OTRO CIELOS – Tomo II

ÍNDICE

ÁFRICA

SOWETO

ASIA

MASADA

NIEVE

LA ROCA CIRCULAR

EUROPA

EL PEÑÓN

MAFIA

TONIO Y LOS FADOS

LA CIUDAD QUE MUERE

MAYERLING

COLORADO EL 36

LA JARRA DE VINO

EL CUMPLEAÑOS DE LA REINA MADRE

VESUBIO

AMOR EN BUDAPEST

AMÉRICA

FAVELAS

LA HEROICA

JOSEFINA

PUERTO STROESSNER

MANUELITA

LA REVANCHA

EL ABUELOY FERDINAND

PIEDRA AZUL

TUYRO Y LAS VÍRGENES

La única particularidad de estos cuentos es que sus tramas se hallan ubicadas en un ámbito geográfico que no corresponde a la Argentina. Por lo demás, sus estructuras no se diferencian de cualquier otro cuento, relato o narración que estuviera ubicado en nuestra patria.

Sus argumentos fueron plasmados al calor de viajes realizados a través de cuatro continentes, bajo el influjo de las circunstancias históricas, geográficas, políticas y culturales de los distintos países visitdos. Cada uno de ellos está ligado a la región que se describe.


 ÁFRICA

SOWETO

Los quejidos de dolor, cubiertos por los gritos autoritarios, el taladrar de los barrenos y el chirriante deslizamiento de los vagones sobre los rieles, producen cierto desasosiego en la sensibilidad de Seku Mabuto. Pero no alcanzan a desplazar la evocación de los otros sonidos, los auténticamente dolorosos, porque los de ahora son emitidos sólo por los altavoces del museo “África” para dramatizar la re- presentación de la vida en los primitivos yacimientos de oro y diamantes cercanos a Johanesburgo. Por otro lado, además de ficticios, las bocas que exhalaban esos ayes de dolor podían ser tanto de hombres de su raza como de los otros, los blancos, porque en la explotación de las minas no importaba el color de la piel sino la resistencia al trabajo, y por eso había allí tanto blancos como negros, asiáticos o árabes. En cambio enSoweto no. Allí los gritos de dolor, que permanecían como aguijones inalterables clava- dos en su memoria, eran sólo de los negros. Y sobresaliendo de los otros, estaban desde siempre las voces de sus padres al morir.

Cuando aquellos blancos bajaron de la camioneta y comenzaron a disparar sus armas, el instinto con- minó a Seku a huir para esconderse tras unas derruidas tapias. Él estaba jugando con unos amigos en la calle y la visión del inminente apocalipsis le permitió escapar a tiempo. Pero sus padres estaban dentro de la casa, y cuando atinaron a salir a la calle ya era demasiado tarde; los gritos de súplica de su madre no calmaron a los blancos, que tiraron a matar. Lo último que escuchó de sus padres fue su propio nombre aflorando dolorido de los labios de su madre y el último insulto de su padre apagado por los tiros. El instante se cristalizó en su memoria, y el aullido de dolor que no emitió su garganta quedó reprimido para siempre en lo más profundo de su espíritu.

Cuando los hombres blancos se dirigieron a otra casa distante unos metros de la suya y repitieron el macabro procedimiento con sus moradores, Seku salió de su escondite y, arrodillado ante sus padres muertos, mientras les daba el último beso sollozan- do, sus tiernos once años juraron venganza.

Su padre había sido un militante que siempre sobresalía en la vanguardia de las protestas contra el apartheid que con frecuencia se producían en Soweto. Y cuando estas se intensificaron, pronto el adolescente Seku estuvo, como su padre, al frente de ellas. Los blancos respondieron con más represión y más muertes, y aún no tenía catorce años cuando conoció por primera vez la cárcel. El encierro no sólo no aplacó su odio, sino que lo acrecentó. Y el juramento de venganza se reiteró cada vez que volvió a entrar a la cárcel o que algún compañero cayó bajo las balas blancas.

Cuando Nelson Mandela fue liberado por el gobierno de De Klerk, Sekú vislumbró la posibilidad de la venganza. Aún no podía salir de Soweto, pero presentía que la liberación de su gente se aproximaba. Adquirió un arma de grueso calibre y se instruyó en su uso. Y cuando finalmente el triunfo de Mandela en las futuras elecciones parecía ya un hecho consumado, se trasladó a Johanesburgo para cumplir su juramento.

Recorriendo las calles de la ciudad pudo comprobar que no era el único portador de un odio cotidianamente renovado. Las miradas torvas, los gestos hoscos de los negros, le fueron confirmando que la mayoría de ellos, su gente, sentía lo mismo que él. Entonces escupió frente al monumento del pionero blanco emplazado en el centro de la ciudad, y se condolió al comprobar que, a pesar del fin del apartheid, los negros seguían realizando la tarea de barrer las calles, acarrear los cajones de los comercios o vagabundear en procura del aún más denigrante que hacer del arrebato a los turistas. Sólo unos pocos tenían ya sus propios puestos callejeros de venta de baratijas, o practicaban sus oficios, como los peluqueros y barberos, en plena acera.

Sin embrago, a pesar del marginamiento, pudo comprobar también que, al menos, ya no eran humillados, denigrados y pisoteados por los blancos. Estos parecían haberse esfumado de las calles, y por ellas transitaba ahora una marea negra que, imaginaba, arrasaría con todos los blancos cuando Mandela fuera presidente.

Se animó a recorrer también los barrios residenciales altos, los ubicados en los cerros de las afueras de la ciudad. Pero incluso allí los blancos parecían estar encerrados en sus mansiones, porque las calles permanecían desiertas.

Con el espíritu conturbado por el ansia de venganza, concurrió al acto de asunción del presidente Nelson Mandela. Su fantasía había imaginado cómo ejecutaría esa venganza. Su objetivo inicial sería el primer blanco por el que se sintiera ofendido de alguna manera, aunque sólo fuese con la mirada, y luego seguiría con otros que estuvieran cerca. Pero ya en el acto, en medio de la multitud que aclamaba a Mandela, se sorprendió al comprobar que las exclamaciones de la gente no estaban signadas por el odio, que no eran de ofensa contra los blancos sino simplemente de adhesión y afecto hacia e carismático líder. Y a medida que las palabras de Mandela exaltaban el valor del perdón -aunque sin olvido y afirmaban la necesidad de una acelerada re-conciliación y la reconstrucción de un país tolerante, multicultural y multiétnico, Seku sintió por primera vez que su odio se iba aplacando. Y mientras Mandela seguía exhortando a consolidar una paz que evitara la guerra civil, a apaciguar el rencor aunque sin negar el conflicto producto de las diferencias, Seku comprendió que el líder tenía razón, que quizá no fuera necesaria la venganza reclamada por el asesinato de sus padres. Y aunque los gritos de estos al morir seguían clavados en su corazón, su mente comenzó a razonar de otra manera.

Al retirarse del acto, mezclado con esa marea humana que, pudo comprender, no pretendía arrasar con todos los blancos sino solamente exigir sus derechos, los derechos de la mayoría negra, ya casi había desistido de ejecutar su promesa. Al ver a unos cuantos blancos que también habían concurrido a brindar su apoyo al nuevo presidente, sintiendo su proximidad y su rancio olor mezclado al olor penetrante de su gente, tomó conciencia de la diversidad, de las diferencias que sin embrago permitirían también la convivencia. Y aunque aún lo aguijoneaban las trágicas voces de sus padres emergiendo sobre las exclamaciones de alegría, tomó la decisión de aplazar su venganza, al menos por el momento.

Todavía aturdido por el cúmulo de sentimientos que lo habían embargado durante el acto, se dirigió a la pensión donde vivía, envolvió el arma y la aguardó debajo del colchón.

Y ahora, mientras recorre el museo creado por Mandela para que no se olvidaran los horrores del apartheid, Seku se aleja de los gritos que emiten los altavoces del área dedicada a los pioneros. Y lentamente, demorando sus pasos como si le doliera avanzar, se dirige primero hacia la zona donde se recrea la servidumbre que los negros debía soportar de los blancos en la época del appartheid, esas cárceles en las que él mismo había sufrido la vergüenza de reconocer que muchos de los carceleros eran gente de su propia raza, esbirros de los blancos. Y luego, cada vez más dolorosamente, se aproxima al área donde se simulan las cárceles don- de eran encerrados, brutalmente golpeados y muchas veces asesinados, los negros que osaban protestar contra el régimen.

Lágrimas que no alcanzan a brotar pero queman en las pupilas, empañan por un momento la visión de Seku cuando entra en la zona de re- construcción de Soweto, su pueblo. Las miserables condiciones de vida de sus habitantes son rememoradas por Seku en la oscuridad de las casuchas, de las que emergen ficticios llantos de niños y a- pagados susurros de madres. Las pintadas de pro- testa en los frentes de las casas le recuerdan la ira con la que él mismo las pintara. Y aunque sus pies parecieran no obedecer sus órdenes de avance, finalmente llega hasta donde, colgados de las paredes y en pequeñas plataformas fijadas en el piso, están las fotos y los nombres de tantos negros muertos por la represión. Allí, gritándole con las mismas voces que les escuchara antes de morir, están también las fotos y los nombres de sus padres.

Mordiéndose los labios con unas lágrimas ahora sí imposibles de detener, luego de unos segundos interminables su cerebro acalla su corazón que está gritando venganza y, mirando las imágenes de sus padres, les suplica con el pensamiento: “Perdón, pe-ro no puedo hacerlo. No seré un asesino como ellos.”

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ASIA

MASADA

Mientras contempla los juegos de sus hijos Maritza y Salomón, escenas terribles se empeñan en machacar la memoria de Myriam Ben Yair, sentada en el patio de la familia que los acogiera.

Su aparente tranquilidad es ficticia. Aunque por las noches el sueño viene aaposentarse en su cerebro, su permanencia es tan fugaz que parece un simulacro. Casi de inmediato los llantos y los quejidos desesperados invaden su descanso y la despiertan sobresaltada. En la oscuridad de la habitación sus pupilas dilatadas rememoran una y otra vez las escenas que presenciara allá en Masada, en la alta meseta que recorta su imponente mole sobre el desierto deJudea, a orillas delMar Muerto. Enesa Masada enlaque otrorael rey Herodesel Grande mandara construir un palacio colgante de tres niveles para huir con su familia de los rigores del desierto. También en Masada de día hacía calor, pero durante las noches, a causa de la altura, el aire se enfriaba. Y para paliar el tórrido clima, Herodes había construido el frigidarium.

Sólo quedaban los vestigios del viejo palacio cuando, en el año 70 D.C., Myriam, su esposo y sus dos hijos pequeños, junto a un grupo de sicariosuna tribu escindida de los zelotes-, se refugiaron en la fortaleza huyendo de los romanos, que habían destruido Jerusalem. Luego de sufrir toda clase de penurias en la travesía del desierto descansaron en el oasis de Ein Guedi, un bálsamo de frescura, y finalmente llegaron a la meseta.

El líder de los fugitivos era Eleazar Ben Yair, quien de inmediato ordenó la defensa ante la probabilidad de una ataque romano. Los primeros tiempos fueron de paz, pero de una paz atenta, recelosa y plena de trabajos. Se construyeron otra muralla interior atalayas y se acumularon víveres.

Noera la primera vezque a Masadala ocupaban los judíos. En el año 66, primero los zelotes y luego los sicarios, se sublevaron contra el poder romano. El líder sicario Menagen y su gente entraron entonces a la fortaleza y degollaron a los integrantes de la guarnición romana que la custodiaba. En el palacio septentrional, la construcción romana colgante de tres niveles levantada por Herodes, encontraron armas y municiones para abastecer a diez mi hombres, además de almacenes repletos de víveres.

En el año 70 otro de los jefes judíos, Simón Ben Giora, se dirigió desde allí a Jerusalem para tratar de coordinar un levantamiento, pero fue apresado y ejecutado por los romanos. Estos desataron entonces una violenta represión destinada a aplastar definitivamente cualquier resistencia judía, y destruyeron e incendiaron no sólo el sagrado templo levantado por Herodes, sino toda la ciudad. Fue entonces que el grupo de sicarios comandados por Eleazar Ben Yair huyó a través del desierto para intentar resistir desde Masada un probable ataque romano. Y aunque durante un tiempo este no se produjo, finalmente, en el año 72, Lucio Flavio Silva al mando de 9.000 soldados puso sitio a la fortaleza.

Desdelas alturas Eleazar Ben Yair y su gente con-templaban cómo los romanos levantaban ocho campamentos para rodear la ciudadela y cómo, en la ladera occidental, empezaban a acumular toneladas de piedra para construir una rampa que llegara a las murallas. Aunque la tenacidad de los romanos era igualada por la de los judíos, que reforzaban al máximo las defensas internas, finalmente, después de siete meses de asedio y con la rampa ya ter- minada, Silva decidió el asalto final.

El arma principal de ataque era una alta torre de madera desde la que se lanzaban ingentes cantidades de grandes piedras, escorpiones y balistas, mientras que un ariete machacaba persistentemente la base de la muralla para tratar de abrir una brecha que les permitiera a los soldados penetrar en la fortaleza.

A pesar de la determinación y valentía con que su primo dirigía la defensa, Myriam no podía dejar de sentir un intenso temor por su suerte y la de sus hijos. Su marido había muerto en la destrucción de Jerusalem, y ella y su primo eran la única protección con la que contaban los pequeños. La resistenciaque oponíanlos sitiados, aunque tenaz, no lograba en modo alguno contener el ataque de los romanos. Las piedras y antorchas que se arrojaban desde adentro no podían compararse con las que lanzaban las poderosas catapultas de los invasores.

Una luz de esperanza iluminó el ánimo de Myriam y los demás defensores cuando algunas de las teas arrojadas desde el interior comenzaron a incendiar la torre de los atacantes, pero un imprevisto viento del este alejó prontamente el fuego. Cuando los romanos lograron al fin demoler parte de la muralla externa, se encontraron con la sorpresa del muro interior. Pero como este no era tan sólido como el otro, Silva ordenó prenderle fuego.

El escenario dantesco que ofrecía la fortaleza al caer la noche, con enormes llamaradas elevándose hacia el cielo iluminado por una gigantesca y bella luna de oriente, le hizo comprender a Eleazar ben Yair que todo estaba perdido. Llamó a todos sus hombres y le expuso su plan, y aunque algunos dudaron, finalmente todos terminaron por aceptar que era lo mejor, y se juramentaron para cumplirlo.

Myriam, junto a otras mujeres, ancianos y niños, permanecía alejada del cónclave, pero presentía que el desenlace era inminente. Mientras el fuego comenzaba a destruir la muralla interna, Eleazar y sus hombres dieron comienzo a su penosa tarea.

Al comprobar los apresurados movimientos de su primo y sus ayudantes, Myriam comprendió que si no actuaba de inmediato sus hijos y ella misma no tendrían porvenir. Escabulléndose silenciosamente se dirigió a las habitaciones posteriores. Al sentir pasos detrás de ella y darse vuelta asustada, vio que una anciana que le había tomado cariño a Maritza y Salomón la seguía. El asentimiento que refulgió en los ojos de las dos mujeres cuando sus miradas se cruzaron en el resplandor de las llamas, hizo que Myriam y sus hijos prosiguieran la marcha seguidos ahora por la anciana. Llegaron a un escondite algo alejado de las habitaciones principales y allí, abrazada a sus hijos, en el cerebro de Myriam se incrustaron apara siempre los llantos, los gemidos y las negaciones de las otras mujeres, niños y ancianos que habitaban la fortaleza.

Después de unos minutos en que reinó el silencio, los golpes secos de los aceros le indicaron que también la tarea de los diez hombres sorteados por sus propios compañeros había sido cumplida. Final-mente, el último hombre elegido fue el encargado de prender fuego al resto de la ciudadela, a excepción de los almacenes para que los atacante comprobaran que no habían tomado esa decisión ni por desesperación ni por hambre sino con plena conciencia de sus actos, para evitar ser tomados prisioneros y luego, quizá, ser torturados y ejecutados por sus captores. Cuando el último hombre se inmoló, también el fuego, compasivo, se fue atenuando hasta apagarse antes de entrar al escondite de Myriam.

Un silencio ominoso se fue extendiendo por la fortaleza y los alrededores, hasta que la muralla interna quedó completamente destruida. Otra luz que venía de oriente comenzó a cubrir la meseta mientras que a sus pies, en el desierto de Judea y en el Mar Muerto aún reinaba la oscuridad. Cuando la claridad se intensificó y comenzaron a oírse los ruidos producidos por los soldados al despertarse, Lucio Flavio Silva dio la orden de entrar en la ciudadela.

La desolación era total; todo estaba destruido por las piedras y el fuego. Tapizando el piso con su horror, la sangre, las cenizas y los cadáveres semicalcinados se esparcían por todos lados. Sólo algunos cuerpos permanecían indemnes, y en ellos Silva y sus hombres pudieron descubrir las huellas del martirio. La sorpresa en el rostro del comandante fue igual a la que se dibujó en el semblante del soldado que traía consigo a las dos mujeres y los niños. Cuando estos le relataron a Silva el heroísmo de los defensores, el comandante decidió perdonarles la vida.

Por eso ahora Myriam finge una tranquilidad que no siente, para que sus hijos puedan seguir jugando alegres y despreocupados en el patio de esa casa de Betania.

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NIEVE

Mientras el avión se desliza suavemente a once mil pies de altura, Ignacio Vázquez Belmonte parece dormitar. Ha desconectado la pantalla del televisor, reclinado el asiento y cerrado los ojos. Pero Ignacio no puede dormir. Achaca el insomnio al intenso ajetreo producido durante el viaje de regreso desde Katmandú, pero sabe que las causas son otras. Después del enésimo intento fallido por conciliar el sueño, vuelve a levantar los párpados y escudriña distraídamente, a través de la ventanilla, las blancas cumbres del Himalaya que parecen elevarse casi a la misma altura que el avión. Apenas se ha fijado en la joven morena que está sentada a su lado, enfrascada en la película que exhibe el visor ubicado en el respaldo del asiento de adelante.

El viaje de negocios que efectuara a Katmandú junto a su socio de la acería boliviana había resultado económicamente provechoso pero muy cansador. Por eso su socio decidió quedarse unos días en Nueva Delhipara reponerse, pero él no; él había preferido posponer el descanso para cuando estuviera en La Paz.

La ansiedad que lo acompaña desde siempre lo había obligado a elegir el horario de las siete para dirigirse de Nueva Delhi a Amsterdam, aun sabiendo que en el aeropuerto de la capital holandesa de-vería esperar varias horas antes de abordar el avión a La Paz. De Katmandú había salido a la medianoche el vuelo se había retrasado por lo cual sólo pudo relajarse un par de horas en un hotel de Nueva Delhi. Pensó que el cansancio lo induciría a dormir las casi ocho horas de vuelo hasta Amsterdam, pero ahora comprende que no es así.

Las montañas nevadas del Karakorum, en cuyas quebradas y estrechos valles los talibanes se esconden para evadir los bombardeos estadounidenses, habían ido disminuyendo su altura para dar paso a crestas más bajas, más áridas, sólo salpicadas a trechos por blancos manchones de nieve.

La joven continúa concentrada en la película cuando el avión pasa cerca de Kabul. Ignacio mira de reojo a la joven; los rasgos afilados, los profundos ojos negros y un oscuro pelo lacio recogido en la nuca no le dejan dudas sobre su ascendencia india. Viste jean ajustados y una blusa sencilla, y aparenta unos veinticinco años. “La edad que tendría Indira Guadalupe”, casi sonríe. Le parece raro pensar ahora en ella cuando no lo había hecho en todo el tiempo de permanencia en India y Nepal. A pesar de la abigarrada multitud de individuos con rasgos indios que poblaban las calles de Nueva Delhi y, aunque en menor grado, también en Katmandú, nunca se le había ocurrido pensar en su hija, en aquella hija desdibujada por el tiempo y ya casi olvidada.

Ante una distracción de la joven, intrigada al sentirse observada, le pregunta en inglés, señalando el visor: “Buena…?”. Ella niega con la cabeza mientras responde: “Al principio parecía, pero no. La estaba por dejar”. “¿Eres de Nueva Delhi?”. “No, de Agra”. “Entonces no tienes que viajar para ver el Taj Mahal”. “No, desde mi casa lo veo. Ya estoy acostumbrada a él”. Ignacio rememora el deslumbramiento al ver aparecer el bello mausoleo al trasponer la puerta de entrada, su blanca silueta destacándose al fondo de los jardines. Después había vuelto a verlo en un tuor, pero esta vez no tuvo tiempo. “¿Vas de paseo a Europa?”. “No, voy becada a estudiar composición musical en la universidad de Lovaina”. “¡Qué bien!”. Después de observarla unos instantes en silencio mientras su pensamiento vuela hacia el pasado, le pregunta: “¿Vives con tus padres?”. “Con mi madre, y dos hermanos menores. El padre de ellos también vive con nosotros”. “¿Y tu padre?”. “Él murió cuando yo era muy pequeña”. Una extraña sensación, algo como un remordimiento, se introduce en el ánimo de Ignacio, y desvía la vista hacia la ventanilla. Después de atravesar el mar Caspio, un manto nevado se había ido extendiendo sobre las praderas rusas y ucranianas, pintando de blanco un horizonte infinito. Quizá por esa causa, o porque recuerdos de un cuarto de siglo atrás le están oprimiendo el pecho, de pronto siente frío.

Después de un largo silencio la joven le pregunta: “¿Y usted, también es indio?”. “No, yo soy de un país muy lejano de América el Sur, Bolivia”. La joven sonríe, sorprendida. “¡Qué casualidad! Mi madre de joven vivió un tiempo en Bolivia”. Una especie de choque eléctrico estuvo a punto de erizar la piel de Ignacio. “Ah, qué casualidad”, alcanza a murmurar. Después permanece de nuevo en silencio, mirando a través de la ventanilla. Todavía se observan manchones blancos sobre Polonia, pero ya el verde está ganando la partida.

En el alma de Ignacio no hay blancos ni verdes; to-do es negro, porque está recordando. En aquella época, como casi todos los jóvenes bolivianos, él era decididamente machista, además de poseer un temperamento bastante violento. Sólo había accedido a ir a vivir con su novia porque ella había quedado embarazada, pero siguió volviendo a su casa a altas horas de la noche, como siempre, y muchas veces borracho. Al poco tiempo de nacer la niña, las agresiones y los maltratos a su mujer no sólo verbales sino también físicos hicieron que pronto las relaciones de la pareja se tornaran insostenibles.

Cuando la niña tenía poco más de dos años, un día su mujer y su hija desparecieron sin dejar rastros. Recién meses después Ignacio se enteró de que un hermano de su mujer había viajado desde la India y, fingiendo una paternidad conferida por el hecho de que la niña llevaba el mismo apellido que su madre y su tío, pudieron salir de Bolivia con la complicidad de algún empleado aduanero y regresar a su país de origen.

Ignacio nunca más supo nada de Indira Rawal y su hija. Recuerda confusamente que el sufrimiento por la pérdida no había sido demasiado grande, y que no mucho tiempo después se había disipado totalmente con la presencia de otras mujeres y el nacimiento de otra hija. Esa hija que últimamente casi no ve en La Paz, como tampoco ve a su madre ni a las otras parejas que fueron jalonando su vida. Una vida que después le deparó éxitos sociales y económicos, que sin embargo no alcanzaron para ahuyentar una soledad que se fue intensificando hasta llegar a este hastío, este desasosiego que le impide conciliar el sueño en un avión.

Mira a la joven tratando de descubrir en su rostro devastadoras certezas. Finalmente le pregunta: “¿Cuál es tu nombre?”. “Indira”, le responde. Y aclara: “Indira Guadalupe Rawal”. Un mazazo le golpea el corazón y está a punto de abrazarla y gritarle “¡Soy tu padre!”, pero se contiene mientras piensa de qué serviría. “Veinticinco años son una eternidad”, reflexiona. Además, la aeronave ha comenzado a descender y la descompresión impide una correcta comunicación verbal.

Mientras van bajando por la manga no puede evitar otra pregunta que lo está lacerando: “¿No recuerdas nada de tu padre?”. Extrañada, ella le responde que no, que tal vez su voz, una voz alta y potente. La despide con un beso en la mejilla que pretende ser sólo cordial pero a través del cual se le está yendo el alma. Gira la cabeza para que ella no vea las ardientes lágrimas que se le escurren por el rostro, y luego se mezcla con la multitud que deambula por el inmenso aeropuerto de Cipol, dispuesto a esperar que transcurran las horas hasta el abordaje del avión que lo regresará a Bolivia. Afuera ha empezado a nevar, y en el alma de Ignacio Vázquez Belmonte, también.

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LA ROCA CIRCULAR

Kemal atrajo a Zoraida y permanecieron abrazados contemplando ese sol amarillo que comenzaba a ocultarse en el infinito horizonte blanco, mientras la sal del lago reverberaba apenas con los últimos rayos. Luego subieron al coche y reanudaron la marcha.

Habían alquilado el auto en Ankara, después de volar desde Estambul, y se dirigían a la Capadocia para pasar allí su luna de miel. La cónica silueta azulada del volcán Hasán, uno de los responsables de esa milenaria lava porosa sobre la que el viento y la lluvia modelarían luego las fantásticas construcciones rocosas de Goreme, las “viñas del pashá”, el valle encantado, Uchisar… los acompañó desde el lago Salado. Al llegar a las ruinas de un karavanserai ya era casi de noche. En la incierta penumbra de la sala, la cocina, los establos, creyeron percibir los ruidos de los platos y utensilios con los cuales los posaderos servían la comida a los caravaneros que transitaban desde oriente el “camino de la seda”, e imaginaron también oír la música de los tambores y las flautas que acompañaba la sensual “danza del vientre” de las prostitutas que recibirían luego en sus habitaciones a los huéspedes.

La oscuridad ya era total cuando llegaron a Urgup, con sus cuevas excavadas en las rocas. El cansancio del viaje no impidió que sus ardores juveniles se desbordaran una vez más bajo la cálida noche oriental.

En la mañana se dirigieron a Kaimakli, la ciudad subterránea más importante, junto con Derinkuyu, de las decenas que pueblan la Capadocia, en la meseta de Anatolia. Al comenzar a descender las escaleras Kemal recordó las explicaciones del folleto informándole que, ya en el año 1.400 A.C., los hititas habían excavado en la roca porosa el primer nivel de la ciudad. Después del siglo VIII A.C., con la ocupación frigia, la construcción se fue profundizando hasta completar los veinte niveles que los arqueólogos del siglo XX descubrieron al excavar la zona.

Una extraña sensación invadió a Kemal al descender el primer nivel. Creyó percibir sonidos misteriosos, etéreos deslizamientos sobre las paredes ocres, olores ambiguos pero penetrantes… A medida que bajaba, el descubrimiento de las galerías de comunicación y los pozos de aire que atraviesan verticalmente la ciudad desde el exterior hasta los niveles inferiores aumentaron su ansiedad y esa sensación que todavía no era de ahogo pero que ya comenzaba a tornarle dificultosa la respiración.

Zoraida se había adelantado junto a otra pareja y comentaba deslumbrada el descubrimiento de bodegas, establos, prensas para fabricar aceite y vinos, cisternas, cocinas cuyas paredes aún permanecían cubiertas por el hollín, y hasta una capilla adornada con pinturas religiosas.

Por el cerebro de Kemal comenzaron a desfilar imágenes de los habitantes cristianos del período bizantino que otrora poblaron la ciudad. Cuando descubrió la roca circular deslizable que los moradores utilizaban para cerrar el paso, primero a los sasánidas y luego a los sarracenos y árabes que pretendían invadirlos, ya Zoraida había desaparecido de su vista al introducirse en los niveles inferiores.

Tampoco el sarraceno veía ya a sus compañeros que habían quedado atrás, relegados por su ansioso avance. Durante las lentas horas de inacción en el campamento, solían contase historias sobre las ciudades subterráneas de la Capadocia. Él escuchaba fascinado, pero no podía creer que existiesen esas ciudades con adelantos técnicos y de confort que permitían a diez mil personas habitar en ellas. Tampoco creía que esas personas pudieran subsistir bajo tierra durante semanas e incluso meses gracias al almacenamiento de provisiones que, en muchos casos, ellos mismos fabricaban.

Mehemet era joven, sin experiencia, y por consiguiente, incrédulo. Por eso su ansiedad se exacerbó y su excitación adquirió ribetes de temeridad cuando recibieron la orden de invadir a los cristianos. En otras oportunidades lo habían hecho sin obtener resultados positivos, pero ahora, ya con Mehemet incorporado, volverían a intentarlo.

Cuando llegaron a las puertas de la ciudad, envalentonado por su incredulidad, Mehemet se adelantó a sus compañeros y comenzó a descender las escalinatas. Sorprendido por lo que veía, continuó su avance hasta llegara la roca circular que estaba comenzando a moverse y, sin preocuparse, se apresuró a cruzar el umbral que conducía al interior de la ciudad. Pero cuando lo hubo hecho, sintió que unas manos le inmovilizaban los brazos mientras que otras le oprimían fuertemente el cuello. Aunque por un instante pensó que era sólo su imaginación influida por las historias que se contaban en el campamento, de inmediato no tuvo más remedio que aceptar la realidad.

Kemal sintió que su sensación de ahogo se agigantaba y pretendió continuar avanzando para encontrarse con Zoraida, pero un decaimiento que le invadía todo el cuerpo le impidió hacerlo. Se apoyó en la pared, al lado de la piedra, y trató de tranquilizarse.

La espada ya había caído de las manos de Mehemet cuando el ahogo se tornó inaguantable, impidiéndole respirar. Intentó en vano desprenderse de las manos que le oprimían el cuello, y antes de desmayarse definitivamente comprobó que la piedra circular había cerrado el pasadizo y que sus compañeros, que habían quedado del otro lado, ya no podrían ayudarlo.2

Con un gran esfuerzo finalmente Kemal logró moverse y, poco a poco, comenzó a desandar el camino recorrido. El ahogo aún persistía mientras iba ascendiendo lentamente las escalinatas, pero la respiración se estaba tornando más acompasada y cuando llegó a la salida ya respiraba casi con normalidad.

Al no obtener respuesta a su llamado, Zoraida comenzó a retroceder para buscar a Kemal. Al pasar frente a la roca circular la invadió un mal presagio y comenzó a ascender aceleradamente las escalinatas, pero al llegar a la salida Kemal recibió su gesto de preocupación con una sonrisa todavía cansada pero ya libre de todo temor. Un hálito de pretéritos misterios flotaba sobre Kaimakli cuando Kemal y Zoraida se abrazaron.

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EUROPA

EL PEÑÓN

El bucólico paisaje que va atravesando el lento y acompasado bogar de la chalupa conducida por Wilfred Koestler acompaña los plácidos pensamientos del muchacho. Viene de visitar a su novia que vive en las proximidades de Coblenza, y está regresando a su pueblo erigido en una suave estribación en la margen izquierda del Rhin. También ha aprovechado el viaje para vender sus artesanías y proveerse de algunos alimentos y mercaderías cuyos precios son más accesibles que en su pueblo, por lo cual su espíritu se halla en un estado que podría asimilarse a la plena felicidad. Gerta lo ama, y él a ella; su pasar económico, producto de sus trabajos en madera, es lo suficientemente sólido como para permitirle casarse pronto, y las pequeñas ventajas comerciales que obtiene en cada viaje lo ayudan también a consolidar su patrimonio. De modo que, aunque el viaje a través del río resulta bastante agotador, Wilfed deja vagar su pensamiento por acogedoras comarcas sentimentales mientras va contemplando los pequeños poblados que salpican ambas márgenes del río y los imponentes castillos que coronan las cimas de las colinas circundantes.

El Rhin se desliza manso a través de los prados, y sólo más adelante, cerca del castillo “del Gato”, se estrecha y encajona al pasar entre peñascos que forman rápidos no demasiado peligrosos. Sin embargo, en los días de lluvia y de tormenta, el río crece de tal modo que las rocas que emergen de su lecho desaparecen de la superficie del agua, impidiendo a los navegantes sortearlos sin inconvenientes. Periódicamente se producen allí naufragios de pequeñas embarcaciones con las consiguientes pérdidas de vidas. Pero ello sucede sólo esporádicamente, y Wilfred siempre ha tenido la precaución de no emprender viaje si las condiciones meteorológicas no son favorables. Por otro lado, nunca ha dado crédito a la leyenda que sostiene la existencia de una bella mujer, Loreley, que en los días de borrasca aparece en la cima del peñasco para atraer con su canto melodioso a los desprevenidos navegantes.

Mientras piensa en Gerta y en su próximo casamiento, su mirada se desliza sobre las macizas moles de los castillos que se yerguen como atalayas naturales, vigilantes, esperando todavía el imposible ataque de pretéritas cabalgaduras montadas por nobles caballeros. Wilfred ha ido disminuyendo insensiblemente el ritmo impuesto a sus remos, y recién cuando se da cuenta de que el sol ha declinado más rápidamente de lo previsto, vuelve a imprimir a sus brazos una energía que se había esfumado de su cuerpo.

Aunque unas nubes bajas y plomizas que se han ido elevando desde el horizonte terminan por acicatearle la urgencia, no se preocupa demasiado porque sabe que su destino no está lejos, y que una vez atravesados los rápidos el río volverá a tornarse apacible permitiéndole llegar a su pueblo antes de que lo envuelva la oscuridad.

Pero las nubes parecen avanzar al mismo ritmo vertiginoso que él le ha impuesto ahora a sus brazos, y cuando aparece en la lejanía el alto peñasco que se eleva en medio de un recodo del río, ya los relámpagos y los truenos han ido plasmando en el cielo un escenario dantesco. Las primeras gotas caen cuando divisa nítidamente el peñasco y al llegar a los rápidos la tormenta se ha desatado con toda su furia. Antes de aproximarse a ellos había considerado la posibilidad de salir del río y esperar en la ribera hasta que la borrasca amainara, pero al darse cuenta de que la espera traería consigo la caída de la noche y que luego debería atravesar los rápidos en la oscuridad, ha decidido atravesarlos a pesar de la tormenta para encarar después el trayecto final en la parte mansa del río.

Está sorteando con éxito las rocas que aún emergen del agua a pesar de que el río está creciendo, cuando comienza a oír, primero débilmente pero luego con total claridad, los versos de un antiguo lead germánico de Heine cantado por una dulcísima voz de mujer. Trata de dominar su aprensión atribuyendo el portento a su imaginación, pero el canto es tan nítido y la voz tan dulce que no puede evitar mirar hacia lo alto del peñasco. Y entonces su aprensión se convierte en pánico al divisar a la hermosa muchacha que, en la cima de la colina, extiende sus brazos mientras prosigue con su canto. A la luz incierta del crepúsculo y reflejados por los relámpagos que a trechos iluminan el cielo, Wilfred contempla absorto la larga cabellera rubia, el tierno rostro y el sensual cuerpo desnudo de la joven. Esta continúa cantando cuando Wilfred, que ha detenido el movimiento de sus brazos sobre los remos dejando que la frágil embarcación flote a la deriva, siente una fuerza extraña que lo compele a arrojarse al agua para tratar de reunirse con la muchacha. Intenta luchar pensando en Gerta, en su familia, pero la atracción producida por el canto y por la visión resulta irrefrenable. Y cuando en la pugna entre sus sentimientos parece finalmente estar primando la cordura y se dispone a continuar remando, la chalupa choca violentamente contra una roca y lo arroja al cauce del río.

En su desesperación no siente el frío del agua ni el dolor de las magulladuras que las rocas van produciendo en su cuerpo. Sólo escucha el melodioso canto y, aunque la débil luz del crepúsculo ya está casi totalmente opacada por la oscuridad, su deseo lo impulsa todavía a mirar, por última vez, la cima del peñasco para vislumbrar, peinando su cabellera, la etérea figura que se va esfumando lentamente con su canto. Después se desvanece, mientras los pedazos de la chalupa destruida van dejando atrás las últimas piedras de los rápidos.

Cuando despierta, ya no escucha la voz de Loreley, sino únicamente el murmullo del río. Vomita el agua que ha tragado y poco a poco, penosamente, se incorpora para alejarse de la orilla donde la corriente lo ha arrojado. Al abrigo de unos arbustos espera que la tormenta amaine, y luego el cansancio lo adormece. En la duermevela que lo envuelve durante la noche su imaginación vuelve a escuchar por momentos el canto del lied, pero la primera claridad del alba lo devuelve finalmente a la realidad. Una realidad que para Wilfred Koestler ya no será nunca más la misma, porque siempre lo perseguirán la imagen y la voz de Loreley llamándolo desde el peñasco.

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MAFIA

En las proximidades de Carini, el juez Giovanni Falcone sonríe al recordar la leyenda del castillo. En una oportunidad, viajando de noche desde el mítico monte Érice, al que los navegantes griegos ascendían para dar gracias a sus dioses por haber atravesado indemnes el encrespado mar, había entrevisto desde la autopista la mole del castillo iluminado. Pero ahora es de día, y viaja en silencio junto a su esposa Francesca, repasando mentalmente los próximos pasos a seguir en su lucha contra la mafia. Lo acompañan varios guardaespaldas porque ha recibido muchas amenazas desde que comenzara su cruzada, hace ya una década. Pero ninguna de esas amenazas se ha cumplido, y por eso ahora, mientras se aproxima a Palermo, viaja distendido y sonríe al recordar la leyenda esparcida por toda Sicilia sobre la tragedia ocurrida hace más de cuatro siglos en el castillo de Carini.

Para escapar al despotismo de su padre, Césare Lanza di Trabia, su hija Laura había aceptado casarse a los catorce años con el barón Vicenzo La Grúa-Talamanca, dueño del castillo. Pero lo único que consiguió con el casamiento fue sustituir el despotismo de su padre por el del barón, muchos años mayor que ella. Y aunque toleró los excesos y desplantes de su esposo, no pudo evitar enamorarse de Ludovico Vernagallo y convertirse en su amante. Y aunque durante mucho tiempo nadie sospechó la infidelidad, un día en que Césare Lanza vino a visitar a su hija, encontró muy excitado a su yerno porque este había sorprendido en el lecho a la baronesa y su amante. Luego de un conciliábulo secreto, una espada atravesó el cuerpo de Laura y Ludovico produciéndoles la muerte. Aunque en los archivos de la alcaidía de Carini de 1563 consta que fue el propio Césare Lanza el autor de los asesinatos, el misterio persistió desde entonces. Y la leyenda cuenta que en el ala oeste del castillo, en una de cuyas habitaciones se consumaron los asesinatos, suele aparecer el fantasma de la bella baronesa de Carini, tributaria desde entonces de toda clase de poemas, coplas y canciones.

Mientras la reducida caravana avanza por la autopista hacia Palermo, el juez Falcone abandona el recuerdo de la baronesa para concentrarse en la tarea que lo espera en Sicilia. En esa Sicilia donde, además de mafiosos, pululan leyendas generadas por los invasores griegos, romanos, turcos, normandos, españoles y hasta garibaldinos que consolidaron la unidad italiana, además de los soldados aliados que liberaron a Italia de la dominación nazi aunque destruyendo muchas de su más importantes ciudades.

Mientras el vehículo comienza a transitar los primeros tramos aledaños a Palermo, observando la imagen de la trinacria colgada del espejo retrovisor, la mente de Falcone retorna a una Sicilia visceral, mitológica, su tierra. El símbolo de Sicilia, la trinacria una derivación de la Gorgona griega tiene en su centro una cabeza con reminiscencias de sol, coronada por serpientes y espigas de maíz, que simbolizan la sabiduría y la fertilidad de la tierra, de la cual emergen tres patas flexionadas que representan los ángulos del triángulo geográfico que conforma la isla. Esa isla encrucijada de continentes, cuna de dioses y monstruos, como Scillia y Caribdis, los custodios del estrecho de Messina, que se tragan a los navegantes de las flotas invasoras que pretenden sojuzgar a Sicilia. Scilla, que mora en una cueva en la costa continental, tiene doce patas, seis cuellos, seis cabezas y una triple hilera de dientes, y Caribdis, de forma indefinida, vive en la costa siciliana, y con sus remolinos chupa barcos y navegantes para hacerlos emerger desechos en las costas de Naxos y Taormina.

Fluctuando en esa ambigüedad rememorativa trata de concentrarse en los detalles de su tarea. Pero aunque intenta desecharlo, el recuerdo de otro paladín siciliano en la lucha contra la mafia, Giusseppe Petrosino, se le incrusta en la mente. Luego de emigrar a Nueva York, había cambiado su nombre de pila por el de Joseph Joepara entrar como detective en la policía. Resolvió numerosos casos delictivos relacionados con la mafia –“la mano negra” permitiendo la detención y condena de numerosos delincuentes. Petrosino se hizo famoso no solo en Estados Unidos, sino también en la Campania y en toda Italia.

El juez Falcone recuerda su vista a la casa natal de Petrosino en Padula, ahora convertida en museo, en la cima del monte en el cual se halla emplazada la ciudad hendida por estrechas y tortuosas callejuelas flanqueadas por antiquísimas casonas de la época en que el rey y la corte napolitana solían trasladarse en verano a esa ciudad.

Trata de desechar el recuerdo de Petrosino porque la misión secreta de éste en Sicilia se había filtrado a la prensa, y a pesar de las advertencias de sus familiares y amigos finalmente fue abatido por varios disparos en una plaza de Palermo. Todos supieron que había sido obra de “la mano negra”, pero nunca se detuvo a los ejecutores.

Al doblar una curva de la autopista el juez Falcone abandona sus pensamientos al sentirse recorrido de pronto por un estremecimiento que lo obliga a mirar de un modo extraño a su esposa y a apoyar su mano sobre la de ella. En ese mismo instante, en una casa ubicada a pocos metros de la ruta, dos sicarios contratados por Salvatore Rina aprietan el botón que hace detonar la tonelada de dinamita colocada bajo el pavimento. Desde el cráter abierto por la explosión, vuelan por el aire los restos del vehículo, el juez Falcone, su esposa y tres guardaespaldas. Y con ellos vuelan también los sueños de erradicar definitivamente a la mafia de la isla de Sicilia, la trinacria.

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TONIO Y LOS FADOS

Tonio frunce los párpados ante ese violento sol de junio que castiga impiadoso sus pupilas. Abajo, las techumbres de Lisboa reverberan bajo el implacable calor de la siesta.

Con un ágil salto se encarama en el cañón que simula custodiar las murallas del castillo San Jorge, en la colina más alta de la ciudad. Aunque ya tiene veintiséis años, la sonrisa aniñada, el ensortijado pelo rubio y el cuerpo pequeño pero esbelto le confieren un aspecto adolescente. El rostro denota la alegría que lo embarga por haber vuelto a la ciudad después de varios meses de ausencia.

No es que hubiera estado lejos; Cachilas está apenas en la otra orilla del estuario del Tajo, y desde allí puede distinguirse el chato horizonte de Lisboa cortado apenas por la verde colina donde está emplazado el castillo. Ese castillo desde el que ahora Tonio otea Lisboa buscando descubrir alguna de las empinadas escalinatas que permiten descender desde la colina hasta el barrio de Alfama.6

Cerca de la plaza Del Comercio, frente al Tajo, había subido a un vetusto tranvía amarillo que lo fue acercando con un lento ascenso por una tortuosa callecita hasta Alfama, donde mujeres vestidas de negro con pañuelos en la cabeza colgaban y descolgaban frente a sus casas la ropa lavada en alguna fuente pública. Un olor de harinas cocidas y dulces mezclado con pescado frito le había deleitado el olfato mientras ascendía hacia la colina del castillo acompañado por el lamento quejumbroso de un fado que se filtraba por alguna ventana.

Un sentimiento piadoso lo había entristecido un poco al pasar frente a la austera fachada de la Catedraly recordar la no lejana muerte de su madre. Porque había sido precisamente después de esa muerte que aceptó la oferta de Faisal.

No hacía mucho que Faisal había desembarcado ilegalmente junto a una docena de marroquíes en la costa del Algarve, y en poco tiempo consiguió ascender varios peldaños en la estructura de una red de narcotraficantes hasta lograr ser designado reclutador de distribuidores de la droga. “Chico, si quieres ser buen vendedor, nunca consumas”, le había dicho a Tonio luego de concretar su entrada en la organización. Y aunque alguna que otra vez probó el haschís, siempre logró permanecer alejado de la adicción.

Al principio su misión consistió en ofrecer discretamente y a media voz la mercadería a los turistas que deambulaban por la plaza del Comercio, y a la vez llevar algún paquete a consumidores de distintos barrios de la ciudad. Aunque todavía aldeana y recatada, en la década del setenta ciertas zonas de Lisboa ya comenzaban a parecerse a los bulliciosos y excitantes centro de otras capitales europeas. La euforia que producía en Tonio todo ese movimiento humano, unido al peligro que presuponía su actividad, lo sumía en un vértigo muy distinto al tranquilo y señorial recato de la Beja de su infancia, allá en el desolado y caliente Alentejo.

Luego de contemplar en la lejanía la imponente silueta del puente Salazar que une las dos márgenes del ancho Tajo, entrecierra los ojos para intentar descubrir en la otra orilla algunas zonas de Cachilas que fueron sus lugares de residencia durante los últimos meses. Su exilio en Cachilas no había sido voluntario, ya que debió abandonar apresuradamente Lisboa cuando supo que Faisal se había enterado de su traición. La suma de dinero que había quedado en sus bolsillos no era importante, pero lo que Faisal juzgó no fue la cantidad, sino la actitud. Además, por esos días Tonio ya estaba en tratativas con Osmar, otro marroquí que lo había tentado con un trabajo importante que le reportaría mayores ganancias. Faisal era simpático, tenía una sonrisa poblada por parejos y blanquísimos dientes, pero su mirada era una mezcla de hielo y acero. Tonio se asustó, y en lugar de devolverle el dinero, con lo cual quizá la disputa se hubiera resuelto, decidió huir a Cachilas llevándose lo que no le pertenecía. La decisión fue tomada un poco por miedo, pero más aún porque era consciente de que sin un poco de dinero no podría subsistir. Lo único que sabía hacer era vender droga, y en una ciudad pequeña como Cachilas la cuota de distribución y venta estaba cubierta. Además, debía permanecer oculto porque sabía que Faisal y su gente lo estaban buscando. Por suerte para él no lo encontraron, pero mientras permaneció en ella llegó a odiar a esa ciudad pobre y sórdida, esa ciudad que ahora se empeña en otear desde las murallas del antiguo castillo San Jorge en busca de lugares conocidos.

Como no los encuentra, comienza un lento descenso hacia Alfama por intrincadas y casi desiertas callejuelas. Al espeso silencio de la siesta se le va superponiendo de a poco la voz doliente de Amalia Rodríguez. El melancólico fado en lugar de entristecerlo le acrecienta la alegría de sentirse nuevamente en su ámbito, en esa ciudad en la que creció y vivió los momentos más felices de su existencia. Acompaña el fado silbándolo y luego lo canturrea con su propia voz. En la rua Flores una anciana con la cabeza cubierta por un pañuelo negro se abanica sentada en un banquito frente a su casa. “Buenas tardes, abuela”, le sonríe. La mujer no contesta, pero la piel delgada de su boca se estira en una sonrisa mientras asiente levemente con el gesto. Continúa descendiendo mientras piensa que a la noche visitará el Rossio, Restauradores… Una hermosa morena adolescente le brinda de reojo una mirada de aprobación cuando lanza un silbido de admiración al cruzarse con ella.

Recién percibe los pasos que se acercan tras él cuando los dos hombres ya están casi a su lado. Todavía no se sorprende, pero una certeza amarga y resignada comienza a oprimirle el corazón. Los dos hombres lo flanquean unos pasos mientras él va disminuyendola marcha hasta detenerse. Casi no siente los lacerantes golpes del acero cuando uno de los hombres le dice a media voz “de parte de Faisal”. Después se van alejando sin apresurar el paso mientras Tonio se desliza lentamente contra la pared hasta quedar sentado. Un perro se le acerca y emite un ladrido suave, manso, y luego se queda mirándolo con curiosidad. Tonio se va durmiendo arrullado por otro fado que ha comenzado a sonar en una casa vecina.

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LA CIUDAD QUE MUERE

Beppo no siente como propias las suaves colinas de La Toscana que flanquean el sinuoso camino. A los sembradíos verdes, ocres y amarillos y a los geométricos viñedos tampoco los reconoce. En sus pupilas aún permanecen grabadas las imágenes de gigantescos rascacielos iluminados con sus multicolores luces.

Recién cuando el autobús entra en la antigua ciudad y comienza a recorrer lentamente sus calles, un sentimiento agridulce invade su ánimo. Las viejas edificaciones de Bagnoregio van despertando en su memoria una sensación de pertenencia que le va devolviendo poco a poco un pasado no demasiado lejano en el tiempo pero casi esfumado en el recuerdo. La ciudad vuelve a parecerle entonces la misma de tres lustros atrás, cuando el escarnio se abatiera sobre él obligándolo a abandonarla. Su madre le había rogado “quédate hijo, el tiempo todo lo borra”, pero él no puedo soportarlo. La afrenta había sido demasiado grande, y se marchó con dolor pero sin arrepentimiento.

A Gina la conocía desde la niñez, y aunque él y su familia vivían en la colina de Civita y ella en la ciudad, Bagnoregio era uno solo y no tan grande para que sus habitantes no se conocieran entre ellos. Aunque casi no se veían, y no podía decirse que fueran amigos, ambos tenían conocimiento de la existencia del otro.

El pueblo de la colina poco a poco se había ido despoblando, azotado por los torrentes de agua que iban socavando la ladera con la consiguiente dificultad para el ascenso y descenso desde la ciudad. Pero aún quedaban varios moradores. Su padre era uno de los que, aun trabajando en la ciudad, no había querido abandonarlo. Y cuando finalmente murió de un cáncer de pulmón, siendo él adolescente, su madre decidió quedarse. Él ocupó el lugar de su padre en el trabajo, y su madre continuó con su labor de costurera.

Trabajar en Bagnoregio significaba un gran esfuerzo para Beppo, que debía subir y bajar diariamente los dos kilómetros del estrecho sendero que discurría por la quebrada entre arbustos y matorrales. Pero el cansancio se diluía en la risa fácil y en el esbelto cuerpo adolescente de Gina. Con el tiempo la mutua simpatía se convirtió en noviazgo, y éste finalmente cuajó en el casamiento. Los casó don Vittorio, el cura de Civita, en la oscura y antigua iglesia de san Buenaventura el santo cuya casa natal se había derrumbado hacía mucho por la corrosión de la ladera y el matrimonio se quedó a vivir en la casa paterna de Beppo.

Pero ellos siguieron trabajando en Bagnoregio, y eran más las veces que Gina se quedaba a dormir en la casa de sus padres que las que permanecía en Civita.

Aunque el primitivo ardor luego del matrimonio se fue esfumando, él estaba seguro de continuar amando a Gina, y creía que ella también lo amaba. Por eso, cuando un amigo le sugirió que Gina lo estaba engañando, no le creyó. Se enojó con el amigo y no le hizo ningún comentario a su mujer. Pero poco a poco los indicios de la traición se fueron incrementando, y cuando finalmente el padre de Gina, muerto de vergüenza, le comunicó que ésta se había ido a Roma con un viajante de comercio, casi no se sorprendió.

Esperó unos días sumido más en la humillación que en el dolor, alentando la esperanza de que fuera sólo un capricho pasajero de Gina; pero cuando los padres de ella le confirmaron que había conseguido trabajo en Roma, no pudo soportar la humillación y tomó la decisión de marcharse. Desoyendo los reclamos de algunos amigos que le aconsejaban quedarse, le prometió a su madre que volvería seguido a visitarla y abandonó Civita de Bagnoregio con dolor y vergüenza pero sin volverse a mirar el pueblo que allá en la alta meseta recortaba su silueta de antigua y orgullosa fortaleza contra un cielo de maravillas.

Trabajó un tiempo en Roma pero, quizá para poner distancia entre el lugar donde había recibido tan grande decepción o quizá por temor a encontrarse un día con Gina, abandonó Italia y se fue a vivir a Nueva York.

Al principio le escribía seguido a su madre, y las respuestas le llegaban casi de inmediato. Pero luego las misivas se fueron espaciando, y las noticias que su madre le enviaba sobre Civita de Bagnoregio y sus habitantes dejaron de interesarle. Su vida se había introducido paulatinamente en la vorágine de la gran ciudad, y aunque volvió un par de veces a visitarla, ahora habían pasado casi diez años desde la última vez que regresara. En su carta de hacía un par de meses su madre le contaba que en Civita quedaban muy pocos habitantes, y por eso él decidió darle una sorpresa regresando a Italia sin avisarle.

Mientras busca a alguien que le alquile un caballo o una mula para subir la cuesta, un torbellino de sensaciones y sentimientos embargan el ánimo de Beppo. El límpido aire de la Toscana se le mezcla con el recuerdo del viciado ambiente neoyorquino, opone la simple y austera vida de Bagnoregio con la esforzada y vertiginosa lucha que debe librar a diario en Nueva York, compara el amor puro y romántico de su adolescencia con el rutinario y a veces sórdido sexo de Brookling, y por fin comprende que su pueblo sigue ganando en la comparación. Pero sabe también que su vida actual está definitivamente anclada en América, y que esté presente en Bagnoregio es sólo un espejismo de un pasado ya esfumado en el tiempo.

Mientras comienza a subir la cuesta, Beppo observa los trabajos que las cuadrillas están realizando para construir el puente que unirá la ciudad con la colina de Civita y levantar los paredones que evitarán los derrumbes cada vez más frecuentes de la ladera. Contempla también los altos acantilados que rodean la ciudad y flanquean la quebrada, y una leve nostalgia lo invade al desviar la vista hacia la meseta de Civita alzándose como una atalaya en la cresta de la meseta.

Mientras continúa subiendo, una ternura que hace mucho no siente le dibuja una sonrisa al pensar en la sorpresa que iluminará el rostro de su madre cuando lo vea.

Al trasponer la gran puerta de entrada el viejo pueblo lo golpea con sus grandes y descascarados muros cubiertos de musgo y enredaderas, sus callejuelas y pasadizos empedrados, sus pequeñas y desoladas placitas…

Mientras se dirige a la plaza donde está la vieja iglesia, pobre y austera, una melancolía desconocida le preña los ojos de lágrimas invisibles al comprobar que doña Asunta y su hija Marietta lo miran con curiosidad pero sin reconocerlo y de inmediato desaparecen tras la puerta de su casa.

Antes de dirigirse al hogar de su madre entra en la iglesia, y en la penumbra divisa el Cristo crucificado cuyos singulares ojos siguen a quien lo mira vaya éste donde vaya. Por fin descubre, en la encorvada figura ataviada con los hábitos marrones, al padre Vittorio. Cuando se da vuelta, el rostro del cura esboza un gesto de extrañeza al ver a ese individuo que lo mira sonriendo. Recién lo identifica cuando Beppo lo nombra y extiende los brazos para abrazarlo.

Tras las expresiones de alegría por el reencuentro, Beppo le pregunta por su madre, y entonces el gesto del cura se ensombrece. Después de un breve silencio le dice “tu madre murió, hijo”. Un puño invisible golpea el estómago y permanece callado, con la boca abierta y un gesto de incredulidad. “Hace casi dos meses; el médico dijo que le dio un infarto”. Y prosigue su pensamiento aunque sin expresarlo: “En realidad murió de dolor por tu ausencia”. Luego agrega: “Como no conocíamos tu dirección, no pudimos avisarte”. Suspira y sólo después de varios segundos le dice: “Aquí sólo quedamos seis habitantes. Vuelve a América, Beppo. Este es un pueblo que muere”.

Mientras desanda la cuesta hacia la ciudad para visitar en el cementerio la tumba de su madre, las palabras del cura siguen repiqueteándole en el cerebro: “Questa é una cittá che muore…”. Mira una vez más las casitas colgadas sobre los acantilados de Bagnoregio y, sin volver la vista atrás decide no volver nunca más a ese pueblo que resiste, soberbio, en la cumbre de la colina.

Nota del autor: En la actualidad, 2014, Civita de Bgnoregio ha resucitado en parte gracias a los turistas que transitan el largo puente que lo une a la ciudad para visitarlo. Han abierto un par de negocios, se ha habilitado un pequeño museo y hasta existe una posada. Unos pocos habitantes de Bagnoregio han vuelto de nuevo a vivir allí. La vieja iglesia permanece inalterable, pero el padre Vittorio ya no existe. En realidad, nunca existió.

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MAYERLING

Aunque los colores de los árboles se están opacando por el invierno, aún permanecen los ocres, rojizos y amarillos de las hayas, los robles y los carpes. Pero no el verde del follaje, ni los blancos, azules y rosados de las floraciones, que volverán a estallar recién con la llegada de la primavera. En la lejanía, el día gris azula las suaves colinas esfumándolas en el horizonte. Un nostálgico silencio envuelve el pabellón de caza de los Habsburgo en los bosques de Viena.

Ayer por la mañana, en su palacio de Schombrum, en la ciudad, el emperador Francisco José y su esposa Sisí aún dormían. Después de una reunión en el palacio de Buda, en Budapest, el emperador había tenido una mala noche; tan mala como las que estaba padeciendo desde la discusión que pocos días antes tuviera con su hijo Rodolfo.

A Francisco José no lo preocupaban tanto los rumores sobre una conspiración que su hijo estaría urdiendo para derrocarlo, apoyado por nacionalistas húngaros que deseaban proclamarlo emperador de Humgría. Lo que lo desvelaba era la relación que Rodolfo estaba manteniendo con la baronesa María Vetsera, una húngara de dieciocho años.

No era la primera afrenta que el heredero al trono del imperio austrohúngaro le efectuaba a su esposa Estefanía y a la familia real; una larga cadena de aventuras amorosas jalonaban sus treinta y un años de una vida anárquica y disipada que le había producido, a través del desenfreno sexual, el alcohol y las drogas, tuberculosis y sífilis. Pero todos esos romances habían durado apenas lo que un chubasco de verano. En cambio ahora, extrañamente, Rodolfo parecía estar realmente enamorado. La discusión con su padre, que le había prohibido a gritos la continuación de su relación con la Vetsera, había concluido abruptamente con una descompostura física del emperador que lo dejó postrado algunos días.

Rodolfo, además de sus frecuentes crisis melancólicas que le habían hecho anunciar, en varias oportunidades, su intención de quitarse la vida, tenía un temperamento violento y eufórico que le permitía superar rápidamente esas crisis. Nadie creía, en realidad, sus anuncios de suicidio; pocas noches antes había estado bailando y divirtiéndose con sus amigos en una fiesta, también había asistido a la función de la Ópera y a una reunión protocolar en el palacio de Hoffburg, la sede del gobierno, y había visitado a su madre en el palacio de Schombrum. La había acompañado a supervisar la colocación de plantines florales en los jardines en los cuales, más tarde, la primavera pintaría un arcoíris de colores, y había caminado con ella hasta la glorieta del fondo departiendo animadamente, olvidados ambos de la violenta discusión con su padre.

Y anteayer había decidido organizar una partida de caza en Mayerling junto al conde de Hoyos y a otro amigo. Recogió a María y en su carruaje pasearon larga y sosegadamente por los bosques de Viena. A la noche, antes de retirarse a su habitación con María, le encomendó a su criado Loschek que lo despertara a las siete y media, pues no quería perderse la cacería por los bosques, que prometía ser abundante en esa época del año. El otro amigo había re-regresado a Viena por un compromiso olvidado, pero le prometió a Rodolfo que al día siguiente se uniría a sus dos amigos para acompañarlos en la partida.

A las siete y media, puntualmente, el criado Loschek golpeó reiteradamente la puerta de la habitación del archiduque, sin recibir respuesta. Preocupado, pero sin atreverse a entrar, llamó al conde de Hoyos que dormía en una habitación contigua y juntos regresaron decididos a entrar. Cuando lo hicieron, la escena que observaron los dejó anonadados: en la cama yacía María con un tiro en la nuca cubierta por algunas flores, y en una silla, también muerto por un disparo y con el rostro crispado por una mueca macabra estaba Rodolfo, con el cuerpo aún caliente. El de María en cambio comenzaba a adquirir ya la rigidez cadavérica, lo que indicaba que entre ambas muertes había transcurrido aproximadamente una hora. Tanto Loscshek como el conde de Hoyos le aseguraron luego al matrimonio real que no habían escuchado ningún disparo, ni tampoco ningún ruido sospechoso.

Hoy, treinta y uno de enero de mil ochocientos ochenta y nueve, el día después de las muertes, el comunicado oficial del gobierno anunció escuetamente que el heredero al trono del imperio austro húngaro había muerto de un ataque de apoplejía. En ningún párrafo mencionaba la muerte de la duquesa María Vetsera.

Las versiones difundidas por la prensa, en cambio, van desde un envenenamiento había sangre en la boca de ambos pasando por un pacto suicida, un asesinato por encargo según esta hipótesis, ambos habían muerto por un tiro en la nuca, y los autores podían ser tanto los austrohúngaros como el propio entorno de la casa real-, un repentino ataque de locura del archiduque con el consiguiente asesinato y posterior suicidio, hasta la alocada versión que a Rodolfo lo habían decapitado y le habían cortado las manos. En definitiva, que las muertes se habrían producido por oscuras razones políticas.

Nota del autor

Hoy, más de un siglo después del drama que gene-rara en las mentes de la época misteriosas ensoñaciones hasta convertirla en una romántica leyenda, la hipótesis de un pacto suicida por amor que primó durante décadas se ha ido desdibujando para dar paso a la probabilidad de un asesinato político.

En el lugar no quedan rastros del pabellón de caza y sólo existen una capilla y una mala reproducción de dicho pabellón. Pero los árboles de los bosques de Viena continúan mostrando en invierno sus ocres, rojos y amarillos, y en primavera sus bellos arcoíris florales.

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COLORADO EL 36

El bus de turismo había bajado desde Milán por modernos viaductos que atraviesan verdes sembradíos en terrazas colgadas de las colinas, dejando atrás antiguos poblados rurales, algunos casi derruidos por el tiempo, la pobreza o la desidia.

Al llegar a Niza al atardecer, el guía anunció que a la noche harían un tour opcional a Mónaco para conocer el casino de Montecarlo. Aunque él estaba bastante cansado habían salido a la mañana temprano desde Venecia al escuchar “casino” su mente y sus músculos parecieron revivir.

Mientras el bus serpenteaba por el camino de cornisa a Mónaco, ningún resto de cansancio velaba su atenta expectativa. Casi no le prestó atención al austero castillo de los príncipes de Mónaco, desde donde se veían destellar en el puerto las luces de los barcos de los dueños del mundo. Tampoco atrajeron su atención las codiciosas miradas de algunas pasajeras del tour, alentadas por el entorno romántico brindado por la tenue luz de los faroles de las callecitas del viejo Montecarlo, rodeadas de elegantes mansiones y coquetos pubs. A él solo le interesaba que llegara de una buena vez el momento de entrar al mítico casino.

Ni se fijó en la belleza de las enormes arañas de cristal, las columnatas de mármol con la enorme cúpula o los hermosos muebles de estilo que adornaban el salón. Entró con paso firme, fumando, y se dirigió a la ventanilla de cambio. El gesto sereno, aplomado, y la mirada de aparente indiferencia que había deslizado sobre la multitud de jugadores apiñados frente a las mesas de ruleta como abejas zumbantes alrededor de un panal, comenzaron a desdibujarse ni bien tuvo en sus manos las fichas correspondientes a mil francos. El crispamiento de labios era casi imperceptible y su boca fingía aún displicentes sonrisas, pero ya había algo ansioso en las pupilas que lo iban convirtiendo en un ser atento y reconcentrado, en un animal en acecho.

Empezó a recorrer el salón mientras iba estudiando detenidamente, uno a uno, a los crupiés y a los pagadores. Sabía que los crupiés rubios suelen cantar más a menudo números colorados, y los morochos, en cambio, números negros. También conocía que los de gesto duro más aún los de pelo negro y bigotes son negativos para los apostadores de esa mesa y tienen marcada predisposición a cantar el cero. Pero como él siempre jugaba más a números que a chance, en definitiva la elección de la mesa no implicaba un motivo demasiado importante para su suerte. Muy importante en cambio resultaba el aspecto de los jugadores; si había rostros indecisos, pusilánimes, apostadores de poca monta, era mejor abandonar cuanto antes esa mesa. Lo mismo si había demasiadas mujeres, aunque resultaba de buen augurio que hubiera algunas y, de mejor pronóstico aún, si eran bonitas. Mientras cavilaba sobre estos aspectos primordiales del juego, al levantar la vista vio que, del otro lado de la mesa, una hermosa pelirroja recién llegada le lanzaba una mirada que él consideró premonitoriamente sugestiva Devolviéndole la mirada con una sonrisa tensa, le pidió al pagador, sin vacilar, color grande. Jugó algunas bolas al 4 y al 8, porque durante la siesta había tenido una pesadilla consecuencia del pesado almuerzo en la cual aparecía el padre, ya fallecido, hablándole, pero no tuvo suerte. Decidió entonces cambiar el número, pero antes pidió un whisky y lo bebió lentamente, mientras dejaba pasar algunas bolas sin apostar. Observando a los otros jugadores de la mesa, llegó a la conclusión de que ésta era aceptable. Dejando de lado a un par de individuos flacos, altos, de nariz aguileña, parecidos a pesar de que permanecían en distintos lugares y no se hablaban, y a una mujer sesentona y arrugada que no cesaba de trajinar por toda la mesa poniendo en peligro con su cigarrillo la integridad de las vestimentas, los demás jugadores eran personas de aspecto normal, que se concentraban, relajaban y euforizaban de acuerdo a la suerte que les deparaba la voz del crupié. Sólo le resultaba algo inquietante, por lo indefinible, la presencia de ese morocho de frente protuberante, cara triangular y alargada, fino bigotito negro y barba de chivo que lo miraba detenidamente con sus centelleantes ojos negros y una sonrisa sarcástica mientras permanecía apoyado en una columna con su vaso de whisky en la mano. Cuando, alentado por un gesto de simpatía que creyó percibir en él, volvió a jugar y perdió nueva-mente, comenzó a preocuparse. La preocupación no estaba constituida por la posible pérdida de los mil francos; él estaba acostumbrado a ganar y a perder esa y otras cifras mayores. El displacer estaba representado por el simple hecho de perder, sin importar la cantidad. Encendió un cigarrillo y pidió otro whisky que bebió ya no tan lentamente.

De pronto vuelve a reparar en la pelirroja que está enfrente. Calcula que tendrá unos treinta y cuatro o treinta y cinco años, quizás treinta y seis. Reflexiona que él también tiene treinta y seis, y aunque su edad nunca fue una especial motivación para las apuestas, esta vez un secreto pálpito lo impulsa a jugar a la última calle. Gana. Vuelve a repetir un par de veces arriba, y vuelve a ganar. No sólo recupera lo perdido sino que pasa al frente con una buena cifra. Cuando, al cambiar el equipo de empleados, advierte que el nuevo crupié es rubio, empieza a jugar a números colorados y sigue ganando.

Al pedir el tercer whisky, los cigarrillos agotados ya son incontables. Su cuello corto y ancho exige perentoriamente desabotonar la camisa y aflojar la corbata, y así lo hace con un movimiento brusco, resoplando y secándose la transpiración de la frente. Su rostro, habitualmente rosado, ahora está ya francamente rubicundo. Aunque está acostumbrado a ganar cifras altas, no son muy habituales estas posturas coronadas de dos o tres mil francos. Como sigue ganando, varios de los concurrentes apuestan donde lo hace él, algunos disimuladamente y otros con manifiestas muestras de simpatía. Calcula que debe estar ganando unos treinta o cuarenta mil francos. Duda un rato entre seguir o retirarse. Piensa en un buen cero kilómetro, en un departamento para inversión… La duda se le agiganta cuando vuelven a cambiar el equipo de pagadores y comprueba que el crupié es morocho. Ya está decidido a dejar pasar unas manos, cuando una compulsiva urgencia lo conmina a seguir apostando, y vuelve a ganar. Hay un esbozo de a-plauso, alguien lo palmea. Él intenta una sonrisa nerviosa y lanza breves miradas relampagueantes a su alrededor, pero sigue íntimamente reconcentrado en el juego. Cada vez que gana, los pagadores y el crupié le sonríen y le hacen alguna broma, y él deja entonces una generosa propina para la caja de empleados. Pero siempre lo hace sin mirar, serio.

Luego de un par de bolas en que pierde, sale un número bastante cargado por él y los empleados se miran entre sí, cuchicheando. Y cuando en la próxima bola vuelve a ganar, los pagadores y el crupié se reúnen y llaman al inspector: no tienen más fichas grandes. Mientras esperan que se las repongan, él comprueba que ya no tiene lugar donde guardar sus propias fichas. Les informa a los pagadores que va a cambiar por dinero y les pide que no lancen la próxima bola hasta que regrese. Luego de dudar un momento, y a instancias de los demás apostadores, los empelados aceptan. Varios concurrentes a otras mesas han dejado de jugar y se acercan, curiosos.

Vuelve, y en pocas bolas más gana tanto que se queda nuevamente sin lugar para guardar las fichas. Intenta cambiar, pero ahora los cajeros se han queda-do sin dinero en efectivo. Mientras llaman al gerente para que le extienda un cheque por el valor de las fichas, el juego en su mesa permanece interrumpido.

El revuelo en el casino es total. Los mozos han dejado sus bandejas en el mostrador y rodean la mesa, los inspectores y veedores comentan y se interrogan entre sí sin adoptar ninguna actitud que pueda cambiar las alternativas del juego, el portero abandona por unos instantes su puesto para averiguar qué pasa. Entre los rostros que deambulan alrededor de la mesa se pueden advertir muchos sonrientes, unos pocos con el ceño fruncido por la curiosidad y sólo dos o tres, seriamente interesados.

Cuando vuelve, el equipo de pagadores ha vuelto a cambiar; el crupié es otra vez rubio. Levanta la mirada, y frente a sus ojos aparece el agraciado rostro de la pelirroja que le está sonriendo. Ahora está seguro de que tiene treinta y seis años. Corona sin vacilar, con las máximas posturas, el colorado 36, y ya casi no hay sorpresas cuando el crupié canta el número. Lo vuelve a coronar, y siente sobre su persona decenas de pupilas taladrándolo, desnudándolo, hurgándole las entrañas para descubrir sus más íntimos sentimientos, sus más recónditos anhelos, sus mínimos miedos.

Una ansiedad desconocida se apodera de él. Mira hacia la ruleta donde la bola está girando con un ruido insinuante, magnético, y cuando el ruido cesa y tiene la certeza de que la bola ha caído, siente esa sensación de que no sólo el techo del casino sino todo el universo está por desplomarse sobre él. Como no alcanza a ver la bola, observa al crupié, que ya ha bajado la mirada para cantar el número.

Es entonces cuando siente esa fatiga, esa angustia que le sube desde el estómago, le aprieta la garganta y le irradia un dolor lacerante hacia el costado y el brazo izquierdo. Sacude la cabeza, se arranca con las dos manos el cuello de la camisa y cuando empieza a percibir el mareo final, aún alcanza a oír el murmullo de sorpresa de la gente y al crupié que está cantando “colorado el treinta y…” mientras su voz se va esfumando. Después se desploma.

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LA JARRA DE VINO

Hace más de una década que la Santa Liga viene luchando a través de toda Alemania, con suerte dispar, contra la Unión Evangélica. Pero finalmente el conde de Tilly, al frente de sus tropas católicas, ha logrado tomar el importante bastión de Rotemburgo y ha pasado triunfante bajo la esbelta y elegante puerta de entrada a la ciudad.

En el siglo XIII, doscientos años después de haber sido fundada, Rotemburgo ob der Tauber ya era ciudad imperial. Y continuó siéndolo gracias al valor y la astucia de sus habitantes, que soportaron guerras, asedios y repetidos intentos de saqueos. Sus sólidas murallas, rematadas por torres cónicas desde las que se puede vigilar el avance de tropas enemigas, y el profundo barranco que la rodea en su parte posterior, la habían tornado prácticamente inexpugnable.

Sin embargo ahora, en 1631, la ciudad ha caído manos del conde de Tilly, quien ha tomado drásticas e inapelables medidas dictadas por el ofuscamiento que le ha producido la tenaz resistencia ofrecida por las tropas protestantes: después de tomar prisionero al alcalde mayor Georg Nusch y a todos los concejales del Ayuntamiento, los ha condenado a muerte y luego ha ordenado que la ciudad sea saqueada e incendiada.

Aun a sabiendas de que la conmutación de las penas resultaba casi imposible, intentando congraciarse con el vencedor el alcalde Nusch le pide permiso para dirigirse a la bodega a fin de convidarlo con un vaso de vino. Sin que el gesto severo desparezca de su rostro, el conde otorga el permiso y se dispone a revisar unos documentos. Pero cuando el alcalde regresa, la sorpresa le esboza en el rostro una media sonrisa mientras toma de las manos del vencido la ofrenda: una jarra de tres litros y medio conteniendo un rojo y apetecible vino. Tilly prueba un sorbo y aprueba con el gesto, y luego sus labios comienzan a distenderse en una sonrisa completa mientras da forma a la idea que se le ha ocurrido. “Señor alcalde comienza son solemnidad si alguno de los presentes o cualquiera de los ciudadanos bebe sin detenerse esta jarra de vino, prometo cancelar las penas y las acciones que he decretado.” La sonrisa permanece latente mientras va recorriendo con la mirada a los concejales y al mismo alcalde. Luego de unos instantes durante los cuales cada uno de los presentes mira con desaliento el piso o furtivamente a sus compañeros, finalmente el mismo Nusch mur-rmura: “Si me permite, Excelencia” y toma de las manos de Tilly la jarra de vino, de la que empieza a beber con un ritmo regular y sostenido. A medida que el líquido trasiega por la garganta del alcalde, ahora sí la sonrisa va desapareciendo de la boca del conde y su gesto comienza a endurecerse. Cuando Nusch, con un último esfuerzo, termina de beber, el gesto severo de Tilly se ha trocado en uno de mayúscula sorpresa. Con la boca semiabierta examina durante algunos instantes el rostro abotagado y enrojecido del alcalde, pasea su mirada por lo concejales y finalmente admite: “Aunque los herejes protestantes no lo merezcan, debo hacer honor a mi palabra; cancelo las penas de muerte decretadas, aunque el alcalde y todos los concejales serán mantenidos prisioneros. Además, Rotemburgo ob der Tauber no será saqueada, a condición de que todos acepten mi mando y no ofrezcan resistencia al accionar de mis soldados.” El gesto de alivio que se dibuja en el rostro de los prisioneros es el trasunto de que todos confían en la palabra del conde.

Nota del autor

La ciudad preservó su integridad y la belleza de su urbanización durante otros cuatro siglos más, aunque fue recién en 1648, con la firma de la paz de Westfalia, que sus habitantes volvieron a ser libres.

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EL CUMPLEAÑOS DE LA REINA MADRE

La llamada había sido escueta pero convincente: “Ulrich estará con su amante a las seis en el lago del Vongel Park”. Cuando Erika intentó preguntar quién hablaba, el hombre ya había cortado.

De los tres años de convivencia con Ulrich, sólo los primeros tres meses habían sido satisfactorios. Se habían conocido a la salida de la tienda donde trabajaba Erika, y de inmediato una pasión irresistible los impulsó a alquilar un departamento a diez minutos de la plaza del Dam para vivir juntos. Los primeros tiempos fueron de una pasión desbocada, pero cuando Erika comenzó a conocer la personalidad de Ulrich, ya era tarde. El trabajo al que, según él, pronto accedería, nunca se concretó; lo que aparecieron en cambio fueron las reiteradas borracheras, los malos tratos y las infidelidades. Llegaba a cualquier hora de la noche, y a veces no volvía hasta el otro día. El dinero que traía Erika de su empleo en la tienda desparecía ni bien ella se descuidaba. Y si lo escondía, las amenazas y los golpes de Ulrich pronto terminaban por hacerle confesar el lugar del escondite.

Claro que a veces es sucedían apasionadas reconciliaciones y agradecidos perdones. Pero rápidamente la relación volvía a su caótico cauce. Al principio Erika pensó que la concepción de un hijo quizá cambiara la situación, pero luego desistió pensando en el futuro de la criatura con semejante padre. También pensó muchas veces en abandonarlo, pero nunca lo hizo por un motivo elemental: temía por su seguridad, y hasta por su vida.

Cuando recibió la llamada, pensó que sería de algún amante despechado, y al principio no le dio importancia; conocía de sobra las infidelidades de Ulrich para preocuparse por una más. Sin embargo, con el transcurso de los minutos, una extraña sensación comenzó a rondarle el cerebro. Aunque tenía la certeza de que él salía con otras mujeres, nunca había conocido a ninguna. Por eso esta vez, una repentina idea la conminó a tomar la decisión. Pensó que si lo encontraba con otra, si confrontaba lo imaginado con la evidencia, quizá podría abandonarlo de una vez por todas. Luego, la primitiva idea comenzó a ser desplazada por otra, más drástica y peligrosa.

Ese día era el cumpleaños de la reina madre y la festividad más importante que el cumpleaños de la propia reina-convocaba cada año a una multitud de un millón de personas que abarrotaban las calles, los canales y los puentes de Amsterdam.

Primero invitó a una amiga a tomar un café en el bar que está al lado de la iglesia Virgen de la Paz, cerca de la tienda donde ella trabajaba. El dueño, el viejo Vincent, era su amigo, y los mozos y mozas del negocio la conocían desde hacía mucho tiempo. La plaza del Dam, flanqueada por el imponente Palacio Real, estaba repleta de gente que deambulaba tomando cerveza y comiendo salchichas.

Como las calles del centro estaban cortadas y no circulaban buses ni tranvías, al despedirse de su amiga no tuvo más alternativa que dirigirse a pie al Vongel Park. El avance por la calles se tornaba dificultoso a causa de la prieta muchedumbre. El bullicio y los cánticos que partían de los puentes y las embarcaciones que surcaban los canales pasaron inadvertidos para Erika; su pensamiento se hallaba enfocado en un solo objetivo: el encuentro entre Ulrich y su amante. Cuando atravesó el puente sobre el canal Singel, la invadió un escalofrío que no supo si atribuir a la visión de algunos muchachos arrojándose al agua desde una lancha a pesar del frío, o a algún súbito remordimiento. Pero cuando pasó frente al Rijksmuseum y enfiló hacia el Vongel Park, se sintió de nuevo serena e invadida por una tranquilidad que añoraba desde hacía tiempo.

La llamada no había mencionado el lugar del parque donde se encontrarían Ulrich y su amante; sólo había aclarado “junto al lago”. Pero a la vera de éste se encontraban muchas personas, casi todas parejas que deambulaban tomadas de la mano o permanecían sentadas en el césped riendo o besándose. A medida que se dirigía al extremo más alejado del lago, allí donde los escondidos rincones producidos por los árboles y las matas tornaban propicios los encuentros íntimos, la cantidad de gente disminuía hasta casi desaparecer. Y cuando ya desesperaba de encontrar a Ulrich, apoyados en el grueso tronco de un árbol y ocultos por un seto de ligustrines y madreselvas, la pareja estaba besándose con apasionado ardor.

Si muchas dudas habían invadido a Erika mientras se dirigía al lugar, al ver la escena un compulsivo mandato le urgió la decisión. Extrajo el revólver que llevaba en el bolso y aproximándose a ambos hasta casi tocarlos descargó el arma contra ellos. Sintió un poco de pena al disparar sobre la muchacha, que era muy joven; pero si la dejaba viva podría llegar a reconocerla.

Nadie oyó los disparos, o al menos nadie salió a su encuentro. Cuando llegó al canal Singel ya anochecía, y el bullicio había cesado por completo. La gente parecía haberse esfumado, y sólo miles y miles de latas de cerveza aplastadas tapizaban las calles y las veredas de la ciudad. Algunos pocos ciclistas volvían a transitar por las ciclovías.

Tiró el revólver en el canal, y por el celular llamó a un par de amigas para citarlas en el mismo bar en el que había estado antes. Luego tomó un taxi y cuando entró al local su sonrisa era la misma de siempre. El viejo Vincent la saludó amablemente y le preguntó cómo había estado la fiesta. “Linda, pero yo anduve por aquí nomás, por la plaza”.

Cuando llegaron las amigas bebieron sus gaseosas, estuvieron un rato charlando y luego se retiraron. Recién cerca de la medianoche Erika volvió a barl para preguntarle a Vincent con cara de preocupación si Ulrich no había pasado por allí, porque le había dicho que estaría en casa para la cena y aún no había regresado.

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VESUBIO

Lucio sonrió al ver el pene y los testículos de piedra incrustados en la ochava de la esquina, señalando el lupanar. La noche anterior había estado allí, en lugar de ir a beber vino a la taberna con los amigos, como le había dicho a su esposa Cecilia. Él amaba a su esposa, y varias veces se había prometido a sí mismo no ir más al lupanar. Pero Popea era joven, bella, y Cecilia ya había cumplido los treinta. Además, por su amabilidad y gracia Popea no parecía una de las típicas “lupas”, de cuerpo generoso pero ajetreado y habitualmente cínicas hasta llegar a la agresividad. Y aunque la cama del lupanar era de piedra cubierta sólo con un cojín de paja, el mórbido cuerpo de Popea lo tornaba mullido y acogedor bajo el cuerpo robusto de Lucio.

Cuando estuvo cerca de los baños estabianos, pensando que hacía mucho que no los frecuentaba, fue que sintió el primer ruido fuerte. Recordó el sonido similar que, dieciocho años atrás, en el 62, produjera el terremoto que devastó la ciudad. Aunque él era entonces un adolescente, nunca pudo olvidar el horror de ver los cuerpos aplastados bajo los escombros, mutilados, y a los heridos arrastrándose por las calles para escapar de los derrumbes. Él sólo había sufrido algunos golpes menores, pero el recuerdo de aquellos momentos hizo que ahora se detuviera y permaneciera atento, esperando.

Estaba dirigiéndose al Teatro Mayor para adquirir la entrada que el domingo le permitiría asistir a la lucha de los gladiadores. Su amigo Plinio, joven estudiante de derecho en Roma con pretensiones de escritor, que estaba de vacaciones en la casa de su tío en Mesino, le había pedido que le sacara para él otra entrada en el Teatro Pequeño, dedicado a la música y la poesía.

Aunque la diferencia de edad era grande Plinio sólo tenía dieciséis años y la de temperamento también Plinio era responsable y austero, y Lucio simpático y gozador de la vida-, su amistad se había ido consolidando desde la infancia de Plinio. Y aunque éste ahora vivía en Roma, cada vez que venía a Mesino no dejaba de visitar a su amigo en Pompei.

El día anterior Lucio le había pedido que lo acompañara al lupanar, pero Plinio no había aceptado pretextando molestias digestivas, aunque en realidad lo que deseaba era repasar sus estudios o quedarse leyendo algunos libros de historia.

Plinio, a quien llamaban “el joven” para diferenciarlo de su tío de igual nombre, conocido escritor e historiador apodado “el viejo”, también sintió el ruido. Pero en lugar de permanecer atento, esperando que se resolviera el enigma, salió a la calle y dirigió su mirada al Vesubio; de inmediato comprendió que el ruido no provenía de un terremoto, sino que el volcán estaba a punto de estallar.

Nadie se había preocupado por las fumatas que hacía unos días coronaba la cima del monte; esas nubes eran habituales y se repetían periódicamente desde siempre, aumentando o disminuyendo su intensidad de acuerdo a la actividad desarrollada en sus entrañas. De pronto otro ruido más intenso, como el estallido de mil truenos juntos, hizo que Plinio comenzara a dirigirse rápidamente hacia la Porta Marina. Y cuando, mirando hacia atrás, descubrió la inmensa nube que se elevaba al cielo en medio de relámpagos, su marcha se convirtió en rauda carrera. 7

Él se estaba hospedando en la casa de un pariente en el vícolo Mercurio, cerca de donde vivían los ricos hermanos Vetti, comerciantes y coleccionistas de arte cuya mansión estaba decorada con hermosos frescos de afamados pintores. Cuando pasó frente a la “casa del fauno” así llamada porque en el patio principal, diseñado con mosaicos geométricos, estaba emplazada la estatua de un amorcillo con esa forma ya la gigantesca columna de cenizas avanzaba implacable hacia Pompei y los poblados cercanos al mar.

Muchas personas que, asomadas a las puertas y ventanas de sus casas, veían pasar a ese joven corriendo a la máxima velocidad que le permitían sus piernas, no entendían lo que estaba sucediendo. Sabían que el monte Vesubio es un volcán y que un día, como cualquier volcán, erupcionaría, como ya lo había hecho en anteriores ocasiones. Pero aunque les resultaba extraña esa gran nube plomiza en el límpido cielo azul, no podían imaginar el peligro que significaba su lento pero inevitable avance en dirección al mar.

Lucio, por su parte, presiente el peligro, pero solo atina a mirar embelesado el marenagnum de cenizas que van desde Ercolano hasta Stabia pasando por Bercoreale y Pompei. Se ha detenido en la via dei teatri, ya cerca del Teatro Pequeño, y cuando toma conciencia de que el peligro es inminente, comienza a dirigirse hacia la Porta Stabia para intentar salir fuera de las murallas que rodean Pompei.

Mientras, Plinio el Viejo, que estaba en Mesino, había navegado hasta Stabia y descendido allí para observar la erupción con miras a describirla posteriormente en un libro. Comienza a dirigirse hacia esa masa plomiza que aún parece estar lejana aunque se esté desplazando rápidamente hacia el mar.

Plinio el Joven se detiene brevemente en la Basílica que se halla contigua al Foro, donde mucha gente ha comenzado a concentrarse. Otros se dirigen a los próximos templos de Apolo y Júpiter para rogar con sus plegarias que los dioses alejen el peligro. Sin detenerse baja rápidamente la escalinata de la Porta Marina, mientras los primeros pedruscos entremezclados con ceniza comienzan a caer sobre Pompei.

La lluvia de cenizas y piedras arrecia cuando Luciollega al Teatro Pequeño. No quiere aceptar lo que sus ojos están viendo cuando una noche absurda comienza a oscurecer la ciudad. Las piedras, aunque pequeñas, le laceran el cuello cabelludo y el rostro y las cenizas comienzan a incrustársele en la nariz y la boca en busca de sus pulmones. Intenta correr, pero ya la falta de oxígeno le está dificultando los movimientos, lentificando su marcha.

Junto a tres hombres que se le han unido en la carrera, Plinio el Joven continúa corriendo hacia el mar. Al llegar al embarcadero abordan una canoa y comienzan a remar vigorosamente en dirección a una nave que estaba atracada y que ahora ha virado para alejarse mar adentro. Las primeras piedras pómez grandes golpean el agua cuando ya están próximos a la nave y los tripulantes preparan unas cuerdas para arrojárselas.

Plinio el Viejo observa embelesado esa masa imponente que cubre Pompei y ahora se dirige a Stabia. Un impulso lo acucia a seguir adelante, adentrándose en la nube para poder describir luego, fehacientemente, el misterio de su naturaleza. Pero cuando toma conciencia del peligro y decide volverse para alejarse del lugar, ya la nube lo está envolviendo con su aliento azufrado.0

Lucio cae de rodillas frente al Teatro Pequeño, y sus pulmones pretenden en vano absorber el escaso oxigeno circundante. Con un último esfuerzo comienza a gatear en dirección al mar, pero las piedras pómez, cada vez más grandes, se abaten sobre su cuerpo. Finalmente, una inmensa golpea su cabeza mientras el azufre se le mete en el cuerpo y las cenizas comienzan a cubrirlo.

Plinio el Joven alcanza a trepar a la nave junto a sus acompañantes. Mientras se dirigen hacia mar abierto, una ominosa lluvia de cenizas y piedras cae sobre la arena de la costa y las aguas, levantando grandes olas que sacuden la nave. Pero ésta ya se está alejando, y cuando Plinio comprende que el peligro para ellos ha pasado, observa angustiado la magnitud de la catástrofe. Desea fervientemente que sus familiares que viven en Pompei y su amigo Lucio se hayan salvado, pero sabe que esa posibilidad es remota. Y ni siquiera puede imaginar que su tío, absorto en la contemplación de la erupción, se está ahogando con los gases de azufre que van invadiendo Stabia. Mientras la nube desciende implacable sobre Pompei para sepultarla, la nave que transporta a Plinio se dirige a toda vela hacia Mesino.

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AMOR EN BUDAPEST

Dos parejas de bailarines ataviadas con típicas vestimentas húngaras danzan al son de los violines mientras Irina y Lajos brindan a la luz de las velas en ese recatado restaurante de la colina de Buda, frente a la iglesia Matías. Afuera, el Bastión de los Pescadores refleja la luz de sus conos neorrománicos en las aguas del Danubio y más allá, en la ribera de Pest, el Parlamento alza sus góticas agujas hacia el oscuro cielo.

Una sonrisa desaprobatoria para los bailarines distiende apenas los labios de Lajos. La destreza de éstos ni se aproxima a la de los profesionales que cada noche actúan en la czarda de Ántonin, que él suele frecuentar: los violentos y rítmicos taconeos, el destello de las chispas al entrechocar las espadas, los voluptuosos giros de las jóvenes en las rondas, el lamento profundo y visceral emergiendo de la garganta de una buena cantante… A pesar de la negativa comparación, un resplandor cómplice asoma a las pupilas de Lajos e Irina mientras beben su champán, porque están recordando la noche que se conocieron en el bar New York, ese símbolo del art decó, con sus techos dorados, las retorcidas columnas de mármol rosado y los gigantescos espejos que reflejaban sus cuerpos jóvenes y vitales.

Irina había aparecido como una fulguración en la vida de Lajos, mediocre funcionario en una dependencia de la Cancillería. Claro que ese modesto empleo le había permitido ya efectuar esporádicos viajes a Paris o Viena para llevar a cabo diligencias protocolares encargadas por su jefe directo, Andras Bartok; y había sido precisamente en Paris, en la embajada de su país en la capital francesa, donde había conocido a Phillipe.

Phillipe era simpático, genero solo había invitado al Moulin Rouge en Pigalle, y al Follies Bergere-, y poco a poco le fue sugiriendo, primero subrepticiamente pero luego con total claridad, que a través de él Lajos le pasara información a los norteamericanos sobre las actividades rusas en Budapest. Serían sólo datos sin mayor importancia referidos a contactos de algunos diplomáticos húngaros con la KGB, y la paga era muy buena. Y como el sueldo de Lajos no le permitía los lujos que el siempre había deseado, aceptó de inmediato.

Después de un tiempo, y cuando estaba en esos menesteres, fue que apareció Irina. Ella era húngara, pero estaba viviendo en Moscú para cumplir una beca de estudios. Y aunque al principio le ocultó a Lajos su verdadera misión, a medida que la primitiva atracción se fue intensificando hasta convertirse en apasionado amor y a medida también que iba advirtiendo las débiles convicciones patrióticas de su amado terminó por confesarle la verdad: la KGB sabía que él se había convertido en espía de los Estados Unidos y la habían enviado a ella para que le sugiriera espiar a su vez a las potencias occidentales para pasarle los datos a la KGB. Y así fue como Lajos, que no era comunista ni prooccidental y al que solo le interesaba acceder a dinero fácil, se convirtió en doble agente secreto espiando al mismo tiempo a Rusia y a los Estados Unidos.

A la KGB le interesaba saber qué papel estaban jugando las potencias occidentales en la gestación de la “primavera húngara”(*), y a Phillipe y los estadounidenses la actitud que adoptaría Rusia en el caso de que esa insurrección se produjera. 5

Mientras Lajos cruzaba todo tipo de información, el romance continuaba en su apogeo. Aunque mínimas sospechas y esporádicos recelos por momentos tiñeran de dudas su relación, la atracción de los instintos era más fuerte que la desconfianza, sobre todo en Lajos. Paseaban en lancha por el Danubio, subían al monte Gellert de noche para desde allí contemplar los puentes iluminados el Szechenyi, con sus cadenas y los leones custodiándolo, el moderno y estilizado Elizabeth-, llegaban hasta la Citadella, todavía acribillada por las balas de pretéritas batallas… Pero mientras ellos se amaban, el descontento fermentaba en las mentes de los húngaros y la sublevación bullía en las calles de Budapest.

Aunque el levantamiento fogoneado por Occidente era inminente, a Irina y Lajos parecía no preocuparlos. Solían verse a menudo en el bar Pilvax, allí donde el poeta Sandor Petofi compusiera las estrofas del himno “¡En pie, magiar!”, para luego recitarlo ante la muchedumbre sublevada antes de morir él mismo en los combates. O en el New York, o en cualquiera de los románticos lugares de la colina de Buda donde sonaran los violines.6

En uno de estos están ahora, brindando y rozándose apenas los labios mientras suena una czarda. Cuando los violines callan y los bailarines se retiran, Irina le pregunta, con un mohín pícaro pero concretamente, qué clase de ayuda es la que está prestando Occidente para el levantamiento. Un gesto de fastidio contrae los músculos de Lajos; parece querer contestar con una evasiva, pero finalmente transige y de mala gana le informa que esa ayuda es sobre todo propagandística, un intento de exacerbar el patriotismo de la ciudadanía para que se produzca el estallido. Pero le oculta el dato sobre la ayuda económica que está brindando Estados Unidos a los cabecillas del complot. Lajos había aceptado a regañadientes pasarle información a la KGB, y solo lo había hecho luego de comprobar que su pasión por Irina era realmente correspondida por ella. Pero siempre que lo hacía le retaceaba lo más importante: los nombres de los dirigentes húngaros comprometidos, los cursos de acción cuando el movimiento estallara, el real poder de las armas en manos de la insurrección…

Luego de responder a Irina, él a su vez la interroga sobre la posible respuesta de las tropas soviéticas si el levantamiento se concretaba. Ella responde que no harían nada y se retirarían por temor a un enfrentamiento nuclear con Occidente, y que solo in-tentarían pactar con los nuevos dirigentes para  mantener un statu quo.

Cuando Imre Nagy asumió como presidente tras el levantamiento, efectivamente lo único que hizo Kruschev fue tratar de presionarlo para que los lazos de amistad entre los dos países permanecieran como hasta entonces. Nagy prometió dialogar, y cuando se dirigió junto a otros camaradas al cuartel de las tropas soviéticas, todos fueron detenidos y desaparecidos, descabezándose de ese modo la revuelta. El general Pal Maleter se puso entonces al frente de las mal armadas tropas húngaras y de la muchedumbre de ciudadanos que ocupaba las calles de Budapest. Los efectivos rusos comenzaron a evacuar la ciudad y a replegarse, enardeciendo a la multitud que festejaba con vítores al nuevo líder, ignorantes de lo que había pasado con los otros dirigentes.

Aunque los recelos de Irina y Lajos se fueron acrecentando con los acontecimientos, se mantuvieronal margen de lo que sucedía y continuaron a mándose. Pero algo imperceptible y definitivo se había interpuesto ya en su relación. Pese a las protestas de fidelidad incondicional de Irina, Lajos presentía que el amor estaba muerto. A pesar de ello continuaron viéndose, y ahora están en un histórico bar de la avenida Rackozy reprochándose mutuamente diversos actos de traición ideológica, cuando ven que la multitud corre afanosamente por la calle. En el momento en que salen del bar para ver qué está ocurriendo, los tanques rusos que han regresado avanzan por la avenida disparando y embistiendo a la gente.

Entonces Lajos comprende: las evasiones de Irina sobre lo que harían los rusos, su aparente convencimiento de que no intervendrían si se producía la insurrección, había sido ficticio. Entiende que Irina siempre había sabido que la Unión Soviética dejaría que la revuelta se produjera para después reprimirla a sangre y fuego sofocando de ese modo, definitivamente, cualquier atisbo de independencia.

Lajos tiene un arma, y su primer impulso es el de utilizarla contra Irina. “¡Siempre lo supiste!”, la increpa, agarrándola de un brazo. El gesto de ella es una muda aceptación. “¡Yo soy comunista – responde – y no puedo traicionar al partido! Pero siempre te amé de verdad, y te sigo amando”.

Él la suelta y la mano que ya tocaba la pistola se desploma a un costado de su cuerpo. Los ojos de Irina preguntan “¿qué harás?”, y Lajos responde desalentado: “Yo no soy comunista, ni tampoco pro yanqui. Solo quiero seguir viviendo, pero Phillipe y los otros no me lo permitirán. De modo que le pediré a Bela, o a Andras, que me consigan asilo en la embajada noruega.”

Con una mirada mezcla de amor y odio se aleja de Irina para perderse en la multitud que huye. Ella permanece con el brazo extendido y un gesto resignado, y cuando, luego de unos segundos, gira la cabeza, un tanque se está aproximando a toda velocidad seguido por soldados que disparan sus armas. Es lo último que Irina ve: después el cielo comienza a girar vertiginosamente sobre su cabeza.

(*) Levantamiento popular contra la Unión Soviética ocurrido en 1956.00.

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AMERICA

FAVELAS

El ruido de la explosión no afecta demasiado la semivigilia de Jairzinho. El calor ardiente de la tarde ha ido cediendo paulatinamente empujado por la brisa que viene de la bahía, pero el sopor causado por la mezcla del bochorno y tres vasos de whisky ha introducido en el cerebro del joven una duermevela que no alcanza a ser sueño pero que se le asemeja bastante. Aunque no se ha sorprendido por el sonido la explosión, un segundo estallido termina por despabilarlo.

El agua de la piscina en el último piso del “Copacabana”, más que tibia estaba decididamente caliente, y luego de un breve chapuzón, el disgusto por la temperatura lo ha obligado a salir. Cuando lo está haciendo, una nueva y potente explosión lo obliga a mirar hacia atrás del hotel, hacia la colina donde está la favela. Y al divisar el helicóptero suspendido sobre el morro, de pronto Jairzinho comprende: el tableteo de las armas y las voces emanadas del megáfono del helicóptero le certifican que la gendarmería, o el ejército, está atacando la favela. “Su” favela, allí donde nació y creció bajo la tutela y el amor de sus padres.

A pesar de la pobreza, su infancia fue similar a la de tantos garotos: con los juegos propios de los niños y con esa devoción por los ídolos futbolísticos a los que soñaba emular cuando creciera; y también, cuando se portaba mal, con las reprimendas que lo enclaustraban en la modesta casucha donde vivían y, en ocasiones, hasta con algunos ramalazos de hambre. Pero la mayor parte del tiempo, con alegría y felicidad.

Recién en la adolescencia, cuando el reclamo de los instintos lo obligó a acercarse al sexo opuesto, se dio cuenta de que la pobreza y el amor de las muchachas suelen ser incompatibles. Sobre todo cuando esas muchachas son muy hermosas y tienen conciencia de que los son.

A pesar de ello nunca aceptó la sugerencia de algunos de sus amigos para que se uniera a ellos en los pequeños hurtos y arrebatos que efectuaban a los turistas en la cercana playa de Copacabana. Su padre, aun dentro de su pobreza, siempre supo ingeniárselas para sostener el hogar sólo con su trabajo en la construcción de edificios próximos a la costanera, mientras mantenía una alerta tutela sobre Jairzinho y su hermana menor.

Jairzinho no robó ni se drogó como lo hacían la mayoría de sus amigos; pero un día la tentación se materializó en la estilizada figura de María de los Ángeles. Ella vivía a medio camino entre la favela y la avenida Copacabana, y era blanca, rubia y etérea. Lo opuesto a Jairzinho, que era mulato, fornido y de baja estatura.

Al principio María de los Ángeles lo ignoró, pero la insistencia del muchacho logró que finalmente aceptara sus invitaciones. Claro que esas invitaciones distaban mucho de las que estaba a acostumbrado a efectuar Jairzinho: salir a caminar, tomar un helado y luego, si existía la posibilidad, meterse en algún recoveco de la favela para tener sexo con la muchacha. La compañía de María de los Ángeles exigía la posesión de dinero, y Jairzinho no lo tenía.

Aunque había terminado el secundario seguía sin trabajo, por lo que resultó inevitable que un día aceptara las sugerencias de Nico para que ingresara a una red de narcotráfico que operaba en la favela. Pero antes resistió todo lo que pudo; se encaramó al típico tranvía que va al bohemio barrio de Santa Teresa y de allí a la cima del Corcovado, donde se yergue la imponente figura del Cristo, y le pidió perdón anticipadamente por lo que se aprestaba a hacer. Pero como a los pétreos brazos extendidos por momentos los presintió acogedores y por otros admonitorios, se quedó con la duda sobre su respuesta. Él era creyente, católico, lo que no le impidió elevar también sus súplicas a los orixás Ogum, Iemayá, Oxalá, Xangó… los que tampoco le contestaron. Pidió consejo a los espíritus de sus abuelos y anteriores ancestros, pero como estos no se manifestaron reprendiéndolo, concluyó que seguramente aprobaban su decisión.

Al principio su misión consistió sólo en transportar algún paquete de un lugar a otro, pero poco a poco sus actividades se fueron extendiendo y pronto, con sus todavía magras ganancias, comenzó a comprar y a vender por su cuenta pequeñas cantidades de marihuana, hasta llegar a comerciar también mínimas dosis de cocaína.

Por cierto que sus actividades eran limitadas y sus ganancias también, ya que una gran parte de ellas estaba destinada a pagar los peajes de los jefes. Pero en poco tiempo logró una posición que ya le permitía darse ciertos gustos, como usar buena ropa, frecuentar lugares nocturnos y ayudar económicamente a su familia. Su padre había finalmente desistido de reclamarle aclaraciones sobre la procedencia del dinero y, aunque a disgusto, terminó por aceptarlo.

Nunca logró poseer a María de los Ángeles, pero la vida le dio desquite con el acceso carnal de otras muchachas tan bonitas o más que aquélla. Pronto su situación económica mejoró de tal modo que ya le permitió efectuar viajes, alojarse en buenos hoteles y llevar una vida relajada. Y aunque siempre estaba presente el peligro representado por las fuerzas del orden, hasta ahora había logrado sortearlo con éxito. 05

Periódicamente la policía entraba a la favela y procedía a efectuar razias, pero casi siempre con magros resultados. En una sola ocasión la batida había sido exitosa, y en el enfrentamiento habían muerto tres habitantes de la favela y un policía.

Pero ahora presiente que el procedimiento será importante porque al primer helicóptero se le ha sumado otro, y a las intimaciones por los megáfonos le han sucedido fuertes explosiones superpuestas al tableteo de ametralladoras y armas largas. Ha estado siguiendo los lugares del enfrentamiento que tan bien conoce por las nubecitas de humo que se elevan de la favela. Y cuando uno de los helicópteros queda suspendido muy cerca de la casa de sus padres, comienza realmente a preocuparse. Pero es sólo un instante; de inmediato se despreocupa pensando que allí no entrarán, que ni sus padres ni Amelita son sospechosos y que un operativo de esa naturaleza no se montaría para buscarlo a él, mínimo engranaje de una gran maquinaria, sino a otros importantes jefes al comprobar que los tiros y las explosiones amainan, se relaja y pide otro whisky. Y cuando comprueba que los helicópteros se esfuman tras el morro, termina de distenderse. Ya con el vaso en la mano, se acoda en la baranda de la terraza, desde donde el ocaso permite descubrir todavía un trozo de la playa con su fuerte oleaje. Diez pisos más abajo, la avenida Copacabana rebalsa de vehículos que trazan en su recorrido haces incandescentes mientras las luces de los negocios comienzan a encenderse.

Jairzinho bebe otro trago de whisky sin sospechar que en ese momento los bellos ojos aún abiertos pero ya fijos por la rigidez de la muerte de Amelita son cerrados por su madre, que solloza apenas en la oscuridad de la habitación, mientras en la calle su padre eleva lo impotentes puños hacia los últimos soldados que van despareciendo al bajar la cuesta.

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“LA HEROICA”

“¡Poco podremos resistir!”, se lamenta interiormente el prior Jean Desalins oteando desde el convento Santa Cruz enclavado en el cerro de “la popa de la galera” las marismas y los pantanos que rodean el puerto y la ciudad amurallada. La imponente flota compuesta por treinta y un mil hombres a bordo de ciento ochenta y un navíos y comandada por el inglés Edward Vernon aún no se divisa, pero momentos antes un soldado le traído el mensaje del general Blas de Leso anunciándole la poca resistencia que han podido oponer los fuertes de San José y San Fernando que custodian ambos lados de Boca Chica, en la entrada de la bahía para detener el paso de la flota. Algún barco invasor ha sido dañado, pero rápidamente los cañones de los fuertes han sido acallados y el convoy ha seguido su avance hacia Boca Grande.

De Leso ha situado su mando en el macizo fuerte de San Felipe de Barajas, levantado en el cerro San Lorenzo, y ha distribuido trescientos soldados a lo largo de las murallas, baluartes y torreones que rodean Cartagena de Indias. En Boca Grande vigilan también seis navíos de guerra de buen porte y bien artillados, pero que semejan sin embargo indefensas orugas a la espera de un poderoso ejército de hormigas.

Por las callecitas empedradas de la ciudad ya no circulan las típicas carrozas y un silencio opresivo flota en el bochorno húmedo de la siesta. Un calor sofocante cubre de traspiración los cuerpos y las cabezas de los soldados cubiertos con inadecuados uniformes y pesados morriones mientras permanecen en una tensa espera. Desde los balcones de madera donde los geranios, los amarantos y las santarritas despliegan un arcoíris de colores, alguna cartagenera curiosa se asoma para ver los semblantes ansiosos pero contentos de unos soldados que apuran el paso quizá para escapar a la muerte o tal vez dirigiéndose irremisiblemente a su encuentro.

En la Plaza de los Coches ha cesado el tráfico de esclavos para asentar allí un importante destacamento militar. En Getsemaní, el barrio de los sirvientes, a algunos de ellos se los ha armado con mosquetes y arcabuces para contribuir a la defensa de la ciudad, y los que no han logrado obtener esas armas se han provisto por su cuenta de facas, cuchillos y hasta alguna lanza casera. Un hálito anticipado de heroísmo cubre toda la ciudad de Cartagena.

Sin embargo, el prior Desalins ordena al abate Mariano que reúna a los otros curas y se dirijan al altar mayor para rezar no por la victoria, que considera imposible, sino para suplicar por las almas de los que caerán, porque está convencido de que toda resistencia será inútil. “Volverá a suceder”, se resigna, recordando la destrucción y la muerte que un siglo y medio atrás, en 1586, produjera la toma de la ciudad por parte de sir Francis Drake.

También los juicios que los inquisidores están llevando a cabo contra herejes, brujas, adoradores del cabro o contra cualquier inocente receptor de la inquina o la envidia de algún supuesto enemigo, han sido postergados. El potro, el aplasta pulgares, el cordel, el jarro de agua, el desgarrador de senos, la garucha, el peso de las brujas, el extractor de uñas, la gota de agua, la horquilla del hereje, el aplasta cabezas, el garrote, el círculo de púas, el hacha, han dejado momentáneamente de funcionar en el palacio episcopal.

El prior Desalins lamenta que ello debiera suceder como consecuencia del ataque de la flota inglesa. “Los impíos deben pagar, sean cuales fueren las circunstancias”, reflexiona. Pero de inmediato desecha el pensamiento y se dispone a presidir los rezos por el alma de los bienaventurados mártires que ascenderán al cielo cuando los ingleses tomen la ciudad. También suplicará para que las almas de los atacantes que caigan que está seguro serán pocos ardan para siempre en las purificadoras llamas del infierno.

Cuando Blas de Lezo, desde la torre ubicada en la cima del fuerte San Felipe, observa con su catalejo la primera avanzadilla de naves que, con sus velas desplegadas avanzan para dirigirse al puerto, ordena a su lugarteniente que avise a los artilleros apostados junto a sus cañones en las troneras de las murallas, alistarse para disparar cuando él lo indique. También ordena que los soldados guarecidos en los estrechos túneles que van directamente al mar, se apresten a repeler el ataque.

Otro grupo de naves se ha ubicado frente a las murallas que defienden la ciudad, y comienzan a bajar sus hombres a bordo de numerosos botes. Pero cuando estos intentan desembarcar en la playa, una andanada de cañonazos y fusilería que parte de los baluartes y los torreones desbarata ese primer intento y deja sobre la arena muchos muertos y heridos.

Cuando la otra flotilla entra en el puerto y comienza a abrir fuego sobre la ciudad, los cañones del fuerte repelen el ataque incendiando y destruyendo varias naves enemigas. El intento de desembarco en botes también es rechazado por los soldados asomados a las bocas de los túneles y por los cañones que continúan disparando sobre ellos.

Es entonces que Blas de Lezo comprueba, entre eufórico y sorprendido, que las naves comienzan a virar y luego se alejan para dirigirse a mar abierto. Más sorprendido aún está el prior Desalins al ver que los navíos, varios de ellos con las arboladuras rotas y las velas despedazadas, se repliegan pasando frente al cerro de la Popa para reunirse con el resto de la flota. “Es sólo un golpe de suerte”, se afirma a sí mismo, “pero volverán las veces que sean necesarias, irremisiblemente”. Después continúa presidiendo los rezos.

Un cielo clareado por el plenilunio que espeja de escamas plateadas el mar, cubre la ciudad también aparentemente quieta. Pero es una quietud sólo simulada, porque cada cartagenero está velando sus armas. Y si no las posee, cualquier cosa les sirve de tales: cuchillos, improvisadas chuzas, recipientes con agua pronta a ser calentada y arrojada desde los techos, palos, picos y hasta rústicos garrotes.

Al día siguiente los intentos de la flota inglesa se repiten con los mismos resultados anteriores: naves averiadas, cañones inutilizados y hombres grotescamente despatarrados sobre el empedrado y la arena de la playa. También las casas de la ciudad, con sus floridas balconerías y sus frentes alegremente pintados de vivos colores, sufren el cañoneo enemigo. Y también muchos cartageneros ofrendan sus vidas en defensa del terruño.

El asedio y los repetidos ataques continúan durante interminables días, y cuando ya la resistencia de los defensores parece estar cediendo, un renovado ardor aguijonea el altivo espíritu de los cartageneros, que vuelven a enfrascarse en una lucha cuerpo a cuerpo con los invasores que han logrado penetrar en la ciudad. Una y otra vez estos son rechazados. Cuando el general Carlos Suillars Desnaux se hace cargo del mando de las tropas defensoras, ya el desaliento ha cundido en las filas enemigas. Muchos barcos han sido hundidos o dañados, y un día, ante la incredulidad del prior Desalins, la flota inglesa se va reagrupando en mar abierto para finalmente volver a retirarse.

En las calles de la ciudad, en sus cercanías, en las cubiertas de los barcos, en las playas frente a las murallas y en el bello mar Caribe, más de la tercera par-te de las tropas invasoras ha muerto o está gravemente herida. La euforia no invade aún la ciudad, pero algunas cartageneras ya se van atreviendo a asomarse a los balcones de madera para observar el regreso de los que han burlado a la muerte.

El prior Desalins está exultante en el patio del convento de la Popa. “Esto es una prueba de que Dios está de nuestro lado, y que debemos continuar defendiendo nuestra fe contra los infieles”, le dice al abate Mariano. Luego agrega en voz baja: “Ve al palacio episcopal y asegúrate de que los juicios contra los impíos se reanuden de inmediato”. Pero antes de que el abate se marche sirve dos vasos de vino, levanta el suyo y brinda: “Por el triunfo de nuestra fe y el castigo eterno de los herejes”. Allá lejos, en el fuerte San Felipe, continúa ondeando airosa la bandera española.

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JOSEFINA

Las sombra de las altas palmeras se alargan rápidamente sobre la Place de la Savane, el antiguo “Jardín du Roi”. Un sol de oro está descendiendo a plomo sobre el ocaso rojizo del Caribe, ocultándose por momentos tras unos enormes nubarrones grises. Pronto será noche cerrada sobre la Savane, sobre la neoclásica Casa de Gobierno, sobre la colorida Biblioteca Schoelcher…; todo será oscuridad sobre Fort de France, la capital de la isla Martinica.

Marc y Michel han venido bajando desde la colina que está frente al puerto, cargando una bolsa con martillos, cortafierros, punzones, escoplos. Antes de llegar a la Savane se cruzan con algunos coches y carrozas, cada vez más escasos a medida que cae la noche. Sólo algún solitario transeúnte rompe la soledad de las calles en las cercanías de la amplia plaza. La escasa iluminación sólo permite entrever las siluetas de los dos hombres, tornando innecesarias las gorras que ocultan en parte sus oscuros rostros.16

El sol ya se ha hundido en el Caribe cuando los dos mulatos se dirigen hacia el lugar de la plaza donde se levanta el monumento a Marie Josephe Rose Tascher de la Pagerie, la emperatriz Josefina, la esposa del emperador Napoleón.

Luego de comprobar que no han sido vistos por los guardias de la Casa de Gobiernoen la plaza no hay otros-, depositan la bolsa en el suelo y comienzan a sacar silenciosamente sus herramientas. Marc despliega también una pequeña escalera plegable que traía consigo. Al oír el sonido de un silbato proveniente de la Casa de Gobierno se detienen bruscamente, pero al comprobar que en el frente del edificio no se observa ningún movimiento extraño, reanudan cuidadosamente su tarea.

A Marc y Michel no les interesa que Josefina hubiera sido una bella y dulce joven que, debido a sus virtudes, descollara en los salones parisinos hasta merecer el honor de convertirse en la esposa del emperador del más poderoso imperio de Europa, Napoleón Bonaparte. Tampoco les importa que, a pesar de ser luego repudiada por el emperador por no haber podido darle un heredero, en su lecho de muerte la última palabra pronunciada por Napoleón hubiera sido precisamente “Josefina”. A ellos sólo les interesa que ella era oriunda de Martinica, que había nacido en la casona erigida en la inmensa plantación de café y caña de azúcar propiedad de sus padres, y que en ella trabajaban doscientos esclavos, quizás alguno de ellos sus propios antepasados. Y que, luego de ser abolida la esclavitud, se había casado con el hombre que más tarde la había restaurado en toda la isla. También saben que fue precisamente un sobrino de ese hombre ¿o quizá su propio hijo natural…?-, el emperador Luis Napoleón, quien había mandado levantar el monumento a Josefina en la época del segundo imperio. Por eso ahora, cuando la luz de las bombillas eléctricas apenas les permite seleccionar las herramientas, Marc y Michel, luego de escogerlas, se disponen a realizar la parte final de su tarea. Con mucha precaución empiezan a borrar con los punzones, una a una, las letras doradas que designan el nombre de “Josefina” en el texto grabado en el mármol del pie del monumento(1). Luego, mientras Marc sostiene la precaria escalera, Michel se encarama a en ella y con precisos golpes de escalpelos y corta fierros procede a decapitar la estatua(*).

Cuando el ruido producido por la acción moviliza algunas siluetas en el frente de la Casa de Gobierno, ya Marc y Michel, con la cabeza de Josefina en la bolsa de las herramientas, se están escabullendo entre las palmeras en dirección a los barrios altos.

(1) El texto dice:

MDCCCLVIII

NAPOLÉON III REGNANT

LES HABITANTS DE LA MARTINIQUE

ONT ÉLÉVE CE MONUMENT

A L’EMPÉRATRICE JOSEPHINE

NÉE DANS CETTE COLONIE

(*) Ningún gobierno de Martinica ha restaurado el monumento, que permanece decapitado desde hace décadas y con las letras que decían “Josefina”, borradas.

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PUERTO STROESSNER

Ya en Formosa había comprobado que el Paraná estaba crecido. A la orilla del camino las lagunas se extendían hasta casi rozarlo, mientras algunas vacas, con el agua en la panza, intentaban ganar tierra firme sin lograrlo. Pero recién cuando en Clorinda subió el Falcon a la balsa y ésta enfiló hacia Asunción, se dio cuenta de la magnitud de la crecida. El río era un agitado mar oscuro que hacía cabecear la balsa repleta de vehículos.

Regresaba de la Argentina a su país después de haber concluido el arreglo con la gente que recibiría la mercadería cerca de Ñacunday. Su misión consistía en entregar los materiales electrónicos con algo de droga adentro a los hombres que desde Paraguay atravesarían el Paraná en lancha hasta llegar a la ribera argentina. Luego debería pagar el soborno correspondiente a la gente de la gendarmería para que liberara la zona, y finalmente se dirigiría a Puerto Stroessner para efectuar algunos negocios por su cuenta. En Asunción había pernoctado en un hotelucho para no llamar la atención, por la dudas, y a la mañana se dirigió en el Falcon hacia Itaguá, donde la hilanderas ofrecían sus hermosos manteles y mantillas de ñandutí. Almorzó a la vera de las tranquilas aguas del Ypacaraí, y como buen devoto de la Virgen Azul de los Milagros se detuvo a ofrecer sus rezos en el santuario de Caacupé.

Un amarillento atardecer lo acompañó a través de la campiña paraguaya, en la que pastaban los cebúes y revoloteaban las garzas. Al detenerse en un solitario almacén para tomar una gaseosa, mientras orinaba en el precario retrete, una adolescente, casi una niña, le ofreció sus servicios sexuales. Como sabía que si aceptaba lo más probable era que luego lo despojaran de su dinero, y como además el arma había quedado en el vehículo, rechazó la oferta sonriendo mientras le daba un billete.

El sol se fue tornando rojo en el horizonte brumoso hasta desaparecer en una epifanía de colores, y ya era casi de noche cuando atravesó las arboladas cocolinas para dirigirse a Ñacunday, donde retiró la mercadería y la entregó a los hombres que lo esperaban a la orilla del Paraná. Cuando llegó a Puerto Stroessner y comenzó a atravesar sus polvorientas calles de tierra, ya era noche cerrada. 21

Mientras descansaba en la cama de la pensión fue que se le había ocurrido la idea. Decidió no pagar el peaje a la policía y dirigirse en cambio al casino recientemente inaugurado. Si las cosas se complicaban, diría que les había dejado el dinero a los hombres de la lancha para que ellos se la entregaran. Se despreocupó del asunto y a la noche, luego de perder unos cuantos guaraníes en la ruleta, durmió plácidamente acunado por los reflejos plateados de la luna llena que entraban por la ventana.

Y esta mañana, mientras miraba los precios de unos artefactos eléctricos, fue que vio a los tres hombres, dos de civil y uno con el uniforme de policía, dirigiéndose al negocio donde estaba. Su olfato de fuera de la ley le indicó de inmediato que lo estaban buscando a él. Pensó que si les daba el dinero quizá no pasara nada, pero luego intuyó que por lo menos no se salvaría de una golpiza, por lo cual salió corriendo del local y subió al Falcon justo cuando los hombres comenzaban a sacar sus armas. Aceleró a fondo y se dirigió al puente que une Paraguay con Brasil mientras los policías, con las armas en alto, no se animaban a disparar debido a la gran cantidad de vehículos y transeúntes. También el los subieron apresuradamente a un automóvil y comenzaron a per-seguirlo. Ya se estaban aproximando al Falcon cuando éste subió al “puente de la amistad” y comenzó a atravesarlo. Ninguna autoridad aduanera o policía fronterizo lo detuvo; sobre el puente los vehículos y los peatones transitaban como si no estuvieran en un límite internacional. Cuando llegó al extremo brasilero del puente sintió el eco de un par de disparos, pero tuvo la certeza de que eran sólo rutinarios tiros al aire de compromiso, y que ya no había peligro.

Recién disminuyó la marcha cuando el puente quedó atrás y comprobó que ningún vehículo lo seguía. Ya lentamente se dirigió a Foz de Iguazú y comenzó a recorrer las calles recién asfaltadas, flanqueadas por una edificación chata y desprovista de ornamentos, hacia el hotel Salvetti, el único edificio de diez pisos que se levantaba en un extremo de la ciudad.

Y ahora está ahí, contemplando en la lejanía el territorio de su país mientras saborea un güisqui. Siente un poco de nostalgia porque sabe que, por un tiempo, no podrá regresar. Pero se consuela pensando que ese tiempo no será demasiado largo y que, después, podrá retomar su actividad y todo volverá a ser como antes.

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MANUELITA

Aunque va a cumplir sesenta años y está inválida, pobre y enferma, el rostro de Manuela Saenz y Aizpuru aún conserva trazas de la espléndida belleza de su juventud. Todos la conocen en Paita, donde ha vivido modestamente desde hace casi veinte años fabricando dulces, tejidos y bordados que le han permitido hasta ahora sobrevivir. Pero últimamente ha estado muy preocupada porque las escasas rentas de su hacienda en Catahuango, allá en Ecuador, no le llegan regularmente como lo hacían hasta entonces. No sabe si es el gobierno ecuatoriano o el peruano el que está obstruyendo los envíos; sólo sabe que sin ellas no podrá sobrevivir, porque su invalidez ya le está impidiendo trabajar. Para colmo de males, hace un par de días que ha aparecido esa fiebre con dolor de garganta y esos vómitos que la tienen postrada más aún de lo que ya estaba.

Su finca de Catahuango, cerca de Quito, ya no es lo que era durante su adolescencia, cuando su belleza comenzaba a florecer y su espíritu rebelde a modelar un carácter que la convertiría en una experta amazona y en una incipiente revolucionaria. Las paredes se están descascarando y las tejas del techo rompiendo, pero el bello paisaje circundante, con unos Andes todavía verdes en la proximidad del paralelo que marca la mitad del mundo y que sólo se irán desertificando a medida que se eleven hacia el imponente Callambe, es el mismo de siempre.

Las rentas producidas por el alquiler de la finca ni se aproximan a lo que rendían cuando sus padres la poseían, pero a ella le alcanzaba para vivir más desahogadamente. Ignora el motivo real que le impide acceder a sus rentas; la única certeza que tiene Manuelita es que el dinero no llega, y que ella está cada vez más pobre y enferma.

Casi esfumada de su memoria está ahora la vital arrogancia de su saludable juventud, cuando veía pasar, desde las ventanas de la casa paterna, las filas de soldados patriotas hechos prisioneros por la tropas realistas. Esas visiones comenzarían a fermentar en su espíritu el fervor revolucionario que determinó que sus padres la internaran en un instituto de monjas. Una sonrisa distiende sus labios cuando, por entre una bruma de nostalgias, recuerda que, a los diecisiete años y recién regresada del instituto, se fugó con su amante, un coronel del ejército del rey. Cuando el amante la abandonó, sus padres, para salvaguardar su reputación, decidieron casarla con el doctor Thorne, un médico que le doblaba la edad. De ese modo pudo, finalmente, convertirse en una auténtica dama de la sociedad quiteña.

Quito era una ciudad elegante y afrancesada, pero el verdadero brillo de los salones de la sociedad estaba en Lima, y fue allí donde sus jóvenes veintidós años deslumbraron a los peruanos con su belleza y su don de gentes. Sin embargo, bajo la apariencia apacible de la distinguida dama seguía escondiéndose un espíritu rebelde y revolucionario. José de San Martín se disponía a liberar el Perú, y ella aprovechaba el contacto con los realistas para sonsacar los datos que luego trasmitía a los patriotas.

Sentimientos encontrados la embargan ahora cuando recuerda la tristeza que la invadió cuando tuvo que abandonar Lima para acompañar a su padre de regreso a Quito, pero también la alegría y el deslumbramiento que le produjera el encuentro con Simón Bolívar en una fiesta.

Finalmente la alegría triunfa sobre la tristeza y su sonrisa se amplía cuando se pregunta que podría haber visto una bella joven de veintitrés años como era ella en un hombre de cuarenta, pequeño, de tez muy oscura, esmirriado… Claro que, recuerda, él ya era quien había creado la Gran Colombia, y además su fama de galanteador no le iba en zaga a la de valiente guerrero y visionario estratega. El deslumbramiento fue mutuo e instantáneo, y desde entonces ella siguió para siempre la huella del Libertador.

Para escándalo de su familia y de la pacata sociedad quiteña, abandonó a su marido y cabalgó junto a Bolívar recorriendo mil caminos que concluirían sólo con su muerte en Santa Marta. Lo siguió a Guayaquil para acompañarlo en su encuentro con San Martín, estuvo junto a él en Pichicha, volvió a Perú para pelear en Ayacucho donde recibió el grado de coronel, nunca lo abandonó en su omnipresente disputa por el poder con Francisco de Paula Santander y hasta le salvó la vida en Bogotá vestida de soldado, haciendo frente a los partidarios de Santander para darle tiempo a que escapara del atentado que aquél le tenía preparado. Por ello Bolívar le diría luego con amoroso agradecimiento: “Eres la libertadora del Libertador”.

Permaneció junto a él hasta 1830 cuando, ya disuelta la Gran Colombia, derrotado y enfermo Bolívar huyó en un penoso vía crucis hasta Santa Marta, donde murió pocos meses después.

Pero ahora, cuando la blancura ha desplazado definitivamente el juvenil azabache de su pelo y las arrugas se empeñan en destruir la tersura de su piel, a su espíritu ya no lo inquietan los dolores y alegrías de aquellas lejanas vicisitudes. Lo que alimenta su preocupación es la insolvencia a la que la tiene sometida el bloqueo de sus rentas de Catahuango, y esta fiebre que aumenta hora tras hora y esos vómitos pertinaces teñidos de sangre que aparecen a cada golpe de tos. Cuando se adormece por lo calmantes que le ha dado el médico, vuelven a reaparecer los recuerdos de su destierro al Perú tras la muerte del Libertador. Y aunque poco tiempo después volvió regresó a Quito, las persecuciones a las que se vio sometida tanto por Santander como por los propios partidarios de Bolívar culminaron en 1934 con otra expulsión del país. Embarcada en Cartagena de Indias se dirigió a Jamaica, desde donde regresó al año siguiente sólo para volver a ser nuevamente expulsada. Entonces se radicó definitivamente en el Perú, en el puerto de Paita, desde donde ya no intentaría regresar y donde ahora, cuando sus ojos apenas se entreabren mientras los labios musitan un querido y ya inaudible nombre, sus oídos aún alcanzan a escuchar que el médico pronuncia la palabra “difteria”. Luego cae en un sopor del que ya no despertará.

Es el año 1856, y deberán pasar muchos años para que sean rescatados su amor, su devoción y su lealtad hacia el Libertador, y su coraje para defender a rajatabla sus ideales revolucionarios.

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LA REVANCHA

Podría haber ido directamente a Montevideo, pero prefirió tomar el buque a Colonia, por las dudas. Pensó que para llegar a Brasil lo mejor sería atravesar territorio uruguayo, ya que una vez subido al Buquebus estaría prácticamente a salvo; por esa pavada no iban a estar esperándolo los de Interpol en el desembarco. En cambio, cruzar la aduana de Colón a Paysandú o de Curuzú Cuatiá a Uruguayana podría ser más complicado, aparte del tiempo que le tomaría llegar a la frontera. Y en avión ni pensarlo. En Colonia en cambio, como turista, no lo iban a estar controlando.

Como faltaban tres horas para tomar el ómnibus a Montevideo, aprovecharía para recorrer el casco viejo; de paso se relajaba. Atravesó el gran pórtico con el escudo portugués, admiró las antiguas murallas de la época de la colonia y fue recorriendo sin apuro las callejas empedradas que descienden hacia el río. Se detuvo un largo rato en la “calle de los suspiros”, flanqueada por casitas coloniales de la é época portuguesa, y luego pasó frente al derruido convento de San Antonio, al lado del blanco faro que aún parece guiar por las noches algún barco pirata inglés o francés dispuesto a poner sitio a la antigua colonia del Sacramento. Aunque ahora los únicos destinatarios de su luz sean unos modestos barquitos de pescadores.

Miró su reloj al pasar frente a la casona donde el mítico Marcello Mastroiani filmara la película “De eso no se habla”, y como aún era temprano se dirigió al museo “del azulejo”. Pero aunque estuvo tentado de entrar, calculando el tiempo que le quedaba prefirió seguir recorriendo las callecitas empedradas ocupadas por las mesas de los bares circundantes, en uno de los cuales se sentó a tomar una cerveza. Cuando llegó a los cimientos de la “casa de los gobernadores” lo único que quedaba del antiguo edificio colonial ya faltaba poco para que saliera el ómnibus a Montevideo.

El único momento en que soltó el maletín sujeto a su muñeca fue cuando se sentó a tomar la cerveza, y durante el trayecto a Montevideo siempre permaneció en el asiento junto él hasta llegar a la terminal. Hubiese deseado visitar de nuevo la plaza Independencia donde se encuentra el mausoleo con los restos de Artigas, pero el tiempo que disponía hasta cambiar de ómnibus no era suficiente para llegar hasta el lugar que tanto lo había sensibilizado en aquél viaje que hiciera con Laura al poco tiempo de estar casados. Con esa Laura que ahora era sólo un doloroso recuerdo. Ella no había podido soportar la estrechez económica a la que los constreñía su modesto empleo en el banco, y lo abandonó poco tiempo después para radicarse en España con una nueva pareja. Él siguió ascendiendo poco a poco en el escalafón bancario, pero cuando finalmente logró tener un sueldo que le permitía cierto desahogo económico, ya hacía mucho tiempo que Laura se había marchado. Siempre solía insistirle: “Tené un poco de paciencia, las cosas van a ir mejorando”. Pero ella era impaciente, ambiciosa y, además, muy bonita. Él notaba cómo los hombres la miraban, incluso sus compañeros del banco cuando pasaba a saludarlo por cualquier motivo. Aunque ella nunca se lo hubiese reclamado concretamente, presentía su deseo contenido por acceder a un nivel de vida superior al que él podía ofrecerle. Por eso, aunque la decisión le clavó estiletes de pena hasta derrumbarlo, no tuvo más remedio que resignarse cuando ella le comunicó que lo dejaba para irse a vivir a España con ese rubio y buen mozo odontólogo cordobés.

Siguió trabajando en el banco, y un par de años atrás finalmente lo habían designado gerente en esa sucursal de Caballito. Aunque no le faltaron oportunidades, nunca volvió a formar pareja. “El que se quema con leche…”, solía responderle a sus compañeros cuando bromeaban con él al respecto.

Siempre había atribuido el abandono de Laura a su estrechez económica, aunque últimamente no estaba muy seguro de que el motivo hubiese sido solamente ése. Laura era independiente, pizpireta sólo después que se hubo marchado lo reconoció y le gustaba demasiado mirar a los hombres. En cambio, mientras permanecieron juntos, él nunca miró a otra mujer con intención de conquista. A su temperamento tranquilo, casi tímido, le bastaba la exuberancia y la voluptuosidad de Laura.

Al principio la idea comenzó a rondarlo como un simple juego de imaginación. “¡Si lo Laura…!”, se decía. Pero poco a poco, del cerebro la idea se le fue metiendo en el corazón, en el sentimiento. “Si lo hubiera pensado antes, quizá…”. Hasta que un buen día pensó que debía hacerlo, que esa sería su revancha. Aunque ya fuera tarde.

Mientras viajaba en el ómnibus de Colonia a Montevideo se había arrepentido de haber tomado ese itinerario. “Debí seguir directo a Porto Alegre”. Pero un sentimiento desconocido hasta entonces lo había conminado a dirigirse hacia la costa uruguaya para conocer el glamour de Punta del Este, disfrutar las payas de Rocha, visitar en territorio brasileño el castillo de Santa Elena, detenerse algún tiempo en los balnearios del sur… “Total, se acabaron los problemas económicos”.

Apenas vislumbró la playa de Pocitos-donde tanto había disfrutado con Lauray, siempre aferrado a su maletín, continuó hacia Punta del Este, dónde solicitó y obtuvo alojamiento en el “Conrad”. Ya instalado, y luego de regodearse por el amplísimo lobby, salió a los jardines desde donde se divisaba el puerto y un enorme barco de turismo anclado frente a la costa. Se quedó pensando si habría tomado la decisión adecuada al llenar la caja de seguridad del hotel con parte del contenido del maletín y acomodar como pudo el resto la mayor parte debajo del sommier. Al bajar la alta escalinata del hotel y tomar conciencia de que no tenía el maletín, de pronto se sintió desnudo y casi entró en pánico. Pero se sobrepuso y se dirigió al puerto, atestado de lujosas embarcaciones, donde le dio de comer a los lobos marinos que salían del agua para encaramarse en la pasarela.

Pensó en continuar hasta Maldonado, hasta Beverly, pero un recelo compulsivo lo obligó a retornar. Después de lo que había sufrido preparando la maniobra, no estaba dispuesto a perder todo por unos momentos de distracción. Al comprobar que debajo del sommier todo estaba en orden y en la caja de seguridad también, se relajó y sonriendo comenzó a pensar en la cara que pondrían los empleados cuando el lunes a primera hora se enteraran: Tito, el tímido, el bonachón, el empleado modelo primero y el gerente eficiente y responsable después… ¡Y si se enterara Laura! Pero esto resultaba difícil, claro, porque en España no le iban a estar dando importancia a una simple cuestión policial en Argentina. En los medios periodísticos locales sin duda le darán amplia cobertura, pero en España…

Cuando estaba jugando a la ruleta en el casino del hotel, notó en un par de individuos que estaban en otra mesa algo alejada ciertas actitudes y ciertas miradas dirigidas a él que lo inquietaron. Pero enseguida se tranquilizó; era sábado a la noche, y hasta el lunes, cuando abriera la sucursal, nadie enterarse. Por las dudas cambió las fichas y se fue al bar del hotel a tomar un coñac. Mientras bebía lentos sorbos no podía dejar de pensar que en la gerencia general del central había, por cierto, duplicados de las llaves del tesoro de la sucursal. ¿Pero, cómo podrían haber sospechado? Sin embargo la inquietud se agigantó cuando descubrió, en una mesa cercana a la suya, a los dos hombres sospechosos, y se convirtió en pánico cuando en la pantalla gigante del LCD un locutor comenzó a informar que en la sucursal del banco X de Caballito, en Buenos Aires, había desaparecido todo el dinero del tesoro, incluidos los dólares. No había signos de violencia, y la policía argentina había solicitado la colaboración de Interpol porque se sospechaba que el gerente había huido al exterior con el botín. Un gesto de terror que lo paralizó se dibujó en su rostro cuando los dos hombres, sin dejar de mirarlo, se levantaron y comenzaron a dirigirse hacia dónde él estaba.

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EL ABUELO Y FERDINAND

Ferdinand Saussure se siente el mismo niño pobre que escuchaba embelesado las historias que le contaba el abuelo mientras comía una fruta sentado en ese mismo banco frente a la dársena de los pescadores.

Point a’ Pitre no ha cambiado nada desde entonces. La Place de la Victoire es el mismo espacio abierto, grande y anodino, en el que correteaba cuando el abuelo lo llevaba a pasear al mercado de frutas y verduras instalado frente a la dársena. Una infinidad de mangos, melones, guayabas, papayas, chirimoyas… lo tentaban entonces con sus vivos colores y penetrantes aromas. Las monedas del abuelo eran escasas y no alcanzaban más que para una, a lo sumo dos. Pero el deleite con que las comía, deteniéndose por momentos para que le duraran más, era el mismo de ahora, mientras saborea un plátano y deja vagar su mirada sobre los barquitos anclados en la dársena.

En la mañana soleada, sofocante, un cúmulo de enormes nubes blancas se desplaza lentamente por el cielo caribeño. Pero aunque pronto descargarán sobre la isla de Guadalupe sus acuosas alforjas, el calor sólo cederá unos minutos y luego el sol del mediodía volverá a abatirse implacable sobre la capital.

Mientras degusta lentamente el plátano, la enorme figura del abuelo, agigantada por la propia pequeñez de la infancia, vuelve a pasar su mano grande y nervuda sobre los negros rizos del niño, mientras sus abultados labios modulan palabras que crean en la mente infantil entrañables emociones e imaginarias proezas. Ve de nuevo aflorar a su boca la blanca e intacta dentadura, y a escuchar su risa algo cascada por los años pero aún cristalina, mientras le cuenta historias de su propia vida y otras que le fueran transmitidas a su vez por su padre sobre su abuelo, el tatarabuelo de Ferdinand.

La intangible figura del abuelo se aleja de pronto para subir a un barco pesquero, el mismo quizá en el que solía salir, incluso de noche, a recoger los peces que el patrón canjearía por las monedas que le permitirían luego comprarle una fruta al nieto. Pero de inmediato regresa y se ubica a su lado mientras Ferdinand se levanta para atravesar la Place de la Victoire y dirigirse lentamente al centro de la ciudad. Sólo algunos modernos bares y restaurantes flanqueando la plaza cambian levemente la fisonomía del Pointe a’ Pitre de su infancia. Se detiene un momento frente a la estatua de Velo, el músico creador del ritmo wa-ha, sentado frente a su tambor, y luego continúa por la rue Peynier en dirección al puerto.

La figura del abuelo no lo abandona mientras le va susurrando al oído entrañables añoranzas. Su rostro se ensombrece un tanto al recordar los padecimientos sufridos por sus tatarabuelos durante la época de la esclavitud. La descripción de los toscos collares de hierro de los esclavos que trabajaban en las plantaciones de tabaco y sus gemidos de dolor solían turbar entonces sus sueños infantiles, y aunque ahora ya no lo desvelan, sus recuerdos aún lo estremecen por momentos mientras la imagen del abuelo le sigue susurrando historias, como la denodada lucha por abolir la esclavitud llevada a cabo por aquel blanco bondadoso llamado Víctor Schoelcher. Ferdinand recuerda las alegres chispas que fulguraban en los negros ojos del abuelo cuando le contaba la alegría que embargó a sus tatarabuelos al enterarse del acontecimiento, ocurrido en 1848. El tatarabuelo no vivió mucho tiempo para disfrutar su libertad, pero su hijo su bisabuelo fue un hombre libre desde su nacimiento.

Su abuelo sigue a su lado cuando llega al mercado central de especias, en la plaza de la fuente. El olor dulzón de la canela, la vainilla y el cacao, mezclado con el picante de la páprika, el comino, el coriandro y el colombo, lo impulsan a pedirle imaginariamente al abuelo que le compre miel con ron; pero de inmediato se da cuenta de que eso es cosa de adultos, que no podría ingerir un niño. Además, al abuelo no le alcanzarían las monedas para comprarlo.

Luego sigue por la rue Peynier contemplando detenidamente las casas de dos pisos pintadas de color pastel, con sus típicos balcones coloniales y sus altas puertas de madera. Muchas de ellas están descuidadas, y sus paredes desconchadas parecen empeñarse en negar su pasado esplendor. Ferdinand sabe que Point a’ Pitre es una ciudad vieja y anodina, mal iluminada y carente en general de belleza. Pero es su ciudad, y él la ama, como ama el recuerdo de su abuelo, cuya figura parece por momentos ir desdibujándose de su memoria. Ya casi no hay gente en las calles cuando llega hasta el portón de rejas pintado de azul del museo Schoelcher. Al comprobar que todavía es temprano, decide entrar. El abuelo también entra para recordarle que no olvide detenerse a mirar, además de las estatuas griegas y romanas, objetos de la cultura egipcia y otras bellezas, las pinturas y los objetos que recuerdan a los esclavos negros de Guadalupe, Martinica y otras islas vecinas. La visión de los látigos, las ropas desgarradas de las mujeres, los collares de hierro, las cadenas, estremecen su sensibilidad y cierra los ojos para que no se le escape una lágrima, esa misma lágrima que cree vislumbrar en los ojos del abuelo. Siente su mirada triste pero cariñosa recordándole que nunca olvide su negritud y sus orígenes, y al dirigirse a la salida ya la imagen del abuelo está esfumándose definitivamente.

Vuelve a mirar su reloj y apura el paso. Su mujer y sus dos hijas adolescentes ya deben estar en la terminal del puerto, y pueden preocuparse si él se demora. Como ramalazos se mezclan aún en su mente la figura del abuelo y los problemas laborales que han surgido últimamente en las plantaciones de tabaco y café, allá en su hacienda de Basse Terre pero luego desecha el pensamiento para concentrarse en los placeres que lo esperan en el crucero de lujo que los llevará a Martinica, Saint Marteen, Antigua, las islas Vírgenes…

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PIEDRA AZUL

“¿Va para Piedra Azul, señor?”. Lucas lo mira distraídamente y contesta con desgano “sí”. Habitualmente no suele entablar conversación con compañeros de asiento de un transporte menos si son varones, pero algo en el aspecto del hombre hace que vuelva a mirarlo de reojo. No puede calcularle la edad“¿45,50,55…?” porque el gesto simpático ,distinguido, lo hace aparecer joven, pero las arrugas que tajean su piel cetrina y el cabello gris tirando a blanco lo avejentan; sin embargo, el bigotito fino, casi inexistente, continúa siendo negro. “Raro que no se quite ese aludo sombrero negro mientras viaja, pero en fin, cada cual…”. Viste un saco cruzado con amplias solapas, desactualizado, y un colorido pañuelo le cubre el cuello.

“Así que para Piedra Azul. Qué casualidad, yo también”. A Lucas le sorprende la afirmación porque el ómnibus sólo va hasta allí. Sonríe apenas pero no vuelve a mirarlo. Por unos segundos sólo se oye el traqueteo del desvencijado transporte saltando sobre la irregularidad serruchada del ripio, pero en4

seguida el hombre vuelve a insistir: “¿Y se puede saber qué va a hacer a Piedra Azul?”. Lucas duda en dar por terminada la conversación contestando descortésmente cualquier cosa, o acepta finalmente la charla del hombre. Reflexiona que desde Puerto Montt deben de haber unos treinta kilómetros hasta Piedra Azul, y el paisaje que está viendo a través de la ventanilla no es de los más excitantes: sólo el mar a su derecha, infinito y gris, cubierto por un cielo plomizo. Habían pasado por el balneario de Pelluco, que ahora era sólo un lodazal cubierto de guijarros de donde sobresalían unos secos troncos de árboles. Sólo una iglesia de madera, típica del sur de Chile, suavizaba el agreste paisaje. Por eso finalmente le contestó: “Estoy escribiendo una novela ambientado en la zona. Me dijeron que en Piedra Azul se pueden avistar ballenas”.

El hombre abrió los ojos y una amplia sonrisa le iluminó la cara. “¡Seguro que vamos a ver las ballenas! ¿Así que es escritor? Yo era muy amigo de Neruda.” La incredulidad estaba presente en el rostro de Lucas cuando admitió, dudando: “Ah, sí?”. “Sí, y también de otros escritores. Una vez fuimos con Neruda a ver al presidente Allende.” Las dudas de Lucas se agigantaron cuando el hombre prosiguió: “Yo viví mucho tiempo en Valparaíso, y en Viña de Mar. En ese tiempo yo era muy rico, y tenía amigos muy importantes. Pero después las cosas me fueron mal, y perdí todo.” La seriedad de su rostro parecía confirmar las seguras afirmaciones. Pero Lucas seguía dudando. El hombre continuó: “Menos mal que en el casino de Viña, al que siempre iba, hice saltar la banca, y me volví rico de nuevo. Volví a tener lindas cabritas, y hasta una actriz de cine muy conocida.”

Las dudas e Lucas iban desapareciendo para dar paso a una certeza. Por un momento se distrajo observando a lo lejos, allá abajo, una planta industrializadora de algas, pero luego sólo el mar continuó a la vera del camino, monótono y gris. Por eso no tuvo más remedio que continuar escuchando el relato del hombre. “Hasta que un día ¡zás! volví a perderlo todo en el casino. Pero al poco tiempo unos amigos del presidente Allende, y amigos míos también, me propusieron unos negocios inmobiliarios que en poco tiempo me volvieron rico otra vez. Después me vine a Puerto Montt.” Lucas sólo afirmaba de vez en cuando con la cabeza y sonreía, hasta que por fin el transporte llegó a su destino.

Piedra Azul era un poblado pobre, gris, casi una villa de emergencia, con casuchas de madera y chapa y una playa negra repleta de guijarros. Lucas decidió bajar en una de las primeras paradas, y el hombre descendió con él. Seguido de mala gana por Lucas, el hombre se dirigió corriendo hacia la playa. “¡Ahora vamos a ver las ballenas!” Con el agua lamiéndole las zapatillas gastadas, luego de otear el horizonte exclamó: “¡Mírelas, allá están!”. “¿Dónde?”. “Allí, no las ve?”. “Yo no veo nada”. “¡Sí, mírelas como saltan. Allí, son varias!”. Lucas aguzó la vista hacia donde el hombre señalaba, pero sólo vio el mar quieto fundiéndose con el horizonte.

Comenzaron a caer algunas gotas, y siempre acompañado por el hombre Lucas regresó al camino. Poco después el ómnibus en el que habían venido volvió a pasar de regreso a Puerto Montt. Antes de que Lucas lo abordara el hombre lo despidió con un fuerte apretón de manos y una gran sonrisa. “¿Vio qué bonitas, las ballenas?”. Y mientras el ómnibus se alejaba siguió saludándolo con la mano.

El nuevo compañero de asiento de Lucas le dijo, señalando al hombre con el gesto: “Lo agarró el loco Juan, eh?”. “Me contó cosas de Valparaíso, de Viña…”. El vecino rio mientras afirmaba: “Pobre, siempre fue medio raro. Pero quedó así desde que su mujer se fue con un viajante. Juan siempre vivió en Piedra Azul, y nunca fue más allá de Puerto Montt.”

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TUYRO Y LAS VÍRGENES

A Tuyro Amaru Huamán le tiembla todo el cuerpo cuando sube el último de los cuatro peldaños tallados en la enorme piedra del altar de los sacrificios y accede a la superficie pulida que acoge a las víctimas yacentes. Por un instante imagina que la loza es un mullido y cálido colchón de vicuña y llama, pero el frío mineral que le hiere las plantas cuando le sacan las sandalias lo devuelve de inmediato a la realidad. A esa impiadosa realidad que ahora, de la mano de sus custodios, lo obliga a arrodillarse y luego extenderse sobre la piedra.

No será sacrificado como ofrenda al dios sol, para que éste fertilice los campos o interceda a favor del Inca en su lucha contra los chimús del norte o los diaguitas del sur; la cosecha será buena este año, y todos los vecinos del imperio han sido ya pacificados, por lo que no se necesitan más ofrendas. Tuyro Huamán está condenado a muerte y será ejecutado simplemente por haber cometido el más detestable de los delitos: haberse enamorado de una de las vírgenes del sol y haber concretado su amor con ella.

El altar del sacrificio está en la cima de la ciudadela de Machu Pichu, en el otro extremo de donde el pequeño Huayna Pichu vigila la ciudad sagrada. Muy cerca de allí, desde una saliente que da a un pequeño precipicio, son arrojados al vacío los condenados a muerte. Pero Tuyo Huamán no es un reo común; él ha osado profanar el sagrado cuerpo de una de las vírgenes del sol, y por eso será decapitado y su corazón extraído como si en realidad fuera la víctima propiciatoria de un sacrificio ritual. Aunque no lo sea, el sumo sacerdote ha considerado su delito como abominable y merecedor de ese tipo de muerte, la única posible que permitirá desagraviar a las vírgenes y lavar el pecado cometido contra el dios sol.

Pero la muerte sólo será la certificación del martirio de Tuyro Huamán. Porque previamente había sido amarrado a las argollas fijadas en la piedra de la cámara de las torturas, y allí se le habían infligido terribles tormentos para que confesara su horrendo crimen. Tuyro no entendía cómo su amor podía ser considerado un crimen, y por lo tanto se negaba a admitirlo. Pero finalmente, cuando las torturas se hicieron intolerables, no tuvo más remedio que aceptarlo.

Allá en Ollantaytambo no había vírgenes custodiadas, y aunque sus padres y sus abuelos adoraban al dios sol, nunca creyó que enamorarse de una de ellas podía constituir un pecado. Ollantaytambo era un pueblo de casas chatas, oscuras, atravesado por callecitas estrechas donde el sol pugnaba en vano por filtrarse a través de las pequeñas ventanas. Allí el sol era un dios opaco, furtivo, que casi no merecía adoración. Distinto al de Cusco, que reverberaba contra el oro del Koricancha encandilándolo con sus rayos o bruñía la piedra de los doce ángulos del callejón Hatum Rumiyoc como un auténtico dios todopoderoso. Él había visto el sol de Cusco, y se había deslumbrado; pero tampoco supo que allí hubiera intocables jovencitas que lo veneraran.

Por eso, cuando le comunicaron que debía abandonar su tarea de pastorear camélidos por los alrededores del imponente templo inconcluso de O-llantaytambo para ponerse al servicio de las vírgenes del sol en la ciudad sagrada, su espíritu se alegró y sólo pensó en lo agradable que sería estar rodeado de tantas bellas muchachas. En su pueblo ya había tenido algunas experiencias sexuales, e imaginaba el recinto del acllahuasi de Machu Pichu como un pequeño y resplandeciente cielo en el cual desobedecería de inmediato las advertencias de sus padres y del sacerdote local sobre la intangibilidad de las vírgenes.

El trayecto hasta Machu Pichu, bordeando el serpenteante curso del Vilcanota que se angostaba a medida que se iba alejando del valle sagrado para adentrarse en la lujuriosa vegetación subtropical que contrastaba con las nieves eternas de las cumbres asomando a trechos tras las altas colinas, le fue templando el ánimo a medida que se acercaba a la ciudadela. Y aunque al concluir el ascenso final se hallaba extenuado por la larga travesía, una felicidad desconocida lo envolvió al contemplar finalmente la ciudad sagrada y su majestuoso entorno: el templo del sol, el complejo del torreón, la tumba real enmarcada por losas naturales, la plaza sagrada, el templo de las tres ventanas, el intihuatana o reloj solar, las cárceles, las ventanas de la sierpes… Toda la ciudad, vigilada por el cercano Huayna Pichu con el telón de fondo del imponente Machu Pichu. La visión de la ciudad en la cual moraría le produjo un deslumbramiento aún mayor que el que había experimentado frente al reflejo del oro en el Koricancha de Cusco.

Cuando fue conducido al recinto de las vírgenes del sol lo acogió un coro de cuchicheos, risitas contenidas y miradas entre pícaras y pudorosas. Tuyro debió interrumpir su amplia sonrisa producto de su alegría al advertir el ges to severo de un par de guardianes y la mirada desconfiada de una mamacuna. Pero ya había adquirido conciencia de la buena acogida que su presencia despertara en las muchachas, y la alegría no se disipó.

Su tarea en el templo consistía en servir a las vírgenes cuando ellas lo requerían: servirles agua fresca de las vertientes, cacao caliente, dulces de quínoa o de maíz… Nunca se detenía a charlar con alguna de ellas, aunque no le estuviera expresamente prohibido hacerlo. Pero había miradas, gestos, sonrisas, que le indicaban que Aicha le prestaba más atención que las otras. Muy pronto las cortesías que la muchacha le dispensaba le hicieron desestimarlas advertencias que le formularan, primero sus padres y luego las mamacunas y los sacerdotes el templo, y también él comenzó a dedicarle más tiempo y más atención que a las otras vírgenes. Éstas miraban con simpatía el evidente enamoramiento de los jóvenes, pero también con cierta desazón y pena por las consecuencias que ello acarrearía. Las vírgenes sabían cómo también lo sabía Aichalo que podría suceder.

Pero ni los gestos severos de los guardias y las mamacunas, ni las sospechas de algún sacerdote o los cariñosos reproches de las compañeras fueron barreras suficientes para que Tuyro y Aicha renunciaran a su amor. Y una noche oscura, sin luna, en la que fugitivas sombras deslizándose contra los muros de piedra del templo parecían querer interponerse pero al mismo tiempo acompañar las furtivas sombras e los enamorados, Tuyro y Aicha concretaron su amor.

Muy poco tiempo duró el secreto. Indiscreciones de alguna virgen o la recelosa desconfianza de algún guardia, pronto hicieron que las sospechas de los sacerdotes se convirtieran en certeza. Y aunque al principio resistió los tormentos amarrado a las argollas de la cámara de torturas de las cárceles, finalmente tuvo que confesar su relación.54

Aicha fue desterrada a un solitario lugar de la selva para que muriera lentamente por inanición. Tuyo fue condenado al sacrificio, y ahora está temblando de miedo porque le parece imposible que su amor por Aicha merezca la muerte. Antes de que la sangre derramada se deslice por la mesa funeraria para abonar la Pachamama, alcanza a girar la cabeza para vislumbra a la distancia al Hauyna PIchu irguiéndose a un costado de la ciudad como un gigantesco custodio de las vírgenes del sol. Después lo ciega el resplandor del acero.

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