LA CIMA Y EL ABISMO

Diario “La voz del interior” (Córdoba)

Los cuentos y relatos que forman parte de este volumen no hacen más que ratificar el oficio talentoso de un narrador que, aunque rara vez nos deja perplejos, nunca decepciona. La narrativa de Carlos Gili se precipita por las alegorías vitales desde el mundo cotidiano. Una anécdota, la mirada densa del paisaje social, la epifanía, un caso policial, todo se transforma en un relato penetrante, ávido de narración.

Diario “La mañana de Córdoba”

“La cima y el abismo” hace crecer la narrativa de Carlos E Gili, proponiendo una ágil pero profunda lectura, donde realismo y existencialismo están siempre presentes.

INDICE

INTIMIDAD

Destino de sombras

Carlitos

El frío, las sombras y Chenquehuén

Colorado el 36

Vendavales

Eva y el sol

El pasajero

Brumas

PODER

Pedro de los milagros

Pradera del ganso

La casona

Aniversario

Tembladerales

La cima y el abismo

FANTASIA

Salitrales

Los universos de Carlos y Martín

Incertidumbre

Crepuscular

Pakal


 

INTIMIDAD

DESTINO DE SOMBRAS

Aunque sabe que el frío que le cala los huesos no proviene de afuera, Santos Manfredi hunde las manos en los bolsillos y encoge el cuello buscando ampliar la protección del saco.

A través del vapor de su respiración y del humo de un cigarrillo que pugna por permanecer encendido bajo la fina llovizna, el centro de Córdoba asoma de pronto ante sus ojos, esfumado y borroso como un agazapado monstruo de piel plomiza salpicada por cientos de ojos amarillos, blancos y violáceos que lo estuvieran esperando con las fauces abiertas para devorarlo.

A pesar de que ha venido caminando desde más allá de avenida Patria, tiene los pies y las piernas entumecidas por el frío; por el de ese junio inclemente y por el otro, el que le viene desde aquel atardecer, desde aquel segundo en que una certeza punzante le congelara el corazón para siempre. Antes de cruzar el puente Sarmiento se apoya en un pilar de la baranda y permanece unos instantes quieto, aterido, con la mirada incrédula y nostálgica fija en la informe masa de cemento que se yergue ante sus ojos a la vez acogedora y amenazante.

“¡Diez años!”, exclaman al unísono su mente perpleja, su alma devastada y su corazón petrificado. Quince había sentenciado el juez, y no hubo reducción a pesar de la buena conducta. Y aunque las dos terceras partes de la condena se habían finalmente cumplido y ahora estaba nuevamente en libertad, su espíritu continúa preso en ese lejano trozo de tiempo brutal y omnipresente.

Chupa el cigarrillo con una mezcla de bronca y pena, de ineluctable y perenne derrota. Después la mirada se la va extraviando por senderos íntimos, cada vez más huérfana de paisaje, hasta quedar definitivamente arrinconada y desvalida a merced de los recuerdos.

“Cuidate del Juan”, le había advertido su hermana Tomasa. Y aunque él no le había hecho caso -como siempre que  la desconfianza se le antojaba imposible de tan aburda-, algo oscuro y codicioso en el brillo de la mirada de Haydée solía clavarle aguijones amargos en el alma cuando Juan le sonreía con esa sonrisa jovial, entre dulce y pícara, que a cada instante reventaba en su boca.

Sin embargo no podía, no debía sospechar. Durante los tres años de vida en común la conducta de Haydée nunca le había ni siquiera sugerido la posibilidad de un engaño. Era cierto que en ocasiones alguna sombra indiferente podía velarle las pupilas negras e insondables y que urgentes reclamos solían dibujarle en los labios abismos no siempre descubiertos y explorados por él. Pero Haydée era su mujer, y para Santos Manfredi eso era más que suficiente.

Tampoco podía constituir un motivo de zozobra que Juan poco a poco hubiese ido dejando de compartir con él esos antiguos momentos de recatada y viril amistad, tomando juntos un vaso de vino o de ginebra, escuchado un tango o simplemente dejando vagar el pensamiento a través de la blandura de algún recuerdo adolescente. Juan era su amigo desde un tiempo inmemorial, y a los auténticos amigos, pensaba Santos, no se les reclaman obligatorias migajas de dedicación; se los acepta como son, con sus momentáneas euforias o sus sorpresivos retraimientos. Por eso no le había preocupado que Juan viniera cada vez menos por su casa, ni que su sonrisa al encontrase con él ya no fuera tan jovial como otrora. Quizá tuviera algún problema importante, y como para Santos Manfredi la discreción era una virtud sagrada, si Juan no se lo comunicaba por propia voluntad nos sería él quien le urgiera compulsivas confesiones.

Lo único que no alcanzaba a descifrar eran esos relámpagos esquivos y huidizos que despedían los ojos de Juan cuando Haydée se hallaba presente. Como Juan solía ir  a su casa de noche, cuando ya Haydée estaba por acostarse, o algún sábado por la tarde, cuando ella se iba a la casa de la hermana o de alguna vecina, los encuentros entre ambos no eran frecuentes. Sin embargo, cuando se producían, aunque su mente intentara descartar de plano cualquier pensamiento insano y su fisiología hiciera todo lo posible por expulsarlo de allí, algo frío y desagradable como un estilete o una serpiente le recorría el espinazo aflojándole los músculos y el temple.

Pero las dudas nunca duraban más de un segundo. Juan había sido el primero en conocerla, apenas dos días después de la cita arrancada en el baile del “Palermo”. También había sido el primero -incluso antes que Tomasa- en enterarse de su decisión de llevarla a vivir a su casa. Cuando en esa ocasión le requirió su opinión al respecto, Juan había asentido con una sonrisa aprobatoria y un “parece buena piba”. No podía dudar. Aunque su hermana insistiera desde el principio en clavarale inquietantes dardos como ese “cuidate del Juan” que solía espetarle cuando estaban a solas. Pero a Tomasa siempre le había gustado Juan -aunque él no le correspondiera- y entonces no resultaba extraño que lo celara, más con Haydée, en el vaivén de cuyas caderas se presentían frenéticas estampidas de tigres y sementales relinchos de corceles desbocados.

Pero no había motivos reales que cimentaran una duda. Al contrario; desde el principio Haydée y Juan parecían contener apenas un mutuo rechazo. Aunque los saludos y las pocas palabras que intercambiaban eran cordiales, entre ambos se intuía una especie de recelosa defensa, de tenso acecho animal. Se rehuían las miradas, y los cuerpos evitaban aproximarse, como si sus pieles generaran misteriosas descargas que simultáneamente se  atrayeran y se repelieran al conjuro de oscuras fuerzas genésicas.

Como él estaba empleado en la fábrica y Tomasa en la panadería, Haydée permanecía todo el día sola en la casa. Juan en cambio trabajaba sólo por temporadas; a veces con empleo fijo, a veces como esporádico viajante y la mayoría de las ocasiones desepeñándose en cualquier tipo de changas. Pero eran más las veces que estaba desocupado que las que trabajaba.

Precisamente estaba transitando una de esas etapas de desocupación cuando los hechos comenzaron a precipitarse. Un día que Tomasa había faltado a su empleo, a la tardecita llegó Juan. Haydée había estado nerviosa toda la tarde y cuando Juan llegó, no salió a saludarlo; permaneció todo el tiempo en su habitación alegando jaqueca. Tomasa lo notó raro a Juan, como sorprendido por haberla encontrado en casa. Pero de inmediato se recompuso y bromeó con ella mientras tomaban unos mates.

Cuando Tomasa se lo comunicó, Santos disimuló una mirada torva y permaneció callado. Pero otro atardecer -frío y lluvioso como el de ahora- él mismo abandonó antes de hora su trabajo alertado por las medias palabras de Vicente, un amigo común. Vicente se había encontrado un par de veces con Juan en las inmediaciones de la casa de Santos, y en una ocasión lo había visto salir de ella. Aunque Juan adujo una excusa lógica y creíble, resondió el saludo de su amigo turbado y como sorprendido en falta. Cuando, días más tarde, Vicente le comentó el encuentro, Santos recordó que Haydée no le había mencionado la visita.

Por eso aquella tarde, guiado por una lacerante sospecha despertada más por las advertencias de Tomasa y las confesiones de Vicente que por su propia convicción, había abandonado antes de hora su trabajo y se había dirigido a su hogar. Un desgradable frío interior se sumaba al helado viento sur que le clavaba en el rostro pequeñas y húmedas agujas de cristal. Intuyó que algo raro estaba sucediendo al recibir en la esquina de su casa el sorprendido y nervioso comentario de un vecino respecto a la hora de su regreso. Cuando golpeó la puerta ya la certeza le había desplomado en el alma oscuros nubarrones de angustia, y cuando Haydée le abrió, confirmándole lo innegable con esa mirada entre nerviosa y triste, los nubarrones desataron un vendaval de ira que sólo amainó con el sonido de los tiros y el lento desplomarse del cuerpo exánime de Juan.

Como en una nebulosa recordaría luego el llanto histérico de Haydée al salir en busca de Tomasa, las incomprensibles palabras de aliento o reprobación de algunos vecinos, la brusca irrupción de la policía. Pero, aun cuando en esos momentos no las creyera, unas palabras pronunciadas por Tomasa antes de que se lo llevaran se filtraron nítidamente a través de su obnubilación y se alojaron para siempre en su subconsciente: “Te equivocaste, Santos, y yo también; la culpable es ella”.

Quizá fuera esa frase lo que le impidiera recibir a Haydée en la cárcel durante los primeros tiempos. Pero después las palabras se le fueron esfumando de la conciencia y de la memoria, hasta que un inevitable día la tristeza, la soledad y el amor aún presente consolidaron el olvido del pecado y determinaron el perdón.

Durante más de un año las visitas de Haydée mantuvieron una encomiable asiduidad, aderezadas con una ternura y una sumisión que terminaron por ablandar definitivamente a Santos. Pero luego las visitas comenzaron a espaciarse, la ternura a disminuir y la sumisión a trocarse en indiferencia. Y cuando Santos advirtió que el placer de los encuentros a Haydée se le estaba convirtiendo en desgradable obligación, le exigió una respuesta. Ella negó y simuló todavía un tiempo, pero después aceptó la irremisible presencia del hastío. Santos mismo fue quien, luego de aprestarse a cicatrizar la enésima herida, la liberó al fin del compromiso.

Casi ni recordaba los amargos años que siguieron. Pero hacía poco habían vuelto a aflorar en su conciencia, nítidamente, las palabras pronunciadas por Tomasa aquel atardecer: “Te equivocaste, Santos…” Y luego recordaría también, exacerbadas por el orgullo herido, esas otras palabras que, poco antes de salir de la cárcel, le arrojara en sus llagas aún abiertas Ramón Gutierrez, su compañero de celda.

Ramón era primo de Basilio Lopez, un íntimo amigo de Juan y conocido también de Santos. Lopez no se había atrevido a revelarle a Santos las confesiones que Juan le hiciera poco antes de  que lo mataran, pero se las había comunicado a su primo. Años de un mismo compartir miserias y esperanzas y un amigable diálogo cotidiano permitieron que, poco a poco, el compañero de celda lo fuera enterando de la verdad.

Y así fue como Santos Manfredi supo, a través de Ramón Gutierrez, de la angustia y el arrepentimiento que produjeron en Juan sus relaciones con Haydée. Supo también que había sido ella la primera en provocar y luego casi exigir la mutua entrega. Juan tenía la carne débil, y aunque había intentado resistir, después de la primera vez su piel se había convertido en esclava de la piel de Haydée.

Aunque la culpa lo torturaba, ya no pudo liberarse de ella. Pretendió alejarse del barrio, irse a vivir a otra ciudad, pero pensó que la huida hubiese resultado aún más sopechosa para Santos que su permanencia. Por eso continuó. Por eso y porque la sangre de Haydée era un río turbulento que lo arrastraba irremisiblemente.

El cigarrilo es apenas una minúscula luciérnaga herida cuando Santos Manfredi da la última pitada. Los párpados entornados se van abriendo lentamente para dejar escapar el último recuerdo, el último resto de nostalgia que le llega desde el pasado. Arroja el pucho con un seco movimiento de los dedos, y después de unos segundos levanta el cuello y las solapas del saco y hunde las manos en los bolsillos. Mira por última vez, como despidiéndose, el monstruo de hierro y cemento que parece querer detenerlo, ahuyentarlo, y luego comienza a avanzar. Como un relámpago, el apasionado rostro de Haydée se le incrusta un instante en la memoria pretendiendo detener lo ineluctable, pero sólo consigue refirmar su determinación. Repasa mentalmente la dirección, palpa con el antebrazo el revólver calzado en la cintura y lentamente comienza a atravesar el puente Sarmiento, rumbo a su destino.

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CARLITOS

La sonrisa de Flavia se había cristalizado en las pupilas de Carlitos y permanecía allí, inmutable y única, mientras la llovizna se empecinaba inútilmente en despintar el asombro dibujado en ese rostro abotagado y tímido, a la vez tierno y grotesco, conformado por unos labios gruesos, una nariz de payaso y una frente prematuramente surcada por arrugas que le estiraban la piel aceitunada hacia atrás, hacia las motas oscuras y rizadas que pugnaban por no ceder ante la incipiente calvicie. Un rostro que armonizaba con el cuerpo deformado por la despareja obesidad que le tornaba prominente la barriga y lo cargaba de hombros, encorvándolo.

Aunque ya en otras ocasiones Carlitos había intuido la inefable presencia de la dicha, ahora la felicidad lo había tomado por asalto, aposentándose sin previo aviso en su alma ingenua y desprevenida: Flavia, por primera vez desde que se iniciaran las clases en el profesorado de matemáticas, le había sonreído. Pero no con esa sonrisa intemporal y lejana que las otras chicas solían prodigarle a modo de saludo o como respuesta a sus ofrecimientos, sino con una sonrisa sincera y agradecida, casi afectuosa.

Recién este año Flavia había irrumpido como una burbuja de champán y miel en su oscura y monótona vida de chocolatinero ambulante. Su cotidiano trajinar dentro de los ómnibus interurbanos que se detenían por breves minutos en ese pueblo de la ruta 9, nunca se había visto alterada por alguna circunstancia importante. La educada corrección con que ofrecía su mercadería a cada uno de los pasajeros contribuía a que ellos respondieran también con amabilidad, aunque no adquirieran nada. Sólo algunas miradas traviesas o alguna ironía sin atisbo de maldad provenientes de las estuiantes que, como alegres enjambres de mariposas carnales, palpitantes, iban y venían diariamente desde los pueblos intermedios hasta la ciudad donde funcionaba el profesorado, solían agolparle la sangre en las mejillas tiñéndole el rostro de arreboles extraños e incontenibles. Pero él se limitaba entonces a responder con otra sonrisa tímida, distante, y a continuar con su parco pregón.

Todas las chicas lo conocían, y él a ellas también, aunque no fuesen del pueblo. Muchas ya estaba próximas a recibirse, y hacía años que viajaban. Pero Flavia no; Flavia había aparecido de pronto como un colibrí fulgurante en medio de la noche, y el alma crédula y simple de Carlitos quedó cegada por el deslumbramiento.

Comenzó entonces para él un cotidiano círculo de muertes y resurrecciones. Muertes que sobrevenían cuando el conductor del ómnibus apretaba el acelerador iniciando la partida, y resurrecciones cada vez que el vehículo en el cual ella viajaba reaparecía por una de las curvas ubicadas en ambas entradas al pueblo.

A cualquier hora la presencia de Flavia era para Carlitos como un impacto dulce, amortiguado; pero era sobre todo a la noche, cuando ella volvía del instituto, el instante esperado con más ansiedad. El clima íntimo del ómnibus, las tenues luces del interior, el acre olor de los cuerpos jóvenes mezclados con los perfumes, producían en Carlitos extraños éxodos espaciotemporales que fingían transportarlo a lujosas discotecas, a elegantes residencias o a exóticos y prohibidos antros de placer. Y si Flavia -como sucedía a menudo- viajaba parada en el pasillo por exceso de pasaje, la proximidad de su cuerpo e incluso algún fugaz contacto solían provocar en Carlitos breves y pletóricos estados de éxtasis.

Pero todo se había limitado hasta entonces a una simple emanación de efluvios -por cierto siempre unidireccionales, ya que el único receptor era Carlitos- y a un inocuo intercambio de miradas anodinas y palabras irrelevantes. En raras ocasiones Flavia compraba alguna golosina, pero casi siempre se limitaba a desechar el ofrecimiento con un simple movimiento de cabeza. Carlitos transportaba entonces su “caramelos, chiclets, rhodesias…” hacia el fondo del vehículo, y al regresar, sólo a veces un dulce y fugaz relámpago estallándole en las pupilas solía denotar su paso junto a ella.

Carlitos tenía conciencia de que sus sentimientos eran una quimera. Sabía perfectamente que nunca llegaría ni siquiera a insinuarle lo que experimentaba al verla. Aunque todos los días la redescubriera ahí, a su lado, a veces rozándolo, Flavia era para él la luna, el arco iris, el firmamento.

Y sin embargo esa anoche, por primera vez, Flavia le había sonreído con una sonrisa que, tuvo la absoluta certeza, estuvo destinada a él, a Carlitos, y no al chocolatinero que ofrecía su mercadería. Además su nombre, articulado por la boca de Flavia, adquiría en sus oídos resonancias celestiales. No había sido pronunciado después del lacónico “dame chiclets”, ni del pícaro “¿me fiás…?” o el somnoliento “no…”, sino después de un auténtico y sincero “gracias”.

Ella le había solicitado caramelos, pero al pagarale con un billete grande él no pudo efectuar la venta por carecer de cambio. Entonces Carlitos se extravió en esa mirada tierna, en se mohín de resignación alegre, despreocupada, que signficaba “no importa, te compro mañana”, y en lugar de proseguir con su trabajo, como hubiese hecho en cualquier otra oportunidad, con voz aparentemente firme pero en realidad moribunda a causa de la emoción, se animó a decirle: “te lo regalo”.

El éxtasis de Carlitos no estuvo generado por la previsible aceptación de Flavia, sino por la forma de recibir el obsequio, sin intentar negarse ni fingir sosrpresa, sólo diciéndole, con esa sonrisa sincera y afectuosa: “gracias, Carlitos”. El permaneció un par de segundos mirándola a los ojos como nunca antes se había atrevido a hacerlo, y luego continuó ofreciendo su mercancía.

Debió volver apresuradamente desde el fondo del pasillo porque el ómnibus ya arrancaba. Flavia estaba sentada, y cuando pasó a su lado ni siquiera la miró; no era necesario, porque su sonrisa se le había incrustado para siempre en las pupilas. Casi no escuchó cuando el chofer, luego de urgirlo a que descendiera, bromeando con el otro conductor le dijo: “¿ Y, Carlitos, para cuándo el porcentaje?”. Respondió a la insinuación dejándole apresuradamente un paquete de caramelos, y descendió.

Al iniciar el cruce de la ruta, la llovizna había comenzado a palpar en el rostro de Carlitos la feliz imagen del asombro. Flavia se había olvidado de él y reía despreocupadamente junto a sus compañeras cuando oyó la brusca frenada detrás del ómnibus; sólo por un instante su mirada se volvió atenta y giró levemente la cabeza, pero ya el transporte se estaba alejando rápidamente.

Con la sonrisa de Flavia cristalizada en sus pupilas, Carlitos ni sintió el impacto; sólo percibió que su cuerpo giraba, se elevaba y se esparcía por el aire junto con su inseparabale caja de golosinas. Cuando la luz de una estrella milagrosamente visible atravesó la cerrazón para venir a posarse sobre sus párpados quietos, Flavia volvió a sonreír mientras saboreaba distraídamente un caramelo.

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EL FRIO, LAS SOMBRAS Y CHENQUEHUEN

Jerónimo tantea apenas con el báculo de churqui el pedregullo del camino y avanza lentamente hacia el viejo casco de la estancia. Aunque sus ojos no ven los copos de algodón plomizo que se asientan en las laderas de los cerros de la Pampa de Olaen esfumando las cimas, su piel sensible percibe el día nublado y húmedo. El desplazamiento lento pero seguro de sus pies lo va acercando a la presentida presencia de don Hilario, quien, con la mirada perdida en la lejanía, no ha advertido aún su proximidad.

A diez pasos de don Hilario, cubierto por la negrura de la bombacha, la corralera y el sombrero aludo con barbijo, el fiel Chenquehuén permanece semioculto tras el grueso tronco de un tala. Sus pupilas duras, más duras aún desde que el frío del sur lejano le fijara en el rostro pétreo esa parálisis que le tuerce la comisura y le impide cerrar el ojo izquierdo, no se desvían un milímetro de la figura del ciego. Aunque también sus rodillas han sido afectadas por el frío y a veces suelen dolerle con intensidad, su cuerpo magro permanece tenso y ágil a pesar de la edad.

En el sur habían resultado suficientes pocas palabras para concretar el empleo, porque enseguida la recia presencia y la condición de mando del estanciero se incrustaron en la admiración del indio con la fuerza de una imposición. Desde entonces se convirtió no sólo en su capataz, sino también en su sombra. Y aunque nunca necesitó jugarse para demostrar su fidelidad, siempre andaba cerca y atento a sus menores desplazamientos.

Como ahora, cuando el leve chasquido del báculo del ciego rompe penas el sielncio plomizo del atardecer mientras avnza lentamente hacia don Hilario. Jerónimo conoce el camino hasta en sus mínimos detalles, porque de chico solía ir a la estancia a jugar con Selva, la hija del patrón. Luego, a medida que fueron creciendo, los encuentros se espaciaron, y finalmente, cuando ella concoció a su futuro esposo, las visitas cesaron por completo. Sólo había vuelto a la casona con motivo de la muerte de doña Llidia, la madre de Selva, pero ya casi no reconoció su aroma, otrora tan querido y familar.

Al camino en cambio no lo había olvidado, porque sus pies eran sus pupilas y la tierra que pisaba, lo más conocido de su universo. Desde pequeño había aprendido a moverse por los campos como si sus ojos estuvieran indemnes. Se guiaba por el olor de las vacas y las cabras, el sonido del viento entre los árboles, la humedad y la consistencia de los sembradíos. Vivía con su madre en un campito lindero con la estancia, y aunque era algo retardado mentalmente y le gustaba la soledad, comprendía lo necesario para desenvolverse eficientemente en sus tareas.

Siempre había sido tranquilo, pero desde que su padre se ahorcó, se volvió hosco y agresivo. El estaba en la casa de un tío el día de la muerte, y doña Elvira, su madre, en lugar de ir a buscarlo, se quedó todo el día idiotizada frente al ahorcado, sin descolgarlo y hablándole como si todavía estuviera vivo. Desde ese día ella empezó a tomar ginebra, y cuando se emborrachaba solía permanecer horas en el lugar del suicidio hablándole al muerto ausente como si aún estuviera colgado.

Como Jerónimo percibía la incipiente locura de su madre, comenzó a rumiar una inquina al principio impersonal, sin destinatario, pero que paulatinamente fue dirigiéndose hacia la única persona importante que se encontraba en las proximidades.

Don Hilario siempre lo había tratado con indiferencia, sin desprecios pero también sin afecto. Había tolerado su presencia en la estancia cuando era chico porque Selva también estaba sola, pero siempre había considerado a sus vecinos como personas de una clase inferior. Y en realidad lo eran, porque las mil hectáreas de la estancia de don Hilario le brindaban una notoria supremacía social sobre los demás habitantes, convirtiéndolo en una especie de caudillo lugareño. Aunque después de la muerte de su esposa sus familiares y amigos intentaron hacerlo afincar en Córdoba, el se negó con firmeza y permaneció en la estancia acompañado sólo por algunos puesteros y el fiel Chenquehuén.

Chenquehuén, ese indio araucano que ahora permanece vigilando el avance de Jerónimo, semiescondido detrás de un árbol aunque aquél no pueda verlo. La tarde es apenas fría, pero él la percibe gélida y punzante. Su piel curtida no puede evitar comparar el frío de la desolada vastedad serrana con aquél otro del sur, también intenso pero sin embargo distinto. El de allá era un frío blando, atenuado por la vegetación y el agua, un frío casi tibio cuando se envolvía con el algodón de la nieve. En cambio el de aquí era duro y seco como una bofetada o un tajo

Sólo cuando nevaba se parecía al del sur. Como aquella noche en que habían salido a cazar vizcachas con don Hilario y, al perder el rumbo en los cerros, los sorprendió la nevisca. Cavaron un pozo en la tierra, se metieron en él y se cubrieron con los ponchos. Aunque nevó toda la noche y a la mañana siguiente la capa nívea se había tornado bastante espesa, el despertar los encontró tibios y confortables.

Y si lo pensaba bien , en última instancia el frío resultaba mejor que el calor, porque él no concocía a nadie que se hubiera muerto por el frío. En cambio por el calor sí, como el oficial de gendarmería Retamales, por ejemplo. Desde el sur lo habían trasladado a Misiones, a la frontera, y luego de dormir algunas noches a la intemperie por el calor, él y dos suboficiales comenzaron a padecer dolores de cabeza, mareos y otros síntomas raros que impidieron a los médicos efectuar un diagnóstico certero. Recién cuando, pocos días después, los tres murieron de meningitis en medio de terribles dolores y convulsiones, la autopsia reveló que tenían el cerebro carcomido por unos gusanos nacidos de los huevos que unas hermosas mariposas rojas, azules y amarillas habían depositado en sus oídos meintras dormían.

El recuerdo mitiga apenas el frío de la piel de Chenquehuén, mientras Jerónimo se aproxima lenta pero decididamente. La piel del ciego, en cambio, se ha ido calentando durante los últimos días a causa de esa rara sensación que lo invadiera cuando se enteró de que don Hilario había mandado matar una de las dos vacas que tenía su madre.

La manada de ovejas de don Hilario solía invadir el campo mal alambrado de sus vecinos, y con frecuencia algunos de los animales llegaban hasta la quinta de doña Elvira, provocándole importantes destrozos. En lugar de intentar zanjar la disputa por medios pacíficos, doña Elvira decidió hacer justicia por su propia mano y le mató una oveja. Cuando don Hilario fue a reclamar por la afrenta, aunque el cuero estaqueado constituía una evidencia irrefutable, ella negó rotundamente el hecho. Entonces don Hilario, enfurecido por la negativa, le mandó a su vez matar una vaca.

Desde ese día se volvió loca del todo. Permanecía borracha ininterrumpidamente y sólo abandonaba su monólogo con el muerto para ir a dormir, a comer a o a hacer sus necesidades. A Jerónimo no le importó que la iniciadora de la disputa fuera su madre; su mente obnubilada sólo comprendía que ella estaba loca y que el culpable no podía ser otro que don Hilario. Desde entonces se dedicó afanosamente a afilar una y otra vez el puñal que perteneciera a su padre. Dos cuzquitos que lo seguían a todas partes y la paloma cautiva en la jaula colgada en las vigas del galpón fueron los cómplices testigos de su persistente y casi lujuriosa tarea.

La noche anterior había notado entre satisfecho y decepcionado que ya resultaba imposible obtener más filo. Se dirigió entonces a la jaula, sacó la paloma y lentamente, casi sin ejercer presión, fue deslizando el puñal en el cuerpo del ave para comprobar su eficacia. Limpió el arma, besó a su madre mientras le decía, sin que ella entendiera: “No va a necesitar hablar más con el viejo, porque él ya no estará solo”, y se fue a dormir plácidamente.

Ahora, cada toque de su báculo arranca del pedregullo un chasquido seco, apenas amortiguado por la humedad que la fina llovizna ha comenzado a depositar sobre los guijarros. Don Hilario, con la mirada vagando por las nubes asentadas sobre los cerros, no escucha aún el chasquido ni el murmullo de sus pasos, ensimismado como  está en tristes y caóticos pensamientos. Chenquehuén quisiera aventar esos pensamientos para prevenirlo, pero no se anima a concretar el aviso por miedo a que el patrón se ría de sus aprensiones hacia un ciego. Ese ciego que avanza cada vez con más firmeza a medida que presiente la poximidad del cuerpo buscado, y que sólo se detiene y pronuncia el nombre del estanciero cuando logra olfatear su olor y escuchar el suspiro que emite su nostalgia. Don Hilario no se sorprende; se da vuelta con naturalidad y responde al llamado.

Súbitamente, una certeza que confirma su ancestral deconfianza obliga a Chenquehuén a salir de su escondite y dirigirse con premura hacia el lugar del inminente encuentro. Pero mientras sus pasos se apuran y su mano tantea el cinto en busca del arma, ya don Hilario se ha acercado a Jerónimo lo suficiente como para que éste levante el báculo, lo roce apenas para confirmar su ubicación y se abalance sobre él blandiendo el puñal que ha extraído de entre sus ropas. Mientras golpea una y otra vez contra el cuerpo del estanciero y la sangre caliente le va entibiando la mano helada, de pronto otro frío, duro y seco como el viento de la sierra, se le adentra en la cintura para extraerle el último calor de las entrañas.

Cuando los dos cuerpos caen sobre el pedregullo, las nubes plomizas ya han oscurecido el cielo y la llovizna se ha convertido en lluvia mansa que lava la sangre del puñal de Chenquehuén y deposita en su rostro curtido gélidas reminiscencias sureñas.

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COLORADO EL 36

Entra con paso firme, fumando, y se dirige a la boletería. Luego de agradecer con una media sonrisa impersonal y condescendiente el saludo de bienvenida del portero, pasa directamente a la ventanilla de cambio. El gesto sereno, aplomado, y la mirada de aparente indiferencia que ha deslizado sobre la multitud de jugadores apiñados frente a las mesas de ruleta como abejas zumbantes alrededor de un panal, comienzan a desdibujarse ni bien tiene en sus manos las fichas correspondientes al cambio de mil pesos. El crispamiento de labios es casi imperceptible y su boca finge aún displicentes sonrisas, pero  ya  hay algo ansioso en las pupilas que lo va convirtiendo en un ser atento y reconcentrado, en un animal en acecho.

Empieza a recorer el salón mientras va estudiando detenidamente, uno a uno, a los crupiés y a los pagadores. Sabe que los crupiés rubios suelen cantar más a menudo números colorados, y los morochos, en cambio, números negros. También sabe que los de gesto duro -más aún los de pelo negro y bigotes- son negativos para los apostadores de esa mesa y tienen  marcada predisposición a cantar el cero. Pero como  él siempre juega más a números que a chance, en definitiva la elección de la mesa no implica un motivo demasiado importante para su suerte. Muy importante en cambio resulta el aspecto de los jugadores; si hay rostros indecisos, pusilánimes, apotadores de poca monta, es mejor abandonar cuanto antes esa mesa. Lo mismo si hay demasiadas mujeres, aunque resulta de buen augurio que haya algunas y, de mejor pronóstico aún, si son bonitas. Mientras cavila sobre estos aspectos primordiales del juego, al levantar la vista ve que, del otro lado de la mesa, una hermosa pelirroja recién llegada le lanza una mirada que él considera premonitoriamente sugestiva. Devolviéndole la mirada con una sonrisa tensa, le pide al pagador, sin vacilar, color grande. Juega algunas bolas al 4 y al 8 -durante la siesta había tenido una pesadilla, consecuencia del descomunal asado del almuerzo, el la cual aparecía el padre, ya fallecido, hablándole-, pero no tiene suerte. Decide entonces cambiar el número, pero antes pide un whisky y lo bebe lentamente, mientras deja pasar algunas bolas sin apostar. Observando a los otros jugadores de la mesa, llega a la conclusión de que ésta es aceptable.   Dejando de lado a un par de individuios flacos, altos, de nariz aguileña -parecidos a pesar de que permanecen en distintos lugares y no se hablan-, y a una mujer cincuentona y arrugada que no cesa de trajinar por toda la mesa poniendo en peligro con su cigarrillo la integridad de las vestimentas, los demás jugadores son personas de aspecto normal, que se concentran, se relajan y se euforizan de acuerdo a la suerte que les depara la voz del crupié. Sólo le resulta algo inquietante, por lo indefinible, la presencia de ese hombre de frente protuberante, fino bigotito negro y barba de chivo que lo mira detenidamente con sus centelleantes ojos oscuros mientras permanece apoyado en una columna con su vaso de whisky en la mano. Cuando, alentado por una sonrisa de simpatía que cree percibir en él, vuelve a jugar y pierde nuevamente, comienza a preocuparse. La preocupación no está constituida por la posible pérdida de los mil pesos; él está acostumbrado a ganar y a perder esa y otras cifras mayores . El displacer está representado por el simple hecho de perder, sin importar la cantidad. Prende un cigarrillo y pide otro whisky que bebe ya no tan lentamente.

De pronto vuelve a reparar en la pelirroja que está enfrente. Calcula que tendrá unos terinta y cuatro o treinta y cinco años, quizás treinta y seis. Reflexiona que él también tiene treinta y seis, y aunque su edad nunca fue una especial motivación para las apuestas, esta vez un secreto pálpito lo impulsa a jugar a la última calle. Gana. Vuelve a repetir un par de veces arriba, y vuelve a ganar. No sólo recupera lo perdido sino que pasa al frente con una buena cifra. Cuando, al cambiar el equipo de empleados, advierte que el nuevo crupié eras rubio, empieza a jugar a números colorados y sigue ganando.

Al pedir el tercer whisky, los cigarrillos agotados son ya incontables. Su cuello corto y ancho exige perentoriamente desabotonar la camisa y aflojar la corbata, y así lo hace con un movimiento brusco, resoplando y secándose la transpiración de la frente. Su rostro, habitualmente rosado, ahora está ya francamente rubicundo. Aunque está acostumbrado a ganar cifras altas, no son muy habituales estas posturas coronadas de cuatrocientos o quinientos pesos. Como sigue ganando, varios de los concurentes apuestan donde lo hace él, algunos disimuladamente y otros con manifiestas muestras de simpatía.

Calcula que debe estar ganado unos treinta o cuarenta mil pesos. Duda un rato entre seguir o retirarse. Piensa en un buen cero kilómetro, en un departamento para inversión… La duda se le agiganta cuando vuelven a cambiar el equipo de pagadores y comprueba que el crupié es morocho. Ya está decidido a dejar pasar unas manos, cuando una compulsiva urgencia lo conmina a seguir apostando, y vuelve a ganar. Hay un esbozo de aplauso, alguien lo palmea. El intenta una sonrisa nerviosa y lanza breves miradas relampagueantes a su alrededor, pero sigue íntimamente reconcentrado en el juego. Cada vez que gana, los pagadores y el crupié le sonríen y le hacen alguna broma, y él deja entonces una generosa propina para la caja de empleados. Pero siempre lo hace sin mirar, serio.

Luego de un par de bolas en que pierde, sale un número bastante cargado por él y los empleados se miran entre sí, cuchicheando. Y cuando en la próxima bola vuelve a ganar, los pagadores y el crupié se reúenen y llaman al inspector: no tiene más fichas grandes. Mientras esperan que se las repongan, él comprueba que ya no tiene lugar donde guardar sus propias fichas. Les infrorma a los pagadores que va a cambiar por dinero y les pide que no lancen la próxima bola hasta que regrese. Luego de dudar un momento, y a instancias de los demás apostadores, los empelados aceptan.

Varios concurrentes a otras mesas han dejado de jugar y se acercan, curiosos. Vuelve, y en pocas bolas más gana tanto que se queda nuevamente sin lugar para guardar las fichas. Intenta cambiar, pero ahora los cajeros se han quedado sin dinero en efectivo. Mientras llaman al gerente para que le extienda un cheque por el valor de las fichas, el juego en su mesa permanece interrumpido.

El revuelo en el casino es total. Los  mozos han dejado sus bandejas en el mostrador y rodean la mesa, los inspectores y veedores comentan y se interrogan entre sí sin adoptar ninguna actitud que pueda cambiar las alternativas del juego, el portero abandona por unos instantes su puesto para averiguar qué pasa. Entre los rostros que deambulan alrededor de la mesa se pueden advertir muchos sonrientes, unos pocos con el ceño fruncido por la curiosidad y sólo dos o tres, seriamente interesados.

Cuando vuelve, el equipo de pagadores ha vuelto a cambiar; el crupié es otra vez rubio. Levanta la mirada, y frente a sus ojos aparece el agraciado rostro de la pelirroja que le está sonriendo. Ahora está seguro de que tiene treinta y seis años. Corona sin vacilar, con las máximas posturas, el colorado 36, y ya casi no hay sorpresas cuando el crupié canta el núemro. Lo vuelve a coronar, y siente sobre su persona decenas de pupilas taladrándolo, desnudándolo, hurgándole las entrañas para descubrirle sus más íntimos sentimientos, sus más recónditos anhelos, sus mínimos miedos.

Una ansiedad desconocida se apodera de él. Mira hacia la ruleta donde la bola está girando con un ruido insinuante, magnético, y cuando el ruido cesa y tiene la certeza de que la bola ha caído, siente la sensación de que no sólo el techo sino todo el universo está por desplomarse sobre él. Como no alcanza a ver la bola, observa al crupié, que ya ha bajado la mirada para cantar el número.

Es entonces cuando siente esa fatiga, esa angustia que le sube desde el estómago, le aprieta la garganta y le irradia un dolor lacerante hacia el costado y el brazo izquierdo. Sacude la cabeza, se arranca con las dos manos el cuello de la camisa y cuando empieza a percibir el desmayo, alcanza a a oír el murmullo de sorpresa de la gente y la esfumada voz del crupié que está cantando “colorado el treinta y…”.

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VENDAVALES

Giovanni solía decirle a Rudolph: “Nosotro somo distinto, ma tenemo ‘l mismo pasato; hicimo la güerra”.

Y en realidad eran distintos. Giovanni tenía un carácter extrovertido, ampuloso. Los gestos de Rudolph, en cambio, se presentían tensos, contenidos. Pero aunque la exaltación de Giovanni era innata y se manifestaba en cada una de sus actitudes, Rudolph también estaba habitado por una violencia tanto o más explosiva que la de su vecino.

Rudolph era un cazador implacable, despiadado. Cuando había que matar un caballo porque estaba viejo, un perro porque comía los huevos que ponían las gallinas o un cordero para faenarlo, apretaba el gatillo o incrustaba el cuchillo con la misma tranquilidad con que encendía un ciagarrillo.

Las reacciones de Giovani, en cambio, aunque en apariencia fueran más violentas, siempre estaban impregnadas por un atisbo de ternura. También degollaba un cerdo o golpeaba secamente con el dorso de la mano la cabeza de un conejo para desnucarlo; pero en todos sus actos se trasuntaba cierta oculta piedad.

Habían llegado a comienzos de la década deel veinte, cuando Pampayasta era apenas uaa salpicadura de ranchos desparramados alrdedor de unas pocas construcciones de material.

Al principio, ni siquiera un rancho fue el albergue de Giovanni. Un amontonamiento de ramas de espinillo y tala en el comeinzo del monte, donde terminaba el descampado, fue su precaria vivienda. Las pocas liras que trajo de Europa las invirtió en algunos animales que le permitieron sobrevivir, y sólo al cabo de unos meses algunos primitivos ladrillos de adobe se fueron apilando hasta permitir que un techo de ramas, paja y barro diera a la construcción el carácter de casa.

Rodulph llegó unos meses después, y por un tiempo su vivienda estuvo constituida por una cueva en las barancas del río, a poca distancia de donde vivía Giovanni.

Al principio apenas si se saludaban, dedicados como estaban a sus propios quehaceres. Además, el recuerdo de recientes hogueras, de febriles matanzas, hizo que cada uno desconfiara del otro con la misma terquedad y sorda enemistad con que millones de compatriotas suyos se habían despedazado concienzudamente en las trincheras de Europa.

Sólo los hermanaba el hambre, esa inevitable secuela del ominoso vendaval que los había arrojado a este lado del océano con la misma furia con que desgarrara las colinas y praderas del viejo continente. El hambre, y el recelo que ambos sentían hacia esos individuos de tez oscura, pelo renegrido y gestos parcos que habitaban los ranchos vecinos.

Pero poco a poco, el aislamiento lingüístico y racial fue limando las aristas de la desconfianza hasta forjar los cimientos de una relación que no era aún amistad, pero que ya empezaba a parecérsele.

Con medias palabras rescatadas del alemán y el italiano, intercaladas con giros criollos, fue naciendo un compañerismo que les permitió ir concociendo parte de sus respectivos pasados. De ese modo, por boca de Rudolph Giovanni imaginó las empedradas callecitas flanqueadas por floridos balcones de una aldea cercana a Nüremberg, y Rudolph se deslumbró con las exuberantes descripciones que Giovanni le hizo de su pueblito próximo a la costa amalfitana.

Finalmente, gracias al trabajo duro y perseverante, lograron construir sus casas de material y ampliar sus respectivos campos, ganándole espacio al monte para sembrar las semillas que le permitieran alimentar el ganado y la familia. Es decir, la familia de Giovanni, porque Rudolph permaneció tercamente soltero.

Pero a medida que la relación se fue consolidando, paradójicamente también sus diferencias se fueron acentuando. Diferencias no sólo caracterológicas, sino de cosmovisiones.

Aunque Giovanni compartía en cierta medida el escondido desprecio que Rudolph sentía por los oscuros nativos, su inserción en el entorno criollo fue mucho más rápida y profunda. Antes de la guerra había militado en el anarquismo, y aunque durante el conflicto compartió con sus camaradas el amor a la nación y la defendió con orgullo lo mejor que pudo, nunca abjuró de sus ideas libertarias. Y como esas ideas de libertad y justicia no se hubieran compadecido con una actitud discriminatoria, el trato con sus vecinos fue adquiriendo con el tiempo un tono amable y cordial.

Rudolph en cambio continuó adherido a su credo imperial, pensamiento irreductible que, a pesar de la derrota, le hacía presentir para su patria horizontes de perenne grandeza.

De ese modo, mientras Giovanni se fue acostumbrando a comer asado, tomar mate y jugar a la taba o al truco, Rudolph, aunque mantenía con sus vecinos un trato respetuoso, nunca se integró totalmente al medio, y unos inocultables sentimientos racistas continuaron aislándolo del ambiente vecinal.

Su relación con Giovanni continuó siendo ambivalente. Por un lado, lo respetaba porque, aunque fuera como enemigo, había combatido en su misma guerra. Además, como él, Giovanni pertenecía por sanagre y por nacimiento a la insigne Europa. Pero por otro lado, no podía evitar sentir hacia él un soterrado rencor generado por las muertes que, si bien anónimas y no corroborables, los dos sabían que le habían infringido a los camaradas del otro.

Por ese motivo, cuando discutían por cualquier causa o cuando sus opiniones no eran coincidentes, ese sordo resquemor afloraba en la forma de gesto vehementes y hasta insultos agraviantes. Pero en esas ocasiones no sólo Rudolph se mostraba despreciativo; también Giovanni liberaba su carácter agresivo y desafiante.

Aunque por lo general los rencores suscitados por las peleas solían disiparse rápidamente, un par de veces habían terminado por irse a las manos. La mujer de Giovanni, Rosa, le decía entonces: “Cuando discuten parecen dos locos; algún día van a terminar rompiéndose los huesos”. Giovanni sonreía y contestaba para calmarla: “El alemán e’ brutto, ma non e’ malo. Per algo hicimo la güerra”.

Aunque los dos concoían sus respectivas actuaciones en el frente de los Alpes, los detalles de esas intervenciones habían permanecido ocultos, como si un recóndito pudor nacionalista continuara impidiéndoles manifestar sus confidencias. Lo máximo que lograron comunicarse fue que Rudolph había integrado las fuerzas austroalemanas que combatieron en Caporetto, y que Giovanni había participado también en esa acción, pero sólo en tareas de aprovisionamiento de las columnas italianas de retaguardia.

Lo que solía enfrentarlos en agrias disputas no estaba referido a las particularidades, sino a las alternativas generales del conflicto: el trasfondo político, las grandes estrategias, las principales batallas. Y aunque también las pequeñas cuestiones domésticas comunes a la mayoría de los vecinos era motivo de algunos enfrentamientos, las que producían los más altos grados de vehemencia eran precisamente las referidas al hecho bélico.

Hasta que un día, mientras cambiaban opiniones frente a la casa de Giovanni, el acaaloramiento fue subiendo de tono hasta alcanzar candentes alturas. Rudolph mencionó entonces la cobardía con que los italianos habían enfrentado la batalla de Caporetto, y Giovanni le reprochó a su vez la innecesaria ferocidad con que las tropas alemanas habían actuado en ese combate. Para corroborar su afirmación, le contó la carnicería cometida por un grupo comando alemán que una noche se infiltrara en los puesto de retaguardia italianos: mientras dormían, soldados de comunicaciones y mantenimiento casi desarmados habían sido masacrados por una docena de alemanes. En la confusión, Giovanni había logrado escapar providencialmente hacia la ocuridad, no sin antes repeler la agresión y abatir a un par de enemigos.

Al escuchar la descripción y el lugar mencionado, un gesto de azoramiento petrificó el rostro de Rudolph. Poco a poco los músculos comenzaron a tensionarse a medida que la ira iba creciendo, y finalmente estalló:

-Dann…¡tú mataste a Friedrich!-

Aunque ya el gesto de Rudolph había alertado a Giovanni, su acusación terminó por alelarlo. Después, también él empezó a enardecerse mientras subía y bajaba el índice acusador:

-¡E tú sei…tú sei…! -pero la frase permaneció trunca.

-¡Friedrich erra mi mejorr amigo! -prosiguió Rudolph mientras sus ojos adquirían el agrisado frío del acero.

-¡Asasino, carnicero! -deletreó lentamente Giovanni.

-¡Tú mataste a Friedrich! -repitió- ¡Italien cobarde!-

Giovanni se abalnzó sobre el alemán, pero el acero que brillaba en sus pupilas de pronto se había materializado en ese puñal que repentinamente extrajo de la cintura.

Giovanni sintió que su carne se helaba una, dos, tres veces. Pero aún con la vida escurriéndosele por la sangre que le iba enrojeciendo la camisa, la faja, el pantalón, logró desprenderse de ese imán que lo atraía y lo repelía con su filo, y tambalenate penetró en su casa.

Rudolph se había quedado inmóvil, con el puñal en la mano y la mirada esfumándose en la tierra que pisaba. En esa reseca tierra abrasada por el sol americano, tan distinta y distante de aquella otra, fría y cenagosa, incrustada para siempre en sus vísceras y su memoria.

casi ni percibió la agonizante figura de Giovanni apareciendo en el vano de la puerta con un revólver en la mano. Pero aunque lo hubiera visto, tampoco se hubiera inmutado, porque ya su pensamiento se había sumergido definitivamente en la fatídica noche de aquella oscura trinchera europea.

En el mismo instante en que Rudolph caía mortalmente herido por los disparos del revólver, una bocanada de sangre borraba para siempre la sonrisa de satisfacción que había comenzado a esbozarse en los labios de Giovanni.

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EVA Y EL SOL

Aunque ya es marzo, un fuerte viento del norte suma su aguijón caliente a los rayos solares que punzan el árido lomo de la Pampa de Olaen. Eva aprieta los talones sobre las verijas del caballo, pero el animal no abandona su marcha lenta y cuidadosa. El tordillo viene zizgzagueando despacio entre los churquis, sorteando con dificultad las filosas piedras, duras espinas y ramas puntiagudas que, a pesar de su habilidad, de vez en cuando le bordan en la piel de las patas, húmedas florcitas rojas.

Eva había parido a la niña en la madrugada, y supuso que después del parto los dolores desaparecerían, como había sucedido cuando nació el Rosendo, dos años atrás. Pero aunque se puso compresas frías y tomó varios tés de corazoncillo y malva, los dolores continuaron con gran intensidad hasta el alba. Entonces, sin dudar más, ni bien salió el sol le pidió al marido que le preparara el caballo y se dispuso a ir al pueblo para que la revisara la comadrona.

El pueblo estaba a cinco leguas de la casa y, manteniendo firme el paso del caballo y cortando por los cerros, podría estar de vuelta a media tarde o, a lo sumo, al atardecer. De modo que se cambió, se calzó el sombrero aludo y, aunque desconfiando un poco de ese sol cobrizo y amenazante que empezaba a asomar su cresta entre los churquis, montó el tordillo y enfiló hacia el norte.

Hacía como tres horas que venía repechando cuestas y esquivando obstáculos, y los dolores del vientre no sólo continuaban sino que por momentos se acrecentaban. Pero aunque va tensa y con los labios apretados, al cruzar un vadito la nostalgia le pone en la boca un remedo de sonrisa cuando se acuerda de los diquesitos de piedra que, sobre ese mismo arroyo, solía construir de niña en los fondos de su casa. A la hora de la siesta, cuano un revoltijo de iguanas y lagartijas abandonaba la tímida sombra de los arbustos para tomar posesión de las piedras abrasadas por el sol, ella y su hermana mayor salían del rancho para disputarle a los reptiles las piedras con que construirían los diquesitos.

La sonrisa se esfuma de golpe ante un nuevo aumento del dolor. Con la transpiración viscosa empapándole la ropa y las manos crispadas sobre las riendas, intenta una vez más apurar el paso del animal, pero es en vano; el tordillo continua regularemnte su parsimoniosa marcha. Se resigna un poco al darse cuenta de que, pensándolo bien, este dolor es menos insoportable que el de aquella vez, cuando la desesperación la impulsó a extraerse ella misma una muela con un simple cuchillo de mesa, anestesiada únicamente con media botella de ginebra. Y al recordar que, al fin y al cabo, ni siquiera es más fuerte que el que había padecido anoche antes del parto, termina por serenarse.

Por otro lado, no tiene más alternativa que aguantar. Ahora ya no puede hacer como aquella vez, cuando junto con su hermana decidieron suicidarse. Para lograr sus propósitos, seleccionaron cuidadosamente las plantas venenosas y luego prepararon los tés de chamico, ruda macho y dulcamara bien concentrados. Pero al cabo de un par de horas de esperar grave y silenciosamente sentadas en el patio, en lugar de los temidos estertores de agonía lo único que obtuvieron fue un leve dolor de estómago y una inocua diarrea. Sin embargo no se desalentaron, y optaron por ahorcarse. La primera en intentarlo fue Eva. Preparó la soga, la  pasó por la rama de un árbol y, luego de susbirse a una silla, se colocó decididamente el lazo en el cuello. Pero cuando estaba calculando el momento de empujar la silla, apareció el corderito que tiempo atras había adoptado como mascota. Al acercarse y mirarla con esos ojos tristes y desolados que le pedían protección, una oleada de ternura le produjo el primer acoso de vacilación. Y cuando emitió un balido profundo y lastimero, se sacó inmediatamente el lazo del cuello y abandonó definitivamente la idea del suicidio. Pero no por ello se olvidó de los motivos causantes del intento, y durante mucho tiempo continuó percibiendo en sus pies descalzos la hiriente sensación de la piel y la sangre heladas por el frío del invierno en su diario trajinar en pos de las cabras por sendas pedregosas y páramos desolados.

Las sendas que ahora recorre y los páramos que atraviesa son los mismos, aunque el dolor es otro. Pero ahora al menos tiene los pies cubiertos y el lomo del caballo le evita tener que posar sus plantas sobre las piedras filosas. Claro que este lujo había llegado después, cuando el Jacinto la pidió en matrimonio. Sabía que era pedenciero y  que siempre andaba borracho; por otro lado, le parecía demasiado viejo para ella. Pero como era el único hombre de la zona que podía liberarla del monótono y agobiante transcurrir del tiempo, y como además el matrimonio le producía una inquietante curiosidad, acepto sin dudar la propuesta.

Ella no tenía la menor idea de cómo nacía un niño. A pesar de que desde pequeña había visto el apareamiento del carnero con la cabras y del gallo con las gallinas, siempre había creído -porque una vez así se lo habían dicho- que para tener chicos bastaba con cavar pozos donde estuviera húmedo y que, en alguno de ellos, de pronto aparecería un niño. Por eso cavaba a menudo a orillas del arroyo, pero el chico no aparecía. Mientras tanto el Jacinto le hacía cosas que a ella, a pesar de la curiosidad que sentía en esos momentos, le producían mucho miedo. Entonces, cuando él insistía con esa bruquedad propia de su carácter y del alcohol que ingería, ella optaba por escaparse del rancho y correr hacia cualquier lado. Claro que la final el Jacinto la alcanzaba y lograba sus propósitos. Al principio ella se resistía y peleaba hasta quedar extenuada, pero poco a poco se fue acostumbrando y la distancia recorrida en cada escape se fue reduciendo. Aunque lo que le hacía el Jacinto nunca le produjo placer, un buen día decidió que no valía la pena seguir corriendo, y desde entonces aceptó quedarse en el rancho para esas ocasiones.

Pero siguió cavando la tierra para ver si aparecía algún niño, hasta el día en que sintió que algo se le movía en el vientre. Primero pensó que serían parásitos como los que tenían las cabras, pero al ver que el vientre se había agrandado se asustó un poco. Sin embargo, la comadrona que la revisó en el pueblo la tranquilizó, y aunque al principio no entendió muy bien qué significaba eso de estar embarazada de cinco meses, paulatinamente fue aceptando la realidad.

Esta realidad de ahora, en cambio, por momentos se le esfuma, porque los dolores se tornan tan intensos que un miedo agigantado le impide pensar. No tiene miedo de morir, como tampoco lo había tenido ante los suicidios frustrados ni ante la tifoidea o la conmoción cerebral producida por la caída del caballo. Pero poco a poco se ha ido convenciendo a sí misma de que esos dolores sólo pueden ser ocasionados por los demonios que habitan el monte. A cada instante cree oír el lamento del crespín, por momentos confunde las ramas de los churquis con multitudinarios brazos monstruosos que se agitan a su alrededor para cercarla, y cuando mira desesperada hacia arriba para evadirse de la visión, percibe con nitidez que el sol se ríe a carcajadas. Entonces ya no puede contener unas lágrimas tercas que brotan dolorosamente de sus ojos.

Pero precisamente esas lágrimas, junto a las evocadas imágenes del Rosendo y la niña, la van serenando. Hace un esfuerzo intentando rememorar cómo era el Rosendo recén nacido para tratar de encontrarle algún parecido con la niña, y aunque no logra relacionar sus rostros, la distracción de su mente la devuelve a la realidad.

Al Rosendo lo había tenido en el pueblo porque por entonces vivía allí una tía. Pero la tía se había muerto y ya no quedaba nadie que pudiera hospedarla. Por eso no había tenido más remedio que parir a la niña en el rancho ayudada por el Jacinto. Por eso y porque los dolores se habían presentado tan de impoviso que, aunque lo hubiera intentado, no habría llegado a tiempo al pueblo.

La niña había nacido sin problemas, pero después de un breve lapso en que los dolores desaparecieron, habían vuelto a reaparecer para continuar sin interrupción hasta el alba. Entonces despertó al Jacinto, quien dormía profundamente la borrachera con que festejó el advenimiento de la hija, y le comunicó la decisión de ir al pueblo. Le encargó al Rosendo, le indicó que ordeñara la vaca y la soltara con el ternero junto a las cabras, que le diera de comer a la gallinas y que luego le preparara una mamadera a la niña. Por las condiciones en que se halllaba el Jacinto tuvo miedo de que no cumpliera las indicaciones, pero igual se marchó.

Ahora el miedo ha vuelto a reaparecer, porque por instantes el dolor crece, amenazando con hacerle estallar el vientre. Piensa que de un momento a otro tendrá una hemorragia y entonces sí, por primera vez, tiene miedo de morir. Apura con desesperación al tordillo sintiendo que la transpiración la empapa y mira al cielo sin saber bien si lo hace para calcular la hora o para implorar ayuda. Entonces no resiste más; detiene el caballo, se baja dificultosamente y se acuesta en el suelo a esperar la hemorragia inminente.

Pero de pronto comienza a dudar de que sea una hemorragia, porque siente que la vagina comienza a dilatarse como lo había hecho anoche. Y aunque por un instante se asusta mucho al ver aparecer la cabeza, finalmente se da cuenta de que está naciendo el mellizo.

Cuando mira de nuevo al cielo para maldecir por el sufrimiento pero a la vez para agradecer que el mismo haya cesado, el sol está llegando al cenit. Corta el cordón umbilical con los dientes, le hace un nudo, y mientras se dispone a descansar un rato, piensa que si no se demora demasiado aún tendrá tiempo de llegar al rancho antes de que se haga la noche.

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EL PASAJERO

Mientras sus pasos lo van alejando lentamente de Villa Unión, los ojos cansados de Luciano contemplan con nostálgica ternura la cresta nevada del Famatina que se yergue, ciclópea, bajo el sol áspero y seco del mediodía.

Temprano en la mañana, cuando el verdor del valle aún no se había encendido y lo único que refulgía era el amarilo floral de las breas y el rojo perfil de los roquedales, había llegado desde Guandacol a bordo de la Ford 70 de don Ricardo, luego de vadear con dificultad las innumerables cañaditas que la lluvia de días atrás convirtiera en fangosos riachos.

Don Ricardo no le preguntó filiación, actividad o procedencia; simplemente accedió a llevarlo como lo hacía con cualquiera de los vecinos que se lo solicitaban, sin requerir motivos. Como el ómnibus de Villa Unión llegaba y salía una sola vez por día, la camioneta se había convertido en una especie de taxi gratuito que cualquiera podía abordar con sólo acudir a la generosidad de su dueño.

La noche anterior, luego de llegar desde Jachal a las proximidades de Guandacol, Luciano había dormido bajo las arboledas que rodean el pueblo, recostado sobre el fino polvillo convertido por el calor en cálido lecho. Y al amanecer, cuando preguntó por el horario del ómnibus, fue que le informaron sobre la camioneta de don Ricardo.

Ahora, mientras se protege del quemante resplandor del sol con la fresca sombra de los paraísos, va guiando sus pasos inseguros hacia las afueras del pueblo, con la mirada ausente vagando sobre la paradojal blancura del Famatina. El aire caliente se le mete por la nariz, los ojos, la boca, y luego parece explotarle en la piel y en la cabeza. Presiente que no es sólo el calor de  afuera lo que lo está alterando, porque la garganta se le seca, la vista se le nubla y siente que los latidos de su corazón le hacen estallar el cerebro.

Aunque por momentos las imágenes vuelven a reaparecer, ya casi ni se acuerda de Jachal. Del asalto al mercadito, el tiroteo, la huida. Cosme y Ramón habían dcidido dirigirse a San Juan, a la capital. “Allá hay más gente, no nos van a encontrar”, le habían dicho. Pero él era riojano, de Villa Castelli. Allí estaban sus familiares, sus amigos… ¿Qué podía hacer alguien como él en San Juan? Por eso le había pedido al conductor del Rastrojero que iba hacía Guandacol que lo acercara.

Como el calor se le está haciendo insoportable, se dispone a descansar un rato en las afueras de Villa Unión para poder continuar luego su camino hacia Villa Castelli. Aunque aparentemente nadie había sospechado nada, consideró que lo más conveniente era proseguir la marcha a pie, para evitar cualquier tipo de complicación.

Se recuesta de espalda sobre la sombra larga de los eucaliptos y entreabre la boca para respirar mejor. Los labios permanecen extremadamente separados, pero aun así un compulsivo jadeo lo obliga a expandir el pecho en busca de un aire cada vez más caliente y escaso.

El balsámico frescor de las hojas alivia por un instante su cansancio. Una sucesión de imágenes aún próximas en el tiempo se le introducen por agradables resquicios de la memoria, y la figura altiva de su padre vuelve a adquirir entonces dimensiones severas pero justas, y la risa cómplice de su madre apañándole los menores caprichos vuelve a resonar tiernamente en sus oídos, y los gritos e insultos cariñosos de sus hermanos le clavan en el alma dulces reminiscencias infantiles. Hasta el indiferente ladrido de un perro vagabundo que, desde el otro lado de la calle, lo mira de reojo, se le confunde en el recuerdo con los juguetones ladridos de su “Cacique”.

De pronto una laxitud bienhechora le invade el cuerpo, y el calor sofocante se va esfumando para dar paso a una agradable frescura interior. Mientras una sudoración repentinamente fría le va cubriendo la piel, los rayos solares filtrándose tenuemente entre las hojas le cierran los párpados con su hipnótico bailoteo.

Al anochecer, después de un baño reparador y mientras goza con el torso desnudo la caricia del aire fresco, al terminar el último mate don Ricardo rompe su habitual parquedad para comentarle a su mujer:

-Hoy llevé a un chico de unos quince años hasta Villa Unión. Aunque estaba herido, no le pregunté nada porque parecía andar escapando. Pero por lo mal que se lo veía no creo que haya podido llegar muy lejos-.

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BRUMAS

La última bocanada de humo que exhala Jesús Piñeyro se esfuma en la bruma circundante. Tira la colilla del cigarrillo, mete las manos en los bolsillos de su gastado saco gris y, apretando los labios marchitos, deja que su mirada resbale sobre las crestas de las olas que allá abajo rompen mansamente sobre las rocas del acantilado.

A intervalos regulares el murmullo del agua es roto por el potente llamado que la sirena del faro lanza hacia las entrañas del mar en auxilio de navíos errantes o náufragos perdidos en la densa niebla. El potente zumbido es nostálgico como el de cualquier sirena de barco, pero Jesús Piñeyro lo percibe triste y lóbrego como un grito de agonía.

La cercana costa de Punta Herminia recorta en el breve horizonte su perfil de gigantesco animal verde, mientras la Torre de Hércules, el milenario faro de La Coruña, se yergue a espaldas de Jesús como un ciclópeo genio dispuesto a rescatarlo o a destruirlo.

Camina con lentitud unos pasos mientras observa distraidamente las ovejas que un hombre barbudo y andrajoso está haciendo pastar en el borde mismo el acantilado. Al comprobar que, desde el lugar en que se halla, una ilusión óptica le permite creer que en cualquier momento las ovejas podrán adentarse en el mar próximo evitando el invisible precipicio que se abre bajo sus patas, sus labios se distienden un instante en un  simulacro de sonrisa. Pero de inmediato el grito de la sirena vuelve a contraerle la boca y su mirada adquiere otra vez una melancólica fijeza.

Recuerda que hace muchos años la sirena no estaba, y que sólo las luces del antiguo faro construido por los romanos danzaban por la noches sus misteriosas piruetas en procura de atraer modernos Ulises, no para destruirlos, sino para salvarlos. Bravíos guerreros celtas, fieros exploradores vikingos, ávidos aventureros españoles, habían aplacado otrora sus ansiedades y temores al distinguir la presencia de la mole protectora. La sirena en cambio era un invento moderno, uno de los tantos que Jesús había conocido en sus setenta y seis años de vida sin que casi nunca lo hubieran tenido a él por beneficiario. Quizá por eso, cuando la sirena suena, una angustia nueva profundiza más aún el frío de su piel.

Cierra los ojos y durante un instante percibe, a través de un resquicio de su memoria, que esta angustia de ahora es similar a la que lo invadiera otro atardecer brumoso, hacía más de cincuenta años. Pilar estaba entonces a su lado, y ambos miraban ese mismo acantilado, ese mismo mar, con temor pero también con esperanza.

Galicia estaba perdida para los republicanos, y él decidió unirse a las fuerzas de Euzkadi. Cuando, junto al beso de despedida, le juró solemnemente volver, el sol rasgó por un instante la niebla para refulgir en los ojos de Pilar. Pero el empuje nacionalista se hizo incontenible en Bilbao, y finalmente, como tantos otros, al trasponer Irún giró la cabeza hacia atrás para ver por última vez suelo español. Después, durante quince días, la bodega de un barco que zarpó de Marsella le revolvió las entrañas entremezcándole vómitos con lágrimas, ansiedades con esperanzas.

Ya en la Argentina, también como tantos otros, comenzó una nueva vida. Sin Pilar, pero con María. Y luego con Pedro, con Blanca, con Eugenio; con esos pichones que lo obligaban a trabajar duro, a pelear sin pausa por el sustento diario. Primero en el puerto, luego en un bar y más tarde en una fábrica. El trabajo no lo arredraba, era terco y fuerte. Pero esa misma terquedad fue la que lo impulsó a no afiliarse al partido cuando quisieron obligarlo, y la misma que, poco a poco, fue radicalizando su postura hasta llevarlo finalmente a la cárcel. Estuvo preso poco tiempo, pero al salir ya no era el mismo. Siguió pensando igual que antes, pero ahora estaba aprendiendo a callar. Y luego continuó callando, porque las bocas eran muchas y el alimento escaso.

Los hijos siguieron creciendo, y cuando un día Pedro, el mayor, también fue a parar a la cárcel pero por defender lo mismo que él antes combatiera, supo que se estaba poniendo viejo. No físicamente, ya que seguía tan fuerte como siempre, sino viejo de esperanzas, porque de pronto comprendió que su nueva patria había comenzado a marchar a la deriva. Y aunque muchas veces pensó en el antiguo faro de La Coruña, al fin tuvo que aceptar que su vida estaba definitivamente embarcada en Argentina.

Cuando su nieto Ramoncito, el hijo de Blanca, comenzó a ir a la escuela, también su cuerpo había comenzado ya a declinar. A pesar de ello siguió trabajando sin desmayos y la jubilación lo encontró, si no fuerte, al menos sano.

Pero la otrora orgullosa nave americana no sólo continuaba a la deriva, sino que había comenzado a hacer agua por todos los costados. Y junto con la nave, también el pasajero Jesús Piñeyro sufría los embates cada vez más fuertes de las olas.

Pedro se había convertdio en un importante dirigente sindical, y ya eran varias las veces que había estado preso. Tampoco Eugenio, aunque recibido de abogado, abandonaba la militancia estudiantil, con los consiguientes sobresaltos de Jesús. María se fue lánguidamente una fría mañana de otoño, revelándole en un solo instante el sombrío sentido de la palabra soledad.

Un buen día, el perseguido Pedro se convirtió de pronto en un engranaje del nuevo gobierno, y junto a él, por supuesto, estuvo Eugenio. Jesús se angustiaba, sufría y callaba. Hasta que otro día aciago el vendaval sopló con tal fuerza que Pedro, junto al país, se hundió en un mar de plomo. Eugenio alcanzó a asir una frágil tabla que lo transportó, maltrecho, a Méjico.

El corazón de Jesús crujió, se agrietó, pero continuó marchando. Hasta que un par de años después Ramoncito, que estaba finalizando el colegio secundario, también se esfumó en una bruma de órdenes, gritos y lamentos. Jesús se retorció de dolor, maldijo con todas sus fuerzas, pero esperó, aguantó, creyó. Sin embargo los meses pasaron, y los pasaron los años, y el alma de Ramoncito continuó vagando en la bruma. Y cuando el corazón de Blanca también se rompió definitivamente, Jesús Piñeyro trepó a una nave alada y recaló a la sombra de la vieja Torre de Hércules.

Abre los ojos y la ovejas siguen allí, dispuestas a adentrarse en el mar sin advertir el abismo. El hombre barbudo y andrajoso se ha sentado en el suelo y dibuja rayitas en la hierba. Jesús gira la cabeza hacia atrás, y los edificios lejanos esfumados en la niebla lo desconciertan. La moderna Coruña le ha resultado extraña, desconocida; los modernos rascacielos, las exóticas mansiones a orillas de la playa, los lujosos clubs náuticos del camino a Pontedeume….¡Qué distinta de aquella Coruña de su infancia y su adolescencia! Aquella ciudad aldeana que era el punto de partida hacia la aventura de Santiago de Compostela, con la estrechez de sus callejuelas, el misterio del santuario y el frescor de sus arboledas.

Durante la mañana la nostalgia le había hecho recorrer lentamente, desde el puerto, la ciudad vieja hasta el castillo de San Antón. Antes de entrar a él, los botes que emergían silenciosos a través de la bruma que rodeaba el castillo, se le ocurrieron transmutados fantasmas de primitivas galeras, recias fragatas, orgullosos galeones cargados con el oro y la plata de América.

La sirena del faro continúa con su intermitente letanía. Da unos pasos hacia adelante y se detiene, pensativo. Su hermana Rosalía le ha recomendado que no se demore, que el frío húmedo puede hacerle mal. Además, tienen que  cena apenas oscurece, y luego deben acostarse muy temprano.

Pero Jesús no siente frío. Una plácida calidez ha comenzado a invadirlo, una calidez que parece provenir de la bruma, de esa niebla que se adentra en el mar y se expande, infinita, hacia el Atlántico, hacia América. Piensa que en esa bruma quizás estén vagando las almas de María, de Pedro, de Blanca, de Ramoncito. ¡Ramoncito!  Con los ojos entrecerrados y una sonrisa dulce camina lentamente hacia adelante, hacia el mar, pensando que sería lindo adentrarse en él mansamente como podrían hacerlo las ovejas si quisieran, que sería lindo, a través de la bruma, tender con su alma un puente eterno hacia las costas de América para que transitaran por el Ramoncito, Blanca, Pedro, María, que sería lindo…

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PODER

PEDRO DE LOS MILAGROS

A Lima había llegado vía Panamá luego de permanecer casi un mes en Honduras. Desde allí tenía proyectado volar a Cuzco para interiorizarse de los sucesos ocurridos en Ayacucho y después entraría a Bolivia por tierra, evitando de ese modo la aduana del aeropuerto paceño.

No era que le preocuparan demasiado esos controles; aunque los cabellos rubios, los ojos azules y una inocultable tonada norteamericana tornaran poco creíble su pasaporte peruano, tenía la seguridad de que cualquier problema sería rápidamente resuelto por la embajada de su país. Pero también estaba seguro de que mientras menos escollos surgieran y más inadvertida resultara su entrada en La Paz, más probabilidades de éxito tendría su misión en Bolivia.

Talvez fue la mirada esquiva del empleado de la compañía aérea, acaso la repentina sensación de unos ojos clavados en su nuca mientras caminaba por el concurrido Jirón Unión, o simplemente esa especie de vacío en el vientre que solía producírsele cuando su olfato habituado al peligro intuía vagas acechanzas flotando en el aire, lo cierto es que cuando ya se disponía a sacar suu pasaje a Cuzco, en el último instante alguna extraña vibración ajena a su habitual fisiología le hizo cambiar ese nombre por el de Puerto Maldonado.

Trató de autoengañarse razonando que los contactos brasileños en esa ciudad le resultarían más útiles que los datos que pudiera obtener en la antigua capital incaica, pero una desagradable certeza le estaba gritando que el motivo del cambio de destino no obedecía a ninguna razón lógica y coherente sino a una sombría premonición, a un oscuro sentimiento que no era angustia, desazón, miedo, pero que al mismo tiempo era la conjunción de todos esos sentimientos. Porque presentía que por las alturas incas rondaban reencarnados fantasmas de carne y hueso, espectros justicieros con pétreas caras milenarias y férreos puños apretados que husmeaban la sombra de sus pasos con la perseverancia de lobos hambrientos.

-Valdez Sanders no bajó, pasó directamente a Puerto Maldonado- Pedro apretó apenas los labios, aceptando la información sin responder. Tenía el gesto tallado por el ancestral fatalismo de su raza y sólo en la profundidad de sus pupilas de carbón podría haberse descubierto el desencanto. Atravesó con la mirada los antiguos muros cuzqueños, los cerros verdes, ocres y amarillos, las áureas entrañas de la madre tierra, y con la cabeza enhiesta esperó las órdenes. -De Puerto Madonado casi seguro seguirá a Juliaca. Tú vuielve a Puno y busca a esta mujer; ella te informará lo que hayamos averiguado. Si no lo encuentras allí, tendrás que ubicarlo en La Paz- Al despedirlo, su interlocutor suavizó el tono para advertirle: -Ten cuidado; es hombre astuto, peligroso-

Pequeños surcos tajearon apenas las comisuras labiales de Pedro en señal de agradecimiento por la advertencia. Después se encaminó despacio por la cuesta de San Blas hacia la Plaza de Armas.

Del aeropuerto de Juliaca, adonde había llegado desde Puerto Maldonado, Valdez Sanders se hizo llevar directamente a la estación para dirigirse a Puno, pero allí le informaron que el tren que venía de Cuzco arribaría con dos horas de retraso.

Se sentó en un bar, pidió un café y comenzó a recorrer distraídamente con la mirada las figuras de los hombres y mujeres alineados en la estación, parados o sentados en el cordón de la vereda. A medida que esos rostros aindiados se le iban fijando en las retinas, una aprensión que reconocía absurda pero que reptaba inexorablemente por las terminaciones nerviosas de su piel, lo fue invadiendo hasta tornarle insoportable esas presencias. Sentía que desde la cumbre de esos cuerpos magros cubiertos con ropas viejas y desteñidas, mil ojos negros y vengativos lo estaban taladrando con premonitorias oscuridades. Súbitamente un frío desproporcionado con la temperatura exterior le recorrió el cuerpo obligándolo a desviar la mirada.

Pagó el café, se levantó y fue a buscar un taxi. De pronto había decidido no esperar el tren, no viajar a Puno por otros medios y retornar a Lima en el próximo avión.

Mientras el tren que lo llevaba a Puno bordeba un río cristalino y atravesaba puebitos semiderruidos por el tiempo, Pedro dejaba vagar su mirada ausente sobre los indios que labraban la tierra con arados de mancera y sobre las manadas de vicuñas, alpacas y guanacos que poblaban idílicas cuestas amarillas, o la dejaba perderse, lejana, en un cielo puro, doradamente azul. Pero en realidad no veía el paisaje. Pedro estaba recordando su niñez campesina dea marga yuca devorada casi con desesperación, la prematura adultez de su adolescencia impuesta por el trabajo mal pagado y, finalmente, la dura experiencia en las minas. Allí, en los lóbregos socavones de Potosí, en las entrañas del frío infierno minero, descubrió un día con estremecido pavor pero también con esperanzado asombro, el nacimiento de una conciencia hasta entonces ignorada: la de su propia condición humana.

Pedro no vio los picos nevados de La Raya, no sintió el lento jadeo del tren acompañando las asfixias humanas al superar los cuatro mil metros de altura; él estaba rememorando otros jadeos, otras asfixias, allá en las profundas y oscuras sepulturas vivientes. Y recordó también otros sufrimientos más recientes, menos difusos: el dolor punzante de la electricidad, el sordo de los golpes, el lacerante del fuego del cigarrillo, el congestivo de los plantones. Y emergiendo entre todos ellos, el terrible dolor de la impotencia.

Luego se fue entredurmiendo, y cuando el tren pasó por Juliaca creyó percibir el susurro de un coro de ángeles que lo alentaba al mismo tiempo que iba apagando el débil gemido de una sombra sigilosa. Receén cuendo el reflejo temboloroso de las luces de Puno sobre la bahía del lago comenzó a ganar su batalla contra la muriente luz del crepúsculo, Pedro parpadeó y la pesadilla buscó refugio en algún recóndito rincón de su alma.

El funcionario miró el pasaporte, miró a Valdez Sanders un par de segundos y luego preguntó:

-¿Profesión?-

-Comerciante. Materiales electrónicos-

-¿Tiempo de estadía en Bolivia?-

-Depende- Antes de que el otro preguntara de qué, agregó: -No más de un mes-

El funcionario le entregó el pasaporte, y salió del aeropuerto aún no repuesto de las vertiginosas sensaciones a las que fuera sometido durante las últimas horas.

Desde Juliaca había regresado a Lima, tal como lo dispusiera, pero una vez allí, encontradas voces interiores lo habían urgido a reveer la decisión. Resultaba inexplicable que un hombre como él abrigase algún tipo de desconfianza hacía los habitantes de un pueblo secularmente despojado y oprimido. Por ello había resuelto finalmente viajar ese mismo día a La Paz, despreocupándose de posibles complicaciones.

Recién ahora, a medida que el taxi avanzaba hacia el centro de la ciudad en medio de un desordenado tránsito vehicular y de un enjambre humano, su ansiedad se fue aquietando y una renovada paz interior lo fue invadiendo.

Ya instalado en la habitación del hotel, pidió una botella de whisky y se dispuso a efectuar un par de llamadas telefónicas.

-Tendrás que regersar a La Paz. El volvió a Lima desde Juliaca, y no sabemos qué hará. Allá te informarán-

La muchacha era morena, de ojos claros, y tenía una voz cálida y dulce. Santacruceña, sin dudas. Pedro sólo las había visto tan bonitas en las películas, y sintió ganas de seguir conversando con ella. Seguramente estaría de paso, como él, y quizás aceptara pasar un rato juntos. Pero él era de pocas palabras, y no supo qué decir.

Mientras se alejaba hacia un hotelucho cercano a la estación, se encontró con una procesión. Era el “entierro” de la fiesta del Velacuy Cruz, y un grupo de gente, algunos con máscras y otros portando velas y objetos religiosos, tocaban instrumentos típicos y ensayaban algunos pasos de baile. Era una procesión pobre, oscura, carente de ornamentación; acorde con la ciudad.

Sensibilizado por ese encuentro, antes de ir al hotel se puso a deambular por las calles semidesiertas y entró en el único barcito acogedor que encontró a su paso. Un conjunto folklórico interpretaba canciones nativas peruanas, bolivianas y del norte argentino. Por más que se lo propusiera, no lograba hallar diferencias entre ellas, como no las encontraba entre los habitantes de esas regiones. Todos eran hermanos, pensaba. Hermanos en la pobreza, en el desamparo, en la incertidumbre de un destino de sombras. Pero también hermanos en la cotidiana lucha por la esperanza.

Tomó un pisco sauer. El sordo lamento de los sikus se superponía a la nostálgica melodía de las quenas y el monótono retumbar de las cajas, y sólo algún acorde de guitarra convocaba por momentos a la alegría, a la luz. Tomó otro pisco, y después un carajillo. Al salir, el aire intensamente frío de la noche le deespejó el sopor.

Sentado en la solitaria Plaza de Armas, de frete a la Catedral, de pronto se sintió irremisiblemente solo y desamparado y, lo que era peor, totalmente confundido sobre la validez de lo que estaba haciendo. Entonces se arrodilló, juntó las manos y elevó la mirada hacia la cúpula iluminada. Atrás, un oscuro cielo  de invisibles estrellas le estaba escamoteando las respuestas.

Ni un alma encontró e su camino de regreso al hotel.

No le preocupó demasiado esa llamada anónima a la conserjería preguntando si él se hospedaba en el Sheraton. Aunque lo lógico hubiera sido que, de ser alguien que conocía su ubicación, dejara un mensaje o al menos el nombre de quien llamaba, bien podría tratarse de un interpósito contacto, de alguien que deseaba hablar en nombre de un conocido o de algún funcionario de su país que necesitara saber en qué lugar de Bolivia se hallaba.

Durante la noche recibiría las primeras visitas: un fuerte ganadero cochabambino, el cónsul chileno en La Paz y uno de los agregados militares de la embajada de su país. En esa reunión sólo se intercambiarían las primeras impresiones, se bosquejarían algunos poryectos y recién después, si había coincidencias, se trazarían los primeros planes concretos para llevar a la práctica las teorías expuestas.

Aunque desde que llegara a La Paz ningún tropiezo había empañado su permanencia en la ciudad, algún recóndito temor, alguna mínima desconfianza, seguía filtrándole desasosiegos a través de los resquicios de su aparente seguridad. Y por más que se lo propusiera no podía dejar de pensar en esa llamada anónima, como tampoco podía olvidar del todo los oscuros vaticinios que le hicieran cambiar súbitamente de rumbo poco antes de partir de Lima. Sin contar con que, desde su paso por Juliaca, unos flacos fantasmas cubiertos con ponchos harapientos, de maxilares salientes, grandes dientes cuadrados y estáticos ojos negros, se negaban obstinadamente a abandonar su cerebro.

El profundo y frío azul del Titicaca no alcanzaba a purificar los pensamientos de Pedro. Se había despertado tenso, preocupado, y no sabía si atribuirlo al alcohol o a las angustiosas incertidumbres de la noche anterior. Mientras el ómnibus lo acercaba rápidamente a su patria y a su destino, no podía alejar de su mente imágenes lúgubres, dolorosas.

Pensaba en la muerte. En la muerte impersonal, genérica, y en la suya propia. En las provocadas y en las evitadas. Cuantificaba y cualificaba, y no hallaba respuestas. El era profundamente católico, y respetaba los mandamientos. Pero pensaba en la muerte natural de su padre, cuando él era pequeño, y en la violenta de su hermano en una cárcel paceña, hacía apenas cuatro años; y las comparaciones no encajaban. Por otro lado, él mismo creía sentir de nuevo en su piel las descargas, los golpes, las quemaduras. Y los espíritus de sus compañeros muertos le reclamaban a su espíritu vivo inclaudicables y urgentes decisiones.

Una vez en su tierra, al sentirse rodeado por la inmensidad azul del Titicaca y al divisar en la lejanía la cumbre blanca del padre Illimani sobresaliendo entre los demás nevados, ya no tuvo dudas; desde sus respectivas alturas, esos dos símbolos geológicos de su patria  le estaban suplicando y a la vez ordenando.

Ya de noche, al iniciar el vehículo su descenso hacia el cráter de La Paz iluminado a sus pies, imaginó una zambulida en la eternidad.

Cuando le explicaron los motivos por los cuales le solicitaban la entrevista -sabían de su misión en Bolivia y deseaban colaborar aportando nuevos elementos-, Valdez Sanders desconfió un poco. Pero cuando le mencionaron ciertos contactos con su más estrecho colaborador boliviano, las última dudas se fueron disipando. Para aventar cualquier tipo de desconfianza, la entrevista se efectuaría a las ocho de la noche en un bar muy concurrido de la plaza San Francisco. Sólo irían él y la otra persona, a la que identificaría fácilmente por la señas aportadas. Por otro lado, se alentó, si hubiesen planeado algo en su contra, no habrían necesitado citarlo; conociendo su paradero les hubiera resultado muy fácil interceptarlo. Además, al comentarle la cita a uno de sus allegados, éste le había asegurado:

-No temas; te protegeremos de cerca, por las dudas-

-Suerte, Pedro. Recuerda que es por el bien de Bolivia- lo palmeó uno de sus compañeros.

-Y de Latinoamérica- agregó otro.

Mientras se alejaba despacio, sin saber por qué Pedro se acordó de la mujer de Puno. Se preguntó que tendría que ver una muchacha como ella en todo esto que estaba sucediendo. Luego se soprendió al darse cuenta de que, en un momento crucial como ése, en lugar de pensar en María, que se había quedado allá en Potosí, esperándolo, lo hacía en una mujer con quien sólo había inetrcambiado un par de palabras.

Meditando sobre el enigma llegó al bar de la plaza San Francisco, se sentó en una mesa predeterminada y, tal como le habían indicado, esperó.

Cuando Valdez Sanders lo ubicó, se aproximó lentamente y, sin quitarle la vista de encima y sin darle la mano, con sólo una leve inclinación de cabeza, se sentó enfrente. Recién cuando Pedro elevó su rostro y lo miró a los ojos, Valdez Sanders descubrió asombrado que ese  hombre moreno, pequeño e insignificante, era un reencarnado fantasma de las alturas incas y que sus ojos eran la concentrada síntesis de la multitud de ojos que lo turbaran en Juliaca.

Tenso, casi sin despegar los labios, le dijo:

-Soy Jorge Valdez Sanders-

Pedro no sabía, ni le importaba, que ese no fuera su nombre y que en realidad se llamara Ronald Princeton, y que no fuera un importante comerciante en materiales electrónicos sino un traficante de armas y drogas al mismo tiempo que agente especial de la CIA en América Latina. Tampoco sabía, ni le importaba, que hasta pocos días atrás hubiese estado entrenando a un grupo de torturadores en Honduras y que ahora tuviese la misión de organizar un golpe contra el gobierno constitucional de Bolivia.

El sólo sabía que tenía que realizar otro milagro, y nada más. Porque él era, desde muy pequeño, desde aquella vez que curara a un amiguito enfermo de tifoidea con sólo tocarlo, Pedro de los Milagros. Había concretado muchos más desde entonces, como ése de dobrevivir a terribles sesisones de tortura sin tener más culpa que la de ser hermano de un activista gremial muerto en prisión. A partir de ese momento era que se había dedicado a realizar milagros por encargo de sus compañeros. Siempre que había tenido que hacerlos volvía a sufrir interminables torturas, aunque en esas ocasiones sólo le fueran aplicadas por su propia conciencia. Las había padecido en Puno y durante su regreso a Bolivia, y las estaba padeciendo de nuevo ahora, cuando ya su mano empuñaba la pistola debajo de la mesa. Y aunque la tortura le estaba destrozando el corazón, Pedro no abandonó ni por un instante su enigmática sonrisa mientras concretaba el milagro.

Pero fue el último. Un segundo después de apretar el gatillo, tres humeantes bocas de acero le recordaron para siempre que los milagros sólo son efímeros sueños.

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PRADERA DEL GANSO

Un torbellino de imágenes sacude la mente de Jorge mientras observa con atención el reiterado intento del cabo telefonista. El mayor Ramírez finalmente le había concedido el permiso y ahora estaba allí, en el improvisado hospital de Puerto Argentino, esperando nerviosamente la comunicación con sus padres.

Por instantes el rostro del telefonista se le esfuma y frente a él ya no ve a un hombre concentrado en su trabajo, que fuma tranquilamente mientras manipula con eficiencia el tablero de comunicaciones, sino a Pedro, con el gesto angustiado y tenso de ese atardecer helado en Pradera del Ganso, un segundo antes de que el mundo estallara y el aire se tornara oscuro, irrespirable. Cuando recobró el conocimiento, lo primero que hizo fue palparse la cabeza, y al comprobar que seguía con el casco puesto, se tranquilizó. No le dolía nada y sólo sentía un gran aturdimiento. Pero cuando giró la cabeza hacia un costado, la bruma de su cerebro fue evaporada de golpe por una lucidez dolorosa, extrema: el cuerpo de Pedro yacía destrozado en el borde del cráter producido por la bomba. Se quedó mirándolo incrédulo, con los ojos y la boca muy abiertos, y sólo el grito del sargento Galíndez ordenando cubrirse lo obligó a desviar la mirada.

No había visto más a Pedro, pero su rostro acongojado solía volver a veces, transmutado en el rostro de otros hombres, para acuciarlo con su dolorosa presencia. Aunque ahora había vuelto a aparecer en la cara del telefonista, la imagen duró sólo un instante; la voz del cabo diciendo “hola, hola, hable”, lo trajo niuevamete a la realidad.

En lugar de tranquilizarlo, la inminencia de la comunicación aumentó su ansiedad. Estaba contento por volver a hablar con sus padres, pero al mismo tiempo un miedo profundo, visceral, le escamoteaba la alegría. Anhelaba escuchar las voces queridas, pero subconscientemente deseaba también que alguna interferencia de último momento impidiera la comunicación. Un frío intenso volvió a instalársele en la sangre. Ese mismo frío que nunca había terminado de escapar totalmente de su cuerpo desde que quedaron aislados y a la intemperie después de Pradera del Ganso, que permanecía instalado hasta en el más oculto rincón de sus células y que todos los días veía corporizado en esos camaradas a los que le faltaba algún dedo, un pie, una pierna.

Sin embargo el frío se atempera y se escurre momentáneamente hacia adentro cuando el cabo vuelve a repetir “hola, hola, aquí Puerto Argentino, hable”, mientras le ordena con un gesto levantar el aparato. Al colocárselo en el oído sólo escucha fuertes sonidos de interferencias, y se asusta al asimilar esos ruidos a las explosiones del 1º de mayo, cuando los Harriers descargaron por primera vez sus bombas sobre el aeropuerto.

Pero es sólo un instante, porque de pronto la voz de su padre susrge clara, nítida:

-¿Quién habla?-

-¡Papá!-

-¿Jorge? ¿Jorgito? ¿Sos vos, hijo?-

Las lágrimas brotan incontenibles pero su voz suena firme:

-Papá, cómo están ?-

-Bien, hijo, bien, y vos?-

-Papá, me van a licenciar-

El breve silencio es angustioso, la voz se quiebra:

-¿Vas a volver? ¿Qué pasa, estás herido?-

El silencio es ahora más breve, pero existe.

-No…es que hay un recambio de soldados-

La otra voz se torna recelosa:

-¿Seguro que está bien?-

-Sí, papá, sí; pronto estaré con ustedes. Pero tengo un amigo que ha quedado inválido…¿Podría llevarlo a casa?-

El silencio se hace más largo, más adusto.

-¿Cómo que traerlo a casa?-

-No tiene adonde ir, no tiene parientes-

-¿Y qué le pasa?-

-Se le congelaron las piernas, y tuvieron que cortárselas-

-Pero hijo, Jorge, ¿cómo vas a traer a un inválido a casa? ¿Qué haríamos con él?-

-No sé… En algún lado tiene que estar, no?-

Aunque en la débil inistencia se presiente una súplica, la otra voz suena algo fastidiada:

-Pero un inválido es una carga, una molestia…- Finalmente cancela el asunto: -No, hijo. Podés traerlo unos días, si querés, pero después tendrá que irse. ¿Cómo no va a tener algún familiar, algún pariente…?-

-Está bien, no te preocupes  ¿Cómo está mamá, y los chicos?-

-Esperá, te doy con ella-

-¡Hijo!- La voz apenas emerge entre los sollozos.

-Mamá…- El llanto es ahora recíproco, pero el cabo vuelve a mostrarle el reloj con un gesto elocuente -Te quiero, mamá. Ahora tengo que cortar. Dale un beso a los chicos-

-¿Estás bien?-

-Sí, sí. Voy a cortar, mamá- El tiempo es un misil -Un gran beso. Chau- El tiempo estalla.

-Chau, hijo-

Jorge permanece en silencio, con las mejillas húmedas y la mirada atravesando las paredes, el hospital, el aire de Puerto Argentino. El ruido de la batalla resuena todavía lejano, apagado, como si fueran fuegos artificilaes. Casi como si no existiera.

Pero Jorge sabe que existe. También a ese ruido lo tiene incrustado en el cerebro, lo mismo que  a las imágenes. Y hay un sonido que repica aún más fuerte en su memoria, que es más punzante aunque en medio del fragor de la batalla resultara casi ianudible: el sonido del disparo con que matara a aquel anónimo soldado inglés en Pradera del Ganso. Aunque varias veces había visto la muerte pintada en el rostro de sus camaradas, recién desde ese instante supo que ya nunca más la muerte le resultaría ajena.

El torbellino de imágenes que ronda por su mente se entremezcla con el torbellino de sus ideas. Rostros desencajados, lagrimas de alegría, agustias, jubilosos retornos, esperanzas, deseperanzas…De repente una imagen lo fascina y se fija en su cerebro. La dura presencia del arma que descansa en la cartuchera de un soldado de guardia lo seduce con su metálico brillo, y por más que lo intente no consigue apartar su mirada de ella. Una idea, hasta entonces burdamente relegada al subconsciente, rebrota con fuerza inapelable y antes de que nadie atine a nada, antes de que él mismo se de cuenta, con un rápido movimiento se apodera del arma y apoya el caño contra su sien.

Ya el tiempo se evade, ya nadie puede impedir lo ineluctable. Ni el guardia, ni los soldados y heridos que deambulan por el corredor…; ni el enfermero que estaba empujándole la silla de ruedas. Y antes de apretar el gatillo alcanza a percibir aún, nítidamente, como lo hiciera cada minuto y cada segundo de los últimos días, el frío impiadoso de Pradera del Ganso trepando inexorable por sus piernas ausentes.

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LA CASONA

Cuando sonó el timbre del despertador y abrió los ojos, la oscuridad lo desconcertó. La claridad que a las diez u once de la mañana debería estar penetrando por las rendijas de las ventanas para herirle las pupilas con toda intensidad, brillaba, pero por su ausencia. Con mucha dificultad su mente comenzó a rescatar reflexiones del caos onírico en que se hallaban inmersas, hasta que, al apretar la perilla del velador, la iluminación del ambiente acompañó la luz que finalmente se había producido en su cerebro: ése era su primer día de trabajo, y afuera aún no había amanecido.

Mientras se vestía desganadamente recordó con fastidio el prosaico motivo que desencadenara tal situación; a su padre -empleado contable en una empresa de mediana magnitud- ya no le alcanzaba el dinero para mantenerlos a él y a sus hermanos, y en consecuencia no tuvo otra alternativa más que aceptar el trabajo que le había conseguido en una financiera.

Mientras vivió su madre, la situación de la familia se mantuvo sin mayores dificultades. Pero al morir ella, la falta de administración doméstica y, sobre todo, el inexorable crecimiento de los hijos, determinó que la economía familiar se fuera deteriorando hasta tal punto que se tornó imprescindible adoptar una drástica decisión. El la había ido postergando con el pretexto de los estudios, pero ahora, ya cumplidos los veintiuno y cuando esa excusa había perdido validez debido al magro acopio de sólo dos materias de abogacía aprobadas en tres años de carrera, los plazos se le habían acortado hasta límites impostergables. Como Graciela había terminado brillantemente el primer año de Ciencias Económicas y se disponía a cursar el segundo, y Cacho, con sus quince años tiranizados por el colegio secundario, aún no era un candidato postulable, la elección fue axiomática.

Medio dormido y maldiciendo la suerte de Mingo, su amigo de la infancia y vecino de toda la vida, quien, gracias a su constancia en el estudio, en esos momentos proseguiría vagando por fantásticas y placenteras regiones oníricas, se dirigió a la parada del ómnibus.

Al doblar la primera esquina, la silueta de la casona, opacada aún por esa semioscuridad que flota entre el apagón matutino del alumbrado público y los primeros rayos solares, le encendió una sonrisa entre nostálgica y envidiosa al recordarale que también sus moradores estarían aún habitando el país del inconsciente. A media que se aproximaba, el pefil de la construcción fue nitidificando sus contornos, y metros antes de pasar junto a ella pudo distinguir ya las macizas rejas de hierro oxidadas por las sombras, el césped descuidadamente crecido al amparo de los añosos árboles, las arcadas moriscas con sus revoques inexorablemente descascarados, la pequeña torre almenada qur vigilaba con absurdas pretensiones de fortaleza el costado norte de la mansión. Y no vio, pero rememoró, el amplio parquecito del fondo -tan descuidado como el del frente-, la vieja galería con reminiscencias de claustro medieval, las paredes interiores húmedas y despintadas, el modesto y casi nulo mobiliario de sus actuales ocupantes.

Pero a pesar de que la casona, más que una imagen de antigua nobleza transmitía una impresión de vejez y decrepitud, no puedo evitar sentir una sensación de bienestar, de agradable y casi tierna complicidad, al recordar que desde hacía poco tiempo la casona se había convertido para él en un refugio acogedor que le proporcionaba momentos de plácida alegría o mitigaba sus estados de incertidumbre y hastío.

Desde hacía un par de meses habían comenzado a habitar la casona Juan Manuel, que daba clases de karate en un gimnasio, Osvaldo, que trabajaba en una fábrica de zapatos, y Roque, un riojano que, a pesar de sus veinticinco años, recién estaba cursando el segundo de medicina. Ultimamente se había agergado al grupo Hugo, ex delegado gremial en la actualidad desocupado. A Roque lo había conocido en la rotisería, y él fue quien le presentó a los otros.

Desde entonces, ni bien se levantaba -alrededor de las diez o las once- lo primero que hacía era ir a buscarlo a Mingo para que lo acompañara a tomar mate con los muchachos. Algunas veces le intrigaba que ellos estuvieran casi siempre en la casona. Juan Manuel justificaba su permanencia asegurando que trabajaba únicamente por la tarde, y la escasa atracción de Roque por el estudio tornaba comprensibles sus continuas inasistencias a clase. En cambio eran menos verosímiles las continuas faltas de Osvaldo a su trabajo, e igualmente extraño resultaba el desconcoido medio de subsistenca de Hugo. Pero como todos eran amables y, además, generosos anfitriones, a él no le preocupaba demasiado obtener precisiones al respecto. Unas pocas veces, al inquirir detalles sobre un determinado asunto, las evasivas lo habían desconcertado, y algunas miradas, algún extaño silencio, le habían introducido dudas en el ánimo. Pero de inmediato las había desechado en honor a esa hospitalidad, a esa franca amistad que desde los primeros días de su llegada le habían brindado tanto a él como a Mingo.

No sólo él y Mingo eran visitantes habituales de la casona. Al caer la tarde, cuando se hallaban enfrascados en duras partidas de truco o chinchón, solían llegar Dora y Susana, las novias de Juan Manuel y Roque. A veces iban también otras chicas amigas, o algún muchacho, y en otras ocasiones, tras un improvisado asado, solían concluir la velada bailando un rato.

Aunque era frecuente que Dora y Susana se quedaran a dormir en la casona y que incluso lo hicieran algunas de las otras bonitas visitantes, él nunca se había puesto a especular con las posibilidades eróticas que esa circusntancia ofrecía; a su tranquila fisiología le resultaba suficiente el apasionado temperamento de su novia. También solía ir Valeria, una chiquilina quinceañera con la cual, a pesar de ser vecinos, hasta antes de su concurrencia a la casona sólo intercambiaba un impersonal saludo.

La superficialidad con que los temas de conversación eran abordados contribuía a que las charlas se deslizaran amenas e intrascendentes, y aunque a veces pudieran debatirse algunos asuntos de actualidad, por lo general la política se hallaba excluida de las conversaciones.

Lamentándose una vez más de su suerte y reiterando su amistosa envidia hacia Mingo, subió al colectivo. Cuando un sol naciente demasiado agresivo para el incipiente otoño le hirió los ojos al atravesar la primera esquina, tomó conciencia de que había dormido muy pocas horas. La preocupación producida por las recomendaciones de su padre en el sentido de que no fuera a quedarse dormido en la mañana le habían impedido conciliar el sueño hasta muy tarde, y cuando por fin el oscuro y puntual déspota logró aposentarse en su cerebro para instaurar en él su inapelable reinado cotidiano, ya el despertador lo devolvió brutalmente al mundo de la vigilia. Por eso ahora, mientras el sueño pugnaba por recuperar su trono, no cesaba de rumiar maldiciones contra la sociedad, por haberlo colocado ante esa opción, y contra sí mismo, por haber cedido ante la presión de tales ircunstancias.

El espectante nerviossimo de los primeros momentos de trabajo se fue diluyendo con el correr de los minutos. En toda la mañana sólo entraron a la financiera una viejita angelical que no traía ni la mitad de los requisitos exigidos para el préstamo, un tipo bien vestido y de gestos desenvueltos que sí los traía pero en cuya cara se adivinaba la intención de no pagar ni la primera cuota -por lo cual, con la invención de una excusa, tampoco se le otorgó el préstamo-, y un hombre sesentón, medio desesperado y con aspecto de necesitar con urgencia el dinero pero cuyos recibos de sueldo eran insatisfactorios, motivo por el cual también el tercer candidato resultó eliminado.

La última hora de trabajo se esfumó entre los inequívocos llamados emitidos por las arrobadoras miradas de la otra empleada y las recomedaciones y consejos del dueño, y apenas pasado el mediodía se hallaba nuevamente ubicado en el ómnibus que lo llevaría de regreso.

Pocas cuadras antes de llegar a su casa observó con extrañeza  la inusual cantidad de personas que se hallaban reunidas en las aceras charlando animadamente, y terminó de sorprenderlo la presencia de un vehículo militar atravesado en una esquina que debía cruzar el colectivo para continuar su recorrido. Cuando, luego de un intercambio de palabras con un soldado, el conductor efectuó un desvío hacia la calle lateral, el se apresuró a descender del vehículo.

Recién entonces escuchó nítidamente el tioroteo. Sus oídos pudieron distinguir, superpuestos a los disparos de ametralladoras y armas largas, el estruendo producido por algunos obuses y bazucas. Y cuando inquirió detalles de lo que estaba sucediendo, quedó alelado al enterarse de que el ataque se hallaba concentrado en la casona.

Al tratar de abrirse camino hacia su casa, un soldado le impidió el paso. Dio entonces un rodeo por un par de calles laterales, y cuando estuvo a pocos metros de la puerta logró convencer a otro soldado que se hallaba apostado enfrente para que lo dejara entrar.

La casa estaba vacía. Su padre recién llegaba a las dos de la tarde, Cacho aún no había regrrsado del colegio y Graciela debía de encontarse camino a la facultad. Aunque debido a la hora esa soledad resultara comprensible, al sentirse solo en medio de ese fragor no pudo dejar de experimentar un enorme desasosiego.

Afuera el tiroteo era intenso, y las explosiones estremecían los vidrios de la casa haciéndolos tintinear y amenazando con romperlos. De pronto los disparos cesaron, y por un breve lapso un ominoso silencio se instaló en el aire. Cuando, luego de dominar la opresiva sensación de angustia que se había apoderado de él, se asomó a la puerta, comprobó que el soldado apostado, seguido por algunos vecinos, se encaminaba despreocupadamente y con el arma baja en dirección a la casona.

Primero con cautela pero luego con creciente premura, también integró el numeroso grupo de personas que empezó a correr para enterarse cuanto antes del desenlace. Al pasar al lado de un sodado que respondía las ansiosas preguntas formuladas por los vecinos, alcanzó a escuchar la norteña voz del muchacho que, luego de afirmar: “Eran como diez”, proclamaba con orgullosa suficiencia: “Yo bajé a uno”.

Cuando llegó hasta la barrera de uniformados que impedía el paso de la gente pudo observar, con la garganta oprimida y la boca seca, que dos soldados transportaban una camilla desde la casona hasta la ambulancia. Y cuando la corta distancia que lo separaba de los soldados le permitió distinguir la identidad del transportado, la angustia se le transformó en abismo al comprobar que el aniñado rostro que yacía inmóvil sobre la camilla era el de Valeria.

Apenado y casi obnubilado por la revelación, constató de un vistazo la destrucción producida en la casona y luego comenzó a regresar lentamente hacia su domicilio. Sin embargo, antes de llegar a la esquina, una sombría premonición hizo que se encaminara con presteza hacia la casa de Mingo. Y aunque su andar era rápido, a medida que se aproximaba una amarga certeza le fue aquietando la marcha. Poco antes de llegar, lágrimas de impotencia y rabia comenzaron a brotar de sus ojos al distinguir a la madre de Mingo llorando desconsoladamente abrazada a otras mujeres y al padre gesticulando con los puños apretados y el desencajado rostro elevado al cielo.

Mientras las lágrimas rodaban, liberadas, sus oídos pecibieron algunos estentóreos vivas a la patria y a algunos generales, y su mente, aunque confusa por la duda de no saber si lloraba de pena por la muerte de sus amigos o de alegría por haberse salvado, alcanzó a distinguir unos metálicos sonidos que, a pesar de su incredulidad, no pudo dejar de identificar como los marciales acordes del Himno Nacional.

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ANIVERSARIO

Cuando las sombras largas del otoño vuelvan a rondar inquietas por el caserío gris del pueblo para recortar en las calles de tierra la modesta chatura de las paredes, el orgulloso perfil de un alero o el mordisco de luz dibujado por una puerta entreabierta, yo, Julián Algarbe, volveré a ser el niño triste y solitario que aquel día miraba con timidez y asombro, abrazado a su perro overo, el paso lento y presuntuoso del automóvil conducido por Ezequiel Francia.

Pero ahora todavía es verano, y hay un sol ardiente y amarillo aguijoneando la piel y la sangre de las muchachas que asisten al acto central del aniversario del pueblo. Por ser invitado especial, por mi supuesta condición de forastero y porque soy muy bien parecido, alguna de ellas se acostará conmigo esta noche, después del baile. Pero aunque hagamos el amor, yo sólo percibiré el contacto de su piel, porque mis pensamientos y mis afanes estarán concentrados en esa jovencita, altanera bajo su disfraz amable y sonriente, que no respeta la solemnidad del acto hablando a cada instante con sus vecinos del estrado oficial.

Entre cada palabra y cada gesto siento su mirada aún esquiva pero ya curiosa deslizarse fugazmente sobre mi persona. Y a medida que transcurra el acto, sus miradas se irán haciendo más y más curiosas hasta tornarse interesadas, atraídas; porque son mis propias miradas, insistentes y requeridoras, las que la están envolviendo, acariciando y guiándole el ansioso haz brillante que parte de sus inquietos ojos claros.

Su padre, el doctor Ezequiel Francia, preside el acto. La banda oficial de la provincia, traída especialmente, ya ha ejecutado el Himno Nacional, coreado a todo pulmón por la concurrencia a pesar de que casi es mediodía y un calor pesado y asfixiante, preanunciador de tormenta, se extiende inmisericorde sobre el pueblo. Ya ha hablado el Presidente de la Comisión de Homenajes para reseñar los ochenta años del pueblo que hoy será declarado oficialmente ciudad, y lo ha hecho también el Intendente para agradecer la presencia de los destacados visitantes, entre los cuales me encuentro. Ahora lo está haciendo, con previsible e inútil estridencia, el delegado del Cuerpo de Ejército de la región. Recién después lo hará, culminado el acto que abrirá paso a los festejos, el Ministro de Gobierno de la provincia, doctor Ezequiel Francia. Y sus palabras, también previsibles aunque no tan estentóreas, pergeñarán un destino de grandezas espirituales y materiales aun cuando muchos de los presentes sepan escasamente leer y escribir y su situación económica sea angustiante, alabarán virtudes ciudadanas y corajes cívicos recluidos desde hace mucho tiempo en algún penoso rincón de la memoria, y exaltarán la paz y el orden aun cuando los que estén rigiendo sean sólo la paz y el orden de los cementerios.

Y yo escucharé solemne, compuesto, cada una de sus palabras, lanzando sólo por instantes furtivas y prometedoras miradas a su hija Marina. Porque aunque ahora sea verano y ya se haya esfumado de mi piel el frío amargo de aquel otoño lejano, mi memoria no ha olvidado el lento y presuntuoso paso del automóvil conducido por Ezequiel Francia al alejarse de mi casa luego de comunicarnos que mi padre había fallecido. Un breve erizamiento me sobreviene al recordar el gesto de dolor de mi madre -petrificado para siempre en mi memoria- al conocer por boca del doctor Francia la noticia indiferentemente anunciada. Un ataque cardíaco, había dicho. Pero aunque mi padre sufría, efectivamente, del corazón, nunca he podido olvidar la mirada de estupor que mi madre me dirigió al descubrir en el cuerpo yacente de mi padre esos moretones en los flancos tan distintos de las livideces cadavéricas, esos puntos como raspones en el bajo vientre y las trágicas sombras de esos circulitos con costras que le marcaban la piel como horribles insectos de muerte.

Recién ahora, que soy abogado con varios años en el ejercicio de la profesión, puedo comprender su significado. Pero entonces el doctor Francia había dicho “paro cardíaco”, y el doctor Francia era médico. Y por si fuera poco, juez de paz del pueblo. Y yo era un niño adolescente triste y solitario cuyo mejor amigo era su perro overo. Aparte de mi padre, claro. Pero ese día en que el automóvil de Ezequiel Francia se alejó de mi casa con su paso lento y presuntuoso, mi padre ya no pudo ser ni mi padre ni mi amigo. Sin embargo, desde entonces su memoria ha guiado mis afanes en procura de ser alguien, y ahora esa memoria es la que me ordena dirigir cálida miradas hacia los ojos chispeantes y el cuerpo esbelto de Marina Francia.

Después del acto, habrá algún momento en que me aproximaré a ella y le haré saber, aún discretamente pero con escogidas palabras, lo atractiva que me resulta. Luego simularé desinteresarme y acicatearé su curiosidad flirteando con la muchacha que se acostará conmigo esa noche, o con alguna joven esposa de algún notable del pueblo que lo hará otra noche, en mi departamento de la ciudad. Pero mi pensamiento continuará cercándola y ella lo presentirá, como presentirá alguna insistente mirada sobre su nuca o confundirá algún caliente vaho con mi propio aliento.

Y quizá también el doctor Francia intercale algunas palabras conmigo y me sonría, porque el está enterado de que soy el representante del Colegio de Abogados en el acto del aniversario. De lo que no está enterado es que yo, el prestigioso profesional del foro provincial doctor Julián Algarbe, soy el mismo muchachito triste y solitario que cierto día de un lejano y frío otoño, abrasado a su perro overo, lo viera pasar cuando él se alejaba luego de anunciarle a mi madre que mi padre, Roque Algarbe, había muerto en la comisaría del pueblo a causa de un ataque cardíaco.

Esa no fue la primera vez que a mi padre lo detuvieron. Como no estaba afiliado, cualquier protesta u opinión en su trabajo era considerada una agitación, y algunos días en la comisaría constituía su obligada recompensa. El comisario Carmona siempre lo había tratado bien, y los agentes eran casi sus amigos. Pero un día a Carmona lo trasladaron y el nuevo comisario, para hacer méritos, lo envió unos días a la capital de la provincia. Volvió flaco y taciturno, con una mirada torva mordiéndole las pupilas. En lugar de aquietarse, su prédica aumentó. El nuevo comisario le advirtió que si proseguía lo mandaría preso a la ciudad por un mes. Como no le hizo caso, cumplió su promesa. Cuando salió, ya no era el mismo hombre vehemente pero alegre que yo amaba y admiraba. Comenzó a pregonar rayos y apocalipsis, y en la mirada de despedida que me dirigió la última vez que lo detuvieron alcancé a presentir oscuros clamores de venganza.

Pero ahora es verano, y es mediodía, y el doctor Francia está terminando su discurso. Aunque conserva su buena estampa, su pelo está casi blanco y tercas arrugas se empeñan en tajearle el rostro y achicarle los ojos. Poco queda de aquel joven que se creía dueño del pueblo cuando yo era un niño tímido y solitario; pero aún persisten en su gesto y en su voz la petulancia de entonces, cuando le informara a mi madre que mi padre había muerto de un ataque al corazón. Y aunque yo no pude verlo, porque casi de inmediato tuvimos que marcharnos a la ciudad en busca del sustento que la muerte de mi padre nos había privado, me enteré de que su petulancia continuó cuando fue nombrado intendente y se agudizó cuando, bastante tiempo después, con el dinero acumulado terminó por convertirse en hacendado. Entonces decidió abandonar la medicina y empezó a dedicarse a la política. A esa política que le permitió, primero, ocupar puestos menores en anteriores administraciones y finalmente, hace dos años, alcanzar el cargo de Ministro de Gobierno de la provincia.

Las brillantes chispas que ahora despiden los ojos claros de Marina Francia, cuando ya los aplausos se están esfumando y los invitados comienzan a bajar del palco oficial, no son sólo productos de los rayos solares golpeándole las pupilas, sino consecuencia de la deliberada charla que estoy manteniendo con una hermosa joven pueblerina.

A propósito iré acrecentando mis galanterías hacia ella, pero sólo hasta el límite exacto en que ya mi cortejo podría trocar el interés de Marina Francia en indiferencia. Recién entonces volveré a mirarla y a sonreírle, y después, cuando ya el asedio de la hermosa joven haya concretado una promesa de encuentro para la noche, me acercaré a ella para insinuarle futuros y mutuos descubrimientos en la ciudad. Porque será recién allí, en la capital, donde tendrá lugar el comienzo del rito que culminará el próximo otoño, o el otro, o el otro, pero que inexorablemente culminará cuando Marina Francia se convierta en mi esposa.

Pero mientras tanto sigue siendo verano y el olor agreste, campesino, de la vital muchacha que me acompaña, despierta en mi sangre sensaciones muy distintas a la que experimentara aquel otoño, cuando compulsivos y oscuros sentimientos me obligaron a prometerme solemnemente estudiar, investigar, llegar a la última verdad sobre la muerte de mi padre. Una verdad que entonces, cuando recién dejaba de ser un niño adolescente triste y solitario, me parecía laberíntica, lejana e inalcanzable, pero que poco a poco, a medida que trabajaba, estudiaba y me recibía fue haciéndose cada vez más clara hasta tornarse ahora simple y transparente.

Del comisario me olvidé. Poco después de la muerte de mi padre lo habían trasladado del pueblo, y al fin y al cabo él no había hecho más que cumplir con la triste misión de su destino, lo mismo que los otros de la ciudad. Pero de Ezequiel Francia no me olvidé. El era médico, uno de los designados por la sociedad para preservar la vida de sus semejantes; y si bien la vida de mi padre, cuando estuvo en sus manos, ya se había extinguido, él conocía la causa. Además era juez de paz, y aunque el caso excediera su jurisdicción él no dejaba de ser, al menos ante su conciencia, un administrador de justicia. Y porque certificó que la muerte de mi padre se debió a un ataque cardíaco, fue que no me olvidé de Ezequiel Francia.

Y aunque ahora es verano, cuando llegue el otoño tampoco Ezequiel Francia podrá ya olvidarse de mí. Sólo que cuando él descubra quien soy, ya será tarde. En cambio yo sé, desde hace tiempo, todo sobre él. Sobre su vida pública y privada. Conozco todos sus negociados, sus asociaciones ilícitas, sus delitos. Y también sé de sus sueños, de sus anhelos. Como ése, por ejemplo, de tener muchos nietos que aseguren su linaje, a pesar de tener una sola hija.

Pero así como él permitió que los asesinos de mi padre continuaran libres convirtiéndome en un huérfano irredento, él será un viejo sin descendientes y su apellido se perderá definitivamente. Porque una vez que Marina sea, iremisiblemente, mi esposa, y a mí me hayan designado juez federal, lo mandaré a la cárcel al mismo tiempo que, con cualquier pretexto y con la ayuda de un ginecólogo amigo, sin que Marina se de cuenta le haré practicar una sencilla intervención que la dejará estéril para siempre.

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TEMBLADERALES

Guadalupe Estrada O’ Neil comenzó a romper la maraña de sus pensamientos cuando el piloto del Cessna le hizo perder altura al sobrepasar Los Cocos, y recobró del todo la circundante realidad terrenal en el preciso instante en que la avioneta tocó tierra en el pequeño aeródromo de la estancia “La Serena”, aledaña a Capilla del Monte. Saludó al piloto con un gesto que pretendió ser cordial pero que no alcanzó siquiera a distenderle los labios salientes y carnosos ni a achicarle los ojos oscuros, profundos. El piloto respondió al saludo de la misma manera; la conocía desde que era adolescente y sabía que su rostro era de los que no sonríen.

Una fuerte brisa le golpeó el cuerpo esbelto y le despeinó el largo pelo negro cuando descendió de la avioneta para dirigirse hacia el automóvil en el cual la esperaba Rolando. Cuando el administrador de la estancia pronunció un indiferente “hola”, ella le ofreció brevemente la mejilla para que la rozara con sus labios y luego ascendió rápidamente al Mercedes Benz.

El rostro perfecto de Rolando Corvalán Esquivel permaneció serio pero no agresivo ni acechante como el de Guadalupe. Su piel clara y bronceada y sus cabellos rubios parecían desmentir los apellidos de ascendencia hispano criolla, de la misma manera que el rosado irlandés O’ Neil de Guadalupe se había esfumado en las ardientes oscuridades de la piel morena de los Estrada.

Recién al llegar a la agreste piscina construida sobre el arroyo y al contemplar los setos de flores que la orillaban, el gesto de Guadalupe se tornó más amable y su rostro volvió a registrar los reales veinticuatro años de su edad cronológica. Sin mirar a Rolando, dijo:

-No hay ninguna duda, el doctor Marcos me lo confirmó-

El la miró de reojo, sin contestar, y ella continuó observando las flores que prolongaban el reflejo de sus corolas en las cristalinas aguas del arroyo. Sólo al cabo de algunos segundos la pregunta escapó, apretada, por entre los dientes de Rolando:

-¿Y?-

Las flores estaban dibujando un arco iris de ternura en las negras pupilas de Guadalupe cuando afirmó:

-Lo voy a tener, por supuesto-

-Estás loca -se endureció la voz de Rolando- Con la confianza que me tiene tu padre…-

-No seas cínico -lo interrumpió ella, intentando inútilmente mirarlo a los ojos- Sabés perfectamente que no es por mi padre, sino por vos mismo, por tu mujer…-

Rolando continuó con la vista fija en el camino, a un costado del cual, algunos centenares de metros más adelante, ya se divisaba el bello palacete que oficiaba de casco de la estancia.

-También por mí, es cierto -admitió finalmente- Pero sobre todo es por vos, por tu familia. ¿Te imaginás lo que sería para él, el nieto del general Estrada? ¡Con el capataz….!-

-Vos no sos el capataz, lo sabés bien. Estás a cargo de todo aquí. Además, tenés un apellido, tus padres son gente antigua de la zona…-

-Sí, ya sé. Y he estudiado, y tengo cierta cultura… Pero ¿a quién le debo todo eso? A él, y a todos esos políticos, escritores, diplomáticos, que cuando vienen aquí siempre me tratan como a uno más de ellos y me hacen compartir sus experiencias, sus conocimientos. No, no puedo hacerle eso a tu padre-

El portón de entrada se abrió al pasar el vehículo frente al haz magnético. Guadalupe lo miró con una mezcla de condescendencia y pena, casi con lástima.

-¡Pobre Rolando, son todas excusas! Excusas para no admitir que le tenés miedo a Fernando Estrada. Y miedo a tu mujer, a todo el mundo. Y que además nunca me quisiste realmente. Yo sólo fui para vos la hija del dueño de “Prensa Argentina”, una inalcanzable flor exótica que de repente estuvo ahí, al alcance de tu mano. En cambio yo sí te quise, como vos sabés que puedo querer- El bajó la vista mientras detenía el vehículo frente a la entrada principal. Luego de permanecer un instante en silencio ella dijo, acentuando el sarcasmo: -Pero no te preocupes, yo me encargaré de buscar un padre aceptable para el niño. Tengo muchos y muy buenos amigos…-

Rolando se mordió los labios y después le advirtió con firmeza:

-No, no vas a tener ningún chico-

-¡Ah, no? ¿Y cómo lo vas a impedir?- Aunque su mirada parecía vagar en la lejanía, los labios de Rolando se habían afinado y adquirido una dureza ajena a las suaves líneas de su cara cuando afirmó:-Antes te mato y me mato-

Una ráfaga temerosa, un mínimo sobresalto contrajo por un instante el rostro de Guadalupe abriéndole los ojos; pero de inmediato sus músculos se relajaron y dijo casi sonriendo:

-¿Y qué ganarías? El escándalo sería aún mayor-

-Pero yo no estaré para afrontarlo-

Algo sórdido y decisivo descubrió Guadalupe en las facciones del hombre que la obligó a ponerse seria. Sin embargo, en su voz también cabalgaba una decisión irrevocable cuando refirmó:

-Hacé lo que quieras. Yo a mi hijo lo voy a tener-

Intentó bajarse, pero él la retuvo de un brazo.

-Cuidado, mi amor. Te estoy hablando en serio-

Aunque el gesto de Guadalupe continuaba siendo grave, una serenidad nueva la fue invadiendo a medida que decía, antes de bajarse:

-Lo sé, Rolando, te conozco; ya lo hablamos antes. Pero te repito, nada me hará cambiar de opinión-

-Te lo advierto por última vez, Guadalupe, lo voy a hacer– le previno a través de la ventanilla. Y antes de que ella se alejara rumbo a la mansión, agregó: -Estaré en la cabaña. Si hasta la hora de la cena no me has llamado, subiré-

El sol comenzaba a desaparecer tras los pinos cuando Guadalupe entró en el palacete acompañada por una mucama. Filosos fulgores temblaron por un instante en las pupilas de Rolando, y luego el auto arrancó con un violento chirriar de neumáticos.

Los querubines de yeso adosados al cielorraso blanco con ribetes dorados hacía mucho tiempo que estaban ejecutando, ante los ojos semicerrados de Guadalupe, ingenuas rondas infantiles o frenéticas danzas ora macabras, ora sensuales. A través de la semiinconciencia que le otorgaba esa duermevela exaltada, fruto del cansancio pero también de la tensión nerviosa que le produjeran las palabras de Rolando, había estado rememorando trozos de diversas emociones que le depararan las sucesivas residencias en la estancia durante distintas etapas de su vida.

La primera imagen indeleble que la casona le produjera estaba referida a la enorme pintura ecuestre del fundador de “Prensa Argentina”, su bisabuelo el general Estrada. Pero lo que más nítidamente recordaba de su infancia eran esos apresurados e inexplicables viajes que sus padres solían realizar cuando ella era aún pequeña, y que se reiterarían luego y se tornarían comprensibles, ya durante su adolescencia, al comprobar que no eran simples viajes de placer sino drásticos y compulsivos escapes que su padre debía efectuar como consecuencia de las críticas que el periódico efectuaba a los distintos gobiernos de turno. En “La Serena”, al amparo de peones, capataces y gente influyente de la zona, su seguridad se tornaba prácticamente invulnerable.

Recordaba también, aunque muy vagamente, la figura esquiva de ese joven alto y atlético que solía aguijonearla desde lejos, mientras realizaba sus tareas, con furtivos relámpagos de sus ojos claros y distantes. Luego transcurrió un largo tiempo durante el cual la imagen del joven se esfumó de su memoria para dar lugar a nuevas presencias, a nuevos descubrimientos, hasta que, hastiada de prematuras sensaciones, un año atrás había decidido retornar a “La Serena” para intentar otra clase de vida, más contemplativa, más espiritual.

Pero fue entonces que aquellos olvidados ojos claros comenzaron a perseguirla, a cercarla, a veces con la sonriente mansedumbre de un perro leal y obsecuente pero en ocasiones con el urgente reclamo de un lobo hambriento y desesperado. Y aunque al principio los continuos viajes a Córdoba para practicar danza la salvaron momentáneamente del asedio, un día descubrió, absorta y desvalida, que unas temidas y a la vez deseadas llamaradas la habían envuelto al fin con su ineluctable fuego.

Comenzaron a transcurrir para ella días y noches de continuas muertes y resurrecciones. Sabía que Rolando era casado y que tenía hijos, y era consciente también de que el ámbito rural es muy distinto del urbano. Además, desde poco tiempo antes su padre había dispuesto que Rolando y su familia se trasladaran a una construcción contigua al palacete a fin de permitir atender mejor sus obligaciones de encargado de la estancia, de manera que las precauciones debían extremarse.

Aunque al principio sus encuentros fueron breves y furtivos, poco a poco la pasión los fue deshinibiendo -sobre todo a ella, que había descubierto del pronto que el amor es un estallido destructor de los más sólidos continentes éticos- y entonces las citas ya no fueron tan ocultas ni tan discretas y al poco tiempo todos los habitantes de “La Serena” y sus alrededores conocieron los amores de Guadalupe y Rolando.

A pesar de la opinión adversa que su relación despertaba en muchos moradores, un acuerdo tácito, una especie de temerosa confabulación protectora entre cada hombre y cada mujer de “la Serena”, impedía que los hechos llegaran a oídos del dueño de “Prensa Argentina”. Hasta la mujer de Rolando lo sabía, pero a nadie se le hubiese ocurrido ni siquiera suponer que el paladín de la libertad de prensa, el implacable censor de las tiranías, el progresista y liberal Fernado Estrada, pudiese llegar a enterase de que su hija amaba a un empleado suyo.

Así como Rolando se había estado debatiendo entre el deseo y el temor, Guadalupe lo había estado haciendo entre su amor y sus prejuicios. Unos prejuicios que le gritaban que ese amor era prohibido, que alteraba la moral de Dios y de los hombres. Sin embargo el amor era tan profundo, tan auténtico, que al final se había inclinado ante su avasallante poder, aceptando, sumisa, el legado natural que significaba la presencia de un hijo.

Pero fue entonces cuando descubrió que el amor de Rolando no era ni tan profundo ni tan auténtico y que, además, de tan superficial y temeroso hasta podía llegar a resultar fatal para ella. Rolando siempre había evitado mencionar la palabra embarazo, y ante la primera sugerencia de Guadalupe sobre la posibilidad de tener un hijo, la había desechado con firmeza y hasta con violencia. Y aunque Guadalupe calló, una profunda grieta se abrió definitivamente en la ilusoria campana de cristal con que había acorazado ese amor.

Devinieron luego horas de turbios recelos, de amargas acechanzas. Guadalupe intentó poner en juego toda la gama de recursos que su ardiente feminidad le permitía, pero ante la airada y temerosa negativa de Rolando su obstinación creció y una irrevocable decisión le fue endureciendo el alma al tiempo que sus entrañas se abrían, fértiles, en demanda de su cometido esencial.

Los querubines de yeso realizaron la última pirueta y luego permanecieron estáticos, dramáticamente quietos ante los ojos abiertos de Guadalupe. Había oído pasos al pie de la escalera, unos inconfundibles pasos que otrora le incendiaran el cuerpo creciéndole vertiginosas espirales en la sangre, pero que ahora sólo le producían temor y ansiedad al descubrir que se apoyaban en el primer peldaño y luego ascendían, rápidos e implacables, hacia la puerta de su habitación.

Una luna amarilla y grande -luna de noviembre- recortaba su quebrada redondez tras las retamas florecidas que se asomaban a la ventana. Intuyó la primavera oculta en la noche, percibió perfumes de jazmines, escuchó el canto de un grillo. “Si hasta la hora de la cena no me has llamado, subiré”, había dicho Rolando. Y ella sabía que era así, que si no lo buscaba en la cabaña él subiría, como ahora lo estaba haciendo. Miró una vez más hacia la ventana, sintió la calidez de la noche envolviéndole el cuerpo y la comparó con la fría determinación de ese ascenso que continuaba y que ahora se detenía frente a su puerta.

Le pareció sentir en su vientre un latido lejano, ontogénico, y se puso de pie. Sabía que, en pocos instantes más, sobre esa primavera se desatarían tempestades y girarían remolinos y que, si no actuaba serenamente, unos fríos ojos claros la transportarían al lugar donde son develados todos los misterios. Por eso ahora estaba ahí, parada tras la puerta con la pistola en la mano, tensa y atenta, esperando.

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LA CIMA Y EL ABISMO

Ella estaba mirando absorta una canoa pequeña, lejana, que permanecía casi inmóvil a su vista a pesar del sostenido avance que efectuaba sobre el Iguazú. Del lado paraguayo, un sol rojo sangre se iba hundiendo inexorablemenete en la cinta gris del Paraná, oscureciendo, hasta decolorarlo, el verde lujuriante del hito de las tres fronteras. Sentada con las piernas cruzadas, los codos apoyados en la mochila y la barbilla sobre el dorso de las manos, parecía la imagen de un soberbio Buda americano.

Cuando me senté a su lado, me sonrió como a un amigo al que estuviera esperando y no titubeó en aceptar mi invitación a subir al coche. Un nocturno vaho semental iba envolviendo Puerto Iguazú cuando nos internamos en las callejuelas de tierra en busca de alojamiento. Aunque era invierno, un calor húmedo, palpitante, aceleraba la sangre impulsándola hacia afuera, hacia la piel.

Después de conseguir un hotelucho, y mientras comíamos chipas y tomábamos mate en un rancho levantado para exposición de artesanías, me contó que esa tarde debía haber cruzado a Brasil, pero que el clima agradable, el paisaje desconocido y subyugante o quizás una repentina nostalgia, la habían obligado a prolongar la estadía hasta la mañana siguiente.

No fue necesario preguntarle el porqué de la nostalgia. Más tarde, cuando ya el frescor de la noche iba exigiendo el estrecho contacto de los cuerpos y el vino había predispuesto a la confidencia, me fue contando de a poco, primero con medias palabras y frases sueltas pero luego cada vez con mayor crudeza, que el traslado a Brasil no sería transitorio y que no estaría de vuelta en un par de días como cualquier turista. Se iba para no volver, al menos por un largo tiempo. Se abrazó a mí, y sus párpados apenas húmedos rubricando un gesto entre amargo y tierno me convencieron de que no debía esperar más aclaraciones.

Recién a la madrugada, cuando ya el estruendo de las cataratas de la sangre se había acallado y sólo persistía el lejano murmullo de las cascadas hídricas, geológicas, la confesión brotó mansa y dolorosa. Dos días antes le habían advertido que su seguridad estaba agotada; le dieron un documento falso, un poco de dinero con un pasaje a Posadas y una dirección en Foz de Iguazú. También le dijeron que en San Pablo podría concretar algunos contactos pero que, a partir de Foz, su vida quedaba librada a su propia iniciativa.

Sentimientos y raciocinios que fluctuaban entre el deber y el instinto, el tiempo y la piel, la cima y el abismo, mantuvieron mis ojos abiertos en la oscuridad todavía un largo tiempo. Sólo cuando la luz de la aurora -de una transparencia entre grisácea y lechosa por la niebla matinal de las cataratas- me permitió entrever su palpitante cuerpo desnudo abrazado al mío y pude descubrir su confiado gesto de niña dormida, el torbellino de mis pensamientos se fue aquietando y mis párpados comenzaron a descender lentamente.

Recién al terminar el desayuno aceptó demorar su paso a Brasil. La convencí de que en el Noreste no corría peligro, y que un par de días más no alteraría sus objetivos. Le sugerí que nos fuéramos a Corrientes.

Antes de marcharnos quizo conocer las cataratas. Y allí, en esa mañana cálida con reflejos de arco iris tornasolando el cielo, en medio de esa vegetación exuberante y acariciados por ese clima germinal que brotaba de la tierra, de las raíces de los árboles, mi sangre desbocada presintió por instantes floraciones inéditas, quiméricos estallidos de pájaros y mariposas, absurdas e imposibles nueve lunas. Su cuerpo vegetal se confundía con la corteza de los lapachos, los urunday, los timbós, su piel de bronce refulgía al sol, su risa repetía el eco de las cascadas menores. De pronto, una nuble plomiza comenzó a cubrir el sol, y entonces recordé. Antes del mediodía partimos hacia Posadas.

Aunque durante el primer trayecto del viaje las oscuras ráfagas de sombras que por momentos laceraban mi mente manteniendo mi boca silenciosa, le fueron trazando en el rostro habitualmente alegre pequeños relámpagos de acecho y desocnfianza, poco a poco su voz suave y profunda, impregnada de amables reclamos, fue borrando mis ansiedades. Y al detenernos a almorzar bajo los árboles que bordeaban un arroyo ya mis inquietudes se habían disipado y las sombras habían huido precipitadamente de mi cerebro.

Lavé sus pies en las tibias aguas del arroyo y los fuí besando sabiamente, con un lento pero inexorable ascenso, mientras un sol vertical filtraba apenas sus tenues transparencias amarillas a través del compacto verdor de la fronda.

Nos aprovisionamos de naranjas y pomelos cortándolos de los árboles y proseguimos viaje. A media tarde, bajo un palmar, degustamos cítricos y pieles entremezclados, y al atardecer llegamos a las ruinas de San Ignacio. A través del cobre del ocaso rescatamos fantasmas de indios y jesuitas que vagaban entre los naranjales del viejo cementerio de la Reducción, y a la noche, rendidos, dormíamos en Posadas.

A la mañana siguiente la noté rara. Cierta dureza que ya se manifestara en algunos pasajes de su confesión, había reaparecido en su rostro. Una angustia desconocida, mezcla de temor y ansiedad, se instaló desde entonces en su espíritu.

Al principio del viaje a Corrientes el calor y el cansancio la hicieron dormitar, y durante el resto del trayecto permaneció callada por largo tiempo. La eufórica ternura que la  invadiera luego del choque instintivo de los cuerpos se había disipado, y premonitorias acechanzas, inminentes revelaciones, parecía flotar entre ambos.

Antes de llegar, me rogó que nos detuviéramos en en el santuario de Itatí, pero al formularle una irónica pregunta sobre el motivo de ese súbito deseo, no supo responderme. Aduciendo que ya era de noche, apreté el acelerador y continuamos viaje.

Al entrar a Corrientes, una procesión que llevaba en andas a la Virgen de Itatí se nos apareció de pronto en una esquina como un divino dedo acusador. Su visión me produjo en el espíritu tan compulsiva sensación que me obligó a clavar los frenos. Quizá por la escasa iluminación de la calle o quizá porque vestían ropas oscuras, aquel grupo de personas se me figuró un fantástico y espectral funeral. Los promesantes portaban velas encendidas y algunos habían construido cruces de vidrio o celofán en cuyo interior otras velas irradiaban una luz mortecina, fantasmagórica. El grupo avanzaba lentamente mientras se elevaban al negro cielo correntino murmurantes rezos, apagadas letanías. De cada  casa a la cual entraba, la procesión extraía nuevos promesantes, y a los pocos minutos ya avanzaba por la calle de acceso a la ciudad una larga y compacta caravana.

Permanecimos largo rato en silencio, embargados por vagos recelos y místicas turbaciones, sin decidirnos a proseguir nuestro viaje o a descender del vehículo para integrar la procesión. Finalmente puse en marcha el motor, y aunque la noche era cálida y agradable, al volver a mirarla creí percibir que estaba temblando.

Intenté sonreírle pero prosiguió con la mirada fija en la procesión. Súbita e inexplicablemente disgustado apreté el acelerador, y sólo el chirriar de los neumáticos pareció llamarla nuevamente a la realidad. Alcancé a vislumbrar en su pupilas extraños destellos que no supe si atribuir a temor, pena o rencor. Pero al volver a mirarla, ya en sus ojos se había instalado de nuevo una quietud mansa, contemplativa, similar a la que exteriorizaban sus pupilas cuando la descubrí sentada en el hito de las tres fronteras.

Aún bajo el influjo de los indefinidos presagios que me produjera en el ánimo la visión de la procesión, le propuse continuar hasta Resistencia para pernoctar en lugar de hacerlo en Corrientes, como teníamos previsto. Se liberó de la decisión con un encogimiento de hombros y permaneció con la mirada ausente vagando por los edificios y las luces de la ciudad.

Se había retraído en su asiento hacia la puerta del coche, alejada de mí, y al preguntarle el motivo de esa actitud me miró a los ojos por primera vez desde que nos encontráramos con la procesión. Era una mirada fría, impersonal, de una dureza que presentí definitiva. Una mirada en la que se había instalado una sospecha incipiente pero cierta, preñada de infinitos interrogantes para los cuales había una sola respuesta. Apuré la marcha y poco despsués atravesamos el puente General Belgrano.

Desde que ocupamos la habitación del hotel sólo intercambiamos unas pocas palabras. Seguía reticente y al acecho, como esperando temidas pero inevitables iniciativas. Y cuando regresé  a la habitación para desvestirme después de haber abierto la canilla de agua caliente del baño, fue que los hechos me urgieron la decisión.

Estaba sentada en la cama, mirando estupefacta una fotografía con su propio rostro que había extraído de mi maletín de viaje junto a los recortes de los diarios donde constaban la voladura de la radio y el ataque a la casa del ministro. Al lado de la foto estaba también el otro documento con mi verdadera identidad y mi rango. Permaneció tan absorta que ni se dio cuenta de la maniobra que comencé a efectuar en mi pequeño bolso de mano. Recién cuando terminé de colocarle el silenciador a la pistola me miró, y aunque en sus pupilas temblaba la agonía del presentimiento, su rostro permaneció sereno hasta el último instante.

Coloqué mis cosas en el maletín, y al mirar de reojo las otras dos fotografías con rostros tan hermosos como el suyo no pude evitar sentir náuseas. Pero sólo fue un instante. Cuando empecé a cruzar de nuevo el puente General Belgrano, las luces de Corrientes parecían titilantes estrellas invertidas llamándome desde el abismo.

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FANTASÍA

SALITRALES

Cuando vio recortarse las casuchas en el horizonte marrón del desierto, parpadeó ante la posibilidad de un espejismo, pero las casitas continuaron agrandándose y haciéndose  más  nítidas a medida que el automóvil avanzaba.

Había estado manejando toda la noche, y su cuerpo entumecido hacía tiempo que ordenaba en vano un perentorio descanso. Poco antes del alba, un frío intenso lo había obligado a abrigarse y a encender la calefacción del coche, y cuando los primeros resplandores del amanecer le permitieron observar con nitidez el contorno, el desierto le golpeó los ojos con su infinitud salada: la Puna estaba ahí, omnipresente, hasta donde la vista alcanzaba.

Una soledad gris, mortecina, cortada sólo por la herida azul del asfalto, continuó acompañándolo. Estaba calculando la distancia que faltaría para llegar a los exhaustos yacimientos de cobre del cruce a Iquique, cuando divisó las casuchas. Se hallaban a unos quinientos metros de la ruta y, aparentemente, estaban abandonadas. Al ver los ranchitos había aminorado inconscientemente la marcha, pero la total ausencia de signos de vida lo impulsó a apretar de nuevo el acelerador, mientras el fastidio y la desazón lo invadían. A pesar del sol sentía frío, y su boca seca y amarga clamaba por algún líquido caliente.

Cuando el coche estaba adquiriendo nuevamente velocidad, fue que oyó el aullido del perro. Le pareció casi imposible que en ese silencio, sólo matizado por el monótono zumbido del motor, pudiera oír sonido alguno. Pero el aullido del animal, lastimero y lejano, se repitió, y entonces ya no dudó en detener el coche, girar sobre el asfalto y zambullir el vehículo en el mar dorado y movedizo que lo circundaba.

Apenas había transitado unos metros cuando notó que el sol comenzaba a opacarse y el cielo a oscurecerse. Pocos segundos después, una de esas nieblas repentinas producidas por el cambio de temperatura de las corrientes marinas lo envolvió con su plomiza oscuridad. A pesar de ello continuó avanzando, y al llegar a la primera casa ya una tenue luz comenzaba a filtrarse a través de la niebla acribillada por los rayos solares.

Varios perros aparecieron ladrando sin animosidad, casi por compromiso. Una adolescente, casi una niña, salió entonces de la casa y lo saludó con timidez mientras, asomado apenas tras la puerta, el rostro seco y apergaminado de una viejita lo estaba observando atentamente a través de unas cuencas abismales iluminadas por ráfagas de un brillo pícaro, amistoso.

Cuando le preguntó a la muchacha si podían ofrecerle algo caliente, la anciana, con una voz quebrada, milenaria, lo invitó a pasar. Antes de franquear la puerta alcanzó a divisar, escabulléndose tras la casa contigua, la figura maciza de un indio viejo, pero de andar rápido y sigiloso.

La mujer lo invitó a sentarse en un tosco banco formado por un tablón asentado sobre dos piedras y ordenó a la joven preparar una bebida. Mientras él efectuaba algunos comentarios referidos al viaje, una compulsiva curiosidad lo obligaba a cada instante a volver la cabeza hacia el lugar donde la muchacha, con gráciles movimientos, realizaba su tarea.

Al verla por primera vez, sólo había descubierto en ella a una chinita insulsa y temerosa, de rostro vulgar y cuerpo esmirriado, casi inmaterial bajo su especie de túnica marrón que se confundía con el color de las paredes y la tierra. Pero a medida que la observaba con atención, se le iban revelando a sus sentidos pequeños detalles, mínimas aristas no percibidas antes, como ese perfil de nariz recta, egipcia, los labios redondos y turgentes, el pelo brillante y renegrido.

Mientras su garganta y su estómago revivían con el calor de la infusión, y a pesar de intuir que no eran más que sus propios sentidos los que estaban creando la metamorfosis de la muchacha, no podía dejar de experimentar una vaga sensación de irrealidad. Por momentos sus oídos percibían una música lejana, aletargante, mezclada a trechos con el quejumbroso lamento de quenas y flautas de caña. Pero eran sólo sonidos distantes, esfumados, que luego se interrumpían hasta desaparecer por completo.

Como el bienestar producido por la bebida y por la temperatura agradable de la habitación, unido a la falta de sueño, casi lo adormecieron, se incorporó sacudiendo la cabeza y salió de la casa. Al verlo, algunos hombres hoscos, vestidos con ropas de mineros, le lanzaron agresivas miradas. Un individuo descalzo, cubierto con un poncho indígena y cuyo largo pelo se hallaba sujetado por una vincha, antes de entrar a una de las casas giró la cabeza hacia él; cuando lo miró de frente, a los ojos, en esa cara cuadrada y en esa nariz larga y recta descubrió de inmediato la herencia secular de los incas.

Aunque el cielo continuaba cubierto, y en el aire flotaba una niebla espesa como polvo de socavón, el resplandor del salitre le hirió los ojos haciéndolo parpadear. Caminó unos pasos para despabilarse, pero la pesada atmósfera le oprimía el cerebro impidiéndole pensar con claridad.

La muchacha salió tras él y se dirigió hacia el lugar donde un hombre joven, en cuyas recias facciones se intuían la  decisión y el mando, permanecía sentado sobre una piedra afilando un trozo de madera. Observando el perfil altivo, el fino y largo cuello y los senos pequeños pero erguidos de la mujer niña, ya no tuvo dudas de su hermosura. Y cuando regresó a la casa, su andar esbelto y digno le hizo evocar la imagen de alguna bella princesa india.

Las miradas aprobatorias y ansiosas con que la examinó no pasaron inadvertidas para los rudos hombres que merodeaban a su alrededor. Alcanzó a escuchar cómo uno de ellos comentaba a otro que el forastero estaba codiciando a la joven. Se recompuso y desvió la mirada hacia el desierto, pero ya el otro estaba profiriendo palabras hirientes sobre su persona.

Algunos individuos se fueron aproximando a los que hablaban, y en pocos instantes un murmullo creciente lo fue envolviendo con su agresivo aliento. La música que escuchara cuando estaba dentro de la casa volvió a resonar en sus oídos y pareció sumarse al acechante coro humano.

Intentó girar sobre sí mismo para encaminarse hacia su vehículo, pero ya uno de los hombres le había interceptado el paso y le estaba increpando su proceder. Negó con una sonrisa y un gesto conciliador la supuesta ofensa, pero el otro insistió, al tiempo que los demás comenzaban a también a aproximarse. El último en hacerlo fue el joven que había hablado con la muchacha. A medida que se acercaba, los otros le iban dando paso, y cuando llegó a su lado y lo miró a los ojos, presintió que un alarmante abismo se estaba abriendo bajo sus pies. Buscó con la vista a la joven, y al encontrarla frente a su casa con los brazos cruzados sobre el pecho, el mentón erguido y la mirada fija en el infinito, ya no tuvo dudas de que esa nobleza y esa casta dignidad no podían   pertenecer más que a una de las Vírgenes del Sol, las vestales incas. Volvió los ojos hacia el hombre, y aunque la niebla se había densificado no necesitó la luz del sol para comprender: en un solo instante el relámpago acerado de esas pupilas le iluminaron la razón.

Lo tomaron de los brazos y casi arrastrándolo lo obligaron a caminar. La música que había estado oyendo, producida por cajas, conchas marinas, tambores y otros instrumentos indígenas, fue creciendo en intensidad y ritmo a medida que lo conducían hacia su destino. Los sonidos no provenían de un lugar determinado sino que parecían estar refundidos con el aire, con la arena, con los hombres.

Mientras caminaba entre empujones sintió un golpe en la cabeza que lo obnubiló por unos instantes, y al recobrar el conocimiento comprobó que el joven guerrero, con el torso desnudo y la mano derecha aferrada a la vaina que colgaba de su cintura, avanzaba acaudillando a los otros hombres, quienes también se habían despojado de sus ropas de mineros y marchaban con sus curtidas pieles desnudas al ritmo acompasado de la música. Un rumor sordo y lejano de barrenos, picos y vagones deslizándose sobre rieles, entremezclado con el entrechocar de aceros, explosiones y ayes de dolor, se superponía a ratos con el enervante sonido de la música y el rítmico avance de los hombres.

Su vista, aún nublada por el golpe, percibió fulgores de cuchillos destellando en el aire. Sintió que lo acostaban y le sujetaban los brazos, y alcanzó a vislumbrar las facciones del hombre de la cara cuadrada y la nariz larga y recta quien, enfundado en un sayo dorado, elevaba su vista al cielo mientras su mano cerrada y refulgente iba ascendiendo con premeditada lentitud.

Pero cuando ya se disponía a adivinar el sabor dulzón y a percibir el contacto caliente de su propia sangre sacrificada, los reflejos del cuchillo se superpusieron a otros reflejos, pálidos y amarillos. Por un momento ambos resplandores disputaron la posesión de su mirada, y cuando finalmente los tímidos rayos fueron ganando la partida, comprendió que el sol estaba desgarrando con sus dedos amarillos el ya tenue velo de la niebla. También en sus oídos se fue atenuando el sonido de la música y el rumor de las voces humanas, y las figuras de los hombres comenzaron poco a poco a retroceder hasta desaparecer dentro de las casas.

Cuando abrió los ojos por completo y agudizó el oído, un silencio demoledor oprimía el aire, y sólo el gris amarronado de la arena lo rodeaba por todas partes. Los últimos retazos de niebla se iban alejando hacia el mar, y el sol comenzaba a brillar intensamente. Se levantó con dificultad, y cuando giró la cabeza en busca de su automóvil divisó a las dos mujeres frente a la puerta de su casa. La primitiva túnica marrón cubría de nuevo el esmirriado cuerpo adolescente de la muchacha, y en el rostro vulgar se había fijado un gesto de perplejidad mientras lo observaba. Los ojos de la viejita sonreían con un brillo de picardía que suavizaba la pétrea dureza de sus facciones.

Al comenzar a caminar para interrogarlas, rápidamente se introdujeron en la casa. Apuró el paso hasta llegar a la puerta de entrada, y al trasponerla comprobó que el interior se hallaba completamente vacío. La mesa, el banco y todos los enseres de cocina se habían esfumado. Se introdujo, ansioso, en el dormitorio, pero las paredes descascaradas y casi derruidas terminaron por convencerlo de la realidad. Cuando empujó la puerta trasera sabía de antemano lo que encontraría: sólo la arena reverberada por un sol refulgiendo en todo su esplendor contra un cielo denso y profundo. Luego de horadar en vano con su mirada esa inmensa desolación, masticando su desconcierto se dirigió hacia el automóvil y puso en marcha el motor.

El lento rodar del vehículo alejándolo de las casuchas estaba comenzando a alimentar su incredulidad, cuando un reavivado dolor lo obligó  tocarse la cabeza con la mano. Al hacerlo, una pronunciada hinchazón le imprimió en el rostro un gesto de asombro. Y cuando, ya a mayor velocidad, se dispuso a reingresar a la ruta asfaltada, el lastimero aullido de un perro terminó por introducirle en el alma desesperadas urgencias.

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LOS UNIVERSOS DE CARLOS Y MARTIN

Martín lanzó una carcajada para festejar la broma y luego se separó unos metros del grupo de muchachos que correteaba por la orilla del río.

Las piedras ya no reverberaban bajo los chorros de fuego de la siesta, y sombras sigilosas habían comenzado a deslizarse por la ladera del cerro. La imponente y lejana silueta de las sierras aún permanecía iluminada, pero muy pronto el rojizo resplandor que la cubría se iría decolorando hasta esfumarse en la oscuridad.

Martín está contento. Es joven, se ha estado divirtiendo con sus amigos y una brisa fresca le cosquillea la piel todavía húmeda a causa de la última zambullida. Arroja una piedra plana a ras del agua, y minúsculos racimos de burbujas trazan por un instante una plateada estela sobre la ondulante cresta del río. Luego toma otra piedra más grande, la sopesa con la mano y observa con una sonrisa triunfal la enorme roca que se alza en la ribera opuesta…

Carlos, mientras tanto, permanece sentado en la arena, meditando. Sus músculos son aún duros y permanecen tensados por aguijones de esperanza, pero de su piel ya se ha esfumado la vital turgencia de la juventud. Está solo, y aunque sus pupilas lúcidas observan complacidas el agradable contorno, su mirada está dirigida hacia adentro, hacia su mente.

Mientras contempla el multicolor estallido de nubes que festonea la puesta del sol y el tímido titilar de las primeras estrellas apareciendo en el cielo, Carlos medita. Piensa en el universo, en su formación, y duda entre la aceptación de un comienzo temporal o la creencia en su eternidad. Duda también entre aceptar su finitud o infinitud, porque así como la inmensidad del mismo tornaría probable su infinitud, también podría ser finito y existir, más allá de éste, otros universos desconocidos. Piensa que el sistema planetario que habita podría no ser más que un átomo con su respectivo núcleo -el sol- y sus respectivos electrones -los planetas-, el cual, junto a otros átomos -sistemas planetarios similares-, conformaría una galaxia. Y continúa pensando que esa galaxia podría también ser sólo un pequeño grano de polvo o arena que, junto a otros millones de partículas-galaxias, podría constituir a su vez una piedra ubicada, por ejemplo, en la orilla de un desocmunal e inconmensurable río a la vera del cual, como en cualquier planeta de cualquier galaxia, jugaran y rieran jóvenes seres pletóricos de vida.

Mientras Carlos abandona su extraña idea con una sonrisa y se levanta, Martín hace puntería sobre la gran roca que está en la otra orilla y lanza con fuerza la piedra que tiene en su mano.

En el momento en que el seco chasquido hace saltar en pedazos la piedra arrojada, Carlos alcanza a vislumbrar en su firmamento millones de estrellas que entrechocan y refulgen con inusitada potencia de soles. Y mientras todo estalla a su alrededor junto con su cuerpo para esfumarse en una negrura total y definitiva, el estruendo del apocaliapsis se diluye en la risa juvenil de Martín que agita su brazo en señal de alegre triunfo.

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INCERTIDUMBRE

La Vía Láctea titilaba su perplejidad al no reconocerse en ese trozo de espejo terráqueo constituido por la megaciudad. Las luces, que se tendían veinte pisos abajo hacia un horizonte oscuro, premonitorio, eran un absurdo remedo de la magnificencia estelar. Sin embargo, para ellos significaba lo conocido, lo tangible; la protección contra esa oscuridad que ya varias veces durante la noche los había cubierto con su hálito lóbrego y acechante.

Ahora la luz había reaparecido, y un saxo sensual certificaba desde la banda sonora la presencia de la energía eléctrica.. La brisa fresca que se insinuaba en el balcón terraza no alcanzaba a disipar la tibieza de la noche. El verano estaba, omnipresente, en el aire, en las hojas y flores de las plantas que adornaban el balcón, en los efluvios calientes que emanaban de la habitación. Y en los cuerpos, en esos cuerpos jóvenes que ceñían sus formas a las formas del otro al compás de la melodía.

El primer encuentro se había producido pocos días antes, bajo un sol ardiente que encendía las pieles y las ansias. La efervescencia de la playa les había contagiado el calor que no sólo provenía del sol, sino también de esa multitud alegre, despreocupada y bullente. Pero como las vacaciones de ambos habían concluido, las posteriores citas debieron concretarse en la ciudad.

Recién esa noche ella había finalmente accedido a concurrir el departamento de él, cuando ya la noticia había cristalizado el estupor del mundo. Y ahora estaban en el balcón terraza ajenos por completo a la perplejidad de la Vía Láctea y a las miradas  vigilantes que los satélites cargados con bombas neutrónicas lanzaban permanentemente sobre la humanidad estupefacta. Sólo existía para ellos la pletórica tensión del otro cuerpo, el cálido perfume del otro aliento, el secreto extravío de la otra mirada.

Cuando densos nubarrones de tormenta comenzaban a cubrir las estrellas, nuevamente el apagón trocó la penumbra en una oscuridad total, lacerante. El silencio, un silencio que con el transcurrir de las horas había ido creciendo dentro de la ciudad como un gigantesco monstruo reptante, se hizo de nuevo opresivo, agónico. Las luces de los lasers escrutaron el cielo esperando y temiendo descubrir los engendros de la locura; pero en esos momentos los tétricos cuatro jinetes se entretenían enfilando sus cabalgaduras hacia predestinados y remotos lugares.

Abrazados, con sus rostros elevados hacia la noche taladrada por los haces blancos y azulados, semejaban dos niños primitivos, dos eslabones perdidos en el momento de decidir ser homo sapiens o regresar para siempre a sus ancestros. Permanecieron unos instantes en esa posición y luego se fueron separando lentamente. Tomados de la mano se aproximaron a la baranda del balcón y una vez allí, luego de intentar infructuosamente horadar con sus miradas las tinieblas que cubrían la ciudad, volvieron a estrecharse en un abrazo que ya no era sólo el de un hombre y una mujer que se atraían, sino el de dos seres humanos temerosos, desvalidos e impotentes. Los lasers dispararon aún algunos guiños alboazulados, y luego la noche quedó en suspenso.

Pero una vez más las luces se encendieron, y la claridad resucitó en las bocas dos sonrisas ya casi esfumadas. El saxo volvió a emitir sus acariantes susurros metálicos, y poco a poco los cuerpos fueron nuevamente irradiando hacia la calidez nocturnal ese fuego interior que bullía y se agitaba y se concentraba en una exacerbada búsqueda del estallido final.

Cuando las pieles y las sangres comenzaban ya a reclamar urgencias compartidas, un cósmico llamado pareció clavarles en el espíritu miles de dudas ancestrales, miles de preguntas incontestables. Entonces el temblor de la carne se aquietó, el calor se convirtió en tibieza y la urgencia cedió paso a contenidas incertidumbres.

Con los dedos de las manos entrelazados, con las miradas fijas en las pupilas el otro, sus pensamientos comenzaron a intercambiar mudos interrogantes sobre el valor que en esos momentos tenían sus vidas. Sus mentes se preguntaron en vano sobre el porqué del absurdo. Intentaron infructuosamente penetrarse las mentes procurando averiguar qué locura incita a la obtención del poder y qué desvarío obliga al poderoso a imponer a los demás sus ideas por la fuerza. Pretendieron inútilmente desentrañar el misterio que impulsó al ser humano a guerrear ininterrumpidamente a través de su historia. Se consultaron en vano sobre si la maldad del hombre que lo incita a destruir la vida del prójimo es esencial, intrínseca, si lo invade el ansia de rapiña del animal de caza, o si su agresividad es sólo producto de la deseperada lucha del animal afincado en su territorio. Pero si el hombre -se preguntaron- fuera en última instancia sólo un animal que lucha por la defensa de su pedazo de tierra, ¿qué poder malévolo induce entonces al otro animal, al agresor, a pretender sacarlo de su madriguera? ¿Quizás el convencimiento de una supuesta verdad que cree poseer? Pero en ese caso -volvieron a interrogarse, mientras las respuestas huían definitivamente de sus cerebros- ¿qué juez humano podría determinar la paternidad de esa razón? Ellos sabían que los hombres que habían pulsado los botones creían estar en posesión de esa verdad. Pero aun poseyéndola -o creyendo poseerla- la cuestión era: ¿justificaba el hecho de tener razón el pulsamiento de los botones?

Los interrogantes fueron debilitándose tras el leve contacto de sus labios, y terminaron por esfumarse cuando él reclinó su rostro sobre la cabeza de ella. Después comenzaron a moverse lentamente, primero con una cadencia apenas insinuada, luego acompañando con el vaivén el ritmo de la melodía. Poco a poco los movimientos fueron tornándose más amplios, más enérgicos, y finalmente el vaivén se convirtió en giro y los giros en remolinos que fueron dejando atrás, muy relegados en el tiempo, los suaves acordes del acompañamiento orquestal.

Mientras giraban y giraban, las metálicas notas emergentes del saxo se fueron confundiendo con otras notas, con otros metales, y de pronto el áspero susurro del instrumento fue cubierto por un eco alucinante que provenía al mismo tiempo de la ciudad, del infinito o de ninguna parte. El ulular de las sirenas acalló los mínimos ruidos  nocturnos que aún persistían, y ya no hubo grillos haciéndole coro al saxo, ni hojas rozándose por el impulso de la brisa, ni pequeños insectos colisionado sus frágiles cuerpos cegados por la luz, ni se oyeron tampoco las respiraciones anhelantes, los jadeos producidos por el vertiginoso ritmo comunicado a la danza. Sólo perduró ese gemido estridente, esa especie de grito triunfal de la locura avasallando el silencio de la noche. Pero a pesar de la angustia y el miedo, ellos continuaron danzando.

Un breve y entrecortado sonido que rebotó en los dientes del otro fue el primer indicio de la rebelión. Después el sonido cristalizó en una risa suave y por fin la risa estalló en una doble carcajada, vital melodía que silenció las sirenas y resucitó de a poco el tenue palpitar de la noche. Suguieron riendo y girando cada vez más alto, cada vez más rápido, y sus ojos elevados al cielo descubrieron alguna estrella rescatada por el paso de las nubes fugitivas.

Pero aunque las risas simulaban haber ganado la partida contra las sirenas, la rigidez de los labios espasmodizados y la fijeza de las miradas revelaron en un solo instante todo el temor y la desesperación de la humanidad concentrados en sus rostros. Y las sirenas, aunque inaudibles para ellos, siguieron sonando, como lo hicieron desde siempre y como lo seguirán haciendo por los siglos de los siglos.

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CREPUSCULAR

Un silencio manso flotaba sobre el río, sobre las piedras, sobre Daniel. El poniente iba despintando los rojos y amarillos de las escasas nubes recostadas en las sierras, y el verde de los árboles ya se había convertido casi en oscuridad que acentuaba el contraste de sus figuras recortadas a contraluz sobre la agónica claridad del cielo. Algunas palomas de monte se posaron sobre la frondosa copa de una morera, un biguá solitario que volaba pausadamente siguiendo el curso del río cruzó sin inmutarse la petrificada silueta de Daniel, y un benteveo lanzó su último canto de la tarde al tiempo que se zambullía desde un sauce dejando sobre el gris lomo del río una erizada cicatriz de perlas.

Daniel permaneció quieto, purificándose la piel y la sangre con la sensual caricia de una brisa enervante, con la mirada lentamente transportada desde la enorme roca en que se hallaba sentado, pescando, hacia las piedras menores que se sumergían en el cauce mumurante, hacia una pareja de golondrinas que jugueteaba a ras del agua, hacia la barrera verdinegra de molles, sauces, talas, que en la ribera opuesta ocultaba a medias la azul pureza de las sierras próximas.

Oscurecía, y la tanza de la caña de pescar de Daniel, ya casi invisible, continuaba empecinadamente inmóvil, como si hasta la pequeña y filosa muerte que colgaba del extremo se rebelara, negándose a cobrar su tributo en ese atardecer de maravillas.

Daniel elevó la mirada hacia la imprecisa línea donde el río se fundía con el cielo, y fue en ese momento que sus pupilas captaron por primera vez la imagen. Primero la confundió con una ola más grande que las otras y ningún sentimiento de curiosidad alteró la beatitud de su pensamiento; pero después comprendió que en ese lugar las aguas se deslizaban mansas, conformando un pulido espejo que de ningún modo podía verse interrumpido por esa cresta que, a pesar de la semioscuridad, sobresalía nítidamente del parejo cauce del río.

Pensó en la punta de una creciente, tan frecuente en esa zona y en esa época del año, pero desechó de inmediato la idea al comprobar que era sólo un breve espacio de la superficie del agua el que se veía alterado de ese modo. Además, ese rumor profundo, ese sordo trueno que anuncia las crecidas, en ningún momento había roto el idílico silencio de la tarde.

La duda fluctuó entonces entre algún tronco grande o algún animal muerto, pero el escepticismo volvió a introducirle en el raciocinio la certeza de la imposibilidad al verificar que la figura era demasiado alta, clara y móvil para poder ser asmilada a cualquiera de esa contingencias. En efecto, aunque parecía flotar sobre el agua, era evidente que poseía movimeintos propios, ya que sus suaves y rítmicos balanceos elevaban y descendían su silueta a medida que se iba aproximando. Por otro lado, la curiosidad de Daniel fue perentoriamente acicateada por esa blancura especial que, contrastando cada vez más con la creciente oscuridad circundante, no se limitaba a la figura sino que parecía trascender sus contornos.

Cuando estuvo a unos cien metros de distancia, Daniel tuvo por primera vez la impresión de que podía tratarse de un ser humano. Pero recién cuando la distancia se redujo a la mitad, la impresión se convirtió en certeza: sin dudas era una persona, y más precisamente, una mujer.

La curiosidad se le fue transformando en algo indefinido pero semejante a la inquietud cuando descubrió, a través de la penumbra, que la mujer vestía una larga y vaporosa túnica blanca, aparentemente seca a pesar del contacto con el agua. Aunque sus brazos extendidos se agitaban lentamente, su cuerpo emergía demasiado de la superficie del río como para suponer que estuviera nadando, y tampoco era posible que estuviera caminando sobre el lecho del río porque en ese lugar las aguas tenían más de dos metros de profundidad.

Mientras se preguntaba cómo era aposible que se deslizara de ese modo, Daniel empezó a percibir poco a poco sus facciones, y cuando estuvo a diez metros de distancia pudo por fin distinguir claramente los rasgos de la mujer. Era hermosa, pero de una belleza irreal, inhumana. Mientras estaba cavilando que la mujer le recordaba a alguien conocido, quizás a algún ser querido, de pronto una ráfaga de pánico lo invadió al darse cuenta de que ese parecido era con él mismo.Y aunque después los rasgos se fueron esfumando a medida que pasaba a su lado, un súbito escalofrío le impidió seguir pensando.

Cuando, a la misma velocidad y al mismo ritmo, la mujer continuó imperturbable hacia la peligrosa cascada que unos metros río abajo se abalanzaba sobre puntiagudos peñascos, Daniel tuvo la certeza de que no podía ser real. Y cuando finalmente la figura desapareció en la cascada, el ladrido inexpresivo y monótono que los perros suelen emitir en los atardeceres fue intercalado por un lejano y prolongado aullido, y los pájaros abandonaron precipitadamente sus refugios en las copas de los árboles.

Con la piel erizada y el cuerpo tenso, Daniel enrolló la tanza, saltó de la piedra y se alejó apresuradamente. En la punta del anzuelo de su caña de pescar, una pequeña y filosa muerte continuaba esperando su tributo.

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PAKAL

Mientras la piedra húmeda y musgosa le produce una desagradable sensación en la planta de los pies, apoyándose en las paredes Medrano continúa descendiendo cuatelosamente. Se ha sacado las zapatillas a causa de los resbalones, pero la piel desnuda resulta casi tan inadecuada como el caucho para el empinado descenso.

La escasa luz y el aire enrarecido de la estrecha escalera por momentos le producen una asfixia muy cercana al pánico, pero cuando ya está considerando seriamente la posibilidad de emprender el regreso, al doblar el último rellano aparece por fin ante sus deslumbrados ojos el ansiado premio: la tumba de Pakal, el mítico rey maya. Jadeando por la asfixia, la exitación y el asombro, intenta esbozar una sonrisa de satisfacción, pero ésta aborta de inmediato a causa del cansancio.

La tenue iluminación rojiza torna espectral la visión de la enorme lápida, sobre la cual se halla esculpida una extraña figura parecida a un astronauta. Mientras contempla extasiado la pieza arqueológica, su imaginación se eleva hacia los remotos tiempos en que el rey gobernaba la hermosa ciudad estado de Palenque, levantada en medio de una selva exuberante. Otros monarcas habían construido los cimientos, pero fue durante el reinado de Pakal que Palenque cristalizó su grandeza. Pakal, ese jefe supremo huraño y solitario que desde la cima del cerro otea el horizonte achaparrado y verde, un horizonte por donde el enemigo tolteca ha reiterado en vano sus intentos de conquista. Aunque su pueblo nunca fue guerrero, él ha sabido instruirlo para la defensa. Y aunque la misión de un Halach Uinic no es hacer la guerra sino adorar a los dioses, en varias ocasiones luchó bravíamente junto al jefe militar al frente de sus hombres.

Pero últimamente Pakal se siente cansado. Ya no lo alientan esos ímpetus vitales que desde la adolescencia lo convirtieran en el más admirado y el más temido. El nunca se propuso gobernar imponiendo el temor, pero el mando necesita obediencia, y la obediencia absoluta casi siempre genera sumisión. Bajo su férreo reinado Palenque creció y se embelleció, pero poco a poco el rey fue adquiriendo la dimensión de un dios.

Sin embargo, aunque sus súbditos ni siquiera lo presientan, Pakal no es un dios, sino apenas un ser humano con todas sus carencias y defectos. Y una de sus principales flaquezas es esa deformación en una pierna que desde pequeño lo ha tornado tímido pero a la vez orgulloso, esquivo pero al mismo tiempo tenaz y perseverante. También la fealdad de su rostro ha contribuido a que ninguna mujer, a pesar de su poder, lo haya amado por él mismo y no por su posición. A sus mujeres simplemente las tomó cuando las deseó, como a aquella hermosa princesa zapoteca que un día le robara al rey de Monte Albán.

Por eso ahora, aunque no es viejo, observa con nostalgia desde la cima del cerro cómo el pálido y declinante sol lame el frontispicio de los templos antes de ocultarse sigilosamente tras unos nubarrones plomizos. Y porque  presiente que también su ocaso se está aproximando, es que desde hace un tiempo ha mandado connstruir lo que será su tumba. Sobre ella sus súbditos han levantado una pirámide truncada en cuya cima ha sido colocado un bello templo.

Desde que la construcción ha quedado terminada Pakal sabe, porque así se lo han comunicado los sacerdotes del Consejo, que su muerte ressulta inevitable. Como sabe también que con él concluirá el poder de su pueblo, y que éste deberá emigrar hacia otras tierras si es que pretende reconstruir su grandeza. Y aunque los sacerdotes también le han dicho que su tumba perdurará a través de los tiempos, Pakal teme que un día la selva hambrienta y lujuriosa devore todo ese esplendor hasta sumirlo en la nada. Se siente triste por la muerte de tantos súbditos producida durante la construcción de su tumba, pero se consuela pensando que esas muertes talvez constituyan la ofrenda que su pueblo deba brindar para que algún lejano día otros hombres, quizá distintos a ellos, quizá blancos y barbados como el ser en que se convirtiera el dios Quetzalcoalt cuando desapareció por oriente, puedan también admirar la belleza de los innumerables templos y de la pirámide que contiene su propia tumba.

Esas pétreas estructuras se han convertido ya en imágenes perennes incrustadas en las pupilas de Medrano. Luego de abandonar la tumba de Pakal el guía les ha mostrado el petroglifo del Halach Uinic con su pierna deformada esculpido en las paredes del Palacio, y luego se han internado en la selva que cubre la ladera del cerro. El aire no es aquí tan enrarecido como en la escalera, pero el calor y la humedad resultan aún más agobiantes y la oscuridad producida por las enormes hojas de plátanos, helechos, orquideáceas, impide casi por compelto el paso de los rayos solares. Las enormes raíces incrustadas en las paredes de las ruinas no restauradas parecen querer extraer el espíritu de los muertos seculares para convertirlos en fantasmas verdes y cobrizos mimetizados con los troncos y el follaje de los árboles. Por momentos Medrano cree percibir un sordo tamborilleo acompasando dulces sonidos de flautas y ocarinas, y el fugaz deslizamiento de sombras aladas crea en su excitada imaginación amenazantes figuras emergiendo entre la fronda.

Un nostálgico vacío le oprime el pecho al salir finalmente a la hondonada cubierta de césped para admirar los templos de la Cruz, del Sol, de la Cruz Foliada. El sol ya se ha ocultado tras un cielo que amenaza ennegrecer el verde, y la tarde se ha vuelto quieta y tensa. Las nubes se espesan y se hacen más negras cuando Pakal levanta y extiende sus brazos hacia el cielo. Su pueblo necesita con urgencia el agua, y una vez más tiene que invocar a Chaac, el dios de la lluvia, para reclamar su tributo. No tiene deseos ni fuerza para convocar a los sacerdotes, y por eso ha decidido realizar él solo la invocación. Con los brazos en cruz y la cara alzada hacia los nubarrones que revolotean y giran sobre sí mismos trocando figuras de animales en rostros humanos, ángeles en demonios, Pakal concentra sus últimas energías en una mirada que hiende el aire espeso para rebotar en las nubes y regersar convertido en ese haz zigzagueante que hace retumbar la selva con su chasquido seco y abismal; esa dorada serpiente luminosa que apura los latidos de Medrano y le hace desviar la vista de los templos que ha estado admirando extasiado. Una angustia inexplicable se apodera de él cuando, junto al relámpago, oye el sonido del rayo y las primeras gotas comienzan a carer sobre su rostro. Una vorágines de extrañas sensaciones lo transporta en el tiempo, y por un instante sueña que es Pakal, ese mítico rey maya que ahora baja los brazos y la mirada hacia la tierra en señal de agradecimiento. Pero la alegría producida por la caída de la lluvia pronto se diluye para dar paso a la trisiteza cuando presiente que no es a Chaac a quien debe encomendarse, sino a Ah Puch, el dios de la muerte. Al sentir Pakal ese dolor punzante en el pecho y comprender que ya Ah Puch llega -el mismo dolor que siente Medrano al intentar correr hacia uno de los templos para guarecerse de la lluvia-, las pocas fuerzas que le quedan finalmente ceden, y se desploma. Al ver caer a Medrano, los turistas que lo acompañan se vuelven hacia él y lo rodean con exclamaciones de sorpresa y desasosiego. Algunos miembros de la guardia que han localizado a Pakal en el cerro se aproximan a él rápidamente, pero al llegar a su lado comprueban que ha expirado. En el último instante de conciencia Medrano alcanza a divisar la gran pirámide semioculta por una nube que simula una figura humana mientras percibe a su alrededor murmullos y plegarias en una lengua desconocida. Los guardias extienden a Pakal sobre la hierba y luego se prosternan ante él en señal de reverencia. Un médico integrante del grupo de turistas que ha constatado la muerte de Medrano, se soprende al observar la deformación de una de sus piernas, defecto del cual nadie en el grupo se había percatado.

Mientras los cuerpos de Pakal y Medrano son retirados y puestos a resguardo, la lluvia arrecia y la selva que crece indetenible se va tragando templos, pirámides y palacios hasta hacerlos desaparecer bajo una palpitante inmensidad verde.

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