, reflexionando: -Para qué nos serviría, eh? Decime la verdad, ¿qué ganaríamos? Si de todos modos ya nunca va a ser como antes.

Guillermo insistió para que durmiera en su casa, y a la mañana siguiente lo llevó al aeropuerto. Al despedirse, Rubén le prometió que volvería a visitarlo. Pero sabía que estaba mintiendo.

A Cagliostro comenzó a frecuentarlo un tiempo después, cuando transitaba por un período de total descreimiento de la amistad. Cagliostro trabajaba desde hacía mucho tiempo en el diario, pero sus tareas las desempeñaba en el taller de impresión, que funcionaba en otro edificio.

Rubén nunca le había prestado atención. A veces pasaba por la redacción para alguna consulta, y aunque todos lo conocían y lo querían, al principio a Rubén le había causado cierta aprensión la figura de ese viejo calmo, de apariencia bondadosa pero bastante desordenado en su vestir e incluso no muy bien higienizado. Alto, enjuto y encorvado, su pelo blanco y revuelto -lo mismo que su barba-, su nariz afilada y sus ojos poblados de infinito podían semejarlo tanto al judío errante como al anticristo o al mismo Dios.

En realidad no se llamaba Cagliostro, sino Esteban Otaviani. Pero ni él mismo sabía desde cuando lo llamaban de esa manera, ni por qué. Recordaba, sí, que había existido una época lejana en que le decían Esteban, y recordaba también que cuando se fue de la casa de su tío en Barracas todavía el nombre solía producirle una concreta sensación de identidad que sólo después, con el transcurrir de los años y las frustraciones, se fue diluyendo hasta adquirir  esa  nueva  personalidad  y  ese nuevo nombre.

Lo de Cagliostro podía provenir de las aventuras que solía contar, o quizá porque en realidad fuera como el mítico conde, medio alquimista y curandero. Claro que la alquimia que manejaba Cagliostro no estaba referida a la materia, sino al espíritu. Porque lo que él pretendía era extraer de las palabras la idea pura, total, que explicara la esencia de las cosas. Y aunque él mismo afirmaba que las definiciones sólo sirven para dar un poco de lustre a quien las enuncia y para aseverar aquello de “verdad de hoy, mentira de mañana”, no cejaba en su empeño de proponer proverbios y sentencias.

De su nombre se acordaba, pero no de su edad. Lo único que sabía era que, siendo muy pequeño, cuando los austríacos arrasaron Tolmi antes de la batalla de Caporetto, durante la primera guerra mundial, todos sus familiares habían muerto. Desde entonces, un largo período de su vida fue excluido para siempre de su memoria.

Sólo después de algún tiempo Rubén logró franquear la barrera del mero saludo para comenzar a intercambiar algunas palabras. Y recién bastante tiempo después, cuando ya se había acostumbrado a su imagen desgarbada y a su voz pausada y profunda, fue que lo invitó a tomar el primer café.

Desde ese día lo cafés se sucedieron y su compañía, una o dos veces por semana, comenzó a resultarle imprescindible. Solían dialogar, intercambiar ideas, pero lo que más le gustaba a Rubén era interrogarlo, hacerlo hablar sobre temas diversos, acuciarlo con preguntas. Era entonces cuando al viejo comenzaban a encendérsele las pupilas, cuando comenzaba a cobrar vida su rostro pétreo y enigmático.

Rubén recordaba que una de las primeras preguntas había estado referida al amor. Parecía casi un sacrilegio abordar ese tema con Cagliostro, pero él había respondido sin vacilar:

-El amor es un  estallido. Cuando cae la última esquirla deja de ser amor para convertirse en afecto -Luego miró el pasado a través del infinito y agregó: -Cuando se ama de verdad, la simple evocación del ser amado puede hacernos vibrar tan intensamente como si en realidad existiera su presencia física.

-Y cuando el amor se esfuma, desaparece, ¿qué pasa?

-Si la fusión de la materia con la antimateria hiciera desaparecer el mundo -sentenció- no quedaría un  vacío tan inmenso como el que deja en el alma del amante la pérdida del amado.

-¿Con qué compararía usted al amor?- Luego de meditar unos segundos respondió:

-Con un cántaro. Mientras más agua recibe, más saciará en él su sed el amante. Pero hay que evitar colmarlo, porque entonces rebalsará…

-¿Y qué opina de las mujeres?

-Que son como las fortalezas -sonrió con picardía- Algunas se rinden por medio de negociaciones, pero otras necesitan ser conquistadas por las armas.

-¿Usted cree que la mujer debería conservarse virgen para el hombre de su vida?

-No -se apresuró a responder- La castidad puede simular el temple de la montaña o la fragilidad del abismo. Pero, como éstos, sólo es una frontera que separa y aísla.

Otro día le pidió su opinión sobre la felicidad.

-Escuchar el gorjeo de un pájaro, sentir la tibieza de un rayo de sol, mirar un ocaso mientras canta murmurante el arroyo… Esa es la felicidad. Pero es como una estrella fugaz; sólo refulge por un instante, y luego pueden transcurrir años sin que su luz nos ilumine. Y si sólo nos fijamos en la tierra sin elevar la mirada, es posible que no la veamos nunca- Y finalizó con una dulce sonrisa que entrecerró sus ojos mansos:- Hay una sola manera de conseguir la felicidad: inventándosela uno mismo.

Después hablaron del  hombre, de la humanidad, de la vida, de la muerte.

Un día de persistente llovizna en que las cosas y las personas se veían  como a través de un vidrio esmerilado, la nostalgia y la depresión de Rubén le hicieron quejarse:

-Los seres humanos somos un  desastre, Cagliostro. Fíjese usted: la bestia más feroz, el ave de rapiña más depredadora, la alimaña más venenosa, no matan sino para defenderse, alimentarse o asegurar la preservación de la especie. Pero el hombre, ¡rey de la creación!, es capaz de matar a millones de congéneres sólo por ambición, obediencia o locura.

Cagliostro dudó un instante y luego respondió:

-Sucede que el hombre es aún más que él y su circunstancia, como decía Ortega y Gasset. Es también todos los otros hombres y todas las circunstancias del universo. El hombre es un ser puro -agregó con ironía-; lo impuro suele estar en sus ideas.

Rubén desestimó la ironía e insistió:

-Pero es egoísta, individualista…

-Al contrario, es el más social de los animales. Lo prueba el hecho de que su existencia, salvo raras excepciones marcadas por la historia, sólo sirve para dar sentido al concepto general de humanidad. Individualmente, sus actos no perduran más allá de la muerte de sus hijos, acaso de sus nietos, y luego se diluyen inexorablemente en la memoria universal.

Había ocasiones en que también Cagliostro se ponía nostálgico y pensativo. Y con los ojos perdidos en el infinito filosofaba entonces:

-La vida es apenas un gran ensayo. La juventud, por ejemplo, no es más que una ardiente y prematura agonía. ¿Y qué es el sueño, en el que pasamos un tercio de nuestra existencia, sino un  espejismo  con que  la vida  pretende  en  vano engañar a la muerte?

Rubén trató de alentarlo:

-La existencia de cada uno nunca empieza ni termina del todo. Es sólo un transcurrir en la vida universal.

Cagliostro concedió dudando:

-Puede ser -Pero de inmediato agregó escéptico:- Sin embargo, ante el cuerpo yerto de un ser querido de nada sirve el consuelo de las teorizaciones filosóficas. Sólo existe el sufrimiento.

Y la espera.

Rubén insistió:

-Pero a todos nos gusta disfrutar de la vida. Yo, por ejemplo, considero que el mejor himno a la vida es una tenaz y constante defensa de la paz-

Cagliostro sonrió melancólico:

-Lástima que sea un  himno fatalmente inconcluso…

Y cuando era Rubén a quien solían aquejarlo esas crisis de soledad en las que parecía que una gigantesca mano pétrea se abatía sobre él, Cagliostro lo alentaba a su vez:

-La soledad no existe. Todo el universo está ahí, acariciándonos con su presencia; sólo es cuestión de recordarle que también nosotros estamos aquí. Cada individuo es el padre de sus propios fantasmas, pero también su verdugo. Claro, lo malo es que a veces las criaturas crecen desmesuradamente y se resisten a morir…

A veces Rubén lo incitaba con juegos de palabras.

-Dígame una palabra que para usted sea importante.

-Justicia.

-Otra.

-Inteligencia.

-Una más.

-Bondad.

-Siga.

Cagliostro se encogió de hombros.

-¿Cómo, y el amor?- Entonces Cagliostro lo miró sonriendo y respondió lentamente con otra pregunta:

-¿Usted cree que el amor puede estar ausente de un ser inteligente, justo y bueno?- Otras veces le proponía adivinanzas al revés.

-¿El origen?

Cagliostro pensaba un rato.

-La conciencia del hombre.

-¿La trayectoria?

-La tenacidad por perdurar.

-¿El final?

-La inconsciencia del hombre.

-Me doy por vencido. ¿Cuál es la palabra?

-Justicia -afirmó Cagliostro con vehemencia, y luego reflexionó:-Sería muy beneficioso para la humanidad que de vez en cuando los hombres cedieran alguna pequeña cuota de libertad en aras de la justicia.

En ocasiones era Cagliostro quien hacía preguntas de imposible respuesta.

-¿Qué curso hubiera seguido la humanidad si en lugar de Barrabás las voces del pueblo hubiesen absuelto a Cristo?

En esos casos, ante la magnitud de la duda, Rubén permanecía callado.

También solían hablar de cosas más terrenales, más prosaicas. De política, por ejemplo. Rubén sostuvo un día:

-Nunca debería confundirse al político, desde el más intrascendente al más encumbrado, que utiliza la literatura en beneficio de sus propias ideas o simplemenne para transmitir sus vivencias o sus experiencias, con el escritor que, en determinadas circunstancias, trasciende políticamente a través de su obra.

Aquél continuará siendo toda su vida un político, mientras que éste nunca dejará de ser, específicamente, un escritor.

-Así es -concedió Cagliostro, y agregó:- La voz de un simple poeta puede ser más fuerte y perdurable que las bocas humeantes de los fusiles. García Lorca lo confirma.

A veces se ponían de acuerdo, como cuando hablaban del poder, de la fuerza , de  la guerra.

-Ninguna  disputa  personal,  combate  limitado o guerra total -comentó Rubén- sucede sólo porque ambos individuos o ambos bandos crean tener razón, sino porque uno de ellos pretende imponerla al otro. Y como casi siempre el poder está en manos de los tenaces y los audaces, y no de los capaces…

-Es cierto. Pero también hay que tener cuidado de no endiosar a los capaces -advirtió Cagliostro- Los héroes no nacen como tales; los forja un medio ambiente social condicionante y los encumbra definitivamente una circusntancia oportuna. Los superhombres no existen, sólo hay hombres. Y mitos, claro.

Rubén asintió con la cabeza y afirmó convencido:

-Lo que sucede es que el poder no debería ejercerse sobre las multitudes, sino sobre un  espejo.

-Por supuesto. No es con destempladas voces de mando como se mide el talento; a veces alcanza el silencio de una mirada. Me refiero al silencio libre y meditado, claro, porque el silencio impuesto, tarde o temprano sólo engendra gritos.

-Cierto -coincidió Rubén-, porque no siempre callar significa conceder. En ocasiones el silencio puede ser más poderoso que el grito.

-De todas maneras, la verdad no debe callarse, ni susurrarse -advirtió Cagliostro- ; debe gritarse.

Y la polémica volvió a resurgir.

Cagliostro se dedicaba a veces a jugar con ideas aparentemente absurdas. Un día lo desafió a Rubén:

-¿Podría usted afirmar con certeza que en algunos de los microscópicos  electrones  planetas que giran alrededor de un núcleo sol no nacen, se reproducen y mueren seres semejantes a nosotros? -Y ante la perplejidad de Rubén prosiguió:- Por ese lado quizá fuera posible encontrar a Dios. El vendría a ser para los hombres lo que cualquiera de nosotros sería para el habitante del electrón. El problema sigue siendo: y más allá, o más acá, ¿qué?

-¿Usted cree que el universo fue creado, o que es eterno?

-No sé -admitió Cagliostro- La verdad es que siempre creí más longevo al mundo. Recién ahora me estoy dando cuenta que sólo tiene el tiempo de mi vida. O de la suya…

-¿Qué haría si el mundo fuese suyo?

-Si el mundo fuera mío, lo repartiría. Y si lo adeudara, lo pagaría construyéndolo distinto.

A pesar de sus constantes elucubraciones, Cagliostro era bastante descreído con respecto a la filosofía.

-La filosofía no ha avanzado gran cosa en los últimos veinte siglos. Fue en aquella época que Sócrates dijo: “Sólo sé que no sé nada”. Y a pesar de los viajes interplanetarios, los robots  y el rayo láser, aquí estamos; confirmando la sentencia de hace dos mil años. O un millón…

Rubén acotó con sarcasmo:

-Quizá lo único bueno de la filosofía es que, con ella, uno puede vivir preocupado pero al final logra morir despreocupado.

Cagliostro asintió con la cabeza y luego preguntó sonriendo:

-Y después de todo ¿quiénes somos nosotros para afirmar pomposamente, parados sobre esta minúscula partícula cósmica que es la Tierra que, además de pensar, filosofamos? Al final, lo más rescatable del ser humano quizá sea la risa. O el silencio.

Con el tiempo quizá Rubén hubiese llegado a ser realmente amigo de Cagliostro. Pero claro, Cagliostro expresaba sus pensamientos a quien quisiera escucharlo. No como Rubén, que sólo se los manifestaba a él. Y como en esa época cualquier idea adquiría tintes subversivos para ciertas mentes alertas y desconfiadas, aunque ya era viejo un mal día Cagliostro desapareció. La gente del diario lo buscó por todas las comisarías, las morgues de los hospitales, hablaron con personajes influyentes, pero su persona parecía haberse esfumado en las inmateriales brumas de su propio pasado. Y como tantos otros ciudadanos, desde ese día se convirtió en un desaparecido.

Y aunque los empleados del diario se mintieran a sí mismos afirmando, un poco en broma y un poco en serio, que Cagliostro nunca moriría y que su flaca y encorvada figura continuaría vagando sobre las redacciones y las imprentas de los periódicos porteños, durante varios días su ausencia dejó un vacío importante en la vida de Rubén.

Pero la desaparición de Cagliostro no lo afectó mucho tiempo. Muy pronto volvió a la rutina de fingir y acomodarse a las circunstancias para obtener cada día más popularidad, más  éxito, más dinero. Y para eso era necesario sonreír, sonreír mucho. Y tolerar a cierta gente. A Horacio Mafud, por ejemplo.

Desde aquél día en que Carlos, un compañero de trabajo, se lo presentó en un encuentro casual, le había quedado grabada en la retina la imagen de esa sonrisa obsecuente que le fijaba en el rostro un gesto de mascarón fantástico.

-Es un enorme placer -lo había saludado con su impostada voz de locutor- ¿Usted es escritor, verdad?

-Es uno de los mejores escritores del país -le aclaró Carlos con gesto elocuente.

-Por supuesto, por supuesto. Yo lo he leído. Es decir…-dudó-

he leído algunos comentarios, y también un  cuento que publicó una revista.

En esa ocasión Rubén estaba apurado y lo único que deseaba era regresar rápidamente a su departamento. Pero Horacio Mafud insistía con su verborragia laudatoria.

-Yo soy un apasionado de la literatura. Cuando era jovencito, escribía versos. Pero claro, para llegar a obtener su prestigio hay que tener un don especial, hay que nacer para eso.

Ante el gesto de duda y el silencio indiferente de Rubén, Carlos acotó:

-Bueno, tuvo que trabajar mucho para que la crítica lo reconociera.

Finalmente Rubén decidió emitir algunos juicios con la esperanza de desembarazarse rápidamente del intruso.

-El oficio de escritor es igual a cualquier otra profesión; lo único especial que requiere es algo de imaginación, bastante sensibilidad y sobre todo una gran voluntad para seguir acumulando experiencia-Oía el repiqueteo mecánico de sus palabras con la fría curiosidad de un  extraño, como si no fuera él mismo quien las estuviera pronunciando- Cada día se aprende algo nuevo, ¿no?

-Sí, pero lo que Natura non da…

No tenía el menor interés en discutir sobre literatura con un individuo que recién conocía, que no le caía bien y cuyos conocimientos literarios posiblemente estuviesen limitados a la lectura del “Intervalo” o a algún juvenil recuerdo de “Los tres mosqueteros”. Pero el individuo insistía, ante el embarazo de Carlos y su propia indisimulada irritación. De modo que para liberarse de él, cuando Horacio le efectuó una invitación para un próximo encuentro aceptó de inmediato, sabiendo de antemano que no concurriría.

Pero sus planes evasivos se vieron frustrados pocos días después, cuando la faunesca sonrisa de Horacio Mafud volvió a incrustarle en el ánimo esa  desagradable sensación que ya percibiera durante el primer encuentro. Al verlo en la puerta del diario conversando con Carlos desvió la vista de inmediato tratando de simular concentración y premura, pero ya Horacio lo había reconocido y estaba levantando la mano en señal de saludo. No tuvo más remedio que acercarse.

-Me alegro mucho de volver a verlo- lo saludó efusivamente. Y lo comprometió:- Supongo que no tendrá incovenientes en tomar una copa con nosotros; sigue pendiente la promesa del otro día.

Estaba dudando entre negarse aduciendo cualquier pretexto o tolerar durante algunos minutos su compañía para dar por terminado de una buena vez el asunto, cuando llegó Vicky. Habían resuelto que ella pasara a buscarlo a la salida del trabajo, y no tuvo más alternativa que presentarlos.

-Es un gran honor para mí -Se había inclinado hacia adelante y la estaba mirándola con avidez, casi descaradamente- Es mucho más hermosa personalmente que en la televisión.

Cierta extrañeza relampagueó por un  instante en el cerebro de Rubén al comprobar que Vicky, siempre tan segura de sí misma frente a la gente, bajaba ahora la mirada entre agradecida y turbada. Pero de inmediato atribuyó su nerviosismo a la aprensión que también ella debía sentir ante la presencia de Horacio, y tampoco le dio demasiada importancia al hecho de que ella aceptara enseguida la reiterada invitación del hombre.

-Total es temprano -fue su lacónico argumento.

Resignado, Rubén accedió. Pero ya en el bar, nuevos e indescifrables flujos energéticos emanados de los ojos de Vicky e interceptados por él cuando buscaban su destinatario, volvieron a despertarle la curiosidad. Entonces se puso a estudiar -con la precariedad que la situación permitía- la cara de Horacio. Y a pesar de que la antipatía y la aprensión persistieron, no pudo dejar de  reconocer  que en  las  facciones del  hombre existían ciertos rasgos que podían llegar a resultar atractivos para algunas mujeres. Los labios abultados, sensuales, y la nariz grande, míticamente asimilable a otras protuberancias masculinas, despertaban vagas reminiscencias de legendarios ardores árabes. Lo que no lograba entender era que a una mujer como Vicky, admiradora de lo estético y lo bello, pudiera atraerle ese tipo de hombre, de sentidos probablemente exacerbados pero cuya sensibilidad se adivinaba bastante escasa.

Sin embargo, no cabían dudas; a pesar de su recato y  su púdica sonrisa de cortesía, resultaba evidente que Horacio Mafud la había deslumbrado. Este, a su vez, no intentaba disimular en lo más mínimo la atracción ejercida por Vicky, y sus miradas, sus sonrisas e incluso sus veladas alusiones, rebasaban por momentos los límites de discreción que la situación imponía.

Rubén aguantó un  rato, expresando de vez en cuando algunas trivialidades, y luego anunció que debían marcharse.

Su preocupación en esos momentos estaba centrada en una noticia increíble pero confirmada que esa tarde le habían dado en el diario: la inminente ocupación de las Malvinas. Cuando se despidió, tenía la absoluta certeza de que su relación con Horacio Mafud quedaba definitivamente concluida.

Puerto Argentino finalmente había caído. Atrás quedaban la parodia de resistencia en las Georgias, la eufórica noticia del barco inglés incendiándose frente a la costa alcanzado por cañones inexistentes, el imbatible valor de los “lagartos” rendidos ante las primeras escaramuzas…

Luego se había peleado bien, era cierto. Los pilotos argentinos, casi sin medios, con bombas obsoletas que no explotaban, después del primer bombardeo de los Harriers al aeropuerto habían replicado valerosamente y habían averiado y hasta hundido algunas naves enemigas. Pero a la Argentina le habían derribado casi cien aviones, contra los pocos perdidos por los ingleses. Y la armada no había ni siquiera podido salir de su apostadero. Sin contar con lo del “Belgrano”, y lo de esos pobres  soldados patrios congelados y muertos de hambre que sufrían y morían en el barro de las trincheras mientras el Presidente se emborrachaba con el whisky producido por el enemigo.

A Rubén la guerra lo había desequilibrado intelectualmente. Aunque era consciente de que la efectiva soberanía de las islas estaba en manos de  los ingleses desde hacía un siglo y medio, como cualquier compatriota bien nacido no tenía dudas de que las Malvinas eran argentinas. Por eso, cuando en la mañana del 2 de abril la radio propaló la consabida marchita militar, por primera vez en su vida se sintió contento al escucharla. Sabía que esta vez no preanunciaba otro de los innumerables golpes de estado que jalonaran la reciente historia argentina, sino una noticia que de inmediato le insufló en el alma una patriótica euforia.

Él estaba convencido de que, ante el hecho consumado, Gran Bretaña no intentaría recuperar las islas. Apoyaban su convencimiento  innumerables ejemplos en los que el país que se apoderaba de una porción de territorio alejado del poder central desde donde se ejercía la soberanía, finalmente se quedaba con ese territorio. Gran Bretaña estaba en el hemisferio norte, y era muy improbable que decidiese poner en peligro a sus propios súbditos bombardeando las islas simplemente como represalia. Para recuperarlas no tenía otra alternativa  que enviar una flota, cuyo costo resultaría excesivo para lo que en realidad significaban las islas. Por otro lado, el tiempo que llevaría la preparación de esa expedición iría diluyendo el problema en un mar de argucias diplomáticas del cual lo máximo que podrían obtener los ingleses sería la soberanía compartida.

Pero, contrariando sus pronósticos, la flota vino. Ya antes de que comenzaran a desarrollarse las primeras acciones Rubén comenzó a darse cuenta de lo explosivo de la situación. Vislumbraba que los ingleses no se hubieran arriesgado a enviar sus fuerzas si no hubiesen tenido la certeza de la recuperación. Pero aún confiaba en que la aviación patria, tan cercana a su objetivo, podría derrotar a la flota enemiga. Ignoraba que la relación de fuerzas era tan desigual que sólo un milagro podría haber permitido la victoria argentina.

Cuando los Harriers bombardearon por primera vez Puerto Argentino, ya su convencimiento del desastre era total. Aún se alegraba y se emocionaba  y un fervoroso sentimiento de solidario heroísmo se apoderaba de él con cada  acción victoriosa de las fuerzas nacionales. Pero también lo embargaba una molesta sensación de vergüenza cuando escuchaba las jactanciosas bravatas del gobernador argentino en Malvinas, y se angustiaba y se deprimía cuando observaba por televisión la patética figura alcoholizada del presidente de los argentinos hablando desde los balcones a una multitud enardecida y súbitamente desmemoriada, olvidada ya de los miles de desaparecidos y de la violenta represión que, apenas un par de días antes de la recuperación de las islas, ese mismo presidente había desatado sobre ella.

Rubén se debatía entre la angustia de saber que la acción no había significado más que la pantalla maliciosamente desplegada  por los militares en su desesperado intento por conservar el poder, y la esperanza de que esa acción constituyera en realidad la concreción de una causa que él, como la mayoría de sus compatriotas, consideraba justa.

Por eso, cuando finalmente Puerto Argentino cayó, unas lágrimas de rabia e impotencia rodaron por sus mejillas como desde hacía mucho tiempo no había sucedido.

Pero después, como es habitual que ocurra, se consoló pensando que al fin y al cabo esa no era su guerra, que la batalla se había desarrollado en un lugar muy distante y que los muertos no eran familiares ni amigos suyos. Y como suele suceder también ante la comprobación de la muerte ajena, extraña, una sensación casi eufórica por haber salido indemne de la situación bélica muy pronto le hizo esfumar la angustia.

Se vistió, fue a dar una vuelta por un centro silencioso y semioscurecido, y luego la pasó a buscar a Vicky  para ir a tomar un café a la Recoleta.

Rubén intuía que una latente insatisfacción aleteaba en las entrañas de Vicky cuando hacían el amor. Pero como la manifestación externa de esa sombra era apenas perceptible, sus dudas solían diluirse con las últimas contracciones del paroxismo. Sin embargo, tenía la certeza de que algo oscuro e impenetrable continuaba escondido detrás de las pupilas tensas y acechantes de su mujer. Concluido el acto sexual, algo que podía asimilarse a una súplica, a algún reclamo por alguna deuda no saldada, solía estremecerle las vísceras cuando captaba que ese algo también podía parecerse a una acusación. Era entonces cuando, junto a otros fantasmas, solía aparecer también el decrépito espectro de la impotencia. Y aunque él se sintiera físicamente joven y tuviera la seguridad de haber estado cumpliendo decorosamente su función sexual, una duda insidiosa y reptante como todas las dudas continuaba acechándolo de vez en cuando.

Una noche en que, a pesar de su erótico esmero, los ojos de Vicky permanecieron sospechosamente abiertos, se decidió por fin a hablarle.

-Hay algo que no anda bien, mi amor.

-¿Por qué?- se sorprendió ella.

-Vos sabés por qué.

-Si no me explicás…

-No es cuestión de explicaciones, sino de sensaciones- Después de una pausa, confesó: -Siento que no te satisfago.

Vicky cerró un instante los ojos y aunque luego sonrió, negando con el gesto, pero no contestó de inmediato. Sólo al cabo de varios segundos, ante el silencio inquisidor de Rubén, se vio en la necesidad de responder:

-Son ideas tuyas. Siempre nos llevamos bien.

-Llevarse bien es un eufemismo que no aclara nada. Tanto puede significar quererse como aceptarse o…tolerarse.

Vicky lo miró con afecto y le acarició el rostro.

-Vos sí me tolerás a mí muchas cosas. Pero yo no tengo nada que reprocharte- Volvió a ponerse de espaldas, y mientras atravesaba el cielorraso con la mirada, afirmó suspirando: -Si algo no anda bien, es sólo culpa mía.

Entonces Rubén se dio vuelta y tomándole la cara entre las manos le exigió con dulzura pero también con seriedad:

-Contame qué te pasa, mi amor.

-Nada. Lo que pasa es que cada uno es como es. Vos no podés ser más demostrativo y yo no puedo ser menos…no sé como decirte.

-¿Sensual?

-Quizá -dudó- Pero me parece que debe  existir otra palabra más adecuada para expresarlo.

-¿Cuál?

-No sé…lascivia?- preguntó mientras lo miraba fijamente a los ojos.

Rubén se mordió un instante el labio inferior, desorientado, pero le sostuvo la mirada. Después intentó restarle importancia al asunto, y comentó sonriendo:

-Eso no es tan malo. Además de ser el menos grave de los siete pecados capitales, sin duda es el más agradable.

-No te rías -le respondió ella con un mohín-, para mí es muy serio. Porque no es simplemente fogosidad, o un ardor exagerado. Vos sabés muy bien que no soy una ninfómana que necesita estar a cada rato con un hombre. Pero no sé… no puedo dejar de pensar, y de desear, cosas distintas.

Rubén trató de justificarse con un tono entre irónico y agobiado:

-Bueno, nosotros no habremos reinventado el kamasutra, pero me parece que nuestras relaciones siempre han sido muy normales, muy… aceptables.

-Por supuesto que sí. Pero es precisamente por eso, ¿te das cuenta? Quizá yo no sea normal.

Rubén volvió a recostarse mientras iba asimilando lentamente una verdad que no le era del todo desconocida, pero que le costaba aceptar. Varias veces él había detectado relámpagos, fulguraciones, inexplicables laxitudes que le habían hecho presentir abismos desconocidos. Pero no lograba ensamblar esos misterios biológicos con la sólida personalidad de su mujer. Además le constaba que Vicky no le era infiel, al menos en forma ostensible y reiterada. Evitaba  la necedad de creer en su absoluta fidelidad, pero sabía con certeza que no era una promiscua ni una ávida exploradora de nuevas emociones. Por eso le costaba tanto confirmar lo presentido y asimilar lo confesado.

Pero por otro lado, pensaba, ¿quién podía ser capaz de desentrañar total y absolutamente los complejos mecanismos emocionales de una mujer? ¿Cuántas veces lo aceptado conscientemente es sólo la sutil negación de la última verdad inconsciente? ¿Y si en lugar de ese aparente puritanismo represor de vicios ocultos, en Vicky se manifestara un mecanismo inverso?

Ella interrumpió sus pensamientos tomándolo de la mano.

-¿Te acordás de que una vez te dije que podría llegar a parecerte un monstruo?

-No te preocupés, no sos ningún monstruo. Tenés apenas algunos diablillos, como los tenemos todos. Pero sos una mujer muy normal.

Quizás algún día deje de serlo -dudó aún Vicky. Luego lo abrazó.

Rubén se quedó pensando en la posibilidad de que Vicky se estuviera drogando. Nunca había descubierto en su personalidad algún signo que confirmara esa sospecha, pero no se animaba a descartarla del todo. Le constaba que en alguna reunión, estando él presente, Vicky había fumado un  poco de marihuana. Pero eran consumos ocasionales, producto de esos ineludibles contagios que ocurren en algunos ámbitos sociales. Incluso Rubén mismo había fumado también un par de veces, para probar. Pero como no le produjera ninguna sensación especial -y como era consciente del peligro potencial- nunca más volvió a hacerlo. En cambio Vicky, de vez en cuando, volvía a fumar marihuana. Aunque ella le había asegurado que sólo lo hacía por placer y que de ningún modo era adicta, algunas leves dudas continuaron conturbando el ánimo de Rubén.

Sin embargo, como el conocía bastante los signos de la drogadicción pesada, y como Vicky no los manifestaba, finalmente desechó la idea por absurda. Se desprendió lentamente de Vicky que, ya dormida, continuaba abrazándolo, y él también se dispuso a dormir.

Pocos días después los fantasmas de otra duda más punzante crecieron de golpe en el alma de Rubén.

Que Horacio Mafud estuviera presente en ese cóctel con desfile de modelos al cual Rubén había aceptado concurrir para acompañar  a Vicky  -como una  concesión más a la estabilidad de la pareja- resultaba un poco extraño, aunque admisible. Pero que además se hallara departiendo amablemente y a solas con el productor del programa de televisión conducido por Vicky, ya constituía todo un misterio que intrigó a Rubén.

Al verlos llegar, el productor se dirigió hacia ellos con el propósito de saludarlos, pero Horacio se le adelantó con una amplia sonrisa y antes de que Rubén tuviera tiempo de sorprenderse le dio un efusivo beso en la mejilla a Vicky. Recién después de los saludos Rubén tomó conciencia de que Vicky había respondido con una risita nerviosa y complaciente, totalmente desconocida para él, el beso del hombre. Y cuando, al comenzar el desfile, Horacio se apresuró a sentarse al lado de ella con su tácito consentimiento -postergando el fallido intento del productor-, Rubén se sintió francamente fastidiado.

Durante el espectáculo Rubén continuó prodigándole a Vicky susurrantes galanteos, mientras Rubén permaneció casi todo el tiempo en silencio.

Aprovechando la presencia de un fotógrafo amigo, al finalizar el desfile Rubén se alejó intencionalmente del grupo integrado por Vicky, Horacio, el productor y su esposa, y se dedicó a observar, entre molesto y curioso, los gestos y las actitudes de Vicky y Horacio.

Mafud no le preocupaba. El par de entrevistas mantenidas con él habían resultado suficientes para analizarlo, catalogarlo y juzgarlo. Por otro lado, aunque le disgustara, no podía condenar su actitud, que era la normal en un hombre en plan de conquista. Lo que le intrigaba, y le dolía, era el comportamiento de Vicky. Si bien ella siempre se había mostrado amable con cualquier persona -incluso con desconocidos, como corresponde a un personaje de la televisión que continúa siéndolo no gracias a algún talento especial sino debido a su popularidad-, la sumisa y  casi deleitada  atención  que ahora estaba prodigando a su acompañante a  través  de  gestos  de aprobación  y embelesadas sonrisas,  constituía una evidente anomalía  que era la causante de ese desasosiego muy similar al que solía invadirlo cuando Viviana le hurgaba los pensamientos en busca de la confirmación de su última aventura amorosa.

Por su parte Horacio continuaba con su galanteo demasiado ostensible para que pasara inadvertido para los demás asistentes, sobre todo porque la asediada no era una mujer cualquiera, sino precisamente Vicky Lamas.

Rubén continuó conversando con el fotógrafo amigo fingiendo una indiferencia que no sentía, hasta que, al ver reír a Vicky con una risa burda, casi grosera, de pronto la desconoció. La mujer aplomada, sensual pero tierna con la cual había convivido durante casi tres años, no era ésa que ahora inclinaba su cabeza hacia atrás mientras lanzaba una carcajada estridente. Esta era otra mujer; tensa, acechante, pronta a dar o a recibir en cualquier momento un violatorio zarpazo.

Intentó justificar su actitud atribuyéndola a los efectos del alcohol, pero tuvo que desechar la idea porque Vicky era bastante resistente y, por otro lado, esa noche no había bebido casi nada. Entonces, como un relámpago, cruzó por su mente la palabra que Vicky había pronunciado noches atrás. Al observar los ojos de Horacio achicados por la codicia y los de Vicky nerviosos y bailoteantes pero por momentos súbitamente fijos en los del hombre, los fantasmas de la duda estallaron y se esfumaron para dar paso a una revelación que, a pesar de su magnitud, no lo llenó de angustia.

Rubén estaba seguro de haber amado a Vicky. Pero desde hacía ya un tiempo sus sentimientos hacia ella fluctuaban entre el deseo y la indiferencia, el cariño y la intolerancia, la amistad y el hastío. Quizás aún la amara, o quizá no. Pero de que lo que también estaba seguro era de que ese amor, si aún persistía, ya no era el mismo de antes.

Siguió charlando  despreocupadamente con el fotógrafo y poco después ambos se integraron al grupo. Vicky no demostró ningún embarazo ante su reaparición y lo trató amablemente, como correspondía. Tampoco Horacio manifestó inquietud o recelo. Todo parecía de pronto nuevamente lógico, normal. Pero a pesar de su aparente aplomo, en su interior Rubén era un hombre en estado de gracia. Alguien a quien, de repente, le habían sido develados todos los misterios.

Durante los días siguientes Rubén se interrogó a menudo sobre la actitud que debería asumir ante la situación. Pero cada vez que se disponía a tomar una decisión, esa apatía que solía invadirlo cuando necesitaba resolver algún problema importante volvía a sumirlo en un letargo emocional que le impedía poner en ejecución lo que su mente proyectaba.

Tenía conciencia de que su relación con Vicky no debía proseguir en esas condiciones. No le cabían dudas de que ella quería, deseaba o necesitaba a Horacio Mafud. Y conociendo su temperamento sabía que, si ya no había sucedido, tarde o temprano la relación se consumaría.

Una inquietud ambivalente comenzó entonces a atormentarlo. Por un lado sentía que aún necesitaba su presencia física, que le hubiera gustado tener un hijo con ella…Pero misma conciencia de esa necesidad, de ese deseo y de la imposibilidad de liberarse de él a pesar de las circunstancias, le producía un displacer muy parecido al rechazo. Poco a poco, un sordo resquemor que aún no alcanzaba la magnitud el odio pero que ya empezaba a parecérsele bastante, comenzó a insinuarle que debía alejarse definitivamente.

Aunque en la lucha que libraban  sus sentimientos Rubén percibía  con claridad que el fiel de la balanza se iba inclinando definitivamente hacia un lado, en nombre de la lealtad intentó forzar designios inevitables y un día se decidió a hablar con Vicky para tratar de salvar la relación.

Quizá trampeándose a sí mismo, eligió para hacerlo el peor momento: el instante posterior al acto sexual, justamente cuando vagos enconos solían invadirlo. Intentó expresar virilidad, pero sólo logró ser grosero.

-Hoy no te podés quejar.

Vicky lo miró con extrañeza.

-¿Y cuándo me quejo?

-No explícitamente, pero a veces…

-Otra vez con lo mismo -suspiró fastidiada.

-Perdoname, solo quise decir que hoy estuvimos bien, no?

-Siempre estamos bien -replicó ella sin convicción.

-Los dos sabemos perfectamente que a veces no.

Vicky lo miró de frente, entre enojada y resignada.

-¿Por qué siempre tiene que estar esto de por medio?

-¿Acaso para vos no es importante?

-¿No lo es también para vos?

Rubén no respondió de inmediato. Sabía que sí lo era, que siempre lo había sido. Más aún, consideraba que una buena armonía sexual era la base de la pareja. Pero sucedía que siempre el sujeto activo y dominante había sido él, y en cambio ahora se sentía superado, rebasado…Denigrado.

-Hay cosas más importantes.

-¿Sí, cuáles? -se burló Vicky.

Rubén advirtió una expresión rara en sus ojos. Una expresión que lo impulsó a responder:

-Tener un hijo, por ejemplo.

Ahora había un rencor nítido, palpable, brillando en los ojos de Vicky.

-Sabés bien que no quedo embarazada.

-Porque no lo deseás -afirmó secamente.

El rencor ya casi era furia.

-¡Desearlo! ¿Estás loco? ¿Creés que sólo es cuestión de desearlo?

-No, pero cualquiera sabe que la mitad de las esterilidades son síquicas.

-¡De modo que mi esterlidad es síquica!

-El doctor no te encontró ningún problema orgánico.

-Pero hay trastornos hormonales…-Rubén la interrumpió para afirmar lenta y convencidamente:

-Yo creo que si vos lo desearas, podrías tener un  hijo. Lo que pasa es que no querés -Los ojos de Vicky bailotearon en busca de una respuesta que no apareció. Rubén prosiguió entonces, masticando las palabras:- Y no querés porque a vos lo único que interesa del amor es el sexo -Por fin Vicky pareció quebrase. Permaneció callada, con una expresión triste. Rubén la miró unos segundos todavía enojado, pero luego se disculpó:- No quise decir que sea lo único que te importa, pero…

Aunque aparentemente recobrada, aún persistía la tristeza en el tono de voz con que lo interrumpió:

-Está bien, en realidad los dos sabemos que es así. Por más que una persona haya sido educada de una determinada manera, su temperamento, su forma de ser, permanece inalterable. Yo  soy  así,  como  vos  sabés.  Pero  lo  que quizá  no  sepas -comenzó a cambiar de tono- o no quieras reconocerlo, es que vos también sos igual que yo. Que todos son iguales que yo, porque a todos les interesa, y mucho, el sexo. Y nos importa aunque no lo queramos, aun a pesar de nosotros mismos, porque cómo será de importante el sexo que sin él ni siquiera existiría la vida -Vicky parecía transfigurada, pero de pronto su exaltación cedió y en un tono más apacible agregó:- Ya sé que la importancia que cada cual le da al erotismo es distinta. En ese sentido tenés razón; yo soy muy erotizada, y no creo que pueda cambiar.

Rubén tuvo ganas de preguntarle si si el erotismo de él la satisfacía, si le alcanzaba, si no necesitaba otros estímulos provenientes de otros hombres. De Horacio Mafud, por ejemplo. Pero intuyó que en su pregunta sólo habría un interés morboso, mezcla de celos e incitación a excitar sus propios instintos. Y una aguda sospecha terminó por truncarle la pregunta: la sospecha de que le tenía miedo a la respuesta. Por otro lado, qué importancia tendría ahora conocer la verdad, cuando ya estaba seguro de haber dejado de quererla. Prefirió darse vuelta y permanecer callado.

Un odio lento, insidioso, comenzó a apoderares de Rubén a medida que el tiempo iba transcurriendo. Horacio se había convertido en un acompañante inseparable de la pareja, y él debía soportar su presencia en cada acto artístico o cultural al que debían concurrir. Si en alguna oportunidad Rubén no podía asistir por tener otro compromiso, Horacio era el encargado de transportar a Vicky en su automóvil. Al poco tiempo también Elena, la esposa de Horacio, se integró al grupo. Elena era un mujer hermosa, pero su belleza le había sido otorgada por la naturaleza sólo como compensación por la pobreza intelectual con que la había castigado. Solía acompañarlos alegremente a todas partes, ajena por completo a lo que estaba sucediendo.

El alma de Rubén se fue convirtiendo en un angustioso cúmulo de sensaciones contrapuestas, originadas por los distintos sentimientos que despertaban en él las personas que lo rodeaban. Elena no le inspiraba más que esa lástima impersonal, genérica, que suelen producir los animales desprotejidos o abandonados. Pero a Horacio, en cambio, había comenzado a detestarlo con todas sus fuerzas.  Lo odiaba porque, a pesar de sentirse superior a él,  más sensible e inteligente,  tenía que presenciar impasible cómo le estaba escamoteando lo más íntimo de su patrimonio afectivo. Y lo que más lo atormentaba era que, a pesar de tener plena conciencia de lo que estaba sucediendo, no atinaba a intentar alguna defensa coherente que lograra revertir esa situación.

Entonces llegaba a una conclusión que, en lugar de serenarlo, lo angustiaba más aún: la de comprender que, a pesar de no amar ya a Vicky, continuaba deseándola y considerándola como una pertenencia y, consiguientemente, sintiendo celos por ella.

A veces intentaba encontrar en esos sentimientos hacia Vicky alguna similitud con respecto a lo que sintiera en su momento por otras mujeres que habían tenido influencia afectiva en su vida. Pero no las encontraba. Con Viviana, por ejemplo, nunca había sentido celos simplemente porque jamás se le hubiera ocurrido ni siquiera imaginar un engaño de su parte. Por otras sí los había sentido, como por Nora Roca Velez, por ejemplo. Pero habían sido unos celos que, de tan lánguidos, casi resultaban imposibles, porque Nora nunca le había pertenecido ni física ni emocionalmente. Por Valeria no pudo sentirlos sencillamente porque nunca la quiso. Otros amores, pretéritos y adolescentes, ya estaban demasiado esfumados como para poder rescatar con nitidez los sentimientos que entonces lo embargaban. Y la mayoría de las relaciones cercanas en el tiempo habían resultado tan efímeras e intrascendentes que casi no conservaba memoria de ellas. Quizá la única que había despertado en él sentimientos semejantes a los que ahora experimentaba, era Gloria. Pero lo que Gloria solía provocarle eran unos celos apenas biológicos, casi animales, porque intuía que, a pesar de las otras relaciones de ella, espiritual y emocionalmente él continuaba siendo, si no el único, al menos el primero.

Ahora, en cambio, se sentía desplazado, suplantado. Y porque, aun deseándola, debía tolerar impasible la aborrecida presencia de Horacio Mafud, fue que también comenzó a odiar a Vicky. Pero sobre todo comenzó a odiarla porque se fue dando cuenta de que, a pesar de las circunstancias, lo único que le impedía reclamar su lugar en la pareja era el temor a perderla definitivamente.

Fue en esos días de desasosiego cuando volvieron a nominarlo para el Premio Nacional de Literatura. Esta vez no hubo impedimentos de edad -ya había cumplido los cuarenta y seis- y además su obra había sido unánimemente reconocida.

Cuando se enteró de que probablemente le sería otorgado el premio, no sintió ninguna alegría especial. Siempre había deseado obtenerlo, pero nunca supuso que pudiera ser en esas circunstancias. Y ahora, después de tanto trajín espiritual, ya ni siquiera estaba seguro de desearlo incluso en circunstancias más favorables

Pensaba que si para lograr el éxito era necesario dejar tantos jirones de vida en el camino, desprenderse de tantos buenos propósitos y olvidar el auténtico sentido de algunas hermosas palabras, el éxito no debía de ser algo demasiado importante. Y cuando reflexionaba que, para obtenerlo, el precio más alto que había tenido que pagar era la soledad, más lo despreciaba.

El había tenido éxito, por cierto. Pero el éxito no le había traído la felicidad. Esa felicidad simple que emana de la cálida brisa de un atardecer primaveral, del canto de un pájaro en las siestas del verano, del soleado amarillo de las hojas en el otoño, de los lánguidos puñales de la lluvia en el invierno, apenas la había vislumbrado, apurado como estaba por seguir su frenética carrera en pos de la fama.

Y  la  infelicidad  actual  se agigantaba  y  lo envolvía y lo derrumbaba cuando comprendía que esa despiadada carrera en pos del éxito no era inevitable, que no estaba determinado que para lograr la fama hubiera que fingir, rogar y destrozar al prójimo. Si ello había sucedido, era simplemente porque él -y nadie más que él- así lo había dispuesto.

Un solo acontecimiento solía rescatarlo de esas amargas reflexiones: la proximidad de las elecciones que devolverían al país la democracia. Aunque últimamente ni siquiera en ella estaba seguro de creer.

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DESPERTAR

Los espirales que habían lanzado a Rubén Lastarza hacia la profunda oquedad del sueño comenzaban a invertir sus círculos en procura del rescate. Primero fueron como los débiles hilos de una telaraña apenas sacudidos por los espasmódicos movimientos de la presa, sutiles estertores de una agonía invertida, preludio de dolorosas resurrecciones. Después los espasmos fueron aumentando en intensidad, exacerbados por los premonitorios destellos de una luz presentida, anhelada, pero aún distante e inalcanzable, y luego los hilos comenzaron a semejar ondas concéntricas que giraban frenética y desordenadamente pero que poco a poco fueron concertando sus direcciones hasta formar un círculo oscuro que finalmente adoptó la forma de un embudo gigantesco dispuesto a succionarlo y a devolverlo a la vida, a la luz. El oscuro embudo comenzó a aclararse, a incendiarse, a extraer primero los colores,  las formas, las imágenes, y luego y una inmensa nebulosa blanca se fue extendiendo so- bre  su  sueño  meciéndolo y  elevándolo  en  forma persistente mientras los rostros y los nombres iban  a la vez esfumándose y refundiéndose en una amalgama que permitía sin embargo conservar sus respectivas identidades.

Hasta que, brusca y dolorosamente, la luz volvió a brillar en el cerebro de Rubén Lastarza. No la luz de los recuerdos, lacerante pero al fin y al cabo irreal, sin esta otra luz real y cotidiana, crudamente simbolizada por los vatios emitidos por delgados hilillos metálicos.

Rubén parpadeó, se pasó una mano por los ojos para ahuyentar los últimos fantasmas y trató de levantarse. Aunque una fatiga enorme, conformada por años, pesares y alcohol, se lo impidió en un primer instante, haciendo un esfuerzo finalmente logró incorporarse. Mientras su cabeza giraba hacia un lado, los muebles y las paredes lo hacían hacia el otro. Se apoyó en el sillón, y al descubrir el vaso a medio llenar sobre la mesita lo levantó y bebió un trago. Los remolinos adquirieron entonces una velocidad inusitada y amenazaron con estallar, pero súbitamente se aquietaron hasta desaparecer por completo.

Después de unos segundos de brusco desasosiego, nuevamente su cerebro pudo volver a pensar. Al comprobar en su reloj que habían transcurrido casi diez minutos desde que se durmiera, dedujo que en cualquier momento Vicky vendría a buscarlo. Atravesó de prisa el auditorio y ya se disponía a bajar por la escalera, cuando una penosa sensación de inseguridad lo obligó a detenerse. Aunque su cerebro estaba de nuevo capacitado para razonar, aún rondaban por su mente profundas contradicciones. Intentó convencerse a sí mismo de que la única actitud razonable era bajar, dirigirse hacia el automóvil donde lo esperaban Vicky, Horacio y Gustavo, y disculparse por la tardanza.. Pero sus pies continuaban adheridos al piso, inmovilizados por una colosal pesadez. Sabía perfectamente que del rumbo que tomaran sus pasos en ese instante dependería también el rumbo de su vida futura. Por eso sus pies continuaban inmóviles, traccionados desde opuestas direcciones por fuerzas que respondían, por un lado, al orden establecido, racional, de las relaciones humanas, y por el otro, al instintivo orden de la intuición, de la supervivencia como persona.

Finalmente, cuando ya su cerebro semejaba una caldera a punto de estallar, se decidió. Primero lentamente pero cada vez con mayor premura sus pasos desandaron el trayecto recorrido, y luego de atravesar el anexo del auditorio se introdujo en una habitación contigua que comunicaba con un pasillo desde el cual se podía salir a la calle lateral, perpendicular a la avenida en la cual se encontraba la entrada principal. Mientras recorría el pasillo, de pronto se sintió mal, como si fuera un ladrón o un amante que acaba de abandonar un  hollado lecho matrimonial. Y aunque ignorara concretamente de quien y por qué motivo, por un instante tuvo plena conciencia de estar huyendo.

Ya en la calle se detuvo desorientado, sin saber qué actitud tomar. Primaba en él un ansia irreprimible de alejarse de allí cuanto antes, de huir hacia cualquier lugar, hacia cualquier encrucijada del tiempo y del espacio en la cual no estuvieran Vicky, Horacio ni nadie de quienes conformaban su mundo actual. Pero de pronto sintió el compulsivo deseo de ver por última vez a Vicky; y sólo cuando su mente hubo elaborado el concreto sentido de la idea, comprendió en toda su dimensión la importancia de tal decisión. !Por última vez! Al tomar conciencia de la fugacidad del amor, por un instante sintió una rabia impotente. Pero de inmediato comprendió que era algo inevitable, como la caducidad de la flor, la vida humana o, en otra dimensión, el universo mismo.

Cuando llegó a la esquina y asomó furtivamente la cabeza hacia la avenida, las potentes luces de mercurio iluminaron su rostro ansioso obligándolo a retroceder.  Venciendo el temor a que lo vieran desde el coche volvió a asomar con precaución la cabeza, y miró. En el interior del automóvil, que continuaba en su sitio, sólo pudo vislumbrar siluetas deformes, máscaras vivientes esfumadas por el vidrio del parabrisas, burdas simulaciones de seres humanos. Por más que entrecerró los ojos pretendiendo aprehender la imagen del rostro de Vicky, sólo logró distinguir su pelo y entrever, acaso, su incitante boca. Pemaneció unos segundos vacilante, masticando ideas y decisiones, hasta que de pronto se dio cuenta de que estaba sintiendo miedo. A las ausencias, a las responsabilidades futuras y a la falta de responsabilidades pasadas, quizás  a la noche. Pero sobre todo, miedo a la soledad. Y comprendió que nadie es cobarde o valiente, que el miedo no es congénito ni se convive siempre con él, sino que se aprende a ejercitarlo de acuerdo a los golpes que va propinando la vida. Que se aprende a tener miedo lo mismo que a querer, sufrir o ser feliz.

Aún sin  haber tomado todavía una decisión consciente al respecto, tuvo la certeza de, desde esa misma noche, su separación de Vicky sería definitiva. Y aunque intuía, a partir de allí, un futuro de soledad y angustia quizá mayores a las que lo agobiaban en los últimos tiempos, presintió que esa separación significaba también una ruptura en toda su vida.

Finalmente, con una resignación que se asemejaba bastante a una liberación, decidió firme y conscientemente que abandonaría a Vicky, renunciaría a su trabajo y volvería cuanto antes a Córdoba. No a Viviana, a sus hijos, al hogar; eso estaba definitivamente clausurado. Pero allí, en Córdoba, tendría al menos la posibilidad de ver más a menudo a los chicos, de compartir más tiempo con ellos, de verlos crecer de cerca. Con el dinero que por derechos de autor casi seguramente obtendría a partir del premio, quizá pudiera alquilar una casa en las sierras, alejada del bullicio ciudadano, en la cual pudiera dedicarse a escribir sólo lo que deseara y cuando lo deseara. En cuanto al trabajo, con su renombre algo aparecería.

Paulatinamente el miedo al futuro lo fue abandonando y una  paz aún recelosa, aún esquiva, se fue aposentando en su espíritu. Miró por última vez el automóvil, ya sin rencores, dudas o presentimientos, y dando media vuelta comenzó a alejarse.

Estaba cerca de Constitución, y por un momento dudó aún en tomar un tren para cualquier parte, un tren que le permitiera descansar al ritmo de su traqueteo mientras oteara las sombras en busca de un verde perdido. Pero después pensó que no valía la pena y que era mejor, de una vez por todas, afrontar la realidad, por dura que ella fuera.

Con una sensación nueva, casi agradable, se encaminó hacia Parque Lezama. La quietud de los árboles y las estatuas, el frío de la noche, la soledad de los bancos, no aumentaron su propia soledad. Por el contrario, afianzaron esa paz que ya le estaba ganando el alma.

Descansó un largo rato y luego siguió vagando lentamente hacia el sur. Al pasar frente a un cafetín abierto, entró. Algunos hombres de manos y rostros curtidos, abrigados con camperas baratas y boinas, tomaban café con leche o fumaban apresurados el primer o el último cigarrillo. Pidió una ginebra y la degustó lenta, morosamente, extrañándose de encontrarle mejor sabor que al whisky.

Estuvo casi media hora observando el silencioso ir y venir de la gente, sus rostros serios y adormilados, y luego se dirigió por Almirante Brown hacia el Riachuelo. Al doblar una esquina tropezó con un hombre barbudo y harapiento que  avanzaba en sentido contrario.

-Perdón -se disculpó.

Una risa entrecortada y lenta, dificultosa, emergió apenas de la hirsuta y sucia barba gris del hombre.  Rubén iba a proseguir su camino, pero se sintió compulsivamente retenido por esa figura encorvada y macilenta, cubierta por una abrigo andrajoso. Por un instante le recordó a Cagliostro, pero al mirarlo a los ojos advirtió en ellos siglos de rencores y pesares que no habitaban las pupilas de su amigo. Le preguntó con una sonrisa:

-¿Por qué se ríe?

-Porque me pidió perdón.

-Casi lo atropellé…

-Los señores no piden perdón a los mendigos- replicó el hombre con un tono que oscilaba entre la ironía y el agradecimiento.

-Deberían pedirlo, si corresponde- Mirando hacia la noche, agregó: -Todos somos mendigos de algo-

El hombre pareció no entender, pero en sus siguientes palabras ya el sarcasmo resentido había ganado la partida:

-Pedir perdón es fácil; lo difícil es hacer algo para que nadie llegue a ser lo que yo soy- Aunque tenía conciencia de la crueldad de sus palabras, igual Rubén afirmó:

-Dice un refrán que cada uno tiene lo que se merece.

El mendigo lo miró de arriba a abajo, entrecerrando los ojos.

-¿Usted está seguro de tener lo que se merece?

Una fugaz tristeza volvió a rondar el espíritu de Rubén. Pero afirmó sin hesitar:

-Si.

-Yo no. Fue la vida la que me llevó a ser lo que soy. La vida es fulera, amigo, una porquería. Lo obliga a uno a hacer cosas que no quisiera.

-¿Usted hizo todo lo posible por evitar llegar… a esto?- y extendió las manos hacia él.

-!Si yo le contara…! Yo quise ser feliz, como todo el mundo, pero esta puta vida no me dejó. La felicidad no existe, amigo, es una invención de los locos y los tarados.

Rubén meditó un momento y luego afirmó con una sonrisa conciliadora:

-Estoy de acuerdo con usted en que a veces la vida no es muy linda que digamos. Pero la felicidad existe, yo sé que existe. Sólo es cuestión de aferrarse bien fuerte a ella para que no se nos escape.

Le dio un billete, lo palmeó y continuó caminando. Al llegar a la esquina, la claridad rojiza que comenzaba a insinuarse sobre el río le hizo alzar la vista. Una antigua alegría le iluminó los ojos al comprobar que estaba amaneciendo.