Libros de viajes – Tomo IV

VIAJE A LA TOSCANA, ITALIA (15 al 27 de octubre del 2014)

Salimos al atardecer desde Pajas Blancas con Edith y Norma en un vuelo de Aerolíneas hacia Ezeiza, desde donde partimos a las 20,30 hacia Fiumicino en Roma.

El primer tramo del vuelo es algo movido, pero luego se torna normal. Duermo regular, y a causa del cambio horario nos dan un desayuno casi a la hora del almuerzo argentino. A las 17,30 -hora italiana- aterrizamos y nos llevan al Holiday Inn, en la vía Aurelia al 8.000, casi al lado del hotel Black en el que estuvimos cuando fuimos a Si- cilia y al norte hace un par de años. Dejamos las valijas en las habitaciones y sin cambiarnos salimos a las 18,30 para el Trastévere, donde conocemos a Ariane, la guía brasilera que nos acompañará hasta Floerncia.

De la plaza Triluza vamos por nuestra cuenta a recorrer brevemente el Trastévere, que ya conocíamos de día cuando pasamos de regreso del Medio Oriente. Volvemos a entrar a Santa María del Trastévere, y luego comemos una pizza Margherita entera cada uno -pero muy delgada- que por cierto Norma no termina.

A las 21 estamos de nuevo en el hotel, y allí nos enteramos de que la parada del bus que nos llevaba a la estación Cornelia del metro ha cambiado de lugar porque está roto el puente peatonal elevado que nos permitía cruzar la vía Aurelia.

Por la mañana vamos en el bus del hotel -que tiene sólo dos horarios de ida y vuelta al centro y cuesta 5 euros- hasta la plaza del teatro de Marcelo, más compacto y mejor ornamentado que el mismo Coliseo, pero más chico. Vamos caminando por el Campidoglio, la plaza y el palacio Venecia, el monumento a Vittorio Emanuele, todos lugares ya conocidos en otras oportunidades. Ahora me detengo a contemplar la columna Trajana -doscientos metros de frisos magníficamente conservados- a cuyos pies se extienden las ruinas del foro de Trajano- Caminamos por la avenida de los foros que bordea los de Julio César, Adriano y Nerja -en ella se encuentra también una estatua de Julio César- y finalmente llegamos al Coliseo -que están restaurando, por lo que se encuentra tapado en parte- y a la estación del metro que nos llevará a Cornelia. Allí tomamos el bus para ir a Tívoli, a la Villa D’ Este.

La salida de roma es complicada por el intenso tránsito, y feo su entorno, con muchas fábricas. En el bus hace mucho calor -una norteamericana se descompone y tiene que acostarse en los asientos colocando las piernas levantadas en los hombros de su marido- y además está lleno de muchachos árabes. Demoramos una hora y media para llegar, pero el paisaje se torna agradable a medida que ascendemos las cuestas de los Apeninos hacia Tívoli.

Al llegar, tengo problemas con la filmadora -no me permite la inclusión de un caset nuevo aunque finalmente logro solucionarlo previa consulta en una casa de fotos. (Sin embargo el problema persistirá en varios tramos del viaje).

Almorzamos pastas y un rico pollo frente a la villa -que está en plena ciudad- y entramos al interior del palacio mandado construir por el cardenal Hipólito II de Este a mediados del siglo XVI. Posee magníficos frescos en los techos de las múltiples habitaciones. También vemos una exposición de vestidos de época que allí se es- taba efectuando.

Luego bajamos a los jardines, cuyas bellísimas fuentes y juegos de agua son una maravilla. Hay muchos, a cual mejor, y también me sorprende una imponente cascada cuyas aguas nacen de unas grutas artificiales cubiertas de musgo. Hay también muchas estatuas y frontispicios, grutas que contienen estatuas y un enorme estanque rodeado de jardines configurando todo un ámbito de gran belleza y serenidad. Asombra comprobar que ya en esa época se hayan podido construir tales efectos hidráulicos Lamentablemente la villa tiene también muchos desniveles, por lo cual, a pesar de la frescura del ambiente, hace que vuelva a sentir mucho calor. (Por cierto, a algunas de las escalinatas Edith y Norma no las transitan). Desde lo alto del palacio se ve una hermosa vista de la campiña que rodea Tívoli allá abajo.

En esta villa se alojó y compuso en ella muchas de sus obras el húngaro Ferenc –Franz- Liszt, como lo indica una placa que está en la entrada.

Aunque pensábamos visitar también, si teníamos tiempo, la villa Adriana, fuera de la ciudad -de la época del emperador Adriano- desistimos y nos quedamos a tomar helados y una granita que terminará afectándome la gar- ganta. El regreso es muy rápido -45 minutos en bajada- y de Cornelia regresamos al Coliseo en un atardecer nuboso y cálido, muy agradable.

La zona está repleta de turistas. Cuando voy a sacar las entradas para el Foro Imperial, justo cierran las ventanillas, por lo que tengo que conformarme con filmarlo desde afuera. (El Foro es uno de esos lugares a los que, aun regresando en varias oportunidades, por una u otra razón nunca he podido entrar. No sucede así con el Coliseo, al que sí lo había visitado un cuarto de siglo antes.)

Voy solo -Edith me espera en el Foro, y Norma ni arrancó desde el Coliseo- por una empinada cuesta hasta la iglesia de san Buenaventura, pasando por las ruinas de otra iglesia y regresando por la colina del Palatino.

 Después hacemos el mismo camino de regreso hacia el teatro Marcelo, ya de noche y muy lentamente, gozando del cálido clima, y yo deleitándome con las fotos y las filmaciones de la Roma nocturna. Comemos sandwichs en uno de los tantos carritos romanos atendidos por africanos, y luego voy a tomar un café detrás del palacio Venecia. Con el bus vemos el Castel Sant’ Angelo y San Pedro iluminados. Cenamos sólo entremeses en la habitación y preparamos las valijas.

Salimos muy temprano en medio de una bruma que casi me impide ver el paisaje. Pero en el sinuoso camino secundario bordeado de sembradíos y viñedos antes de llegar a Bagnoreggio, ya ha escampado. Luego de dejar el bus en la ciudad fundada por los etruscos en el siglo V A.C., vamos hasta el mirador que permite una visón espectacular del promontorio en el que se levanta Civita de Bagnoreggio, la cittá che muore. El camino-puente por el que se accede a ella es impresionantemente empinado y largo -debe tener unos 3 o 4 kms-. Sobre el acantilado que bordea el socavón por donde corre el río, se ven las viejas edificaciones de Bagnoreggio. El puente se construyó como consecuencia de los frecuentes deslizamientos de tierra producidos por las crecientes, que corroían el terreno y amenazaban con derrumbar Civita.

Voy solo, bajando primero unas empinadas escalinatas en medio de una tupida vegetación, hasta el pie del puente, al que comienzo a ascender muy lentamente. Por suerte no hace mucho calor, y he llevado una botella de agua. Finalmente, tras un breve descanso antes de la puerta de entrada a “la ciudad que muere”, ingreso en ella. En realidad es sólo un pueblo por su tamaño, y en él reina una paz y un silencio sólo roto por las campanadas de la iglesia San Buenaventura. El pueblo fue edificado en ese promontorio porque allí existía una fuente termal “milagrosa”, de allí el nombre de Bagnoreggio. Luego fue paulatinamente abandonada por las dificultades de su acceso -sólo se podía acceder a pie o a loma de mula- y hasta no hace mucho llegaron a vivir allí sólo seis personas. En la actualidad hay veinte pobladores fijos, pero algunos habitantes de Civita atienden un bar, un museo y hasta una pequeña posada, además de algún religioso encargado de la iglesia -que tiene un Cristo crucificado cuyos ojos lo siguen a uno donde vaya-. Luego de deleitarme con la visión de sus vetustos muros cubiertos de musgo y enredaderas y de recorrer sus solitarias callecitas, emprendo el regreso bajo un sol que ya está calentando demasiado; y aunque el descenso es obviamente menos dificultoso que el ascenso, al llegar a Civita debo subir penosamente las largas escalinatas que me llevan hasta el mirador, donde me esperan bien descansadas Edith y Norma.

Continuamos hacia Orvietto, también enclava- do en una alta meseta rocosa. Desde la campiña contemplo una hermosa postal de la ciudad que ya fuera habitada en las edades de piedra y de bronce y que floreciera con los etruscos entre los siglos VI y IV A.C. Luego sufrió varias invasiones y los romanos terminaron de saquearla. En la Edad Media fue aliada de Florencia en sus luchas contra Siena.

Por suerte, para ascender a ella hay rampas y escaleras mecánicas -aunque un tramo no funciona- que nos depositan en su calle principal, atestada de gente que recorre sus negocios y ocupa sus restaurantes. Luego de doblar por la calle del Duomo -en la esquina se halla la alta Torre del Moro- llegamos a la Catedral acompañados por la guía local. Ya desde la puerta de entrada, cubierta por bellos bajorrelieves de bronce, impresiona por su belleza, pero su interior directamente apabulla. Los frescos del techo de su llamada “Capilla Sixtina de Orvietto” -Miguel Ángel se inspiró en esos frescos de Luca Signorelli para decorar la Capilla Sixtina del Vaticano son de una belleza y una complejidad indescriptibles Pero no sólo la “Capilla Sixtina” es espectacular; todo su interior lo es, con sus capillas laterales, en una de las cuales refulge una bellísima custodia en oro y piedras preciosas.

Deslumbrados, vamos a almorzar a un agrada- le restaurante decorado con madera, y luego paseamos relajadamente. Yo bajo a uno de los numerosos túneles que existen bajo la ciudad junto a pozos, galerías y cavernas artificiales de la época de los etruscos. Ahora ese túnel se halla ocupado por inmensos toneles de una bodega junto a prensas y otros artefactos, pero por falta de tiempo no puedo llegar hasta una tumba e- trusca que se halla al final del mismo.

Después emprendemos el regreso por pintorescas callecitas para dirigirnos a Monepulciano, la ciudad de los vinos, donde se destila el famoso tinto “Nóbile”. Montepulciano, aliada de Florencia en el siglo XIII, fue conquistada por Siena, pero en el XIV, luego de larguísimas luchas entre esas ciudades, volvió a quedar bajo la tutela de Florencia.

Entramos por la inmensa puerta, pegada a las murallas, y nos adentramos en la calle principal empinada, larga -tiene 11 kilómetros hasta llegar a la Piazza Grande- y muy concurrida. Camino solo muchas cuadras, gozando de la quietud de las numerosas callecitas y pasajes que salen de ella, pero como ya empiezan a dolerme las pantorrillas por el ácido láctico producido en la subida de Bagnoreggio, poco más allá de la Catedral Santa María Assunta emprendo el regreso comiendo castañas asadas.

Compramos algo para comer a la noche -entre otras cosas un pan “toscano” grande y duro…-porque llegaremos al hotel Mercure, en Siena, bastante tarde. El hotel es muy lindo -está rodeado de numerosos olivos- pero el Internet resulta muy dificultoso de utilizar, por lo que envío un breve mail que será el primero y el último, porque desde los otros hoteles tampoco podré hacerlo.

La mañana es brumosa cuando salimos a re- correr Siena, que ya era un asentamiento etrusco nueve siglos antes de Cristo. Caminamos un largo trecho hasta una plaza que será el punto de reunión, y luego continuamos hasta la plaza del Duomo. Transitando por esas callecitas rodeadas de edificios de tres o cuatro pisos de la época del Renacimiento, con su típico color siena esfumado por la bruma, de pronto me siento transportado a la Edad Media.

El Duomo es muy lindo, con su hermoso campanile y, a un costado, los restos de la que pretendió ser la catedral más grande del mundo, pero no entramos para tener más tiempo de recorrer la ciudad. Voy solo caminando por la “vía de la citá”, flanqueada por bellísimos pala- cios de varios siglos de antigüedad. Luego de entrar al palacio Chigi Saracini, donde funciona la escuela de música dedicada a Vivaldi, final- mente llego a la colosal “Piazza del Campo”, donde se corre el famoso Palio, carrera de caballos alrededor de la plaza acondicionada con arena, que reúne a los jinete representantes de cada uno de los barrios de Siena. Ahora la plaza, con forma de concha que declina desde la hermosa “Fonte Gaia”, diseñada por Jacopo Della Quercia, hasta el palacio del Ayuntamiento, permanece limpia y embaldosada. Es inmensa y espectacular, rodeada por bellos edificios y por el Ayuntamiento o “Palacio Público”, de principio del siglo XIV, con su alta y esbelta torre del Mangia. Ahora funciona allí un museo y un mercado de artesanías donde, como en otros muchos lugares de la Toscana, se fabrican infinidad de muñecos “Pinocho”, porque de esta zona era el escritor Carlo Collodi, autor del famoso libro.

Cuando estoy saliendo del Palacio público di- viso a Edith y Norma que finalmente han arriba- do al centro de la plaza. Ellas se vuelven y yo continúo un trecho más por la calle principal, siempre flanqueada por bellos palacios y también por lujosos negocios-.

Yo también regreso a la plaza de reunión, y desde allí nos dirigirnos a la puerta de entrada y a las murallas, desde donde se observa una hermosa vista de la campiña que rodea la ciudad.

Esa bella campiña es la que continuamos recorriendo mientras nos dirigimos a San Giminiano, el antiguo asentamiento etrusco del siglo III A. C. La bruma se ha disipado por completo y hace un día radiante y cálido. Ni bien atravesamos la alta puerta de entrada -unida a un torreón por una corta muralla- comienzo a divisar las altas torres características de San Giminiano, llamado así en homenaje al obispo que defendió la ciudad del ataque de los hunos de Atila. Hay mucha gente en la calle principal, y llegamos a una plaza donde está la mayor concentración de torres. Continuamos luego hasta la plaza del Duomo -la”Colegiata”- en cuyas inmediaciones almorzamos una buenas pizzas en un local sin mesas ante el cual la gente forma fila para comprarlas. Nos sentamos en las escalinatas del Duomo a descansar y a observar el pequeño pero abigarrado mercado de artesanía que allí funciona. Al frente está la torre más alta de la ciudad, en cuyas paredes verticales varios pájaros que emiten raros gorjeos se adhieren a ella. De las setenta y dos torres, construidas por las familias notables de la ciudad como símbolo de poderío social y económico, quedan catorce.

Perrmanecemos un par de horas paseando -en un museo de instrumentos escucho a dos músicos que tocan el arpa y la pianola- y antes de regresar al bus me introduzco en una callecita lateral para filmar las magníficas vistas de la campiña que desde allí se observan.

En el bus se genera un altercado generado por un argentino que le reprocha a la guía brasilera la demora que llevamos y que, según él, nos impedirá llegar a tiempo a Florencia para visitar la Academia, que cierra a las seis. Sin embargo llegamos a tiempo para alojarnos en el “Medi-l terráneo”, ubicado en la orilla del Arno que da al centro histórico.

Dejamos las valijas y vamos en taxi a la galería de los Uffizi. Recorremos el grandioso edificio construido pro Vassari en 1560 por orden de los Médici para albergar las oficinas de la magistratura. Visitamos el corredor del Este, donde hay gran cantidad de estatuas, y nos detenemos en la sala del Giotto, del trecento sienés, el trecento florentino, el gótico del primer Renacimiento, la sala de Boticelli, las salas azules don- de están las pinturas de los extranjeros -Goya, Rembrandt, etc.- y la galería de las obras maestras: pinturas de Rafael, Ticiano, Leo- nardo, Cimabue, Ucello, Boticelli, Caravaggio y el medallón pintado por Miguel Ángel.

Desde el piso superior puedo observar hermosas vistas de la ciudad y el Arno. Nos detenemos en una terraza donde uno está prácticamente al lado de la torre del Palazzo Vecchio, con el telón de fondo de la cúpula de Santa María del Fiore. Lamentablemente las salas del piso inferior, donde hay obras del Grecco, Rubens, Caravaggio y muchos otros famosos del Renacimiento, las recorremos muy rápidamente mientras nos dirigimos a la salida, porque ya están por cerrar. Los tesoros artísticos que alberga la galería de los Uffizzi son impresionantes.

En la Piazza della Signoría, mientras cae la noche, rememoro nuestra anterior visita de hace casi treinta años. Ahora hay una multitud que goza las bellezas de la plaza, el cálido clima y la música que ejecuta un buen conjunto callejero. Vamos luego hasta el Ponte Vecchio, deleitándonos con las luces de la ciudad reflejadas en el Arno, y luego cenamos en un buen restaurante de la calle principal -ñoquis, tallarines y carne-.

Cuando pretendemos regresar, en la parada de taxis no hay ninguno porque es domingo. Finalmente consigo que pare uno, pero cundo me bajo para recoger a Edith y Norma que han ido hasta la otra esquina, ellas ya han regresado a la parada por lo cual, cuando vuelvo al taxi, éste ya se ha ido. Por fin una pareja de policías accede, de no muy buena gana, a llamar a alguno por el celular, pero justo en ese momento pasa otro y nos vamos en él. El hotel es muy lindo, pero funcionalmente tiene algunos problemas, sobre todo de enchufes.

Por la mañana vamos con un guía local, caminando por la orilla del Arno, hasta la plaza de la Santa Croce. En el trayecto vemos los restos de la antigua muralla de la ciudad y la “vía dei malcontenti” -aún se llama así- por donde pasaban los reos que iban a ser ejecutados. Vemos desde afuera el palacio de San Marcos, y luego caminamos hasta el Ponte Vecchio, desde donde contemplo la clásica postal sobre el Arno con sus puentes. Mientras estamos mirando Edith detecta a un par de presuntos descuidistas quienes, al darse cuenta de que son observados, desparecen. Seguimos hasta la piazza della Signoría, donde vemos de nuevo, ahora con detalles, las estatuas de la plaza -la copia del David de Miguel Ángel, el Neptuno, la ecuestre de Cosme III en bronce- y debajo de la galería de las arcadas el rapto de las Sabinas, Judith y Holoferme de Donatello, Hércules y Caco de Bandinelli, Perseo matando a la medusa de Cellini… Seguimos luego hasta Santa María del Fiore, pasando por el mercado “del porcellino” -la estatua de un jabalí cuya nariz todo el mundo toca para la buena suerte y por eso está pulida-, la antigua plaza de la ciudad con su enorme puerta donde antiguamente estaba el mercado viejo y el ghetto, y la iglesia de Orsanmichelle, con su hermoso altar y su tabernáculo de mármol.

Admiro de nuevo la fachada neogótica de Santa María del Fiore con sus mármoles blancos, verdes y rosados y su inmensa cúpula de Bruneleschi, el campanario del Giotto y el octogonal Baptisterio, con los famosos bajorrelieves de Ghiberti tallados en la “puerta del paraíso”. Lamentablemente, también aquí y en parte del Duomo están restaurando. Entramos a la inmensa nave donde fuera asesinado en un complot Giuliano Médici, salvándose apenas su hermano Lorenzo, quien gobernara Florencia junto a Giuliano. El interior es oscuro, lo que magnifica su grandiosidad.

Ya por nuestra cuenta volvemos al mercado del “porcellino”, donde Edith y Norma compran algunas cosas, y luego vamos al Ponte Vecchio pasando de nuevo por la Piazza della Signoría. Ellas se quedan mirando las joyas de oro exhibidas en los numerosos negocios que allí existen, y yo voy hasta el Palazzo Pizzi con la intención de entrar a los jardines gratis, como ya lo habíamos hecho la otra vez -desde donde se observa una magnífica vista de Florencia- pero ahora la visita está incluida dentro de la entrada general al palacio, por lo cual -y también por falta de tiempo-, desisto.

Hace bastante calor, y volvemos a almorzar al mismo restaurante de la noche anterior. Luego caminamos por sus típicas callecitas -primero debo esperar a que abra el único negocio de fotos que hay por allí, para volver a solucionar el problema de la filmadora- y luego volvemos a la iglesia de la Santa Croce, a la que entramos de nuevo después de casi treinta años -Norma nos espera afuera-. La iglesia es inmensa, y allí están las tumbas de Galileo, Machiavello, Ghiberti, entre otros tantos florentinos ilustres, y el mausoleo de Miguel Ángel, aunque éste no se encuentra enterrado allí. El piso es también una larga sucesión de lápidas de personajes y clérigos famosos, y en una de las capillas existen unas grandes pinturas del Giotto.

Luego de salir merendamos en un bar, donde conocemos a dos costarricenses con las que charlamos largo rato. Ahora viven en los E. U., y permanecerán quince días en Florencia. Se muestran muy entusiasmadas con Argentina porque desean comer, por supuesto, nuestras famosas carnes.

Mientras cae la noche, Norma regresa al hotel a pie, y nosotros nos adentramos a la deriva por preciosas callecitas del centro histórico. Paseamos largo rato, y finalmente regresamos en taxi. Comemos picadas en la habitación.

Llueve apenas temprano en la mañana cuando salimos hacia Pisa, acompañados ahora por una guía española, menos simpática que la brasilera pero al parecer más eficiente. Hay niebla y llovizna mientras atravesamos la campiña, desde donde se observan las cercanas estribaciones de los Alpes Apuanos. Demoramos mucho para entrar a Pisa, por la lluvia y por un accidente en la ciudad.

Finalmente accedemos al complejo monumental donde están el Duomo, el Baptisterio, el campanile -la torre inclinada- y el Camposanto. Hay un espectacular contraste entre el verde del extenso césped que rodea los monumentos y la blancura del mármol de éstos. Mientras llovizna, admiramos sólo desde afuera los monumentos -en todos hay que pagar entrada, la torre cuesta 18 euros- pero después entramos con Edith al Baptisterio. Por dentro es enorme y austero, casi son ornamentos, pero de pronto vemos que un hombre cierra las puertas, se dirige al centro del edificio y empieza a modular con su voz variadas notas musicales. No es específicamente un canto, sino sólo variaciones vocales, pero la acústica del Baptisterio es tan formidable que resuenan espectacularmente en el amplio ámbito del recinto.

Todavía impactados por la experiencia, admiramos los bajorrelieves de las puertas del Duomo y luego nos reencontramos con Norma. Comemos sandwiches y nos dirigimos al bus, que está bastante lejos Cuando nos cuentan, faltan dos pasajeros brasileros que se han extraviado. Después de esperar un largo rato, la guía, muy elegante y con tacos altos, inicia unas corridas para buscarlos, pero finalmente llegan antes que ella. Entre el retraso del bus y esta espera, llevamos casi dos horas de retraso. La eficacia de la guía queda en duda, porque la reprimenda a los extraviados es muy leve.

El camino de Pisa a Santa Margarita Ligur es bellísimo, con las altas colinas de los Apeninos Ligures cubiertos de vegetación y los pueblos asentados en las laderas y en los valles. Por la costa ligur bordeamos a trechos el mar, y finalmente arribamos, primero a Rapallo, hermosa ciudad de veraneo con sus lujosas mansiones, y casi pegada a ella, a Santa Margarita Ligur.

Almorzamos en un restaurante en la calle principal, casi desierta y rodeada de elegantes edificios color pastel. Recorremos las calles y visitamos la bellísima iglesia Santa Margarita, que está cerca de la playa, y luego permanecemos un rato en ésta contemplando el hermoso paisaje que la rodea, con lujosos hoteles en la costanera.

Seguimos atravesando los Apeninos Ligures por impactantes paisajes de verdes colinas y estrechos valles donde se asientan agradables pueblitos, hasta llegar a Génova, a la que sólo atravesamos por la elevada autopista. En casi todo el trayecto está presente el mar, al que nos aproximamos a trechos para bordearlo.

Desde Génova transitamos por la ruta ya conocida en otra oportunidad, cuando nos dirigíamos desde Milán a la Costa Azul. Pasamos por San Remo, salpicado de techos grises que cubren los invernaderos de flores -“la ciudad de las flores”-, y luego de Ventimiglia, el último pueblo en suelo italiano, entramos a Francia.

Siempre bordeando el mar, por el camino de la cornisa media llegamos a Montecarlo al anochecer. Y ya es noche cerrada cuando ascendemos la empinada escalinata que nos lleva al mítico casino. La otra vez que estuvimos jugué y gané, y me alcanzó y sobró para la cena en el “Café de París” que está junto al casino, por lo que, siguiendo la cábala que me permite ganar en todos los casinos cuando juego en ellos por primera vez, ahora no lo hago, y sólo entramos al salón de recepción. Hay varios coches lujosísimos estacionados en el frente. Mientras Edith y Norma permanecen en una tienda, voy a filmar una bella fuente que está frente a un enorme edificio futurista y una plaza con una gran esfera, que antes no estaban. Toda la zona está muy iluminada, y la fachada del casino, de estilo imperial, es espectacular.*

*Los monaguescos tienen prohibido jugar en él.

Finalmente nos alojamos en un hotel en Niza en el que, por primera vez, me entero que para que el ascensor funcione hay que pasar por una ranura la misma tarjeta de la habitación.

A la mañana siguiente muy temprano vamos a la “bahía de los ángeles” y paramos en la plaza Masena. Yo bajo a la playa de guijarros, que está desierta, y mientras filmo un hermoso amanecer rojizo con el sol reflejado en el mar, camino hasta cerca del mítico hotel Negresco. Al regresar por la costanera contemplando los suntuosos edificios que la flanquean, ya un par de mozos están comenzando a desplegar las mesas y sillas por la playa.

Vamos luego a la fábrica de perfumes Fragonard, donde Edith y Norma se abastecen convenientemente. Seguimos por la cornisa inferior, desde la cual puedo disfrutar de hermosas vistas sobre el mar, y ya en Mónaco pasamos por el club náutico y por la zona de grillas donde se corre el gran premio de fórmula 1. Finalmente nos dirigimos a “la roca”, un promontorio donde se levanta el castillo de los Grimaldi, cuya fachada principal es de estilo renacentista. Fue construido en el siglo XII como fortaleza genovesa, pero a finales del XIII.

Francisco Grimaldi, disfrazado de monje, se apoderó de él, y desde entonces esa dinastía gobierna el principado. Hay un clima espléndido, y desde el castillo se contempla una magnífica panorámica de La Condamine, las colinas y el atracadero de yates.

Nos adentramos en las angostas callecitas que la otra vez transitáramos sólo de noche, y almuerzo de nuevo creps después de varios años -¡si habremos comido creps en París…!- acompañados por una rica sidra de alta graduación. (Edith y Norma no abandonan las pastas.) De regreso entramos a la catedral -nada importante- y pasamos frente al monumental Museo Oceanográfico y sus extensos jardines.

Tras un breve cruce del Piamonte, nos adentramos en la Emilia Romagna a través de un paisaje llano, rural, carente de interés y sólo cortado a trechos por algunas colinas. Pasamos cerca de Tortona y luego, a la altura de Piacenza, entramos en la Lombardía. Después de Cremona pasamos cerca del lago de Garda -pero no lo vemos- y después, ya en el Vénetto, bordeamos Verona, la famosa ciudad de Romeo y Julieta. Mientras se pone el sol, entre Verona y Vicenza, aparecen en el horizonte los montes Lessini, comienzo de los Alpes Dolomíticos. Ya es de noche cuando nos detenemos en un área de servicios para cenar, y finalmente, luego de bordear Pádova, llegamos al hotel Lugano en Mestre. (Edith intente allí tocar el piano, pero está muy desafinado).

Temprano en la mañana abordamos la lancha que nos llevará, por el canal de la Giudecca -o de la judería- al centro de Venecia. Aunque el día está nublado -ha comenzado a hacer fríoigual me deleito con el perfil de la ciudad recortando en el cielo gris la cúpula de Santa María de la Salutte y muchos otros monumentos, como la iglesia de San Giorgio. La primera visión de Venecia es siempre impactante y majestuosa. Luego de atracar, caminamos por la costanera hasta llegar a “la piazzeta”, pasando por el famoso “puente de los suspiros”, en el cual los reos suspiraban al atravesarlo, desde el Palacio Ducal donde eran condenados, a la prisión que está detrás, porque ya nunca más verían Venecia. El Palacio Ducal, del siglo X, es de estilo gótico, y su blanca y geométrica fachada enfrenta, del otro lado de la piazzeta, las arcadas con sus típicos y lujosos bares. De cara a la laguna están los altos pilares con las estatuas del león alado de San Marcos y San Teodoro, traídos de Constantinopla. La mañana sigue fría, con llovizna de a ratos, y la marea alta comienza a inundar, a través de las bocas de tormenta -que sirven también para evacuar el agua cuando la marea baja- la piazzeta y su con- tinuación, la verdadera plaza de San Marcos. El alto y elegante campanile -que a principios de 1902 se desplomara- sirve de límite a las dos plazas contiguas. En el café Florian y otros que dan a la plaza San Marcos, pequeñas orquestas tocan bajo las arcadas, y una solitaria gaviota chapotea en el agua -cuya subida se ha detenido sin alcanzar a inundar la plaza- mientras las bandadas de palomas comiendo de las manos de los turistas completan la eterna postal de Venecia.

Vamos por unos estrechos pasadizos -pasando frente al museo Correr- a una fábrica de cristal de Murano. Después de ver una demostración, visi- tamos el salón de exposiciones, en el que se exhiben piezas de una lujuriosa belleza. Atravesamos el puente sobre el canal del que salen las góndolas -algunas sumamente lujosas- y luego almorzamos en una elegante trattoría.

Regresamos de nuevo a la plaza San Marcos para observar, en uno de sus extremos, la torre del reloj, en cuya cima las estatuas de dos presuntos moros tocan una gran campana. Para entrar a la catedral debemos transitar unas pasarelas de madera colocadas para salvar el agua que aún permanece en el piso. La belleza de la catedral de San Marcos -el santo cuyos restos fueron traídos de Alejandría- es indesriptible. Exponente del arte bizantino latinizado, su fachada está recubierta con mosaicos de oro. Su interior contienen mármoles orientales, mosaicos bizantinos, capiteles, y su altar se halla coronado por estatuas y esculturas. Admiramos la famosa “Pala d’oro”, una magistral pieza de orfebrería bizantina en oro repujado con incrustaciones de rubíes, zafiros y esmeraldas.

La costanera está llena con quioscos de artesanías y pinturas. Mientras Norma nos espera allí nosotros nos embarcamos en el vaporetto que nos lleva hasta cerca de la estación de trenes. Admiramos otra vez las bellas postales del Gran Canal con sus ricas mansiones -algunas ahora convertidas en museos- como la Ca’ d’or, la Ca’ Pesaro, la Academia, el palacio Correr… y pasamos bajo los puentes Rialto, de la Academia y de los Descalzos, donde se halla la iglesia del mismo nombre. Aunque continúa el frío, igual salgo a la popa para filmar toda la belleza que rodea el Gran Canal a la altura del puente Rialto.

Merendamos en un exótico y algo sórdido barcito que se halla en el interior de un restaurante de lujo, y luego volvemos a recorrer las callecitas tortuosas y angostas que llevan al puente Rialto, pero esta vez sólo llegamos al estrecho y bajo pasadizo que con- duce hasta él.

En el anochecer continuamos vagando sin rumbo fijo por las callejuelas aledañas a la plaza San Marcos, y cuando nos dirigimos a la costanera para tomar la lancha de regreso, el crepúsculo nos brinda un espectáculo maravilloso: el sol asoma tras las nubes que cubrieran la ciudad durante todo el día, y sus rayos bañan entonces el campanile de San Marcos, la iglesia de la Salutte, la de la Giudeca, mientras los últimos destellos dorados se reflejan en la laguna. Ya es de noche cundo embarcamos, pero la última claridad recorta aún las siluetas de los edificios iluminados. Los ocasos en Venecia son deslumbrantes, como siempre.

Vamos a comer muy buena pizza a un restaurante cerca del hotel; por suerte en todos los restaurantes de Italia sirven vino en copas, ya que una botella sería una exageración para mí solo. No hay nadie en las calles de Mestre, y continúa haciendo bastante frío.

Por la mañana temprano salimos para regresar a Roma con un nuevo guía, Alexis, un gay simpatiquísimo y muy loco que nos hace reír, pero después nos informa que en Roma hay un paro total de transporte y se prevé una gran concentración en el centro de la ciudad para el día siguiente. Nos informa también que Alicia, la guía española, ha conseguido finalmente abordar el avión hacia Madrid después de 12 horas de espera.

Saliendo de Venecia vemos cómo los pescadores, en sus lanchas y canoas, realizan sus tareas en las prolongaciones de la laguna. Luego de atravesar el Po cerca d su desembocadura en el delta, entramos a la Emilia Romagna para dirigirnos a Ravena.

Ravena es una ciudad provinciana, tranquila, en cuyo centro no circulan más que decenas de bicicletas, pero que ya era habitada en el siglo X A.C., y que en el siglo X fue l capital de Imperio Romano de Occidente.

Visitamos el mausoleo de Gala Placidia, un bajo y aparentemente sencillo poliedro de ladrillo, pero cuyo interior se halla totalmente tapizado por un exquisito revestimiento de mosaicos de la época de la transición del paleocristiano al bizantino. Gala Placidia, hija de Teodosio I y hermana de Honorio y Arcadio, fue la esposa del emperador Constantino III y madre del emperador Valentiniano. Después de ser tomada como rehén por el rey visigodo Alarico I, convivió un tiempo con él.

El contenido del sarcófago con sus restos embalsamados se quemó; los otros dos sarcófagos que completan el mausoleo se supone que son de otros tantos emperadores. El interior es muy oscuro, pero la luz que se filtra por pequeños vitrales le confiere a los mosaicos una extraña y superlativa belleza.

El otro monumento que visitamos, también exteriormente de ladrillos, es la iglesia de san Vitale. La gran cúpula y todo el interior están tapizados por excepcionales mosaicos bizantinos del siglo VI, conformando distintos paneles con las figuras de Justiniano y su séquito, Teodosia y las matronas, y muchos más.

Proseguimos luego hacia la región de Umbría, la que transitamos por un camino secundario que alternativamente se aleja y se entrecruza con la autopista mientras atraviesa hermosos paisajes de los Apeninos Umbromarqueggianos, cubiertos por una tupida vegetación que contiene arroyuelos y algunos lagos.

Flanqueamos Peruggia y poco más allá, en la cima de una colina, aparece Asís. Ascendemos con el bus la cuesta que nos deposita en la gran puerta de entrada a la población, a los pies de la basílica de san Francisco. Desde la calle que sube hacia el pueblo puedo contemplar la infinita extensión de la campiña umbría.

Recorremos las empinadas callecitas del centro, muy antiguo. Corre un vientito helado que me a-fecta, porque estoy poco abrigado. Desciendo solo hasta la otra puerta del poblado, frente a una iglesia, y luego almorzamos en un pequeño resto bar al paso -yo, una especie de lasaña de berenjenas llamada melanzana, muy rica-.

Nos encontramos luego con la guía local -que es la misma que nos mostrara las maravillosas pinturas de la catedral de Orvietto- y con ella subimos, desde el extenso patio inferior, las altas escalinatas que nos llevan a la iglesia superior de la inmensa basílica, clara y espaciosa. (Norma no viene porque ya la conocía.) El techo se había derrumbado en parte durante el terremoto de 1997, muriendo en la catástrofe algunas personas. La parte que se derrumbó es la bóveda de Cimabue con las estatuas de 8 santos, y aunque está bien restaurada, aún se observan los efectos del acontecimiento. El interior se halla tapizado por enormes frescos del Giotto que narran la vida del santo.

Pasmos luego a la iglesia inferior, más oscura y pequeña pero con preciosas capillas decoradas por el Giotto, Cimabue y otros famosos pintores. Por una escalera descendemos hasta la cripta donde se hallan los restos del poverello. Es un lugar austero, sin ornamentos, y la tumba -que no se ve- se halla empotrada en uno de los pilares que sostiene el altar mayor.

Dejamos Asís, y atravesando Peruggia continuamos por la región de Umbría, salpicada de agradables pueblitos. Comienza a anochecer cerca de Terni -ya en el Lazio- mientras nos vamos aproximando a Roma. Los últimos rayos solares pintan de anaranjado y ocre las colinas circundantes, algunas con una fortaleza en su cima. Ya es noche cerrada cuando arribamos a Roma. Cenamos en el restaurante del hotel, el mismo en el que estuvimos al llegar. El clima es mucho más benigno en la capital.

A pesar de las amenazas de masivas manifestaciones, por la mañana voy solo al centro. Debo dar un gran rodeo por subidas y bajadas para llegar a la parada del autobús, porque el puente peatonal por el que cruzábamos la vía Aurelia hace dos años, está roto. Combino con el metro de la estación Cornelia y me bajo en la plaza Barberini. Admiro otra vez la fuente del Tritón -que no veía desde 1986- diseñada por Bernini en estilo barroco. Camino unas cuadras por la vía Veneto -que ya no tiene nada de especial- y luego bajo por la vía del Tritón hasta llegar a la Fontana de Trevi -construida por Sales con toques de Bernini-. Está repleta de turistas que suben a la pasarela para tirar la clásica moneda, aunque ahora está sin agua y en plena restauración, lo que me produce una lógica decepción. (Yo también tiré mi moneda en el 86, y por cierto volví varias veces…)

Continúo hasta el palacio del Quirinale, la sede, del gobierno italiano -que fuera construido en parte también por Bernini a fines del siglo XVI como residencia estival del Papa. Tiene un hermoso campanario proyectado por Borromini, y en la amplia plaza que está enfrente -en realidad sólo un gran espacio abierto- lo único que se destaca son las altas estatuas de Cástor y Pólux con caballos.

Hace bastante calor, y continúo flanqueando los jardines del Quirinale hasta la esquina “de las cautro fontanas”, que lamentablemente también está en etapa de restauración (todo parece estarlo en Roma por estos días…) Paso frente al palacio Barberini, que ahora es un museo de bellas artes, y vuelvo a la plaza del Tritón, en cuyas inmediaciones como pizza en una trattoría. Cuando regreso al hotel, cansado, Edith y Norma están comiendo pastas.

A media tarde pasan a buscarnos para llevarnos al aeropuerto -el chofer cuelga detrás de su asiento el cartelito que dice “Se reciben propinas”, como lo hacen todos- y ya es de noche cuando salimos de Fiumichino. El vuelo es normal, y en Ezeiza debemos caminar bastante para ir de una terminal a otra antes de embarcarnos hacia Córdoba. (Con esto de las distintas terminales les crean una gran incomodidad a los pasajeros.)

Al mediodía estamos en casa.


Viaje a España y Portugal

( 15 al 28 de octubre de 2015)

Luego del vuelo de Córdoba a Ezeiza, a la noche viajamos a Madrid. El vuelo es normal pero duermo bastante mal. Llegamos a media tarde y nos alojamos en un hotel Tryp en la Gran Vía, frente la Telefónica. De inmediato voy solo en metro a Atocha para sacar el pasaje a Córdoba, pero me informan que debo sacarlo el mismo día del viaje. Luego de pasear por la Gran Vía cenamos en la vereda cerca del hotel, rabas y bacon con huevo y fritas. Hace buen clima, y la Gran Vía es un mundo de gente, sobre todo jóvenes También hay muchos gays. Duermo mal por hipoglucemia y calambres.

A la mañana siguiente volvemos a Atocha para sacar el pasaje a Córdoba en el Ave, pero no me alcanza la plata porque sale 202 euros ida y vuelta para los dos -y eso con la “tarjeta dorada” para mayores. Por lo tanto cambiamos de destino y vamos a Toledo, luego de esperar bastante en el jardín tropical de Atocha.

Ya la estación de Toledo es un adelanto de lo que es la ciudad. De estilo neomudéjar, tiene hermosos arcos polilobulados y almenas escalonadas, además de la bella torre del reloj. Vamos en bus, pasando por hermosas vistas sobre el Tajo y sobre la parte alta de Toledo, donde está el Alcázar, la imponente fortaleza cuadrangular fundada en el siglo XII y terminada en el XVI, y donde el general Moscardó resistió el asedio de las tropas republicanas durante 70 días. Caminamos por la calle “horno de los bizcochos” y bajamos hacia la Catedral. Toledo es una maravilla de callecitas tortuosas y empedradas bordeadas de antiguas mansiones de piedra. Nos detenemos en un fondín a comer en la barra “carcamusa” -un riquísimo guisado de carne, típico del zona- morcilla y tortilla de papa. Continuamos caminando hasta llegar a la Catedral, frente a la cual compramos turrones, mazapanes y unas castañuelas. La Catedral, construida en el siglo XIII, es enorme e imponente, y es el máximo exponente del gótico en España. El retablo gótico florido es bellísimo, con una importante estatuaria. El presbiterio contiene figuras mitológicas. La capilla mozárabe tiene una hermosa cúpula, y el sepulcro del cardenal Mendoza es renacentista. Están también las tumbas de Enrique II y III y Juan I.

Vamos a Turismo en la plaza del Ayuntamiento, y desde allí comenzamos a subir una cuesta para dirigirnos a la sinagoga Santa María la Blanca y al monasterio de San Juan de los Reyes, pero la cuesta es demasiado empinada y ha comenzado a lloviznar, por lo que permanecemos caminando por la judería y luego nos sentamos a descansar en la pequeña iglesia del Salvador. Estamos muy cansados, de modo que nos dirigimos a la calle del Comercio, que es más plana y desemboca en la plaza del Zocodóver. Ha comenzado a llover fuerte, por lo que entramos a un negocio de “todo por 2 euros” donde compramos algunas cosas, y luego tomamos café en un bar. Cuando deja de llover seguimos hasta la plaza del Zocodóver, centro neurálgico y lugar de encuentro de los toledanos. Salimos a caminar por los alrededores, y de pronto nos encontramos nuevamente en la plaza del Seco que está frente al Alcázar, donde habíamos estado en la mañana. Salgo yo solo a caminar por la parte de atrás del Alcázar, desde donde filmo las colinas del otro lado del Tajo. También se observa desde allí el castillo de San Servando y la Academia Militar, del otro lado del Tajo, y el paseo del Carmen, de este lado, además del puente de Alcántara y la parte más bella del Alcázar, con sus torreones y el monumento al asedio. Cuando vuelvo a la placita ha comenzado a llover suave nuevamente, por lo que entramos a tomar café en otro bar. No tengo la más mínima memoria de haber estado en estos lugares cuando visitamos Toledo hace 35 años, aunque sé que estuvimos en ellos. Y aunque sé también que Toledo no ha cambiado, me parece otro, no tan exótico como lo sentí entonces, pero siempre bello y señorial. Volvemos en taxi a la estación, y a las 21 estamos en Atocha, y de allí en metro al hotel. Traigo fritas y gaseosas del Mac Donald que está al lado, y a la noche vuelvo a tener hipoglucemia, por lo que debo levantarme a comer dulces.

Por la mañana volvemos a Atocha para ir finalmente a Córdoba. En la estación me estafan en el cambio de dólares por euros; como no sé a cuanto se cotiza, acepto los 1,45 que me dan, cuando en realidad está a 1,20 o 1,15. En una hora y cuarenta estamos en la única ciudad grande de Andalucía que aún no conocemos, y ni bien llegamos vamos en taxi a las ruinas de Medina Azahara –Madinat al Zahra-. La ciudad fue fundada por el califa de Córdoba Abderramán III -de la dinastía de los omeya- en el siglo X. Primero debemos sacar la entrada en el imponente museo -al menos ediliciamente, porque adentro no hay nada importante; sólo nos iban a a proyectar un video que no vemos porque debemos tomar el bus interno que nos llevará a las ruinas antes de que cierren. Las ruinas son importantes, aunque la ciudad no es demasiado grande, y algunos edificios están muy bien conservados: los edificios de la administración civil, la zona residencial del califa y los visires, con sus bellas arcadas en herradura y columnas de mármol, la enorme puerta de entrada a la casa del emir Ya’ Far, con sus magníficos bajorrelieves y otras muchas dependencias de los guardias y el pueblo. La hermosa ciudad, llamada “la Versallles de la Edad Media”, fue saqueada y destruida a menos de un siglo de su fundación. Lamentablemente empieza a llover, y como la ciudad está emplazada en la ladera de una colina, su recorrido se torna fatigoso. (Edith se ha cobijado bajo un árbol en la parte alta, y no baja.)

Volvemos al museo, donde nos llaman a otro taxi para volver a Córdoba. Vamos directamente a la mezquita-catedral, en cuyas cercanías almorzamos bacalao frito en una taberna ubicada en una hermosa callecita encalada. Luego de admirar las imponentes murallas que la contienen, entramos al extenso patio de la mezquita, en el que hay una hermosa fuente y donde se levanta la torre cristiana. Debo hacer una larga cola para sacar las entradas, pero al entrar a la mezquita el deslumbramiento es instantáneo: un bosque de columnas con arcadas bicolores -blanco y rojo- alumbradas por tenues y bellas lámparas, semeja un bosque creado no por la naturaleza sino por el sueño de un dios. El espacio es tan grande que caben en él decenas de capillas, fabulosos tesoros -como la enorme custodia de oro-, tumbas… creando una soberbia conjunción de las religiones musulmana y católica. La mezquita, segunda en tamaño después de la Meca, se comenzó a construir en el siglo VIII. A las columnas visigodas con arcos en herradura, Almanzor le agregó sobre ellas pilares y arcos más altos policromados en rojo y blanco. Tras la reconquista de Córdoba por los cristianos en 1236, fue convertida en catedral. El núcleo está constituido por la capilla mayor, el coro y el trascoro, pero también se ha conservado el mihab árabe.

Después de recorrerla en su totalidad y deleitarnos y sorprendernos con su majestuosidad, vamos hasta la ribera del Guadalquivir, donde está la antigua y enorme puerta de entrada a la ciudad con forma de arco de triunfo. Yo voy hasta el puente romano, perfectamente conservado, en cuyo extremo se halla la torre-fortaleza de Calahorra. Veo los Reales Alcázares pero no entramos por falta de tiempo, de modo que recorremos parte de la judería que rodea la mezquita, con sus callecitas de casas blancas y celestes, sus patios y balcones floridos, típicos de Andalucía, y luego no tenemos más remedio que tomar un taxi para dirigirnos a la estación. Muy amablemente el taxista nos va informando sobre algunos lugres de la ciudad, como el camino romano que bordeaba el Guadalquivir y una antigua noria. Lamentablemente hemos sacado pasajes para las 18,30, porque el otro Ave salía recién a las 21,30. Casi se nos va nuestro tren, porque llegó por otra vía que la que nos habían indicado. En Madrid voy solo a comer algo al Mac Donald -poco- y luego a tomar café en la calle Frontera. A la noche me vuelve la hipoglucemia.

Por la mañana llovizna a ratos. Por la calle Frontera vamos hasta Puerta del Sol, a evocar momentos de nuestra juventud vividos allí. Por la calle del la Posta llegamos a la plaza Mayor, pasando cerca del hostal en el que nos hospedamos muchos días en los años 80. A la Plaza Mayor la están restaurando, por lo que una parte de su fachada está tapada pero simulando sus ventanales. Bajamos luego por el mítico Arco de Cuchilleros. Todo está como hace 35 años: el restaurante “Las cuevas de Luis Candelas”, la cuesta de los mesones con sus típicos nombres de entonces -“de la guitarra”, etc-, el mercado San Miguel, la calle Mayor…Pasaron 20 años desde l última vez que estuvimos allí. De ratos sigue lloviznando, lo que torna más romántica a esa Madrid cosmopolita pero que sigue guardando celosamente sus lugares emblemáticos -“como los cien montaditos”…- que me hacen revivir imágenes y experiencias.

Regresamos al hotel y luego de pasear un rato por la Gran Vía nos pasan a buscar al mediodía para llevarnos a Barajas. El vuelo se retrasa, por lo que llegamos a Lisboa tarde y sin almorzar -en los vuelos de cabotaje en Europa no sirven nada-. El aeropuerto de Lisboa es un desastre: tenemos que recoger nuestro equipaje en otra terminal -lo que nos lleva más de media hora- y además hay pasar por el medio de los negocios y no hay indicadores hacia donde seguir. Ya me duelen las pantorrillas de tanto caminar.

El hotel “Marriot” es espectacular, muy lujoso, pero no puedo entrar a Internet para enviar mensajes a Córdoba. Luego de una intrascendente reunión con la gente de Europamundo, Edith toca algo en un inmenso piano de cola blanco con unos turistas como oyentes. A la noche vamos a comer a un bodegón cercano salmón rosado a la parrilla con buen vino. Aunque se hace rápido de noche -hay una hora de diferencia con España- nos acostamos tarde. A Edith le cae mal el salmón.

Durante la mañana hacemos el city tour por Lisboa, la capital fundada por los fenicios y conquistada luego por los visigodos y los árabes, hasta que Alfonso I la reconquistó en el siglo XII. Paramos en el mirador del monumento a los caídos en la 1° guerra -en la 2° Portugal se mantuvo neutral-, frente al parque Amalia Rodríguez, donde hay una estatua de Botero y desde donde se ve toda la avenida “da libertade”, tapizada de geométricos setos verdes con la estatua del marqué del Pombal al fondo. Hace 35 años estuvimos por allí visitando la “Estufa fría”, pero el monumento a los caídos todavía no estaba.

Recorremos después el centro -las plazas de los Restauradores, del marqués de Pombal, la estación del Rossio, pasamos por el elevador de Santa Justa – hecho por Eiffel- y luego, pasando por el Chiado y la Baixa, vamos a la plaza del Comercio, frente al Tajo, con su gigantesco arco de entrada a la ciudad. Pasamos frente a la “casa dos bicos”, de la fundación Saramago, y seguimos por la costa desde donde se ve la colina del barrio de Alfama y la Catedral. Luego, pasando bajo el gigantesco puente colgante “25 de abril”, de 6 kilómetros de largo, nos dirigimos a la torre de Belem. Durante el trayecto veo varios de los típicos tranvías amarillos de Lisboa. Pasamos frente al monumento “a los navegantes” -o “del descubrimiento”- con forma de carabela y con estatuas de los navegantes y otras personalidades, y finalmente paramos en la bella torre de Belem, de estilo manuelino con influencias islámicas y orientales. Hace un clima muy agradable, y la flauta de un músico ambulante pone el marco perfecto para la contemplación de la torre emergiendo de las ensanchadas aguas del Tajo.

Recorremos luego el elegante barrio de Restelo para dirigirnos al espectacular monasterio de los Jerónimos. El imponente monumento, construido a principios del siglo XVI, es de estilo manuelino y gótico tardío con toques renacentistas. Posee una fachada deslumbrante, pero su interior es bastante oscuro y se halla ocupado por una multitud de turistas. Su capilla principal alberga varias tumbas reales -se las identifica por una corona y dos elefantes que las sostienen- y las de Vacso da Gama y el autor de “las lusíadas”, Luis de Camoes. En el claustro se halla también la tumba del poeta Fernado Pessoa. Está comenzando a hacer calor.

Algunos dl tour se quedan en el centro, y nosotros vamos en una excursión opcional a Estoril, Cascais y Sintra, bordeando el ancho estuario del Tajo que en esa zona desemboca en el mar. Una antigua fortaleza señala la unión de las aguas dulces con las saladas. Pasamos Caxias y llegamos a Estoril, que no tiene nada importante, salvo un amplio y agradable parque, rodeado de antiguas mansiones, una fortaleza y el famoso casino. Mientras filmo hablo allí con una elegante asturiana residente en Estoril, cuyo hijo fue compañero de nuestro internacional Heinze en el París Saint Germain. En Estoril vivieron el rey Juan de Borbón, los exiliados HumbertoII de Italia, el regente húngaro Miclos Horty, Carlos II de Rumania y el dictador Fulgencio Batista.

Vamos luego a Cascais, un bonito pueblo playero y de pescadores. Paseamos por la playa de la pequeña bahía y por sus callecitas cuyos pisos tienen el clásico dibujo en ondas del Brasil -Copacabana- y Portugal, y almorzamos spaghetis con vino en una típica taberna italiana, de la que somos los únicos comensales. El sol ya está bastante fuerte, y hace calor.

Luego nos dirigimos aa Sintra pasando por el cabo “da roca”, el punto más occidental de Europa. A medida que ascendemos a los cerros de Sintra el clima se pone más fresco. La ciudad está inmersa en una densa vegetación, y sus calles y edificios se esparcen por las colinas, por lo que los empinados ascensos y descensos son constantes. Vemos de afuera el palacio de estilo mezcla de medieval, románico, gótico y manuelino, con sus dos grandes y blancas chimeneas cónicas emergiendo del techo. Recorremos sus cuestas, tomamos ginjhina -un guindado fuerte- en tacitas de chocolate, compro fados de Amalia Rodríguez, y cuando ya he bajado la cuesta me doy cuenta de que me olvidé los lentes en el negocio, por lo que debo subir y bajar de nuevo. El cansancio se hace sentir, pero antes de emprender el regreso a Lisboa por la carretera directa que evita la costa, la visión de las mansiones colgadas de las laderas en medio de la vegetación es tan bonita que compensa el esfuerzo.

La noche vamos al barrio alto de Lisboa. Intentamos ir a algún lugar de fados, y aunque me hacen pasar para que vea uno -“Luso”, el más conocido- no nos quedamos porque es muy caro. Caminamos por la callecitas llenas de bares y restaurantes hasta el largo Camoes, y luego cenamos en uno de ellos. En Portugal suelen colocar en las mesas aceitunas, quesos, berenjenas en escabeche, etc,. para picar, pero el final los cobran. Después voy solo hasta el elevador de Gracia para ver el tranvía amarillo que sube y baja hasta el mirador de Pedro Alcántara. De día, desde allí se ve el Chiado, la Baixa, el castillo San Jorge, pero como es de noche sólo veo luces y siluetas. Cuando vuelvo al punto de encuentro el bus ya se ha ido con los otros turistas, pero la guía nos espera a nosotros con otro vehículo. Yo había llegado a horario, pero como el otro bus llegó antes, se llevó a todos.

Temprano salimos para el Algarve, en el sur de Portugal. Atravesamos el extenso Alentejo -“más allá del Tajo”- y nos detenemos en un parador en medio de una zona de encinas y alcornoques, el árbol de cuya corteza se extrae el corcho, material con el cual se fabrican numerosos artículos como sandalias, carteras, etc. Proseguimos por un paisaje monótono sólo interrumpido por algunas colinas, hasta llegar al Algarve, donde ya se ven pueblos blancos y las típicas albufeiras -lagunas de agua de mar-. Finalmente arribamos a Lagos, la ciudad en la que Enrique el Navegante fundara en el siglo XV una escuela de navegación de la que saldrían los futuros “descubridores”.

Pasamos frente a la marina y luego recorremos a pie la costanera hasta la fortaleza que está en la punta, frente al sólido castillo de los Gobernadores, del siglo XIV, que remata las murallas de la ciudad. Dentro de ellas recorremos las callecitas flanqueadas por casas blancas de la antigua medina árabe, hasta llegar a la plaza del Infante, frente a la que se encuentra el antiguo mercado de esclavos. El clima es muy agradable, templado y soleado, y luego de cambiar dólares almorzamos cerca de la plaza, en un restaurante caribeño, langostinos con palta y… ¡spaghuetti! Volvemos a pasear por la costanera y a comprar algunas cosas en los chiringuitos, y luego proseguimos hacia la ciudad balnearia de Vilamoura, sorprendiéndome en el camino las típicas chimeneas cónicas que adornan prácticamente todas las casas del Algarve.

La entrada a Vilmoura es larga y hermosa, con una extensa parquización que simula ser la continuación de las canchas de golf circundantes. Entramos primero al pequeño museo de Cerro da Vila, donde están las ruinas de una villa romana del siglo I, que daba al mar. (Ahora el mar se halla bastante más alejado.) Bajamos luego hacia la marina de Vilamoura, famosa por ser la más grande y lujosa de Portugal, rodeada por amplias calles repletas de bares, en uno de los cuales merendamos.

Continuamos luego hacía Albufeira, donde nos alojamos en el Real Buenavista, en la parte alta, desde el cual admiramos una vista panorámica de la ciudad. Vamos en taxi hasta la playa de los pescadores, con magníficas estatuas que los artesanos han construido en la arena. Contemplamos un bello ocaso tras los acantilados, y luego paseamos por la zona llena de bares y restaurantes. A medida que se encienden las luces de los carteles multicolores el ambiente se torna más concurrido y agradable. Cenamos en uno de ellos -sardinas asadas con cebollas y rabas-, al lado de unas lenguas de fuego artificiales que casi todos los restaurantes tienen. Volvemos en taxi al hotel.

Por la mañana vamos a Faro, ciudad que fuera escenario de las luchas entre moros y cristianos durante el Medioevo. Paseamos por el casco histórico, vemos la catedral por fuera y la hermosa iglesia del Carmen, el antiguo castillo -del que sólo queda la fachada- y las extensas murallas bordeando la ría Formosa. Descansamos en la pequeña marina -más bien puerto de pescadores- y proseguimos hacia la frontera con España, desde donde empezamos a recorrer la margen derecha del Guadiana hasta dejar atrás el Algarve para internarnos nuevamente en el bajo Alentejo. El monótono paisaje sólo es roto por extensas plantaciones de pino atlántico para fijar las dunas y algunas lagunas que forma el Guadiana.

Cerca del mediodía llegamos a Mértola, bello pueblo situado en la cima de una colina al lado del río. Mértola fue fundada por los fenicios en el siglo V A.C., y a principios de VIII fue invadida por los árabes almohades que construyeron en el siglo XII la blanca mezquita que hoy es una iglesia cristiana mezcla de gótico -con sus bóvedas ojivales- mudéjar y manuelino. Subimos una empinada cuesta para visitarla y luego continuamos subiendo hasta el imponente castillo construido por los árabes para defenderse de los ataques cristianos, quienes finalmente lograron conquistarlo a mediados del siglo XIII. A fines de siglo construyeron la gran torre de homenaje hasta la cual subimos para contemplar una espectacular vista el pueblo, la mezquita y el alto puente sobre el Guadiana. En la parte baja del pueblo los arqueólogos están trabajando en unas ruinas romanas y visigodas.

Luego de comer bolhinos de bacalao con cerveza en un bodegón, seguimos por el bajo Alentejo a través de un paisaje llano carente de atractivos hasta bordear Beja, por la que pasara hace 35 años al comando de un flamante Seat -Fiat- 1500 junto a Edith, el escritor César Altamirano y el pintor y poeta Arnaldo Bordón, yendo de Lisboa a Sevilla.

Llegamos a Évora -patrimonio de la humanidad- y nos alojamos en el Mar de Ar Muralhas, un coqueto hotelito con aires mudéjares ubicado en la muralla nueva que rodea la ciudad. De inmediato caminamos hasta la plaza Giraldo, rodeada de bonitas edificaciones. Évora tiene más de 2.000 años, y en sus inmediaciones hay restos de asentamientos neolíticos. Más tarde fue sede de las tropas del general romano Sertorio. Vamos primero a la catedral -a la que entramos sólo hasta el atrio-, construida en el siglo XII en estilo románico pero reconstruida en gótico en el XV. Al lado de la catedral está el templo de Diana, levantado por los romanos en el siglo I A.C. Tiene 14 columnas corintias y un basamento de granito, y junto al torreón de la catedral, el castillo viejo y el palacio de don Manuel -hoy museo de Évora- conforman una hermosa postal de la ciudad. Desde el mirador del parque puedo contemplar gran parte de Évora y de la campiña. Luego de dar muchas vueltas casi corriendo –la iglesia San Francisco está en obras y nos indicaban mal la entrada- llegamos hasta ella creyendo que ya habían cerrado la capella dos osos -capilla de los huesos- que está dentro, pero cuando empezamos a recorrerla decepcionados, nos enteramos de que la capilla está abierta. Es del siglo XVI, y fue construida para reflexionar sobre la brevedad de la vida. Las paredes y las columnas están completamente tapizadas con huesos humanos provenientes de sepulturas de otras iglesias y de los cementerios de la ciudad. En el pórtico de la capilla está escrito “nosotros, los huesos que aquí estamos, por los vuestros esperamos”. Luego, ya más tranquilos, re- corremos la iglesia, que resulta deslumbrante. El re- tablo de la capilla mayor, todo dorado, es bellísimo, lo mismo que las otras capillas y las ventanas re- nacentistas. Hay grades frisos de azulejos azules, típicos de Portugal. Luego volvemos a la plaza Giraldo para subir por la callecita repleta de nego- cios de artesanías, muchos de ellos en corcho. A pesar de que ese material es caro, Edith compra unas sandalias. Regresamos ya de noche y vamos a cenar cerca del hotel a una trattoría atendida por un exóti- co italiano, buenas pastas con buen vino.

En la mañana vamos a Vilavicosa, en el Alentejo central, la ciudad de los duques de Braganza. Paramos en la amplia plaza en cuyos costados se hallan el palacio ducal, de estilo renacentista, la iglesia de los Agustinos, la estatua de Joao II, duque de Braganza, y una antigua fortaleza. Todos los pisos y monumentos de la ciudad son de mármol, porque en los alrededores existen muchas canteras de ese material. Vamos caminando hasta las mu- rallas que rodean el castillo, al que se entra por una enorme puerta. En el interior se encuentra la iglesia de la Conceisao -Concepción-, con la imagen de esa virgen que es la patrona de Portugal. A un costado está el cementerio con todas las tumbas y mausoleos en mármol, entre ellas la de Florbella Espanca, la máxima poetisa portuguesa. Dentro de las murallas también existen callejas rodeadas por casitas blancas y azules.

Continuamos hasta Alter do Chao, un pequeño pueblo que no tiene nada importante, salvo el cas- tillo medieval, al cual no entramos. Sus habitantes masculinos, cubiertos con sus típicas gorras, permanecen sentados en la vereda sin hace nada, sólo charlando y viendo pasar el tiempo. Almorzamos comidas típicas -arroz, bacalao…- en un patio lleno de plantas, y proseguimos hasta cruzar el Tajo y entrar en la ciudad de Abrantes, que está sobre un altozano, ya en el Ribatejo.

El paisaje ha cambiado por completo, ya que la árida llanura del medio Alentejo a dado lugar a una tupida vegetación. A pocos kilómetros nos detene- mos en un pequeño poblado en las márgenes del Tajo, donde tropas alemanas de la OTAN están haciendo maniobras con lanchas pontoneras equipa- das con lanzamisiles. Fotografío y filmo sin ningún problema las idas y venidas de las naves desde una ribera a la otra, y me embarco luego en una lancha para dirigirme al enigmático castillo de Almourol, construido por los templarios en el siglo XII sobre otra fortaleza romana. Está emplazado en una isla en medio del Tajo, y fue un bastión cristiano después de la reconquista. Lo veo sólo desde la lancha, sin bajar. Por los alrededores siguen navegando, o están estacionadas, otras embarcaciones de la OTAN.

Continuamos luego hacia Tomar, a la cual bordea- mos para ascender una alta colina desde la que se domina toda la ciudad, y en la cual se encuentra el castillo Convento de Cristo, que también perteneció a la orden de los templarios y fue fundado a mitad del siglo XII en estilo románico y gótico. A prin-cipios del XIV se construyó la girola -bellísima, semejando el Santo Sepulcro de Jerusalem- y los claustros, y más tarde dos hermosas ventanas de estilo manuelino. Las murallas que lo rodean y que le dan basamento son impresionantemente altas y anchas. Visitamos oscuros pasadizos, los claustros y patios, el refectorio, las cocinas… El castillo con- vento es de una belleza apabullante.

Proseguimos luego hacia Fátima, donde llegamos al anochecer, y nos alojamos en el muy buen hotel Santa María. Intento ir al centro para que me arreglen los casets de la filmadora, pero frente al santuario nadie me sabe indicar dónde está la calle principal. Finalmente una monja lo hace, pero en la casa de fotos no hay quien me la controle. Como estoy apurado porque se hace de noche y tenemos prevista una cena con el grupo, sólo veo desde afuera el santuario neobarroco, con su columnata y su alta torre con una cruz en la cima. El santuario fue construido para conmemorar el hecho milagroso de 1917, cuando tres pastorcitos vieron seis veces la aparición de la virgen del Rosario. Por desavenencias conyugales no asistimos ni a la cena ni a la procesión de antorchas prevista. A cambio, ceno a- tún en lata con galletitas en la habitación. Edith, nada.

A la mañana intento nuevamente solucionar el problema de la videocámara, pero desisto porque se me hace tarde. También me estoy quedando sin carga en la batería de la cámara de fotos, por lo cual llego a Oporto sin filmar ni fotografiar nada de ese trayecto.

En Oporto nos dejan en la ribera del Duero, desde donde contemplo vistas impresionantes con los bellos edificios colgados de los acantilados que rodean el río, los inmensos puentes de distintos niveles que lo atraviesan y los numerosos barquitos que lo sur- can. Oporto -toda la ciudad- tiene bien ganada su designación como patrimonio de la humanidad.

Después de almorzar en un bodegón de una de las callecitas paralelas al río -arroz con bacalao- volve- mos la plaza donde está la Bolsa y el mercado de Bolhao, y comenzamos el city tour que nos llevará por la orilla del Duero para atravesar los puentes que nos permiten llegar a la otra orilla, ya en la ciudad de Gaia. (De la conjunción de Porto y Gaia nació la denominación de Portugal.) Luego volvemos a Por- to por la zona alta y finalmente paramos en la plaza del Ayuntamiento, flanqueada por éste y por hermosos palacios que me recuerdan París o Buenos Aires. Después de un largo y cansador periplo por la zona en busca de cambio de dinero -ya no tenía euros-, finalmente me cambian en la estación de trenes, hermosamente decorada con inmensos mura- les de azulejos azules. Desde allí vamos a la plaza de Lisboa, donde está la bonita iglesia barroca del Carmen pegada a la de Santa Ana, conformando una sola pero de distintas características. Los típicos tranvías amarillos atraviesan raudamente la plaza, a un costado de la cual se halla parte de la Universidad; desde allí puedo observar además la bella atorre de los Clérigos. Cerca está también la famosa librería “Lello e Irmao”, donde J. Rowling escribiera la primera parte de la saga de Harry Potter. (Como la gente entraba a curiosear pero no compraba nada, a- hora el dueño cobra 3 euros.)

Luego cruzamos de nuevo el Duero y vamos a la bodega “Calem”, ya en Gaia, donde nos ofrecen explicaciones y una degustación de riquísimos vi- vimos Oporto -uno de los cuales compro-. Las vistas de este lado son aún mejores que las de Porto, pero desde cualquier lugar las postales son preciosas. A la noche nos alojamos en un lujoso Holliday Inn, y como Edith está muy cansada voy solo a comer en un restaurante cercano una espesa sopa de pescado y una riquísima brochette de pulpo.

Temprano salimos para Coimbra. Vemos la estatua de Camoes, pasamos por la plaza donde los estudiantes se concentran antes de empezar sus fiestas, pero como muchas calles están cortadas porque es domingo y están corriendo una maratón, el bus debe cambiar varias veces de recorrido. Después de ver una docena de monumentos de la ciudad en hermosos murales de azulejos azules, vamos a la fa- mosa universidad creada en el siglo XVI, la más vie- ja de Europa.

En el patio central hay una gran estatua del rey Juan I, y desde el mirador observo hermosas vistas de la ciudad y el Duero. Allí están las facultades de medicina, derecho, letras, etc. Entramos a la pequeña pero bonita capilla de San Miguel y a parte de los claustros. Una pareja con sus típicas togas negras y su sombrero cuadrado del mismo color custodia una de las puertas.

De la universidad vamos hacia el centro, a la orilla del Duero, donde en una emblemática confitería compramos -y comemos- los más grandes merengues que haya visto en mi vida y otras delicatteses. Por la ribera del Duero están corriendo la maratón, y en la otra orilla señorea un blanco y largo convento.

Seguimos después hasta el impresionante monaste- rio de Batalha, ya en Estremadura, llamado así por- que fue levantado en el sitio donde tuvo lugar la batalla en la que el rey Juan de Portugal, con un ejército de 6.000 mil hombres, venció al otro Juan, rey de España, que comandaba 36.000. Es de estilo medieval, pero con los primeros agregados de estilo manuelino, que así comienza su auge en Portugal. Lo recorremos por todos los costados -a cual más bello y espectacular- y entramos a su interior, que no es tan interesante como el exterior, aunque allí están las tumbas de varios reyes.

Cuando pasamos por Leyría, donde está el famoso castillo, el día permanece nublado pero no hace frío. Al llegar a Nazaré, vamos primero al Sitio, el lugar en la cima de un gran acantilado donde al leyenda dice que un caballero, persiguiendo un venado que se lanzó al vacío para atraerlo, a punto de caer él también invocó a Nuestra Señora de Nazaré, cuya aparición en el cielo hizo frenar al caballo, que dejó impresos sus cascos traseros en la roca, mientras abajo el venado, que era el diablo, desaparecía en una estela de humo. En ese lugar hay una pequeñita pero hermosa capilla con sus paredes interiores tapizadas por bellos azulejos policromados. Desde allí puedo contemplar, en el abismo, una magnífica vista del pueblo blanco con techumbres rojas y la extensa playa dorada que lo flanquea.

Bajamos luego hasta el pueblo y recorremos su costanera, en la cual mujeres ataviadas con las clásicas siete combinaciones y siete faldas y turbantes de varios colores, y otras con largos vestidos y turbantes negros, venden sus pescados desecados. Vemos también los saladeros y las exóticas barcas de los pescadores, y almorzamos caldeirada-pescados de distintos tipos y verduras- y tortilla. Ha comenzado a lloviznar levemente.

Luego de pasar por la marina y el faro, donde un gran oleaje permite practicar surf, proseguimos hasta Óbidos, un precioso pueblo rodeado por altas murallas almenadas. Desde una plaza con un largo acueducto subimos la cuesta de la angosta calle principal, rodeada por edificaciones blancas y azules y coquetos bares y restaurantes. Hay un mundo de gente, y bebemos la clásica ginjinha -originaria de este pueblo- en pequeñas tacitas de chocolate. Llegamos hasta el final de la calle, y voy solo a visitar el inmenso y espectacular castillo medieval y el comienzo de las murallas, a las que se puede subir. Pero estoy cansado y es muy tarde, y además ha comenzado a lloviznar, por lo que me reencuentro con Edith y volvemos al bus. Cundo emprendemos el regreso a Lisboa por una carretera interior, ya se está haciendo de noche. Nos alojamos ahora en el Saná Metropolitan, en la misma zona del Marriot. Ceno solo en el hotel, únicamente sopa.

Nos pasan a buscar a las 8,30, y luego de pasar el scanner en el aeropuerto y recoger mis pertenencias de metal -cinto, reloj, billetera, por las monedas- al ir al free shop me doy cuenta de que me falta la billetera. Al volver a buscarla, después de un tiempo me la devuelven, pero al revisarla me faltan 60 euros. Intento reclamar, pero como sé que es inútil hacerlo, salimos nomás para Barajas. Allí, mientras soportamos una larga espera, nos enteramos de que en las elecciones argentinas habrá segunda vuelta, y la sorpresa es total al comprobar la escasa diferencia que separa a Macri de Scioli. A las 19,30 salimos para Buenos Aires. Vuelo normal. A las

Ezeiza, y a las 9 salimos para Córdoba. Cuando llegamos, hace bastante calor.


VIAJE A MARRUECOS Y ESPAÑA 

2 de octubre al 12 de noviembre de 2016

Salimos de Córdoba a Ezeiza a la siesta, y luego de una espera normal, continuamos hacia Madrid a las 22. El viaje es confortable y duermo aceptablemente. Nos esperan en Barajas con un lujoso automóvil, y llegamos al atardecer al hotel Florida Norte -muy bueno- ubicado frente a la ex estación de trenes del Norte, ahora convertida en un gran shoping. Hace muchos años nos alojamos en la misma cuadra -¿quizás en el mismo hotel…?- y tomamos un tren en esa estación para dirigirnos a La Coruña.

Sin cambiarnos salimos a caminar por la cuesta de San Vicente hacia el Palacio Real, pero estamos can- cansados y no nos animamos a subir las empinadas escalinatas que conducen al palacio, por lo que volvemos cuando ya es casi de noche. En la cuesta hay algunos tentadores bares y restaurantes de tapas, pero decidimos cenar en e shop- ping. La puerta de San Lorenzo, que está frente al hotel, ya está iluminada. Cenamos en un restaurante chino, gambas, ensalada de mariscos y otras exquisiteces, a un precio menor que en Argentina.

Desde la ventana de nuestra habitación tenemos una linda vista sobre estación iluminada.

Por la mañana nos llevan a Barajas en automóvil; el aeropuerto es enorme y bastante incómodo, porque hay que caminar mucho y hasta debemos tomar un tren interno para ir de una terminal a otra. El viaje a Casablanca es normal -2 horas-.

Al llegar tenemos que salir afuera del aeropuerto para reunirnos con el encargado del transfer, pero no lo encontramos. Sólo al cabo de varios minutos de preguntar lo encuentro -mi nombre no figuraba en el cartel que tenía- pero luego de esperar bastante logramos reunirnos con otros pasajeros y tomar la trafic. El viaje hasta la ciudad -la capital económica de Marruecos- es largo y sufro bastante calor porque el aire acondicionado funciona mal.

Nuestro hotel -Movenpick- está en pleno centro, es altísimo y muy lujoso. Tenía pensado ir al famoso bar “de Rick” -Humpery Bogart- del film “Casa- blanca”, pero un día antes de viajar me enteré de que ninguna escena de la película se filmó en Marruecos, y que ese mítico bar nunca existió; lo hicieron después -en realidad ahora hay dos- para satisfacer la curiosidad de los turistas. Por eso voy solo, en un moderno tranvía hasta el casco histórico. (No pago el porque supongo que hay que pagarlo arriba, pero había que sacarlo en las máquinas, que no vi.) Me bajo más allá de la plaza Mohamed V, en la avenida flanqueada por blancos edificios coloniales, algunos de estilo art decó. De allí salen callecitas laterales que dan a la medina(1), en una de las cuales están filmando una película. La zona está repleta de gente porque es sábado, y voy caminando hasta la plaza Mohamed V y la de las Naciones. Es un atardecer con un clima muy agra- dable y el ambiente es bastante exótico, con mujeres vestidas de negro con la cabeza cubierta y algunos hombres con chilabas(2) -pero pocos-.

  • Ciudad vieja -a veces amurallada- de las poblaciones árabes.
  • Largas túnicas con capucha que utilizan los

Cuando pretendo sacar el boleto en las máquinas, ninguna funciona -la gente local tampoco puede hacerlo- por lo cual me encamino por la avenida hacia el hotel. Se está haciendo de noche y el tra- yeco tes bastante largo, pero finalmente arribo, bastante cansado y ya de noche. Cenamos en el hotel -tenemos media pensión durante todo el viaje-, y a la noche tengo calambres por la caminata.

Por la mañana, y ya con el guía Mojtar, que explica en español, portugués y alemán, y la otra gente del tour -hay brasileños, portugueses, alemanes, mejicanos, españoles, chilenos y argentinos, vamos primero al Mercado Central donde, en unas callejuelas tipo zocos, se exponen una gran variedad de especias, flores, carnes y sobre todo pescados y frutos de mar. Luego de una breve parada en las plazas en las que ya estuve ayer, vamos al distrito de Habus, donde están las embajadas y el Palacio Real -uno de los seis que tiene el rey en Marruecos- al cual vemos sólo por fuera. A su frente hay una gran explanada desde donde se puede observar parte de la ciudad.

Luego de un breve recorrido por la zona residencial de Anfa -primer asentamiento de Casa- blanca-, vamos a la fabulosa y moderna mezquita de Hassan II. (Recuerdo que cuando estuve años atrás en el norte de Marruecos, la mezquita aún no estaba terminada; se concluyó recién en 1986.) El interior es de un lujo exorbitante y de una amplitud inusitada, con columnas de mármol y dorados re- saltados por una tenue luz indirecta que se filtra desde afuera a través de los ventanales. Su belleza sólo es comparable, quizá, con la mezquita de Córdoba, en España, y con San Pedro en Roma. Por cierto que es la más grande de Marruecos y su torre de 172 metros, la más alta. Descendemos luego a los pisos inferiores donde están las pilas y fuentes en las que los fieles se purifican lavándose los pies antes de orar; también hay allí un inmenso baño turco.

Afuera hace bastante calor, con un sol radiante, y desde allí se contempla toda la bahía hasta el faro, que se distingue en la lejanía. Al alejarnos de la mezquita la perspectiva simula dejarla en medio del agua (Y, en realidad, sus dos terceras parte se asientan sobre la plataforma submarina.)

Vamos luego a la corniche, la avenida costanera llena de bares y restaurantes, en uno de los cuales -lujoso, con empleados vestidos con trajes típicos-, almorzamos calamares a la siciliana y pastas. La parejita de españoles que comparte nuestra mesa se despachan una impresionante sartenada de pescados fritos.

Salimos luego hacia Rabat, la capital política y administrativa del país, recorriendo la corniche que bordea las playas repletas de gente por ser do- mingo-. El trayecto es corto, y a través de una larga avenida bordeada de tilos vamos al palacio real Mechovar, al que también vemos sólo desde afuera; incluso nos impiden fuera; acercarnos a la puerta donde están los guardias. Al frente hay un gran espacio abierto cerrado a lo lejos por la bella mezquita Oudaya.

Vamos después al mausoleo de Mohamed V, bellísimo. A la entrada de las antiguas murallas, guardias a caballo con coloridos uniformes rojos custodian el monumento, y otros a pie están apostados en las puertas del blanco mausoleo. En el subsuelo, donde están los sarcófagos del rey y los príncipes, permanentemente hay un sacerdote acompañan- dolos. En la cima de la escalinata de entrada, dos inmensas esculturas doradas también parecen custodiar el edificio. Bajando, a su frente, se encuentran las innumerables columnas truncas de la “mezquita inconclusa”, de la cual sobresale sólo la alta y cuadrada torre de Hassan. Desde fuera de las murallas se contempla una amplia perspectiva sobre la ciudad y el río Bu Regreg desembocando en el mar, y del otro lado la ciudad de Salé.

Vamos luego a la medina, a la casbah de los Oudaya, a la que entramos por la gran puerta Babel Kasbah. Recorremos primero los jardines andalucíes, y luego una zona de empinadas callejuelas flanqueadas por casas pintadas con colores mediterráneos semejantes a los la Santorini griega. Comienzan a encenderse las luces, y el clima es espléndido, más propio de la primavera que del inminente invierno. El hotel Tulip Garden es también muy lujoso, y luego de cenar subimos a tomar café al bar del quinto piso y a contemplar desde allí una hermosa panorámica de Rabat con sus monumentos iluminados.

Por la mañana salimos hacia Mequinez a través de campos cultivados y con la infaltable presencia de manadas de ovejas y de algunos burros que transportan mercaderías. Flanqueamos Mequinez para tomar fotos desde una altura donde se contempla la ciudad fortificada, fundada en el siglo III A.C. por los cartagineses, y seguimos a través de olivares hacia las ruinas de la ciudad romana Volúbilis… Algunos de sus monumentos -el foro, la basílica del siglo II, el arco de triunfo de Caracalla, el templo de Júpiter Capitolino, las termas de Galieno, así como atrios, baños o hermosos pisos de mosaicos- están bien conservados, pero gran parte de la ciudad fue destruida por el terremoto que asoló Lisboa y que la incendió, en 1775. La ciudad es inmensa, y domina desde una baja colina una extensa llanura. Hace un intenso calor, y continuamente debemos guarecernos detrás de las murallas -algunas de ellas demasiado bajas…-

Un corto trayecto nos separa de la ciudad santa de Mulay Idris, construida en el siglo VIII, donde se encuentra la tumba del rey Idris I, fundador de la dinastía idrísida. Este rey era bisnieto de Alí, el yerno de Mahoma, y fue el que unificó a las tribus bereberes y las convirtió al islam para dominar toda la zona. Fue además el fundador de Fez. La ciudad, lugar de peregrinación de todo Marruecos y de otros pueblos vecinos -casi una pequeña Meca- se halla emplazada en una colina, y luego de visitar sólo por fuera el mausoleo -no pueden entrar los no musulmanes- bajamos por una empinada cuesta a través de un extenso y exótico mercado.

Entramos luego a Mequinez, que tiene las muallas más largas de Marruecos -40 kilómetros- construidas en tres hileras en distintos períodos. Almorzamos “pastillas” -una especie de gran em- panada- de pescado y de pollo, riquísimas. Vamos luego a ver la alta y bella puerta de Bab Mansur, la más famosa de Marruecos, a cuyo frente se encuentra la plaza principal, que es sólo un gran espacio abierto lleno de gente que se aturde bajo el calor con una música estridente que suena a través de altoparlantes.

Pasamos después al lado del gran estanque de agua -Aguedal-, que se halla al frente del palacio del mulay Ismael, el “rey guerrero”, quien trasladó la capital, Fez, a Mequinez, embelleciéndola hasta transformarla en la “Versalles marroquí”. Este rey se caracterizó por su crueldad y sadismo, haciendo matar a innumerables esclavos. Tenía 500 esposas, y por ser aliado de Francia contra los alemanes, se animó a solicitar al rey Luis XIV -el “rey sol”- la mano de su hija, pero no le fue concedida. En los establos reales tenía 12.000 caballos.

Continuamos hacia los Graneros Reales, que son inmensos y altísimos. En ellos reina el mismo frescor que mantenía en buen estado las mercaderías allí acopiadas. Los recorremos con un simpático guía local vestido con una chilaba negra y ojotas, y luego vamos al barrio judío, flanqueado por una alta muralla. Edith y los otros visitan un negocio de damasquinado y tejidos bordados mientras yo voy caminando hasta la puerta de entrada a la medina, a cuyo frente se encuentra una antigua fortaleza.

Finalmente nos dirigimos a Fez, la antigua capital del reino fundada en el siglo IX, donde arribamos en el crepúsculo para alojarnos en el lujoso Park Salagh.

Cenamos y vamos a recorrer la ciudad de noche. Vamos al centro, al Palacio Real, que tiene una puerta dorada bellísima, al barrio viejo y finalmente a un palacio donde, mientras degustamos dulces marroquíes y vino, nos deleitamos con un colorido espectáculo de música y danzas árabes, y un simulacro de boda musulmana. El ambiente es muy a- legre y festivo, y al final subimos a la terraza para contemplar la ciudad con algunos monumentos iluminados -pero en realidad no se ve casi nada-.

Por la mañana vamos primero a la medina y visitamos el barrio judío, con sus típicos balcones de madera enrejada, y luego nos dirigimos a una fábrica de cerámica y bordados ubicada fuera de las murallas. Desde el camino puedo ver una hermosa panorámica sobre la ciudad. En la fábrica vemos todos los pasos de la fabricación de la cerámica, y luego las admiramos ya terminadas, algunas de las cuales compramos. Son bellísimas, todas ornamentadas con motivos geométricos muy coloridos. Son indescriptibles las enormes fuentes, que se hacen a pedido y que continuaríamos admirando luego en todo Marruecos. Allí fabrican también hermosas telas bordadas.

Volvemos luego a la medina, habitada por 150.000 personas. Recorremos sus laberínticas y sinuosas jas de palma- donde apenas se puede circular y en las que, si pasa un burro cargado con mercancías, hay que pegarse a la pared para no ser empujado por éste. En esas callejuelas -donde reina el re- gateo, como en todo Marruecos- pululan los maestros coránicos, mendigos, comerciantes, ladronzuelos, vendedores ambulantes de cuanta chuchería exista… y burros. Se dice que la población de Fez tiene la nobleza de los árabes, el refinamiento andaluz, la astucia los judíos y la tenacidad de los bereberes. Llegamos hasta el barrio de los andaluces, donde está su mezquita, y luego vamos a almorzar a un magnífico restaurante con decoración árabe. Comemos pollo con cebollas y la típica ensalada marroquí servida en distintas cazuelas: berenjenas, garbanzos, aceitunas, remolacha zanahoria, coliflor y arroz, todas exquisitamente condimentadas. De postre frutas y el típico té de menta, como en todos los bares y restaurantes. En la me- dina los vendedores ambulantes persiguen a Edith durante todo el trayecto pero finalmente entramos a las hermosas medersas(*). -hoy convertidas en museos- Attarine y Bou Anania. En esta última, del siglo XIV, subo a las pequeñísimas habitaciones donde se alojaban 4 estudiantes en un espacio de dos cincuenta por dos.

(*) Escuelas coránicas donde se aprenden los textos sagrados del Islam.

Visitamos luego el mausoleo de Idriss II, pero sólo por fuera, porque los no musulmanes no pueden en- entrar, aunque las salas con los fieles sentados en el suelo dan a la calle. Lo mismo sucede con la mezquita y la universidad de Karouini, de la que sólo vemos los patios con 200 columnas.

Después de visitar la plaza con la fuente Najarine, vamos al primitivo y emblemático núcleo urbano de Fez, donde están las famosas tanneries –curtiembres- enormes piletones donde los obreros –se sumergen para colocar los colorantes con los que teñirán el cuero. Los vemos desde la terraza de una tienda de artículos de cuero, desde la que se observan también las típicas y apiñadas construcciones árabes en la colina. Por fuera corre el río en el que lavan los cueros recién desollados y salados, por lo que el hedor en la zona es insoportable, y to- dos deben ir con un ramito de menta en la boca. (Yo, por mi anolfia(* ) me río del hedor.)

(*) Anolfia: Falta total del sentido del olfato.

 Vamos después a un negocio donde se fabrican artículos de cobre, en el que se exhiben piezas de una belleza superlativa. Allí demuestra sus habilidades un anciano artesano que es proveedor del rey. Después vamos a otro negocio de alfombras que, a mi juicio, son de inferior calidad a las que viéramos en la India o Thailandia. (A pesar de lo cual, un matrimonio mejicano con sus dos jóvenes hijas compran varias, lo que demuestra su alto poder adquisitivo). Y a en el anochecer, vamos a un mirador sobre una colina, desde la cual vemos la extensa ciudad con las luces encendiéndose, y lue- go regresamos al hotel a cenar.

Por la mañana salimos hacia Marrakech en un viaje largo y bastante cansador. A los pocos kilómetros la ruta comienza a ascender hacia las primeras estribaciones del Atlas Medio, y pronto las colinas se llenan de pinos y abetos. Poco después llegamos a un pueblo con construcciones de tipo alpino. La zona es llamada la “Suiza marroquí”. Está bastante frío -lo que sucede por primera vez desde que llegamos a Marruecos-, y luego de entonarme con un té de menta en la hostería alemana, seguimos viaje a través de suaves colinas de las que, poco a poco, va desapareciendo la vegetación.

Paramos luego en una árida zona arqueológica, donde en un gran salón se exhiben fósiles de todos los tipos y tamaños, sobre todo enormes caracoles. Esta zona estuvo hace miles de años cubierta por el mar. Pasamos por ciudades bereberes como Kan- dar, Ifrane y Azrof, y el importante centro agrícola Beni Mellal. Nos detenemos a almorzar en un hotel con bellísimos jardines y una exuberante vegetación -por los que deambulan pavos reales- y que es un centro turístico para albergar a quienes van a esquiar en los altísimos picos del Atlas Mayor, que vamos viendo a medida que nos aproximamos a Marrakech. Hay picos que sobrepasan los cuatro mil metros, con nieves eternas en sus cumbres.

Finalmente llegamos a Marrakech, la segunda ciudad más antigua del imperio -la “perla del sur”- fundada por la dinastía almorávide, continuada por la saadiana y la alawita, y nos alojamos en el Zalag Kasbah, muy bueno pero no tan lujosos como los anteriores. Vamos luego en el bus a recorrer la ciudad nocturna con sus avenidas principales y la zona moderna donde están las casas de modas, los casinos, la bella estación Central de trenes, el teatro, etc. Llegamos finalmente a la famosa plaza Jenna el Flna, con la “Kutubia” iluminada al fondo -la torre del siglo VII, de 70 metros, hermana de la Giralda sevillana que es, junto a las curtiembres de Fez, un ícono marroquí-. La inmensa plaza es un lo- quero llena de exóticos puestos de comidas de todo tipo, encantadores de serpientes, aguadores, conjuntos musicales que atruenan con sus tambores, adivinos, saltimbanquis, contadores de cuentos, sacamuelas, tiradores de cartas, etc. Todo ello en la semioscuridad que reina en el centro de la plaza.

Está rodeada de bares, al lado de uno de los cuales, mientras tomamos café y gaseosas y conversamos con un alemán en francés e inglés…, se produce una pelea que deja un herido en la cabeza. (Aparte de este incidente, no he observado ningún otro problema de seguridad en todo Marruecos.)

Por la mañana vamos a los jardines que están detrás de la Koutubia, donde me saco la clásica foto con los aguadores, con sus largos vestidos, los turbantes rojos y los dorados recipientes con el agua. El clima es sumamente agradable, con pleno sol. Vamos luego al lujoso mausoleo de la tumbas saadianas, donde están los sarcófagos de los reyes, príncipes y dignatarios -éstos en tierra- de esa dinastía de los siglos XVI y XVII. Me llaman la atención los numerosos sarcófagos de niños, lo que indica- ría una alta mortalidad infantil.

Luego vistamos el palacio de la Bahía -así se llamaba la favorita el pashá- con magníficos y coloridos azulejos de motivos geométricos y un amplio patio interior con lujuriosa vegetación. De allí vamos a una herboristería donde se produce y se vende el famoso aceite de argán, las plantas cuyos frutos comen las cabras subiéndose a ellas, para luego defecar el aceite. (Por cierto, el puro -según ellos…- es extraído directamente de los frutos.) También producen otros vegetales para innumerables enfermedades que me suenan bastante a charlatanería. (Compro uno para la rinosinusitis, que no me hace nada; en cambio el que actúa contra los dolores, es efectivo). Al final me dan un masaje erótico que sólo me produce algo de relajación muscular. Proseguimos al palacio Dar Si Said, que ahora s un museo bastante pobre que sólo tiene un bello jardín.

Almorzamos en el hotel, y por la tarde vamos al barrio de los artesanos, donde se fabrican toda clase de objetos de madera, vidrio, cobre, etc. Entramos a uno que exhibe hermosas lámparas de vidrio, y a otro donde un anciano que provee al mismísimo rey nos muestra sus habilidades en el grabado del cobre.

Finalmente volvemos a la plaza Jenna el Fna, donde visitamos los zocos que la rodean. Son intrincados vericuetos que de pronto se taponan y hay que regresar por el mismo camino. Contienen artículos más populares -ropas, sandalias…- y hay poca artesanía valiosa. Recorremos de nuevo la plaza en el anochecer, pero aún de día, tomamos café en un bar y volvemos a transitar la avenida que lleva a la Koutubia, llena de coloridos carruajes tirados por caballos en los que pasean los turistas. Como siempre, la zona está repleta de gente.

Las murallas rojas de Marrakech refulgen en el crepúsculo cuando nos dirigimos al enorme complejo “Chez Alí”, situado en las afueras de la ciudad, para ver el espectáculo “Fantasy”. Nos recibe la melancólica y sensual melodía ejecutada en un flautín árabe por un músico que está en lo alto de una torre, y luego pasamos a recorrer la “cueva de Alí Babá y los 40 ladrones”, muy bien representada. En un ambiente mágico de penumbras y jardines recorremos el trayecto que nos lleva a las carpas Caida, acompañados por innumerables conjuntos musicales en los que predominan los tambores, de todas las zonas de Marruecos. Cenamos bajo las carpas el típico cordero asado, cus cus -vegetales, garbanzos y carne roja envueltos con sémola de trigo- y frutas marroquíes de estación, mientras bailarinas danzan al lado de las mesas al son de los tambores.

Finalmente vamos al campo donde se realiza el espectáculo “corrida de la pólvora”, consistente en jinetes que a toda carrea descargan sus espingardas -viejos fusiles- atronado el ambiente y llenándolo de humo y olor a pólvora. Ejecutan también des- trezas a caballo, una bailarina baila la danza del vientre en una altísima tarima, mientras al fondo se desplaza lentamente, contra el cielo oscuro, una iluminada “alfombra mágica”. El espectáculo es real- mente inolvidable, y la comida muy buena.

Salimos de Marrakech hacia Ouarzazate en una combi con un matrimonio brasilero paulista -Luis y Nena- uno portugués del norte -José y María- y una italiana nacida en Pisa pero que trabaja en Oxford, Martina. Aunque iba a venir otro guía, nos vuelve a acompañar Mojtar.

Pasamos por pueblos de casas chatas de adobe y piedra, color tierra y grises, a orillas de ríos casi secos. Continuamos ascendiendo por el Alto Atlas por un camino de cornisa hasta llegar al paso de Tizín Tichka, el punto transitable más alto del camino a 2260 metros. En invierno el paso se corta frecuentemente por las nevadas. Hoy está frío, nublado y sopla viento, pero no nieva. Contemplo soberbios paisajes, con altos picos y dramáticos ca- ñones de ríos secos. Proseguimos en bajada hasta que llegamos a la famosa casbah de Ait Benadou, a la que podemos admirar desde un altozano en el que algunos carteles ilustran sobre las películas que se filmaron en esos parajes: “La pasión de Cristo”, “Lawrence de Arabia”, “Jesús de Nazareth”, “La biblia”, de Bertolucci, y muchas más.

Almorzamos en el pueblo, en un restaurante con bellos y enormes artefactos de cocina de cobre y bronces -tajines de distintos tipos, cus cus…-, y luego cruzamos el río Mellah que separa el pueblo del Ksar(*) a través de unas bolsas de arena en las que Martina se queda atascada por un buen rato hasta que la rescata Luis. (Edith y Nena nos esperan sentadas en una terraza.)

 (*) Ksar: Poblado fortificado formado por varias casbahs.

Entrar en una casbah(*) es como entrar en el túel del tiempo. La fortaleza, de arquitectura rígida y severa, de formas geométricas, es altísima. Subo por escaleras y pasadizos de adobe casi derruidos hasta la terraza de la torre almenada, desde donde puedo contemplar una increíble urbanización color tierra en las laderas de la colina en la que se halla emplazado el Ksar. Me canso bastante, pero la experiencia bien lo vale. En la casbah viven pocas personas, las que dejan fuera de las puertas sus enseres de labranza. Este ksar fue fundado por la dinastía alawita, venida de Arabia.

(*) Casbah: tigua alcazaba -fortaleza-

Continuamos luego por el valle del río Dra, salpicado de poblados marrones emplazados en algunos oasis, y seguimos luego por el desierto de piedra del Presahara, donde sólo se ven esporádicamente pastores bereberes con algunas ovejas. Transita- mos decenas de kilómetros donde sólo hay tierra y piedras. Más adelante, la erosión en los cerros del Antiatlas ha modelado figuras alucinantes, y la soledad parece remitirnos a tiempos bíblicos. Ya es de noche cuando llegamos finalmente a Zagora, a las puertas del Sahara de arena. El hotel -Palais Asmaara- es exótico, decorado como un palacio árabe, y su estructura externa simula las líneas de una casbah. Cenamos -excepcionalmente, hoy no hay comida bufet, sino a la carta- y nos acostamos temprano.

A la mañana siguiente recorremos kilómetros y kilómetros de desierto en los que sólo algunos macizos pétreos rompen la monotonía del paisaje. Llegamos a Tamgroute, donde se halla un monasterio musulmán custodiado por mujeres -equivalentes a las monjas cristianas, con sus largas túnicas negras- que asisten allí a discapacitados mentales, a los que vemos en el patio pero no podemos filmar. En ese monasterio o medersa se encuentra la biblioteca coránica que conserva ejemplares y documentos del siglo XII, pero lamentablemente se halla cerrada, por lo que debo conformarme con admirar su hermosa puerta de entrada. Vamos luego por un largo, estrecho y lúgubre pasadizo techado casi desierto -por el que asoma apenas, por la puerta de una casa, un burro-, hacia un rústico negocio de alfarería bereber, en el que compramos algunos objetos.

Proseguimos luego por un paisaje desolado, de otro planeta, con cerros en los que la erosión ha modelado figuras fantasmagóricas que simulan catedrales, personas, castillos y mesetas que semejan fortalezas. Más adelante atravesamos algunos pueblos marrones, con casas semiderruidas pero de los que emerge, invariablemente, el cuadrado minarete de la mezquita. Almorzamos comidas típicas en Tazerine y proseguimos hacia una zona arqueológica cuyos restos fósiles se encuentran en cualquier parte a flor de tierra y sobre placas de mármol, que los lugareños tallan gastando el mineral para dejar en relieve los fósiles, construyendo de ese modo innumerables objetos y hasta hermosas fuentes.

Allí vienen a buscarnos los jeeps que nos llevarán a las dunas de Merzouga. Edith va directamente al hotel de Erfoud, y yo voy en uno de los jeeps junto a José y María. Luego de transitar unos pocos kilómetros de desierto de piedra a través de una huella, llegamos a las primeras dunas, que ya presagian el formidable espectáculo que veremos luego. En el campamento subo finalmente a un camello -“Jimmy Hendrix”- que me sacude bastante al levantarse. Adelante van Luis y Nena -por cierto, cada uno en su camello-, detrás José y María y finalmente Martina y yo. Mi camellero es Ahmed, un joven árabe que habla bastante español, feo y desdentado pero muy simpático, que a cada rato grita mi nombre, hace chistes, me saca fotos y filma. Después me coloca su túnica bererber y su turbante para salvaguardarme de la arena, aunque el viento sopla, por suerte, muy débilmente. Pasamos primero frente a unas negras carpas donde unos extranjeros acamparán algunos días, y a medida que asciendo el color de las dunas va cambiando, mientras los camellos de la pequeña caravana recortan sus sombras sobre la arena de las dunas que van quedando atrás. El sol, que se escondía tras las nubes, finalmente emerge unos minutos antes de desparecer tras el horizonte, permitiéndome ver, sentado en la duna a la que hemos ascendido a pie, la puesta del sol en el desierto dorado. Sopla un vientecillo con arena algo frío, pero no tanto como había imaginado.

Cuando el sol desparece y el dorado va tornándose gris, Ahmed tira de la tela donde estaba sentado arrastrándome hacia la base de la duna en medio de sus alegres gritos. A lo lejos, otra cara- vana más grande viene descendiendo de unas dunas más elevadas. Más allá se divisan las altas montañas de Argelia. Monto de nuevo el camello y regresamos lentamente al campamento, en cuyo frente las llamas de una hoguera iluminan la noche. Antes, al bajar del camello, Ahmed -como los otros camelleros- me vende unos objetos con fósiles a modo de propina, luego del consabido regateo.

Regresamos en los jeeps por un camino más corto a Erfoud, donde Edith me espera para cenar en el hotel El Ati, tan exótico como el de Zagora.

A la mañana continuamos atravesando el desierto de piedra. Al costado de la ruta pastan algunos camellos o algún escuálido rebaño de ovejas, y a lo lejos, al pie de las montañas, se divisan las negras carpas de algunos campamentos de nómades bereberes. Nos detenemos a ver unos antiguos pozos de agua excavados en la tierra árida, ahora ya secos y en desuso.

Llegamos finalmente a Tinegir, una típica ciudad bereber. Como es domingo, se ha instalado en calles un gran mercado regional, al que concurren también habitantes de poblaciones cercanas. Se exhiben allí una gran variedad de dátiles y otras frutas, sobre todo granadas. En los puestos de venta de carnes me sorprenden enormes cabezas de jabalí -u otro gran animal para mí desconocido- a las que los matarifes cortan a machetazos. También hay chinchulines trenzados y todo tipo de a- churas colgadas de los ganchos. Mientras Edith y los otros van a una tienda de alfombras y objetos de plata y piedras preciosas, yo recorro el mercado y zonas aledañas filmando y fotografiando. En un cartel leo en nombre de la ciudad escrito con los alfabetos occidental, árabe y bereber, este último muy similar al griego, lo que haría suponer que podrían descender de esta civilización.

Almorzamos y atravesamos grandes palmerales y plantaciones de olivos -Tinegir es un oasis- mientras nos dirigimos a las gargantas del río Todra. Nos detenemos a observar desde un mirador Tinegir y to-el oasis que lo circunda. El río Todra forma en esa zona un imponente desfiladero flanqueado por verticales paredes de roca de 300 metros de altura, que recorremos a pie. Hasta hace pocos años había en la ladera, al lado del río, un hotel, que fue destruido por una avalancha de rocas y del cual permanecen las ruinas. Aunque hay un sol radiante, en la sombra de los farallones sopla un viento bastante fuerte y muy frío, que me molesta porque he bajado desabrigado.

Continuamos luego bordeando el río Dades por el “valle de las rosas” -que allí se cultivan- atravesando enormes palmerales y pueblos de adobe color ocre. En uno de esos oasis está Rizani, el lugar de nacimiento de la actual dinastía reinante, la alawita, formada por tribus descendientes del profeta Mahoma venidas de Arabia. Continuamos por la “ruta de las cashbas” -ha comenzado a llover- hasta Ouarzazate, donde llegamos ya de noche. Recorremos brevemente la ciudad y nos alojamos en el Karam Palace, ricamente decorado con azulejos geométricos por todos lados, incluso en la habitación y el baño. Hay también dos hermosos sillones-tronos, en los que, por cierto, nos sentamos y fotografiamos.

Ouarzazate es una ciudad moderna fundada por los franceses como base militar a principios el siglo XX, por lo que no hay nada importante, salvo los estudios cinematográficos y la casbah Taorir, que recorremos a pie por la mañana. Aunque es muy típica -en sus torres y tejados anidan muchas cicgüeñas-, no está desierta como las otras, sino que deambulan por ella algunas personas que la ha- bitan.

Emprendemos el regreso a Marrakech por el mismo camino que hicimos para llegar al sur, ascendiendo de nuevo hacia el Alto Atlas. Llueve durante todo el trayecto, y ya ha nevado en las altas cumbres, por lo que me golpea un frío intenso al bajarnos en un parador. La lluvia y la niebla impiden casi la visión en el paso de Tizin Tichka, pero la ruta permanece abierta. El año pasado se cortó por la nieve durante varios días, y hubo que hacer un largo desvío hasta Agadir para llegar a Marrakech. Mientras descendemos hacia la llanura, debemos detenernos porque una combi ha volcado en plena ruta, y más adelante unas grandes piedras desprendidas de la ladera obstaculizan el paso, pero ya las están sacando, y en pocos minutos logramos sortearlas. Al aproximarnos a Marrakech la lluvia disminuye, y ya casi no llueve cuando llegamos al Zalag Park para almorzar. (Al entrar a la ciudad, a nuestro chofer le pusieron una multa por adelantarse a otro vehículo.)

A la tarde vamos en taxi a los jardines de Majorel. El coche debe desviarse varias veces porque mu- chas calles están cortadas por la Conferencia Inter- nacional sobre Medio Ambiente que allí se realiza, y que ya estaba promocionada desde que llegamos. Hay banderas y policías por todos lados.

Los jardines son hermosos, indescriptibles, con va- riadas especies de árboles, arbustos, una enorme cantidad de grandes y extraños cactus, albercas y fuentes pintadas, igual que las macetas, con colores brillantes -azul intenso, anaranjados, violetas…-

También se encuentra en los jardines el museo de arte bereber -al que no entramos- y un memorial a Ives Saint Laurent, quien compró los jardines a Majorel y luego los amplió y embelleció. A la sombra está bastante frío, pero al salir el clima ha mejorado, y hay un sol radiante. Paseamos por los alrededores, donde hay lujosos negocios, y volvemos al hotel en taxi. Por los cortes de calles nos deja algo alejados, pero no mucho. Descansamos recorriendo el hotel, con amplios jardines y una gran piscina. Por primera vez en el viaje, a la noche dormimos un poco más.

Nos vienen a buscar en un lujoso coche -casi una limusina…- para llevarnos al aeropuerto, pequeño pero agradable. Encontramos a Luis y Nena, que irán a Lisboa para trasbordar a San Pablo. El viaje a Madrid es normal, pero en Barajas debemos caminar increíbles distancias para retirar el equipaje, y hasta debemos tomar un tren interno que va de una terminal a otra. También en coche nos llevan hasta el Florida Norte, donde llegamos al atardecer. Voy solo a tomar café al shopping, y cuando vuelvo Edith está asustada porque un hombre ha abierto la puerta con la tarjeta y ha entrado a la habitación sin llamar. Cuando protesto airadamente en la conserjería, me explican que ha sido el plomero del hotel, al que habían llamado en la mañana para solucionar un problema en el baño, y no le habían advertido que la habitación ya estaba ocupada. “Mil disculpas…”, pero no pasa nada. Volvemos a cenar -¡mucho…!- en el mismo shopping, pero en otro restaurante. Hace mucho frío en Madrid, y ya ha nevado en la cercana sierra de Guadarrama. Edith está con problemas intestinales.

Por la mañana vamos en metro a Chamartín para tomar un tren a Salamanca. Pasamos por el costado de Ávila y en dos horas y media -porque es un tren que para en varios lados- estamos en la estación. Tomamos un bus hasta la Alamedita -una señora muy amable nos indica donde bajar- y luego nos dirigimos por la calle Toro hasta la Plaza Mayor. Está nublado, hace mucho frío y corre un viento helado. La plaza es espectacular, más linda que la de Madrid. Fue construida en 1775 en estilo barroco churrigueresco. Es el alma de la ciudad, y por sus puertas se entra y se sale a los lugares más importantes. Luego de dejar atrás la plaza del Corrillo nos dirigimos por la rua Mayor hacia la iglesia de la Cleresía, con sus dos magníficas torres. En ella funciona en la actualidad la Universidad Pontificia, y al frente está la famosa “casa de las conchas”, ícono del gótico civil español de fines del siglo XV. Las incrustaciones de grandes conchas en sus paredes dan nombre al palacio. Pasamos luego por la famosa Universidad, de estilo renacentista español, de principios del siglo XIII y embellecida luego por Alfonso el sabio. Mientras nos dirigimos a la plaza de la Catedral, pasa una nutrida manifestación de estudiantes con los cabellos revueltos por huevos y otras pinturas, seguramente signos de alguna graduación. La Catedral Nueva, soberbia, de estilo gótico renacentista y barroco, empequeñece a la Catedral Vieja que está al lado, de estilo románico y más austera. Al frente de la plaza está el imponente colegio San Bartolomé, y atrás de la Catedral Vieja, las torres de ésta, que junto a las dos catedrales conforman un imponente conjunto monumental. Como no hemos almorzado, en un bar de la rua Mayor tomo el clásico chocolate es- peso español con churros rellenos. Edith come uno, y le cae mal. Luego descendemos un trecho por un callejón frente a los museos catedralicio y de la guerra civil, donde un acordeonista está tocando tangos, pero no llegamos al famoso puente porque la cuesta es muy empinada, estamos cansados y la tarde ya está muy avanzada. Emprendemos lenta- mente el regreso a la Plaza Mayor, y antes de llegar tomamos café en un bar. El sol del ocaso -que finalmente ha asomado- hace resplandecer las fachadas de la plaza pintándolas de oro. Salamanca es bellísima.

En la Alamedita volvemos a tomar un bus que nos deja en la estación justo a tiempo de tomar nuestro tren de regreso. Aunque éste demora menos -una hora y media- ya es noche cerrada cuando llegamos a Chamartín. En la estación comemos pizza en un restaurante casi desierto que está por cerrar. Allí nos enteramos del triunfo de Trump. En metro llegamos a nuestro hotel, bastante cansados. Edith sigue descompuesta.

Por la mañana vamos a Alcalá de Henares -toda la ciudad es patrimonio de la humanidad- por medio de varias combinaciones de metro y tren de cercanías que nos insume bastante tiempo. De la estación de trenes vamos caminado por el Paseo de la Estación hasta el palacio Laredo, del siglo XIX, donde funciona el museo cisneriano. Es un capricho arquitectónico gótico y mudéjar, muy raro y espectacular. Hay un sol radiante, aunque continúa haciendo frío. Llegamos a la iglesia y colegio jesuítico del siglo XVII, y en la rotonda de los Mártires doblamos por la continuación de la calle Mayor. En cada campanario, torre o simple tejado anidan decenas de cigüeñas. (Alcalá es “la ciudad de las cigüeñas). Llegamos a la plaza de Cervantes, centro neurálgico de la ciudad. En el centro se levantan la estatua del “manco de Lepanto” y el kiosco de la música. A un costado está el “corral de la comedia”, del siglo XVII, el espacio escénico todavía en funcionamiento más antiguo de Europa. En la punta de la alargada plaza está la torre de Santa María, lo único que queda de la antigua iglesia destruida durante la guerra civil. En ella se conserva la pila donde fuera bautizado Cer- vantes. También están la “capilla del oidor” y restos de las ruinas de Santa María. Desde allí puedo ver también las agujas de las torres de los conventos de los Caracciolos y los Trinitarios. Todo conforma un conjunto monumental precioso.

Volvemos a la calle Mayor, la calle soportalada más larga de España. Llagamos hasta la casa natal de Cervantes, que ahora es un magnífico museo, y recorremos una a una sus numerosas habitaciones ambientadas con muebles y objetos de la época en que nació el autor del Quijote. Al lado está el edificio del hospital de Antezana, donde el padre de Cervantes ejercía la profesión de sangrador (una especie de cirujano de la época.)

Almorzamos a pleno sol en la plaza de los irlandeses, con el convento de los Agustinos al fondo Como canelones y chipirones a la siciliana, y Edith sólo tortilla española. Caminamos un trecho por la calle Mayor hacia la plaza de los Santos Niños, donde está la Catedral Magistral, pero por no tener mapa y desconocer el lugar, un par de cuadras antes de llegar emprendemos el regreso. Edith no está bien, y el trayecto hasta la estación de trenes es largo. Previa parada en un bar, tomamos el tren que nos deja en una estación del metro, y de ahí, combinaciones mediante, llegamos al hotel al atardecer.

Voy solo por la cuesta de San Vicente a subir las empinadas escalinatas que me llevan a los jardines de Sabatini, detrás del Palacio Real. Sigo subiendo escalinatas, y aunque estoy cansado y me duelen las cervicales, llego a la plaza de Oriente donde está el Teatro Real, y desde donde se van los altos e- de la plaza de España. Ya ha salido la luna, y puedo fotografiar y filmar el palacio iluminado. Luego emprendo el regreso al hotel, al que llego muerto de cansancio. Como sólo galletitas con atún en la habitación; Edith, nada.

A la mañana dejamos el equipaje listo en el hotel y vamos en metro hasta Sol, donde hay una multitud de turistas. El clima es magnífico, frío, soleado y sin viento. Vamos luego a la Plaza Mayor, al Mercado San Miguel, atiborrado de pescados, mariscos, jamones y pequeños puestos de ventas de comidas. Comemos sandwiches de jamón ibérico en el “Mesón del Jamón”, postres en “la Almudena”, paseamos por Preciados y retornamos al hotel. Un lujoso coche nos pasa a buscar a las 15, y ya es de no- che cuando despegamos de Barajas. Duermo bien, y a las 4 estamos en Ezeiza. Debemos esperar hasta las 11 hasta que salga nuestro vuelo a Córdoba. Para el almuerzo estamos en casa, con mucho calor.