LENGUAJE, LITERATURA, ARTE Y POSMODERNISMO

ÍNDICE

El lenguaje y la literatura “difícil” 

Vocación y función social del escritor 

Vivencias y ficciones en literatura

Arte y posmodernismo 

Apéndice

La grosería en literatura 

EL  LENGUAJE  Y  LA LITERATURA  “DIFÍCIL”

 La claridad es la certeza del filósofo- Henri Bergson.

  La mayor parte de la literatura actual se hace con la literatura misma, con palabras o juegos de palabras: es decir, con nada- Héctor Tizón.

  El arte, cuando es bueno, es siempre entretenimiento- Bertold Brecht.

  Enrique Santos Discépolo tuvo una genial visión del futuro cuando compuso, en 1933, el tango “Cambalache”. Claro que esa profética intuición no se refería tanto a los hechos que están sucediendo ahora, casi un siglo después, -porque al fin y al cabo “siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos…”- sino a la ideología que ha llegado a imponerse en esta etapa de la civilización llamada posmodernismo, globalización, multiculturalismo o como quiera llamársele a esta especie de “vale todo” que impera en el mundo actual. Y ese vale todo ideológico -“todo es igual, nada es mejor…”- tiene como sustento esencial el lenguaje.                                                                           

  Es cierto que, probablemente, la característica que más diferencie a los seres humanos de los animales sea la imaginación y, consecuentemente, la capacidad de crear arte. Pero el componente básico de la estructura intelectoemocional de los humanos, el misterioso elemento que nos diferencia de todos los seres de la escala animal, es el lenguaje. (Porque en lo que a genes se refiere, con los simios, por ejemplo, compartimos prácticamente el cien por ciento de ellos,)

  Si bien es cierto que los loros pueden articular una gran cantidad de palabras hasta formar frases sintácticamente correctas, es sabido que el mecanismo productor de ese seudolenguaje es meramente repetitivo, es decir, que se produce por medio de un reflejo condicionado. Por otro lado los simios, nuestros más cercanos primos, si bien poseer una capacidad intelectual que les permite expresar por medio de signos, ideas interconectadas como los prueban los numerosos experimentos efectuados durante los últimos años en computadoras- , no tienen en cambio el mecanismo anatómico que les permita articular palabras. Sólo los perros, quizá -sin cuya compañía los humanos probablemente seguiríamos siendo sólo cazadores recolectores- podrían algún día  llegar a modular palabras similares a las nuestras. (Su inteligencia para aprender es similar a los simios o los delfines.)

  Aceptemos entonces que, a pesar de algunas otras creaciones humanas. como la música, por ejemplo, pueden constituir elementos de comunicación aún más abstractos y espiritualmente elevados que la palabra, en general ésta es considerada como el medio de expresión más importante y trascendente del hombre.

   El lenguaje es lo que nos permite manifestar ideas, conceptos, abstracciones, que a los animales les están vedados por carecer de ese elemento. Y éste es el que nos ha permitido razonar, reflexionar y luego expresar, de manera oral o escrita, esas ideas para poder comunicarnos con nuestros semejantes.

  Sin embargo, aun siendo la manifestación comunicativa más avanzada y diferenciada de la especie, el lenguaje no deja de ser insuficiente para expresar el cúmulo de ideas que bulle en el cerebro de cada ser humano. Y ello es así no tanto como consecuencia de la incapacidad humana para expresar ideas y conceptos por medio de la palabra, sino porque, inevitablemente, los intelectos intervinientes en ese complejo comunicativo emisor receptor deben ser, por lo menos, dos.

  Si un individuo tuviera que hablarse a sí mismo, probablemente la manifestación de sus conceptos resultara clara y comprensible, porque tanto la emisión como la recepción de esas ideas estarían ubicadas en el mismo cerebro, es decir, en el mismo nivel de comprensión. Pero la dificultad surge precisamente porque esa emisión y esa recepción se hallan ubicadas en distintos polos intelectuales, los cuales suelen contener también diferentes niveles cognoscitivos. Y es por eso que, incluso hablando el mismo idioma, la comunicación entre los seres humanos suele ser tan difícil.                                                                              

  El gran problema de la comunicación por medio de la palabra -tanto oral como a través de su traducción semiótica, la escritura- consiste precisamente en la existencia de esos diferentes y múltiples niveles de expresión, de esos distintos códigos expresivos que dificultan no sólo la comprensión de quien escucha, sino que, a veces, esa circunstancia traba incluso la manifestación misma de las ideas del emisor. Por ejemplo ¿cómo puede entender un individuo no especializado -por más alto nivel intelectual que posea- el código científico de un matemático, un físico, etcétera, si previamente no posee la clave para descifrarlo?

  Incluso en áreas menos específicas -como la política o la economía- de las cuales todo el mundo  cree, equivocadamente, ser el único descifrador de sus secretos…- e incluso siendo ambos interlocutores personas idóneas en la materia ¿cómo pueden congeniarse sus variados y complejos códigos cuan- do las ideologías que los sustentan don diametralmente opuestas?

  Donde resulta más importante el nivel intelectual de cada cual, es en el ámbito de la comunicación cotidiana. Existen temas que dos individuos de coeficiente intelectual distinto o de distinta formación cultural no pueden ni comenzar a discutir, porque el lenguaje de ambos -que no es más que el intento de la expresión de los conceptos que cada uno elabora mentalmente- corresponde a estratos intelectivos totalmente diferentes. Sin embargo, si se pretende que todos los canales de la comunicación humana permanezcan abiertos y no se vayan  cerrando hasta interrumpirse definitivamente -con lo cual el aislamiento afectivo e intelectual de la humanidad sería cada vez mayor-, quizá resultara conveniente poner en práctica la alternativa consistente en que sea el de mayor capacidad intelectual, cultural o mayor lenguaje conceptual, quien explique sus razones al otro, y que éste, ejerciendo esa virtud tan escasa llamada humildad, sea quien se esfuerce, primero, por entender lo que le explican, para recién después elaborar su propio análisis y finalmente extraer sus propias conclusiones. Resumiendo -y aunque la propuesta parezca tener tintes elitistas y paternalistas- se trataría de aplicar un bien entendido concepto de docencia generado no sólo por la actitud de quien, por poseer más conocimientos, debe enseñar, sino también -y fundamentalmente- complementado por quien debe aprender.

  Es claro que, para que ello fuera posible, resultaría imprescindible que las personas supieran apreciar la importancia del silencio; en una palabra, que aprendieran a escuchar. En la actualidad, en cambio. Todo el mundo pareciera creerse el poseedor de la verdad absoluta. Y como esta hipotética verdad tiene para cada individuo el valor de una certeza irrefutable, todos pretender imponerla de viva voz.

  Y ello no sucede como como consecuencia de una paranoia colectiva o algo por el estilo, sino porque en realidad cada uno en definitiva sane sólo lo que cree saber. Pero lo que ocurre es que el conocimiento no es un compendio universal al que todos los individuos puedan recurrir colectivamente y de la misma manera, sino que se conoce y se sabe únicamente de acuerdo a la capacidad intelectual de cada cual. Y entonces lo difícil consiste precisamente en llegar a poseer la suficiente humildad como para poder lograr, sin subterfugios mentales, una correcta autovaloración, no sólo intelectual sino también sicológica, afectiva y volitiva. Vale decir -y aunque esto resulte obvio por lo reiterado- que cada uno debería intentar conocerse a sí mismo tal cual es, descubriendo y no encubriendo sus propias limitaciones en las distintas áreas del conocimiento.

  Esto de ningún modo significa que un individuo no tenga el derecho de opinar sobre lo que le plazca. Pero parece lógico reclamar que esa opinión sea expresada humilde y cautelosamente cuando el otro interlocutor es un especialista. Sólo cuando las propias opiniones resultasen tan firmes, lógicas y coherentes que merezcan ser defendidas, se debería proceder a la réplica, incluso cuando el tema debatido estuviera fuera de la propia especialidad.

  Tampoco significa esto que quienes posean mejores medios expresivos -sean naturales u obtenidos por medio de aprendizaje- tengan siempre la razón sobre quienes no poseen eso medios. (¡Tantas veces la razón fue acallada por retóricas y demagógicas verborragias }!) Pero existe en casi todas personas una especial intuición que les permite detectar con bastante facilidad la mayor o menor disposición intelectual del interlocutor y, consecuentemente, si  tiene o no razón en determinado tema. Sin embargo, y aunque íntimamente esté ya convencido de la razón del otro, la mayoría de las personas preferirá continuar  intentando por todos los  medios imponer

la opinión previamente sustentada. Por cierto que, mientras que la oposición a las opiniones del interlocutor sean sinceras, nadie podrá negarle a ese individuo el derecho a la réplica. Pero cuando la razón del otro se torna abrumadora, la aceptación o el silencio deberían constituir la mejor opción.

  Por supuesto que también existe la posibilidad de que personas de distinto pensamiento y distintas cosmovisiones pero con parecido nivel intelectual, lleguen a entablar largos y fructíferos intercambios de ideas en los cuales, a a pesar del sedimento positivo que pueda quedar en ambos, ninguno de los dos logre imponer supremacías. Pero cuando existen hechos  irrefutables de la realidad -de una realidad, por cierto, mensurable tanto para el intelecto como para los sentidos del ser humano y no sólo por medio de teóricas abstracciones indemostrables-, no debería existir otra alternativa más que rendirse ante la evidencia.

  A través del tiempo el lenguaje, desde los primitivos manuscritos pero mucho más concretamente a partir de la imprenta, se ha manifestado siempre -más allá de las mutaciones lógicas de cada idioma en particular, los cuales van incorporando neologismos y palabras tomadas de otros idiomas-más o menos de la misma manera, de acuerdo a una sintaxis establecida de antemano que articula sujeto, verbo, predicado y todas las demás normas derivadas de la sintaxis. Y que también utiliza signos de puntuación en los escritos para disipar dudas sobre lo que se quiere expresar. (No es lo mismo, por ejemplo, decir “la niña, bañada por la luna, corría”, que “la niña bañada, por la luna corría”.)

  También es cierto que el lenguaje es un medio de comunicación imperfecto e incompleto, porque no alcanza a nombrar y describir todas las ideas y conocimientos que experimenta el ser humano. Incluso los distintos idiomas expresan, de manera diversa y más o menos compleja, ideas o representaciones de objetos que, aun pensados de la misma manera por distintos individuos, no tienen la misma significación semiótica en el momento de nombrarlas en sus respectivos idiomas. Más aún, es sabido que hay idiomas en los que una determinada idea no puede expresarse a través de un nombre, así como hay palabras intraducibles de un idioma a otro. Además, la comunicación gestual -miradas, actitudes, contacto corporal…- pueden llegar a ser tanto o más expresivas que el lenguaje hablado, y ciertas expresiones artísticas, como la música o la pintura, pueden describir estados de ánimo del emisor mejor que el lenguaje oral o escrito. Pero a pesar de ello, la comunicación a través de esos signos que denominamos “palabras” -sea en forma oral o escrita- continúa siendo, al menos hasta ahora, la característica intelectual que nos permite expresar nuestras ideas con mayor claridad.

  Por cierto que también la matemática, la geometría e incluso algunos juegos -como el ajedrez, que a través de la pura abstracción desencadena miles de posibilidades distintas- son expresiones válidas de un  lenguaje  comunicador  de  ideas. Sin  embargo,

por más que intentemos buscar en otras formas comunicacionales el sentido último de la expresión de nuestras ideas, la palabra continúa siendo la reina de la comunicación. Como dice Louis Aragón, “no hay pensamiento fuera de las palabras”. Por medio de ella podemos definir casi todas las cosas existentes y las ideas interrelacionadas que ellas generan en el cerebro al percibirlas por medio de los sentidos. O como dice Roland Barthes en Lecon; “jamás se sale de la lengua, porque fuera de la lengua no hay nada”. Y aquí podríamos asimilar lo que dice este autor sobre el lenguaje a lo que dice Michel Foucault en La voluntad de saber sobre el poder: “no se lo puede atacar desde afuera, siempre se está dentro de él, porque siempre se está dentro de la ley”.

  Umberto Eco, en el capítulo “la lengua, el poder, la fuerza”, de La estrategia de la ilusión, hace un parangón entre los ataque que se hacen al poder político y los que pretende hacer ciertos autores “revolucionarios” contra el poder de la lengua, distinguiendo lo que llama “fuerza, de una verdadera revolución”. Con una fuerza se puede atacar a otra fuerza -policía, etcétera- y se obtendrá una respuesta inmediata  -que por lo general destruye a la fuerza atacante…-. Pero con una fuerza no se puede atacar al poder desde afuera, porque el ataque es siempre a la periferia de él, nunca llega al corazón mismo, y el poder regenera de inmediato la herida. En cambio las verdaderas revoluciones -tanto políticas como lingüística- el ataque siempre proviene de adentro. Los actos de fuerza que supuestamente desencadenaron una revolución -la toma de la Bastilla, del Palacio de Invierno, el ataque al cuartel Moncada…-, fueron sólo hechos simbólicos que culminaron lo que ya estaba hecho, la disgregación del poder desde adentro.

  Con la literatura sucede lo mismo: las supuestas revoluciones lingüísticas provocadas por corrientes ultrarrenovadoras no cambian el poder de la lengua -las reglas sintácticas, las formas lógicas de expresión…- (Por eso Barthes decía que la alengua es  fascista). Pero es que sin el poder de la lengua -el poder de su ley- no podríamos entendernos.

  En otro aspecto, también cabe mencionar que resulta que evidente la inexistencia de las famosas “ideas innatas” que postulaba Descartes; todas las ideas son producto de una experiencia previa. La mente, sin la experiencia, es una tábula rasa. Desde Locke en adelante, el empirismo o doctrina de la experiencia -como ya lo expresaba D Alembert en su “Discurso preliminar de la Enciclopedia, esa gigantesca obra de la Ilustración-, ha desplazado definitivamente las ideas de Descartes al respecto. Y así como la experiencia es la que produce, por medio de las sensaciones -y con el auxilio de la memoria- las ideas, estas no pueden ser comunicadas de mejor manera que por medio de la palabra. (Salvo que, como lo postula Giovanni Sartori, en poco tiempo más el hombre deje de ser homo sapiens para convertirse en homo videns, en cuyo caso quizá sí la palabra llegue a ser destronada por la imagen.)

  Por cierto que, más allá de lo que afirmaban Aragón y Barthes, de no existir el lenguaje igualmente existirían en el cerebro humano ideas o representaciones mentales. Pero al no poder ser comunicadas exhaustivamente, los individuos permanecerían en tal estado de autismo que para el resto de la civilización sería como si esas ideas no existieran. Si bien Kant sostenía que la base de la filosofía es la conciencia, algunos trabajos de Walter Benjamin avalarían la tesis de que es el lenguaje y no la conciencia la base de aquella. La filosofía es el intento por conocer la verdad, y si no existiera el lenguaje, aunque hubiera ideas no habría razonamiento para llevar a cabo tal intento. De modo que desde un punto de vista racional el lenguaje es -junto al amor desde una óptica afectiva y a la imaginación y la capacidad de crear arte desde una visión lúdica- el elemento que nos convierte, por ahora, en los más evolucionados animales del planeta. Y derivada directamente del lenguaje, el ser humano ha ido conformando, a través del tiempo, lo que llamamos literatura.

  La literatura es una rama de la creación humana inevitablemente ambigua, azarosa y casi siempre indefinible, porque los conceptos emitidos para analizarla y definirla parten de una base cuyo sustento principal es la subjetividad. Sin embargo nada impide que, a pesar de esa subjetividad, las ideas y los conceptos personales que se emiten al respecto puedan ser  expresados y definidos con argumentos racionales y, además, sintácticamente válidos. Y eso es aplicable no sólo a los análisis, conceptos y teorías que se hacen respecto de la literatura, sino que comprende también a la propia creación artística, es decir, a la obra creada por un autor.

  Por supuesto que cada creador es dueño de dar a su creación la forma y las connotaciones que mejor le plazcan. Pero esa inalienable libertad del escritor no debería confundirnos al extremo de impedirnos aceptar que siempre es preferible una obra literaria -se trate de teoría, narrativa, poesía, crítica…- que sea legible para quienes, sin ser especialistas o técnicos en la materia, posean sin embargo un grado normal de comprensión y cierta agudeza y sensibilidad para analizar las diversas expresiones literarias.

  Porque resulta bastante absurdo tener que aceptar esa desarticulada acumulación de palabras que suelen emplear muchos autores contemporáneos, que no sólo no expresan ningún concepto racional válido, sino que, para el caso de la poesía, por ejemplo, ni siquiera apela al sentimiento y la sensibilidad artística del lector para lograr despertar en él emoción, inquietud, estremecimiento.

  Y si esa actitud ya suele resultar impropia en una poesía -que constituye el summun de lo subjetivo, de los sensible que existe en una creación literaria-, lo es más aún en la narrativa, en la cual el lector está accediendo a una expresión mucho más conceptualizada, en la cual le están contando una historia que deberá ser asimilada intelectualmente.

  Por  cierto que  en  la  literatura que podríamos llamar “pura” -novela, cuento, poesía…- cada autor es dueño de efectuar las variaciones que quiera sobre las reglas sintácticas; ello se inserta dentro de lo que llamamos “estilo” del escritor. Pero si, amparándose en ese estilo, el escritor torna incompresible su discurso, obviamente el lector llegará a sentirse no sólo confundido, sino también defraudado. Sin embargo, en estos géneros incluso podría resultar aceptable admitir, en aras de ese estilo, cierta ilegibilidad en una obra literaria. Pero donde ya se torna inaceptable un alto grado de ilegibilidad es en el ensayo de tipo filosófico, social, humanístico o simplemente relacionado con la cotidianeidad, en los cuales se supone que lo que debería primar tendría que ser precisamente el concepto, la idea de lo que se quiere expresar. Porque respecto de un determinado tema pueden existir innumerables ideas -y quizá todas ellas válidas-, pero lo difícil de aceptar es que esas ideas no estén expuestas lo más claramente posible.

  El ensayista no pretende apelar a la intuición, la emoción, el gusto, es decir, a la subjetividad que prima en el lector cuando se deleita con obra poética o de ficción, sino que intenta expresar ideas y conceptos que convenzan al lector de que su idea, su reflexión, su pensamiento, son los correctos. Y para ello parece lógico suponer que debería exponer esos argumentos de la manera más clara y convincente posible para que el lector la acepte.

  Y no importa tanto que las ideas en sí no sean demasiado claras, porque en sus argumentos pueden existir algunas contradicciones o bien  porque sus ideas no estén lo suficientemente concretadas y sintetizadas en su pensamiento. Lo que sí parece necesario exigirle a ese ensayista es que al menos su discurso sea legible, que lo que pretende exponer lo haga de tal modo que su sintaxis sea la que todo el mundo conoce y no la que sólo unos pocos iniciados interpretan. Porque hay párrafos en ciertos ensayos que directamente lindan con lo agramatical.

  Por cierto que no me estoy refiriendo a ensayos o tratados puramente técnicos, en los cuales inevitablemente el autor deberá utilizar palabras y conceptos sólo comprensibles para sus colegas, y obviamente el común de los  lectores no está obligado a conocer términos de economía, matemáticas o macro y microfísica. Además, esas obras están exclusivamente dedicadas a quienes conocen o se están iniciando en esa específicas disciplinas. A los que me estoy refiriendo son a ensayos de temas generales que interesan a cualquier persona común pero que tenga ciertas apetencias intelectuales. Y es precisamente en esos temas en los cuales los ensayistas suelen  revestirse de una oscuridad sintáctica tan incomprensible que a veces hasta casi roza lo absurdo(1)

  Lo que no quiere decir, por cierto, que la claridad pretendida no pueda ser expresada de distintas maneras. Por ejemplo, la palabra “hablar” tiene sin duda varias connotaciones; pero por más vuelta que se le dé, nunca significará “escuchar” o “pensar”, porque así lo dispone el diccionario de nuestra lengua, que es lo que rige nuestro modo de comunicarnos -al  menos para  esta  época contemporánea que está transcurriendo-. Si en el futuro esa palabra llegara a significar otra cosa -como ha sucedido con tantas palabras  a través de la historia de los idiomas-, recién entonces resultaría válido que se la utilizara con ese otro significado. Pero mientras tanto parece prudente seguir utilizando la infinidad de palabras que tiene nuestro idioma para explicitar ideas, y no inventar una catarata de neologismos para nombrar un concepto que puede ser expresado de manera mucho más simple y entendible.

Y no sólo los sustantivos, que tienen un significado definible, concreto, deberían ser usados de manera apropiada. También las frases que incluyen adjetivos, adverbios, tiempos verbales -es decir, lo que constituye la sintaxis que nos permite comunicar nuestras ideas y pensamientos-, deberían ser expresadas de la manera más lógica y legible.

  Por cierto a ningún crítico juicioso se le ocurriría manifestar que alguien es un mal escritor simplemente porque haya repetido en el mismo renglón una conjunción o una preposición, haya utilizado la misma palabra dos renglones abajo o empleado alguna cacofonía -de las cuales, bueno es recordarlo, Unamuno solía mofarse-. Tampoco un verbo  transitivo dudosamente empleado puede ser un elemento descalificante, y otro tanto ocurre, por ejemplo, con el distinto uso que dos autores de la trascendencia de Borges y Vargas Llosa hacen, en la misma circunstancia, del “debe ser” o “debe de ser”. Y por si estos datos pudieran resultar insuficientes, bastaría mencionar el clásico ejemplo del Quijote, del cual todo profesor de literatura conoce sus defectos sintácticos y al que nadie, sin embargo, osaría negarle su condición de auténtica obra de arte. Y otro tanto sucede con la puntuación; poner una coma o no ponerla en determinado lugar, o utilizar el punto y coma en lugar del punto y seguido, hace al estilo de cada autor, y no debería influir en la valoración final de una obra, como es el caso de García Márquez, por ejemplo que en El otoño del patriarca prácticamente no utiliza la puntuación. (Esto, siempre y cuando esa coma no cambie el significado de una frase, porque entonces sí debería utilizarse obligatoriamente.)

  Dedicarse entonces a poner en evidencia esas pequeñas incorrecciones -que muchas veces ni siquiera los muy honorables miembros de la Real Academia Española tienen demasiado en claro- constituye sin duda un extremismo literario. Pero una cosa es ignorar esos pequeños detalles y otra muy distinta valorar con permisiva benevolencia a un escritor que desconoce las más elementales reglas de sintaxis o que utiliza, por ejemplo, tres o cuatro veces la misma palabra en un par de renglones, teniendo nuestro idioma tantos sinónimos. Puede suceder, por supuesto, que ese autor emplee tal repetición con sentido anafórico o diafórico, o para reforzar deliberadamente una frase o una idea, o porque esa palabra es insustituible, o simplemente porque esa utilización forma parte de su estilo. Pero cuando nada de ello ocurre, la perspicacia del lector detectará de inmediato la orfandad lexicográfica del escritor, que es lo que en realidad le impide reemplazar esa palabra por uno de los tantos sinónimos que tiene nuestro rico idioma.

  Esto se torna aún más lamentable cuando esas carencias se manifiestan en autores sensibles e imaginativos, que poseen innatas condiciones literarias, y sólo necesitarían abocarse con seriedad a la corrección de esos defectos para que su creación cristalizara en una buena obra. Porque si es cierto que el contenido de una obra literaria es importante -y esto es tan incuestionable que ni merece comentarse- también lo es, innegablemente, la forma. Demasiado a menudo se olvida que un auténtico escritor es -y valga la perogrullada- quien escribe, pero quien, además lo hace bien. 

  Por otro lado, aunque muchas veces se conjugan las cualidades literarias con las políticas, las científicas, las filosóficas, de ninguna manera poseer só- lo algunas de esas cualidades ya convierte a alguien en un buen escritor. Existen personas dotadas de grandes ideas sociales, como por ejemplo muchos político, dirigentes gremiales, etcétera. Pero no porque en las mentes de esos individuos germinen valiosas ideas y ellos se decidan a transcribirlas al papel, quedan automáticamente convertidos en es- critores. Como tampoco será escritor un campesino analfabeto que, a pesar de ser un contemplativo y tener cualidades artísticas y estéticas para sentir o imaginar los misterios de la naturaleza, está imposibilitado de expresar esos sentimientos a través de la palabra escrita porque no ha atenido oportunidad de asistir a una escuela. Por cierto que también existe  la contraparte, porque así como puede haber grandes ideas mal expresadas, también hay obras muy correctamente escritas pero huecas y carentes de todo sentido.

  En una palabra, no puede considerarse escritor -al menos, buen escritor- quien no sabe expresar correctamente sus ideas, sus sensaciones o sus fantasías. Por eso resulta difícil aceptar que se diga, por ejemplo, que tal obra es una gran novela a pesar de que está mal escrita. Si está mal escrita podrá ser, en todo caso, un buen proyecto de novela, una buena idea para concretarla en el futuro; pero nunca una gran novela. Para que lo sea tendrá además, indefectiblemente, que estar bien escrita.

  Existe otro aspecto relacionado con la mala literatura que no está referida a la incapacidad o impericia del autor, sino a su voluntad de querer hacerla deliberadamente mal. Hay escritores que, al parecer, creen que todo el valor de una obra literaria reside en su originalidad. Nadie puede negar que esa cualidad es una parte muy importante de la creación artística, pero de allí a lanzarse desesperadamente  a la búsqueda de una literatura nueva, de ruptura, con el único objetivo de ser original y hacer tabla rasa con siglos de historia literaria, media un abismo.

  Porque parecería que si un autor no escribe con los últimos dictados que la moda literaria impone -es decir, si no es revolucionario en ese aspecto- queda estigmatizado con el rótulo de conservador, o pasado de moda. De ningún modo esto significa que se deba intentar ser otro Dostoievski, otro Stendhal, otro  Tolstoi. Pero  si estos  escritores son reconocidos en la actualidad como los grandes maestros de la literatura mundial de todos los tiempos -y no sólo de su época- ¿por qué escribir como lo hacían ellos -en su estilo-  debe significar un suicidio literario?

  Por cierto que, así como a nadie se le ocurriría reimplantar el sistema feudal en esta época de oposición entre teorías socializantes y estatistas por un lado y capitalistas a ultranza por otro, ningún escritor sensato intentará reiterar las nouvellas de Giovanni Sercambio, por ejemplo. Pero ello es así simplemente porque ni es sistema feudal ni Sercambio han demostrado, con el correr del tiempo, poseer los suficientes valores absolutos como para seguir siendo considerados vigentes. Sin embargo, en su época estuvieron de moda, fueron actuales. Como lo son hoy muchos escritores considerados valiosos por el mero hecho de escribir con la técnica o la estructura literarias utilizadas en la actualidad.

  En literatura, como en cualquier arte, todo es efímero. Y efímeras son también las escuelas literarias, aunque algunas se transformen luego en clásicas  y perduren por un largo tiempo. Las opiniones sobre arte, igual que sobre política -y a diferencia con lo que sucede en el ámbito científico e incluso en el filosófico-, no suelen perdurar, varían al cabo de algunos años o algunas décadas. Los cambios filosóficos o científicos, en  cambio, son más estables -aunque, por cierto, a la larga también mutan-. Habría que esperar  entonces dos o tres siglos para comprobar si esos cambios serán positivo o no. Por supuesto que estas consideraciones no invalidan el hecho de que un autor, prescindiendo de todo lo escrito hasta ahora, pueda crear un estilo totalmente nuevo, con más valores incluso que lo realizado por los escritores anteriores. Pero una cosa es admitir la validez de la novedad, y otra es obligar al escritor a servirse inexcusablemente de ella.

  En la actualidad, todos conocemos esas obras escritas en la más absoluta anarquía idiomática en las cuales, por ejemplo, el recurso válido -y no sólo vá- lido, sino necesario para la revitalización del idioma- del neologismo, es utilizado no en forma racional y mesurada, sino que la obra completa queda transformada en un compendio de neologismos, al extremo de que si al pie de página tuviera que explicarse lo que quiere decir cada uno de ellos, casi resultaría más cómodo efectuar directamente una traducción al castellano. Por eso resulta difícil de explicar que, por ejemplo, un autor de la talla de Cortázar haya escrito ese famoso capítulo 88 de Rayuela, constituido prácticamente sólo por neologismos. Que un personaje exótico como Xul Solar pretendiera crear la panlingua, vaya y pase, pero Cottázar…

  Por supuesto que todos los idiomas son constantemente móviles, renovables, y a nadie se le ocurriría en la actualidad emplear una serie de latinismos -que sin embargo era el idioma que hablaban nuestros ancestros y del cual deriva el castellano-  para comunicar  sus  ideas. Pero  una  cosa  es ir incorporando palabras de otros idiomas, creando algunos neologismos e incluso cambiando ciertas formas expresivas, y otra es decir, por ejemplo, la frase -¡el “poema”…!-: “Croquis infuso de sonámbulo litigio/ (serpear de letargo abdominal), acídula”…(2)

  Por cierto que en la poesía existen los tropos -metáforas, sinécdoques, etcétera- que permiten connotar algo que no está expresamente denotado. Pero no hay dudas de que ese poema no transmite la misma belleza simple y comprensible que tiene, por ejemplo, la metáfora de García Lorca: “cuando las estrellas clavan/ rejones al agua gris”…

  Algo parecido sucede con los símbolos, las claves, los mensajes subliminales que muchos autores suelen utilizar en sus trabajos. Nadie ignora que una obra literaria -especialmente en sus vertientes lírica y de ficción- es una recreación de la realidad, y por consiguiente debe no sólo describir esa realidad sino hacerlo sugiriendo, creando símbolos o elipsis, traduciendo mensajes, etcétera. Pero existen obras en las que toda esa simbología no hace más que oscurecer de tal forma el contenido que éste termina por resultar decididamente incomprensible, incluso para el lector más lúcido e inteligente. Y no puede aducirse que el lector tiene la obligación de esforzarse para lograr desentrañar la clave de esos mensajes, porque con ese criterio también podría exigírsele a ese pobre lector, que sólo conoce el idioma castellano, que estudie chino para poder leer a Lao Tse…

  Similares connotaciones -aunque en otro ámbito y por oposición a lo expuesto- tienen esas obras escritas en lenguaje vulgar, pedestre, de habla no ya cotidiana sino simplemente snob, que en lugar de elevar el nivel aceptamos que la literatura es arte, y el arte, aunque pueda estar describiendo lo más vulgar y grosero, lo más execrable que existe en el mundo, siempre intentará hacerlo con sentido estético, con belleza.

  Por cierto que, si en una novela, el personaje que está hablando es un rufián, su lenguaje deberá ser el adecuado a su personalidad, y por l, o quedan es, éste hace hablar a un yagunzo(3) con el habla típica de un sertanero de la región de Goias, aunque el texto parezca incoherente el personaje no puede expresarse de otra manera. Pero si el que está hablando es el autor de la novela, la perspectiva indudablemente camia. (Por cierto que en la actualidad, con el auge de las novelas biográficas o semibiográficas y la moda de escribir en primera persona, todo queda enmascarado por tales subterfugios.)

  Las circunstancias anteriormente expresadas son las que, quizá, estén influyendo negativamente en la apetencia por la literatura. Estadísticas confiables, tanto europeas como americanas, están indicando que, aunque cada vez se editan más libros en todo el mundo, la gente lee cada vez menos. Miles .o millones- de títulos son enviados cada año a bibliotecas donde nadie los consultará, o son comprados para regalar a quienes nunca los leerán, o quedan acumulados en los estantes obras de infinidad de autores que, por la única razón de aumentar su  autoestima, editan  una  cantidad  de ejemplares que saben de antemano no se venderán.

  Por otro lado, la falta de ventas determina que muchas librerías se vean obligadas a  a cerrar sus  puertas, con lo cual el circuito literario se achica de tal modo  que los potenciales lectores que aún quedan, poco a poco vayan derivando su interés hacia los medios audiovisuales como la televisión o la web -los cuales, además de tenerlos encasa y no requerir una atención especial, una vez instalados resultan gratuitos, o casi-.

  ¿Debemos deducir de esto que el problema se encuentra reducido a una simple cuestión económica? A pesar de su indudable importancia, el factor económico es sólo uno de los múltiples factores que van en detrimento de la literatura. Al igual que éste, existen otras causas ajenas a la voluntad de los escritores que influyen negativamente. Pero uno de los factores de esta crisis atribuible exclusivamente a los escritores, es que la literatura está, en general dejando de interesar a la gente. (Y esto vale, lógicamente, tanto para los libros editados en papel como para los e-books, aunque en este último caso el factor económico quede prácticamente desvirtuado.)

  Además de ser un revulsivo político y social, y una manifestación artística en la cual el componente estético es de suma importancia, la literatura fue siempre, también, un factor de entretenimiento. Y para que algo entretenga, es necesario que interese, que llame la atención de quien está leyendo Con la literatura siempre había sucedido lo mismo. Hasta no hace muchos años, quien leía una novela, un cuento, se sentía atrapado, bien por la historia que el autor contaba, por los elementos de su propia vida que veía reflejados en ella, o bien por los sucesos imaginarios a los cuales el autor se refería. Quien leía una poesía se sentía emocionado y sensibilizado por el propio sentimiento del poeta. Y quien analizaba un ensayo compartía o disentía apasionadamente la temática o la teoría expuesta por el escritor. En una palabra, se sentía interesado por el contenido de lo que leía. En la actualidad, en cambio, muchos escritores parecen  sólo dispuestos a priorizar el discurso literario en detrimento del contenido racional, emocional o, por qué no, estético, de lo que pretenden comunicar. Y no se trata de preconizar una supremacía del contenido sobre la forma; la búsqueda formal de la belleza, la estética de la palabra, es por cierto un modo válido de sensibilizar al lector, de la misma manera que cuando éste contempla un bonito cuadro o una hermosa escultura. (Un poema que no desdeñe el ritmo poético puede equipararse a una bella melodía, por ejemplo.) Pero en la actualidad, lamentablemente, ese discurso formal, lejos de ser estéticamente agradable para quien lo percibe, muchas veces se encuentra revestido de un simbolismo críptico únicamente inteligible para quien lo emite. Demasiada literatura actual ha dejado de ser clara y legible, accesible al individuo común que se siente atraído por la lectura.

  Se  podrá esgrimir el reiterado  argumento de que no resulta aconsejable nivelar para abajo y que, por el contrario, es imprescindible tratar de elevar el coeficiente intelectual del lector brindándole elementos difíciles de asimilar para que, de ese modo, su compresión del discurso literario sea cada vez mayor. Este argumento resultaría válido siempre y cuando el contenido de la literatura ofrecido fuera comprensible, pero sucede que casi siempre el lector se encuentra con un discurso complicado y premeditadamente oscurecido por el autor con el objetivo de dar a sus escritos un cariz supuestamente intelectual, en el cual confluyan abstractos simbolismos, dislocadas sintaxis y oníricas sensaciones. Obviamente, por este tipo de literatura la mayoría de los potenciales lectores no se sentirá interesado, y de ese modo se corre el riesgo de terminar escribiendo sólo para críticos o estudiosos de la literatura.

  Y no se trata de suponer que el lector es un infradotado. Pero tampoco es correcto pretender que el grueso de la población lectora deba conocer semiótica o estar en condiciones de descifrar ciertas sintaxis sólo aptas para iniciados.

  En la actualidad se tiene la sensación de que se estuviera perdiendo el primitivo sentido que siempre, en mayor o menor grado, tuvo la literatura: ser un vehículo de comunicación entre el autor y el lector. Para comunicar algo cualquier autor debe apelar a la comprensión del lector; pero para ello debe hacerlo racional y coherentemente, no sólo desde un punto de vista ideológico y conceptual, sino  también  sintáctica  y  gramaticalmente. Si un autor escribe, por ejemplo: “el aire amarillo de la siesta”, aunque el aire no pueda ser racionalmente amarillo, la frase constituye una metáfora perfectamente comprensible para cualquiera. Pero si otro autor escribe el “poema” que mencionaba antes, no sólo está expresando algo sintácticamente incorrecto sino decididamente incoherente desde un punto de vista racional, y, por lo tanto, incomprensible.

  Se puede afirmar que las vanguardias siempre existieron y que luego muchas de ellas dejaron de ser tales para convertirse en escuelas literarias clásicas. Pero esas vanguardias -como el romanticismo, o el impresionismo- apelaban a elementos positivos y siempre vigentes de la condición humana: el raciocinio, la emoción, la atracción por la belleza.  En este tiempo de fractura de la comunicación personal que nos toca vivir, en cambio, pareciera que hasta los máximos exponentes de tal comunicación, los escritores, estuvieran cayendo en ese desquiciamiento del intelecto propio de esta generación de fin de siglo. En lugar de intentar el rescate de la simplicidad, de esa inocencia que torne mejores  a los seres humanos, las modernas tendencias literarias parecieran estar coadyuvando con su discurso no a una profundización de conceptos -lo que de ningún modo sería reprochable, todo lo contrario- sino a un deliberado oscurecimiento de los mismos. Ello quizá se manifieste más en el ensayo y en la poesía, pero también se evidencia, aunque en menor medida, en los distintos géneros narrativos.

  La  lectura no es una forma  de comunicación que apele primero a los sentidos -al sentimiento- y recién después al raciocinio, como pueden serlo la música o la pintura(4). El lector primero debe entender y asimilar esa comunicación, para recién después sentir lo que el autor haya logrado despertar en él: afinidad emocional, placer estético o incluso repulsa o deseo de polemizar sobre el mensaje recibido. Pero lo que siempre debe hacer la literatura es atraer, interesar, porque de lo contrario la conclusión resulta axiomática: el lector se aburre. Mucho se ha debatido sobre el porqué del enorme éxito que tiene los best seller, la mayoría de dudosa calidad literaria. Y la respuesta es simple: porque sus historias despiertan interés. (Aparte, es innegable, del enorme manejo de marketing que existe a su alrededor.)

  Lo expuesto hasta ahora ¿significa estar preconizando una nivelación hacia abajo, como se mencionaba antes? Por el contrario, lo que se sugiere es nivelar hacia arriba, tratando de escribir literariamente lo mejor posible. Pero historias, temas o poesías que interesen al potencial lector y que, ade- más, sea para éste comprensibles.

  Nadie pone en duda la existencia de distintos niveles, tanto expresivos como comprensivos, que hacen que muchos lectores prefieran mensajes crípticos y no lecturas accesibles. Como tampoco se puede descalificar a excelentes escritores que prefieren ese tipo de comunicación y que tienen también, por cierto, su núcleo de lectores. Lo único que se pretende con estas reflexiones es poner de manifiesto un síntoma más que un diagnóstico fácilmente comprobable: la disminución del número de lectores.

  Resulta casi innecesario recalcar, por archisabido, que la nuestra es una civilización cada vez más dependiente de los medios de comunicación visuales, y que la decadencia de la literatura quizá no sea más que la consecuencia directa de ello. Pero si los escritores pretendemos dar batalla a los medios visuales y audiovisuales, parece lógico suponer que la victoria no devendrá como consecuencia del disminuir el interés del lector, sino de acrecentarlo. Y también resulta obvio que ello se logrará sólo si el mensaje literario que se pretende acercar al lector se clarifica, y no se oscurece.

  Si bien lo expuesto hasta ahora se refiere a la literatura en general, el énfasis está puesto sobre el ensayo. Porque hay dos -por lo menos- formas válidas de encarar un análisis referido a algún tema trascendente, sea éste teológico, social, filosófico, etcétera. La primera consiste en formular muy brevemente -tan brevemente que a veces puede simular apenas una simple definición o una sentencia- una postulación, afirmación, teoría o como quiera llamársele, y luego desarrollar los argumentos que sustenten y convaliden esa postura, La otra consiste, en cambio, en comenzar con un amplio, inespecífico y muchas veces ambiguo análisis del tema en cuestión para, luego de muchas disquisiciones, tratar  de formular la síntesis de  la idea  que se desea expresar. Es decir, que se puede efectuar un análisis empleando casi los mismos métodos deductivos e inductivos que utiliza la ciencia.

  Si bien ambos métodos son válidos y cada uno de ellos será empleado por distintas personas de acuerdo a sus particulares temperamentos, y es- tructuras mentales, parecería que la primera forma goza de cierta ventaja sobre la segunda -a pesar de lo cual esta última es la que prima en casi todos los textos de  pensadores actuales. Afirmando de antemano lo que se piensa y se pretende defender con argumentos, se evitan los inútiles circunloquios y atajos por los que suelen extraviarse quienes emplean el segundo método. Exponer en un título o enunciado un pensamiento clave, como hace, por ejemplo, Bertrand Russell en su libro Porqué no soy cristiano, y luego desarrollar sus argumentos, suena más contundente que decir, por ejemplo, En que creen os que no creen, como hace Humberto Eco en su polémica con el cardenal Martini en el libro que lleva ese título, sin enunciar previamente en qué cree el que no cree en la existencia de un dios creador, omnisciente y omnipotente. Según mi parecer, mejor hubiera sido afirmar “por qué creo en Dios”, por parte del cardenal Martini, o “por qué no creo en Dios”, por parte de Eco, explicando luego cada uno de sus argumentos. Es cierto que en este caso particular el enunciado está prácticamente sobreentendido, pero en muchas otras polémicas no está demasiado claro lo que se pone en discusión y qué se va a defender.                                                                            

  Por supuesto que resulta lógico y prudente que cualquier análisis sobre posturas filosóficas, metafísicas o teológicas esté precedido por un espíritu de duda, ya que resulta evidente que nadie posee la verdad absoluta. (Salvo que se crea en la existencia de profetas, iluminados o santones que condensan en su persona toda la sabiduría del universo). Pero de allí a extraviarse por esos ambiguos atajos y encrucijadas lingüísticas y conceptuales a los que nos tienen acostumbrados tantos filósofos contemporáneos -muchas veces sin llegar siquiera a arriesgar una postura o conclusión final- hay un largo trecho. Parecería que fuera mucho más cómodo formular preguntas que ensayar respuestas.

  Por cierto que el método socrático de sembrar la duda en el espíritu y la razón del oyente –o, en la actualidad, del lector- para luego arribar a una conclusión final, sigue tan vigente como hace dos milenios y medio. Pero lo que muchos filósofos no hacen es precisamente intentar extraer verdades a través e silogismo, sino darle vueltas al asunto sin llegar a pronunciarse nunca sobre lo que en realidad pretenden afirmar. Su relativismo conceptual es de tal magnitud que todo lo que dicen suele esfumarse en una nebulosa de ideas donde ninguna conclusión parece posible. Prima de tal modo el discurso lingüístico que la idea concreta de lo que se pretendía decir queda oculta y anulada en un maremágnum de palabras.

  Aunque algunos de estos ensayos son sin duda buena  literatura,  floridas  construcciones  discursivas, no son asimilables a una explicación lógica, racional y fácilmente legible de las ideas que un autor debería explicitar en un ensayo. En casi todos ellos suele imperar un afán de complejidad -a veces hasta de tortuosidad- que en lugar de aclarar las ideas el presunto lector lo único que hacen es oscurecerla a través de afirmaciones seudofilosóficas. Muchas veces ni siquiera son oscuros porque en ellos se emplee una terminología de iniciados -ya que los neologismos que sirven para aclarar un concepto son ciertamente válidos- sino que la oscuridad que los caracteriza proviene de la sintaxis, de la forma de expresión de esas ideas. (Por supuesto que en los ensayistas extranjeros -que son la inmensa mayoría- a los lectores de habla castellana siempre le quedará flotando la duda sobre si la falla está en el autor o en el traductor; obviamente no es lo mismo un ensayo traducido por Juan Pérez que por Jorge Luis Borges. Pero aun así…)

  Existen principios, creencias e ideas concretas sobre diversos aspectos de orden filosófico, social, político o de cualquiera otra índole trascendente sobre los cuales todo intelectual -o quien presuma de tal- debería tener opinión formada. Ya que seguramente resulta más honesto manifestar esa opinión concretamente, incluso a riesgo de exponerse a polémicas -y a perderlas…- que darle largas a un a- sunto para concluir sin afirmar ni negar nada, vale decir, sin comprometerse intelectualmente. Por ejemplo, se puede tener dudas sobre si George Busch fue tan  terrorista como los terroristas que  pretendía destruir, y si estaba tan equivocado como ellos, o no. Lo que no parece tan válido es discurrir ambiguamente sobre libertad, democracia, valores occidentales, etcétera, para no llegar a ninguna conclusión que permita afirmar que sí lo fue, o no.

  Hay grandes temas filosóficos, morales, sociales o políticos sobre los cuales un intelectual no debería expresarse con reticencias. Así como Albert Camus y Arthur Koestler, por ejemplo, expresaron concreta y claramente en La pena de muerte su postura contraria a ella, también los que están a favor deberían exponer los argumentos que, según ellos, sostienen su posición. Lo mismo debería suceder con temas tan actuales como el aborto, la homosexualidad, la clonación, la eutanasia o el monopolio de la ciencia y la tecnología, sobre los cuales todo intelectual tiene, más o menos firmemente, una idea preformada al respecto.

  Lo que resulta difícil de aceptar son esas viejas propuestas del estilo “hay que convocar a un gran debate de ideas”, que habitualmente suelen hacer los funcionarios de los gobiernos sin concretarlos jamás, porque pareciera que nadie se anima a exponer previamente su posición. Es cierto que se puede estar a favor del aborto, la clonación o la penas de muerte sólo bajo ciertas circunstancias. Pero entonces parece lógico afirmar previamente “estoy a favor del aborto la pena de muerte, la eutanasia”, y recién después detallar esas circunstancias, y no afirmar primero “según las circunstancias”. Porque se los admite, aunque sea condicionadamente, o no se los admite de ninguna manera.

  En fin, parece más honesto intelectualmente afirmar con claridad cuál es la postura -filosófica, artística,  literaria, social… que se va a defender con argumentos válidos, y no enfrascarse en un arduo, complicado y ambiguo discurso preñado de neologismos que habitualmente no aclara en absoluto las ideas e intenciones del autor, sino que las deja flotando en la nebulosa de una supuesta -y muchas veces falsa- erudición.                             

  Para terminar, algo referido a los géneros literarios. Como todos las creaciones intelectuales, los géneros literarios nacen, crecen, se amplían, se constriñen y finalmente se extinguen como tales o se fusionan. Los especialistas suelen afirmar rotundamente que los mismos son perfectamente discernibles, y quizá lo sean. Pero esto es así sólo cuando el trabajo analizado está fácilmente encuadrado dentro de los parámetros utilizados para definir el género en cuestión. Hay obras que son, indiscutiblemente, poesía, como otras son novela o cuento. Pero existen ciertos casos en los cuales resulta muy difícil atreverse a asegurar, con absoluta certeza, que eso que se está leyendo es, por ejemplo, prosa poética y no poesía. ¿En qué lugar exacto del texto, qué palabra o frase concreta son las que rompen el equilibrio e inclinan la balanza hacia uno de los lados? Es casi como pretender determinar esa leve vacilación o refirmación, esa pequeña ráfaga del pensamiento, que hizo que tal individuo orientara su proceder hacia lo que después fue su destino. Si ello es posible, convengamos  al menos que resulta bastante difícil de lograr.

  Por ejemplo, hay un género- que algunos califican inexplicablemente como subgénero, puesto que así como la fantasía es un elemento intelectual inherente al cuento, el vuelo poético a la poesía, el buceo sicológico a la novela y la profundidad analítica al ensayo filosófico, también el ingenio y la agilidad mental lo son del aforismo- que es muy difícil de discernir de la reflexión breve, la sentencia o la prosa poética, y por eso lo califican como subgénero. Pero menoscabar a un buen aforista es lo mismo que catalogar al Martín Fierro como poesía de arte menor. Lo que pasa es que, así como hay malos cuentistas o ensayistas, también hay malos aforistas.

  Así como resulta dificultoso establecer a qué género pertenece un trabajo, también lo es determinar si una obra está bien o mal escrita. Sin embargo, a pesar de que nunca faltará el panegirista de un muy mal poema escrito por alguna romántica ama de casa a quien de repente se le ocurrió rememorar una vivencia de su juventud, ni el detractor de la belleza y la fantasía de “Cien años de soledad”, en general casi nadie negará que la novela de García Márquez es una obra de arte y que el poemita cursi es un bodrio -valga el neologismo, o mejor dicho, la asimilación conceptual…- Lo realmente difícil es calificar esas obras complejas, arduas e intrincadas a las cuales me refería al principio, que si bien pueden poseer cualidades literarias intrínsecas están, indudablemente, mal escritas. En trance de elegir, y a pesar de la dificultad, opto en última instancia  por  negarle  a esas creaciones el carácter de genuinas obras de arte.

   (1) A modo de ejemplo, podría servir la oscura diatriba que ensaya Teodor W. Adorno para fustigar a Georg Lukács en el capítulo “Lukács y el equívoco del realismo, de Realismo-¿mito, doctrina o tendencia histórica? O la definición de Martín Heidegger sobre el ser: “El ser es el ELLO mismo”  (…?)

   El filósofo Mario Bunge afirma que “los intelectuales deberían escribir y hablar no sólo para sus colegas sino también para el gran público, siempre que tengan algo que decir y sepan decirlo claramente y con amenidad”. (A propósito de Heidegger, Bunge dice que fue “un pillo que se aprovechó de la tradición  académica  alemana  según la cual lo incomprensible es profundo. Y por supuesto, adoptó el irracionalismo y atacó a la ciencia porque cuando más estúpida es la gente mejor se la puede manejar desde arriba. Por eso fue el filósofo de Hitler, su protegido”.

  También Alejo Carpentier, en La consagración de la primavera, dice que Heidegger, adoptando el clásico gesto hitleriano y ostentando orgulloso la insignia de Hörstzerchen que lo convertía en Fürer de la Universidad de Friburgo afirmó: “El Fürer mismo y en sí mismo es la realidad alemana presente y futura, y su ley”.

  Refiriéndose a la claridad en el ensayo también Eduardo Galeano  dice irónicamente  en una entrevista: “Ya que no podemos ser profundos, seamos complicados”. Y el crítico de arte Julio Sánchez afirma: “Los mensajes más profundos son los más claros; no hay necesidad de enturbiarlos”. Mientras que el gran pensador y sicoanalista Carl Gustav Jung sentenciaba: “Llevo una vida simple, ¡y qué difícil es ser simple!”.

  (2) Antología Tiempo de velar. (Ed, “Tiempo de hoy”, Buenos Aires).

  (3) Yagunzo: integrante de bandas armadas al servicio de político o hacendados regionales en la zona sertanera del noreste brasilero.

  (4) Aunque es necesario reconocer que la poesía apela primero al sentimiento.

VOCACIÓN Y FUNCIÓN SOCIAL DEL ESCRITOR 

  Cuando una vez a Ernesto Sábato le preguntaron: “¿Se considera usted un escritor?”, respondió con una categórica afirmación: “No me considero, sé que lo soy”.

  La cita viene a propósito de un viejo interrogante que ha desvelado a una infinidad de críticos de arte y a no pocos legos, pero cuya respuesta hasta la fecha es similar a la del oráculo de Delfos con respecto a la Esfinge: hay que descifrarla, y en este aspecto las interpretaciones son tantas como individuos existen.

  Nadie discute -salvo rara y particulares apreciaciones- que la literatura es un arte, y el escritor un artista. Por cierto, estoy denominando “literatura” no solamente a todo lo escrito sobre un papel, sino a lo que, cumpliendo también con esa premisa fundamental, transmite además una parte importante del sentimiento,  la personalidad y el sentimiento de quien escribe. Porque a nadie se le ocurría, por ejemplo, presumir de escritor por el solo hecho de enviar una esquela o tomar apuntes en una universidad. La discusión sobre si el guión cinematográfico, la Historia, el acervo folklórico de una nación, etc., son literatura, sería cosa de nunca acabar y estaríamos bordeando el abismo en el que afirma que todo lo escrito es literatura.

  La literatura no es una ciencia donde dos más dos es igual a cuatro y donde existen leyes físicas susceptibles de  ser demostradas  para dar a las formulaciones teóricas carácter de certeza. Y si incluso en esas austeras disciplinas muchas de dichas leyes suelen con el tiempo ser rebatidas por las inexorables mutaciones que el progreso científico impone, especúlese entonces con la validez que ciertas definiciones pueden tener en un campo donde lo imaginativo y lo subjetivo es lo determinante para calificar el genio o la mediocridad de una obra. Tampoco puede minimizarse, por cierto, la importancia que tienen los poderosos intereses editoriales que suelen convertir una obra mediocre en un best seller, o relegar a talentosos escritores al ostracismo.

  El escritor -el artista- es un ser concreto, real, que tiene sus facultades intelectuales más, igual o incluso menos desarrolladas que cualquier otro mortal, pero cuyas cualidades imaginativas, sensitivas y perceptivas -el “sentido artístico”- suelen estar por encima del común denominador de la gente. Y como también es cierto que ese término medio no es mensurable, y que además dichas cualidades pueden disminuir, estancarse o aumentar de acuerdo a determinadas circunstancias, sin negar totalmente aquello de que “artista se nace” podríamos llegar a la conclusión de que si alguien, en un momento dado de su vida, comprende de pronto que está escribiendo por una necesidad vital, imperiosa a tal punto de convertirse en su razón de ser, habrá descubierto, sin importar que la crítica especializada o el público lector en general lo considere un mediocre o un genio, que en realidad es un escritor, porque él así lo siente.

  Y aunque todos sabemos que las definiciones sólo suelen servir  para dar un poco de lustre a quien las enuncia -porque nunca son exactas ni definitivas- podríamos terminar ensayando ésta: escritor es  quién sabe universalizar, a través de la escritura, todas sus vivencias subjetivas y todo el ambiente físico y espiritual que lo rodea.

  Algunas corrientes literarias propensas a extremar el significado de lo que se ha dado en llamar “literatura social”, consideran que el escritor, cuando comienza a crear su obra, no hace sino volcar en el papel en blanco lo que el medio social que lo circunda ha estado gestando en su intelecto hasta ese momento de su vida. Suponen que, como cualquier otro individuo, en el momento de la creación el escritor  se halla condicionado por el tipo de comunidad que habita, por el sistema de gobierno que lo rige, por los lineamientos económicos y sociales imperantes, por su trabajo, por su hambre. En última instancia el escritor sólo se diferencia de las demás personas en que es capaz de expresar a través del lenguaje escrito, en forma coherentemente sistematizada pero al mismo tiempo de manera estética, ideas y emociones con las que se identifican innumerables personas que no poseen esa facultad de expresión.

  Pero lo que sí puede generar dudas, en cambio, es la categorización de esos factores, el grado de incidencia que los mismos tienen sobre la mente del escritor en el momento de la creación. Y después de haber aprendido a descreer de etnias superdotadas, omnipotentes tutelajes e infalibles sistema                                                                                                                                                                                                                                                     económicos y sociales, mi  convicción es que el escritor, cuando se dispone a grabar las primeras letras en el papel, no está haciendo otra cosa que ejercitar lúcidamente su absoluto libre albedrío.

  En el momento supremo de la creación el escritor está totalmente solo, a merced únicamente de su raciocinio y su conciencia. Por cierto que en él han estado conjugándose, hasta ese instante, una ancestral carga genética, la decisiva experiencia de su primera infancia y la posterior influencia que el medio ambiente y la sociedad han ido ejerciendo sobre él. Pero todos esos elementos, lo único que han hecho es conformar una personalidad previa, y esa personalidad será precisamente la encargada de permitirle elegir, luego de aceptar y descartar ideas y conceptos, lo que volcará en el papel en el momento de la creación. En ese preciso instante no tendrá importancia que ese escritor sea pobre o rico, que viva en Oriente u Occidente, ni siquiera importarán su falta de trabajo, su hambre o su soledad. Porque nada ni nadie le estarán impidiendo tener plena conciencia, no sólo de su propia hambre, soledad, resentimiento, sino también de la riqueza o pobreza, inteligencia o brutalidad, locura o cordura de todos sus congéneres que constituyen el prójimo. Y solamente esa conciencia, esa lucidez, será la que le permitirá elegir libremente el discurso literario que dará contenido a su obra.

  Es claro que no sólo su raciocinio le hará decidir lo que escriba. También las sensaciones que lo invaden al contemplar  la imponencia de  una montaña, la inmensidad del mar o la grandiosidad de una puesta de sol, serán totalmente personales, individuales. Y cuando sienta estallar su estro ante el roce de la brisa de una tarde primaveral o agonice de melancolía en una fría noche de llovizna, lo que escriba no tendrá nada que ver con el estrato social que integra o con la tendencia ideológica de quienes gobiernan su país en  ese momento.

  Pero incluso esos estímulos externos actuarán sólo como detonantes de un “estado literario” previo, sin comprometer su libre albedrío final. Esos estados de ánimo pueden sugerir un determinado rumbo literario, pero nunca llegarán a forzar una decisión. Por ejemplo: en este momento yo puedo estar condicionado -por motivos personales- para escribir algo razonado, previamente meditado, y no para crear algo imaginario, de ficción. Pero nadie me está obligando, el medio social no me está obligando a escribir ensayo en lugar de cuento. Si lo deseara y lo decidiera, a pesar de todo el condicionamiento previo que se quiera, podría elegir libremente escribir un cuento en lugar de ensayo.

  Se sobreentiende que todo lo expuesto está referido a escritores de una inteligencia normal, de mediana comprensión de los hechos reales y que hayan podido lograr tal grado de afirmación de su personalidad que les permita meditar, razonar y escribir en consecuencia. Nadie ignora la existencia de escritores que han creado su obra bordeando las fronteras de la razón o adentrándose incluso en los territorios de la sinrazón, de la locura -fronteras éstas, por otra parte, sumamente frágiles e indiscernibles…-,  o de otros que sólo escriben por mero contagio intelectual del medio social que los rodea. Esos escritores -u otros, integrantes de distintas y variadas categorizaciones- podrán, quizá, crear su obra al influjo casi exclusivo de un determinado medio social, pero incluso ellos, en última instancia, estarán también eligiendo escribir de esa manera. Porque en el decisivo instante de sus vidas en que se disponen a crear, su libre albedrío continúa siendo total, y ningún condicionamiento social previo podrá hacerlos crear lo que no decidan por sí mismo.

   Mucho se ha escrito -y se seguirá escribiendo- sobre la función que desempeña el escritor en la sociedad en la que se halla inmerso y sobre el grado de influencia que ejerce sobre esa sociedad o, al menos, sobre una parte importante de ella: los lectores.

  Para encontrar alguna respuesta válida al respecto, el único camino consistiría en preguntarle a cada uno de los escritores qué es lo que ellos mismos pretenden lograr con sus escritos. Y una vez obtenida esa respuesta deberíamos tener en cuenta, además, que ella ha sido elaborada por dos estratos vivenciales distintos que coexisten en el ser humano: el intelecto y la biología, el espíritu y la materia. Mientras que el primero teorizará sus conclusiones por medio de un estricto razonamiento lógico, el segundo deducirá la misma de acuerdo con su temperamento, con su carácter. Sólo comprendiendo previamente las distintas génesis de sus vertientes lograremos, quizás, obtener una síntesis de la conducta de determinado individuo.

  Comprenderemos entonces que si ese escritor aspira sólo a realizar un acto puramente individual, trasladando al papel sus propias vivencias -aderezadas o no con el toque mágico del genio-, su función social será prácticamente nula, puesto que no estará cumpliendo ningún rol dentro de la sociedad que lo rodea, y si, además, esos escritos están dictados sólo por sus propios razonamientos y sentimientos, con exclusión de toda proyección externa que busque ubicar un receptor, también la comunicación estará ausente de su obra literaria. Esta es la postura del “arte por el arte mismo” de los dadaístas, los ultraístas, etcétera.

  Si ese individuo pretende en cambio transmitir por medio del lenguaje escrito un determinado mensaje a sus potenciales lectores, la comunicación -al menos de su parte- habrá nacido y seguirá su curso. Que ese mensaje sea o no receptado por el otro extremo, estableciéndose de ese modo una real comunicación, dependerá de que el lector asimile y devuelva la ofrenda en la forma de esa particular e indefinida corriente humana denominada empatía. En este caso la función social que cumple el escritor estará limitada al mero entretenimiento y a la generación de placer que sus escritos puedan producir en el ánimo de sus lectores. Es la actitud adoptada por la gran mayoría de los escritores de todas las latitudes y de todos los tiempos.

  Y por último, si lo que en realidad pretende el escritor es  no  sólo  lograr  una comunicación para entretener -o a veces para prolongar sus propias dudas en la desesperada búsqueda del prójimo fraterno…-, sino para tratar de sacudir adormiladas conciencias en un sincero afán por transformar anquilosados esquemas mentales o para crear otros nuevos, nos encontraremos recién entonces en presencia del auténtico escritor social. Son los Miguel  Hernández, los Manuel Scorza, los Sarmiento.

  Para concluir, y retomando un concepto expresado párrafos atrás; cuando no es sólo el intelecto, el espíritu, lo que está limitando las respuestas a los interrogantes planteados, sino que es el propio hombre el factótum que está determinando las circunstancias y los objetivos en los que habrán de desenvolverse su literatura y su forma de vida toda, podrán estallar, refundidas en una síntesis homogénea, actitudes vitales donde la literatura social entronca con la vida misma desembocando en la cárcel, el exilio y a veces hasta en la muerte del escritor en defensa de sus ideales. Salvando las distancias, el tiempo y las posturas ideológicas, pueden servir de ejemplo para el caso el exilio de Roa Bastos, la cárcel de Solzenitsyn, el sacrificio de Martí o el trágico final de Rodolfo Walsh.

  Si bien el oficio en el escritor es un factor importante -porque cuando no hay voluntad, deseo, cuando no existe el “estro literario”, nada se plasma y las páginas quedan en blanco días y días- también resulta importante la tan vapuleada inspiración, el inefable “soplo divino” sin el cual lo que queda en  blanco  no suele ser el papel sino, mucho peor, la mente.

  Es claro que no siempre esa inspiración puede manifestarse a través de las palabras. Ante ciertos estados anímicos, ante ciertas sensaciones -sean éstas producto de una contemplación de la naturaleza, de una meditación trascendente o de un estado semifisiológico de euforia o dolor-, la limitación de la palabra se torna tan flagrante que el escritor suele acusar el impacto y ceder ante la impotencia, negándose a escribir.

  Es escritor no es en última instancia más que un individuo común y corriente, con las limitaciones físicas, espirituales y mentales de cualquier otro hombre. Y cuando ese individuo atraviesa por períodos de mala concentración de ideas, de fallas en la memoria, de abulia, una superación anímica en ese aspecto resulta, como es obvio, harto dificultosa. Pero es precisamente durante esos estados de ánimo cuando el escritor debería mostrar su auténtica vocación, anteponiendo su oficio al desánimo y la impotencia.

  También puede suceder que la inspiración, luego de haber comenzado a manifestarse, se agote. A veces el escritor siente el aguijón de las musas, comienza decididamente su trabajo, pero al poco tiempo sus ideas van desfalleciendo, su voluntad también, y entonces, por más que se empeñe, los dedos que aferran la lapicera o que acechan, tensos, las teclas de la PC, no reciben ninguna orden y deben resignarse a permanecer penosamente quietos.

  Otro problema que  suele aquejar al escritor es lo que podríamos llamar la disfunción entre las ganas de escribir y lo que se tiene que decir. A veces el deseo de comunicar algo a través de la palabra es compulsivo, la vocación se manifiesta vigorosamente; se debe escribir. Pero sucede que en ese momento las ideas no son todo la claras que deberían serlo, y por consiguiente el mensaje que se pretende transmitir al lector no resulta lo profundo y valioso que, por su condición de tal, éste merece. Es entonces cuando al lector se le plantea la duda entre escribir de todos modos, aunque la producción resultante sea mediocre, o no hacerlo.

  Y otras veces las opciones se extrapolan, porque el contenido lúcido y profundo de lo que se desea expresar está claro en la mente del autor, pero es su voluntad la que falla o las circunstancia las que impiden plasmar en el papel esos conceptos que luego, quizás, ya no resulten tan claros. Una de esas circunstancias es la que aqueja a los escritores que no viven de la literatura, sino de sus respectivas profesiones: los típicos “escritores de ratos perdidos” -que, por otra parte, son la mayoría de ellos-. Y donde el problema se manifiesta en toda su dimensión y se torna casi dramático, es en algunos individuos cuya falta de tiempo debido a cuestiones laborales constituye realmente un factor no sólo negativo sino, a veces, francamente devastador de incipientes e incluso afirmadas vocaciones literarias.

  A esta última situación suele agregarse otra circunstancia desfavorable: la no correspondencia del género literario elegido por vocación y por temperamento con respecto al adoptado teniendo en cuenta los problemas anteriormente expuestos. Porque mal puede pedírsele a un individuo con vocación literaria que trabaja en una fábrica donde, para obtener el sustento de su familia, debe trabajar doce o catorce horas diarias, o a un empleado que para subsistir debe trabajar en dos empleos, que escriba una novela de trescientas páginas o un ensayo de largo aliento, porque para ello resultaría necesaria, además de una indispensable concentración y un relajamiento previo al acto de escribir, una continuidad en el tiempo que indudablemente esas personas no disponen. Y entonces, aunque sus géneros vocacionales sean efectivamente la novela o a el ensayo, deberán conformarse con escribir cuentos, poemas o aforismos, géneros que -sin subestimarlos de ninguna manera, puesto que son tan valiosos como cualquiera- se adaptan, por su estructura y su brevedad, a períodos creativos más cortos. Por otro lado, en cambio, escritores que no necesitan trabajar para subsistir y que disponen de todo el tiempo necesario, aunque su auténtica vocación sea la de poetas, quizá se sientan tentados -o forzados por el ocio…- a emprender obras de larga duración con los predecibles y dudosos resultados.

  Esto del tiempo que insume el cultivo de cada género es lo que a veces hace plantearse al escritor la posibilidad, incluso, de no volver a escribir. Porque un individuo medianamente lúcido, con ciertas apetencias de carácter filosófico o político, por ejemplo, que en lugar de escribir sobre esas disciplinas se ve compelido a escribir poemas, es muy probable que  al poco tiempo de hacerlo decida sin más preámbulos mandar la literatura                                                                           al diablo.

  Es claro que no sólo por este hecho un escritor -o alguien que esté intentando serlo- puede llegar a dejar de escribir. Entre las decenas de circunstancias que pueden influir para que ello ocurra, existe una que resulta fundamental y que ha angustiado a generaciones de escritores de todos los siglos: el interrogante que plantea la real importancia de la literatura. (Y aquí cabe la aclaración de que con literatura se está intentando designar solamente lo abarcado por los géneros clásicos -poesía, cuento, novela, teatro y el ensayo estrictamente literario-, porque pretender que un libro de álgebra, por ejem- plo, o un tratado de Derecho, una biografía de un   deportista famoso, u libro de recetas culinarias o un periódico son también literatura, es como querer a- firmar que una ola es el océano.

  Incluso producciones escritas que tienen otras connotaciones expresivas e intelectuales, o disciplinas fundamentales para el desarrollo de la humanidad como la Historia, la Filosofía o la Geografía- y hasta ciertos ensayos políticos o sociales-,  plantean serias dudas sobre su posible inclusión dentro de la literatura. Quizá no resultaría impropio entonces denominar “literatos” sólo a quienes producen literatura y preservar la denominación de “escritores” a cualquiera que escriba un libro

  Quedando entonces sólo la ficción, el ensayo, el drama y la poesía -lo artístico y genuinamente creativo, en suma- como exponentes valederos de la literatura, no parece demasiado extraño que individuos con conciencia de la función social del ser humano decidan dedicarse a otros menesteres, menos estéticos pero más indispensables para la supervivencia y el bienestar de la humanidad.

  La constante invasión de libros de supuesta autoayuda, anodinas autobiografías o dudosos ensayos sobre temas políticos de actualidad, – u otros incluso más triviales, como la educada crianza de los perros o el mantenimiento de la vitalidad en las plantas de interiores, por ejemplo-, parece  confirmar la irreversible tendencia a la declinación de una de las ramas más importantes del arte: la literatura.

  VIVENCIAS Y FICCIONES EN LITERATURA

  La polémica que suele plantearse al intentar dilucidar si el escritor, cuando crea su obra, vuelca en ellas sus propias vivencias o ejecuta en cambio un acto puramente imaginativo, inventando sus personajes, tiene una respuesta muy simple: ambas cosas.

    Resulta necesario entonces aclarar que, cuando hablo de vivencias, me estoy refiriendo a “todo” lo que el escritor ha vivido hasta el momento de la creación de determinada obra, y no solamente a los sucesos que lo afectan contemporáneamente y que generan sus recientes sentimientos. La infancia -sobre todo la primera infancia- es la etapa del hombre que determina casi todo lo que él será sensitiva, emotiva e intelectualmente. El escritor -que no es más que un hombre con una hipersensibilidad receptiva- regresará también, una y otra vez, a ese período de su vida para intentar el rescate de olvidadas presencias, de desvanecidos fantasmas que le permitan plasmar las figuras literarias de sus personajes.

  Ningún escritor, ni el más racional, imaginativo o fantasioso, podrá soltar nunca el lastre de lo vivido durante su infancia y, quizá en menor medida -pero tan determinante como ella para su vida futura-, durante su adolescencia. Como dice Leonora Carrington(1): “nadie escapa a su infancia”. Breves fulguraciones, mínimos miedos, pequeños conos de luces y sombras, todo lo vivenciado durante esas etapas cruciales quedará  grabado a fuego y registrado definitivamente en su conciencia. Por más que pretenda evadirse de esa cárcel subterránea apelando al subterfugio de la literatura fantástica, la ciencia ficción o la proyección futurista, su mente sólo logrará inventar lo que su subconsciente, influido por aquellos acontecimientos, le permita.

  Demás está aclarar que no sólo los hechos acaecidos en esas etapas de la vida de un escritor serán los que influyan en su producción. Sucesos posteriores, sean éstos traumáticos o sublimes, frustrantes o gloriosos, irán conformando también una personalidad de la cual le resultará imposible evadirse cuando llegue la hora de la verdad: la hora de profanar el papel en blanco con el signo por medio del cual la humanidad se ha comunicado a través del tiempo. El escritor -el hombre- no es en definitiva más que lo que ha vivido.

  Para  introducir  en el análisis el otro  componente  mencionado en el título, la ficción, podríamos cometer la irreverencia de invertir la célebre frase de Descartes “cogito, ergo sum”, y decir, en cambio, “existo, luego pienso”. Porque así como las vivencias son un factor determinante para que un escritor sea lo que es y, consiguientemente, escriba lo que escribe, también es cierto que, para ser tal, se requiere indefectiblemente una buena dosis de imaginación, de fantasía. Ni los escritores más realistas, los naturalistas finiseculares como Zola, Sthendal, Dostoievski, o los objetivistas franceses como Robbe-Grillet o Sarraute, dejan de insuflar a sus creaciones un mínimo hálito irreal, ficticio.

  Si aceptamos incluir a la literatura en el genérico concepto de arte, deberemos coincidir en que un escrito, para ser considerado literatura, deberá ser genuinamente creativo y producir en el lector, ade- más del factor revulsivo que pueda contener su  mensaje, un definido placer estético. Habrá que  convenir entonces en que la ficción, entendida como re-creación, como sombra de irrealidad, de magia, es también un elemento constante y estrictamente necesario para que un escrito pueda ser considerado literario y quien lo escribe, un escritor.

  La novela y el cuento, aunque con frecuencia sus fundamentos estén basados en la ficción, suelen insertar en el individuo una problemática cierta, racional aun dentro de lo lúdico de las situaciones descriptas; obligan al lector a pensar. En esos géneros, el discurso se maneja en base al raciocinio, a la exposición de ideas posibles que den como resultado un hecho materialmente positivo: el logro de un elevado status social, la obtención del poder o la fama, la ilimitada gratificación erótica. Situaciones estas que se hallan descriptas, franca o veladamente, en casi todas las obras correspondientes a estos géneros literarios, puesto que si exceptuamos la ciencia ficción, por lo general los temas narrados están directa o indirectamente relacionados con el bullente transcurrir de la vida cotidiana.

  La poesía, en cambio, significa todo lo contrario. Para escribir poesía se requiere un estado contemplativo especial, un estado de sensibilización específica referida no a lo circundante, sino a lo íntimo del ser. La poesía es una especie de mirada hacia adentro, aunque lo que se esté describiendo sean cosas tan distantes como la luna o el sol. Para captar en toda su dimensión un poema, también el lector deberá colocarse en una situación particular que le permita una comunicación integral con el poeta, procurando de ese modo crear entre ambos una invisible corriente de simpatía que los una, nivelando emociones y sentimientos.

  No ocurre lo mismo con la novela y el cuento, porque en estos el autor imita la vida, primero, al engendrar a sus personajes, y luego, al parirlos con su obra, eliminándolos de sí, dotándolos de vida propia para que sean ellos mismos quienes se inserten luego en la vida del lector. El poeta, en cambio, nunca se desliga totalmente de lo que escribe. Siempre permanece, inmutable, dentro de su creación, conformando con ella una férrea unidad espiritual. En la novela el autor crea personajes, en la poesía el  personaje es un  poco el  autor mismo. Es por ello que la poesía genera tan en- trañables sensaciones en el lector, porque es casi un contacto de persona a persona. La novela, en cambio -y en menos proporción, pero en igual calidad, el cuento-, coloca al autor en una actitud despersonalizada precisamente porque los personajes, al adquirir vida propia, simulan ser criaturas dotadas de discernimiento. Es claro que no debemos engañarnos; esos personajes continuarán siendo una ficción, por más realismo que el autor le inculque. Pero el lector puede asimilar de tal manera sus actitudes y sus ideas que estas  lleguen a influir decisivamente en sus propias determinaciones, provocando una reactivación intelectual que lo lleve a discrepar o a coincidir razonadamente con las mismas como si estuviese dialogando con otro ser humano,

  Lo que sucede es que, así como en la narrativa el factor predominante suele ser la ficción -aunque sea una ficción que parte de la realidad-, en la poesía las que priman son las vivencias. Pero en ambos géneros estos componentes no son absolutos ni excluyentes. A pesar de la primacía que cada uno de ellos tiene en el respectivo género, para un narrador no existe ayuda más valiosa para la concreción de sus ficciones -aparte del talento, claro está- que una gran experiencia de vida; lo mismo que para un poeta lo que quizá defina la trascendencia de su obra sea ese indefinible toque mágico que los españoles llaman “duende”, concepto indudablemente emparentado con la fantasía.                                                                            

  La única diferencia -aunque, por cierto, esencial- consiste en que, mientras en la narrativa el autor está obligado a pensar, a racionalizar su creación, al poeta puede resultarle suficiente, a veces, simplemente volcar en el papel todos sus sentimientos para lograr una obra valiosa y perdurable. Es por eso que el narrador, por lo general, necesita muchos años de vida para lograr la maduración de su obra -Sábato piensa que alrededor de sesenta-, mientras que un poeta puede, y Rimbaud no constituye la excepción ni mucho menos, tenerla ya concretada a los veinte o veinticinco años.

  Resulta claro entonces que en la poesía predominan las vivencias, y en la narrativa las ficciones. Pero así como hay poetas puramente vivenciales, vitales como Neruda o existenciales como Vallejos, también existe el duende, la ficción, de un García Lorca. ¿Qué más ficción -más hermosa ficción- que el diálogo del gitanillo y la luna reflejada en la fragua de “Romance de la luna, luna”, o la persecución de la doncella por el viento-hombre de “preciosa y el viento”? Y en la narrativa, oponiéndose a la magia de un García Márquez, las fantasías de Orwell y Bradbury o la vertiente fantástica de Borges, existen también el dramático verismo autobiográfico del Hemingway de “Adiós a las armas” y “Por quién doblan las campanas” o el crudo sicologismo del Joyce de “Ulises”.

  Todo lo cual nos afirma en la convicción de que no existe una verdadera oposición entre vivencias y ficciones en literatura, sino, a lo sumo, un gradiente  creativo  personal, una mayor o menor utilización de esos elementos determinada por factores inherentes a cada escritor y referidos a su constitución genética, temperamental y caracterológica, sumados a las influencias educacionales y ambientales que han ido actuando sobre su estructura mental.

  En la actualidad la primacía de la ficción sobre las vivencias -la narrativa sobre la poesía- parece evidente. Pero poner de manifiesto la poca difusión masiva de la poesía -salvo los raros casos que confirmar la excepción a la regla- de ninguna manera debe considerarse como base de sustentación justificatoria de la supremacía del materialismo sobre el espíritu, todo lo contrario. Lo que sucede es que esta simple circunstancia -el auge de la narrativa en oposición a la poesía- parecería estar indicando, al igual que muchos otros hechos de indudable mayor gravitación y trascendencia que lo meramente literario, que el espíritu se está esfumando, vaga e imperceptiblemente, de unos cerebros cada día más preocupados por razonar que por sentir, por lucubrar que por ser.

  Aunque exaltar alternativamente lo material y lo espiritual parecería una paradoja, tal contradicción no existe porque, así como no es correcto pretender convertir al cuerpo en amo absoluto y despiadado, tampoco parece lógico reducirlo a simple esclavo sojuzgado y servicial. Lo que habría que desear, en cambio, sería un mayor acercamiento entre estos dos polos vitales de la idiosincrasia humana, hasta llegar                                                                                                                                                                                                   a obtener una  verdadera simbiosis emocional-racional, una auténtica conjunción espíritu-materia.

  • Leonora Carrington- Pintora, inglesa de nacimiento, pero cuya obra se desarrolló enteramente en Méjico.

ARTE, LITERATURA Y POSMODERNISMO

“Cualquier principio de orden es mejor que ningún principio de orden”

-Claude Levi-Satrauss-

“Si el arte es bueno, es siempre entretenimiento”-

Bertold Bretch-

  No sólo en el aspecto artístico y estético sino también en el pensamiento filosófico y religioso, durante muchos siglos primó en Occidente la concepción apolínea, simétrica, de la Grecia clásica. La oposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre la simetría y el orden por un lado, y la asimetría y el caos por el otro, fue dirimida en Grecia a favor del primero, y por un largo período primó el orden y la estabilidad en la cultura occidental. Sin embargo, la balanza se fue nivelando muchos siglos después con la aparición del gótico, y con la irrupción del romanticismo a principios del siglo XIX lo dionisíaco adquiere un valor relevante en la creación artística e intelectual de Occidente. Finalmente, esa valoración se afirma con el pensamiento de Nietzche y Heidegger.

  En el siglo XIX, y hasta mediados del XX, las ideas anárquicas o de liberación, tanto individuales como colectivas, que estuvieron representadas fundamentalmente por la rebeldía contracultural de la bohemia romántica, se manifestaban contra los ideales morales como  la religión y la ética. Pero en esta etapa actual de hipermodernismo capitalista -o capitalismo transestético, como lo denominan Lipovetzki y Serroy- de principios del siglo XXI, ya no interesa la lucha contra algo;  lo importante ahora es sólo el hedonista placer de los sentidos, el goce individual per se, gozar el instante. En una palabra, vivir la inmediatez. Ya no hay más santos y héroes que luchan contra la injusticia; se ha entrado en lo que Kierkegard llamaba “el estadio estético de la vida”. No hay más moral religiosa, ética o política; hay puro goce hedonista. 

  Con la aparición de este posmodernismo de fines del siglo XX y principios del XXI en nuestra cultura, el carácter dionisiaco parece haberse afianzado más aún, ya que en las obras de  muchos filósofos y artistas lo que sobresale es una fragmentación, una dispersión del pensamiento que lo torna carente de cohesión -de coherencia- y que lo aparta de un ámbito racional y lógico supuestamente imprescindible para la comprensión de las ideas.

  Sin embargo, esta ética hipermoderna resulta contradictoria, porque a esa estética light se le opone, en economía,  por ejemplo, la competencia feroz a través del  trabajo y el esfuerzo; y por otro lado también se opone al goce inmediato el miedo a la pérdida de la salud -que se manifiesta a través de una alimentación sana, la práctica de deportes, etc.- tratando de preservar el cuerpo para el futuro. (Aunque al mismo tiempo este aspecto es contrapuesto por la aparición de nuevas patologías -automedicación, esquizofrenia, drogadicción, etc.

  Esta contradicción se manifiesta también en el hecho de que, aunque el homo aesheticus, vigente hasta ahora, parecería estar llegando a su fin superado por el reino de la velocidad, la superactividad, la descorporización virtual, estos aspectos son a la vez contrapuestos por el constante aumento de la calidad de vida proporcionado por la tecnología.

  Es cierto que la falta de control no sólo del pensamiento sino también -y fundamentalmente- de los instintos, produce una liberación de éstos y un desborde de aquél que torna muy placentera la vida de los individuos. Resulta evidente que cualquiera se sentirá muy bien haciendo lo que le plazca con sus instintos y sus  sentimientos. Pero también es cierto que resulta imposible convivir en un caos en el que cada individuo haga todo lo que piensa y siente sin tomar en cuenta lo que ese pensamiento y esa acción producen en el prójimo.

  Si bien el ser humano no ha dejado nunca de ser simplemente un animal -evolucionado, pero animal al fin-, si se pretende que se diferencie en algún sentido de aquéllos, deberá aceptarse que resulta inevitable un cierto orden en el pensamiento y en la acción que lo aleje de lo dionisiaco y lo aproxime a lo apolíneo. Esta racionalidad de la simetría, opuesta a la animalidad de los instintos, es lo que diferencia al hombre de los animales y lo eleva en la escala evolutiva hasta convertirlo en un ser especial, diferente. Para que esa racionalidad tenga lugar, resulta imprescindible que exista un control sobre el pensamiento, una dirección que tienda hacia  una cosmovisión homogénea de las ideas, en resumen, hacia una ideología del pensamiento, algo muy distante de la fragmentación y la ambigüedad propias del posmodernismo.

  Lo emocional, lo instintivo -opuesto al ordenamiento racional- constituye una regresión que se  halla muy próxima a la alienación. Si aceptamos que el hombre, en su trayectoria evolutiva, ha ido avanzando en su pensamiento y en la comprensión de todas las cosas, parece lógico pensar que tendría que ser hacia allí adonde debería continuar dirigiéndose el mismo, y no fragmentarse y despedazarse para retornar a esa animalidad del caos primigenio, como pareciera estar sucediendo en la actualidad. La incoherencia expresiva que se advierte en casi todos los estratos culturales -y especialmente en la literatura- estaría confirmando la permanencia del pensamiento nietzcheano que atribuye la verdad sólo a la voluntad del poder, es decir, que sólo es válido lo impuesto desde el poder y no desde la reflexión y la racionalidad. En la literatura actual sobrevuela una especie de adhesión a todo lo que sea fragmentario, incompleto. Se exaltan la sinrazón y el caos en las ideas. La razón tiene mala prensa, y da la impresión de que todos los escritores exitosos, de moda, fueran seres irracionales, intuitivos, viscerales. Hay como un regocijo ante las posibles derrotas de la razón, un deleite en evidenciar la existencia de misterios irrevelables, una suerte de resistencia al pensamiento racional que se complace en las limitaciones de éste. Pero la paradoja es que, a pesar de exaltarse la sinrazón li- teraria, para efectuar cualquier tipo de análisis -incluso  de este  tipo de  literatura- resulta  inevitable hacerlo desde y a través de la razón. Porque no hay otro modo, ya que todo análisis es, evidentemente, racional.

  Pero lo que el hombre hace hoy en día no parece estar en consonancia con lo propugnado en ese progreso hacia la racionalidad, porque el progreso material -encarnado por el confort que brindan las conquistas tecnológicas- nada tiene que ver con la coherencia intelectual y la racionalidad, ya que en la mayoría de  los casos ese  progreso tiende precisamente a satisfacer los deseos ocultos -los instintos- de los individuos.

  En las cosmovisiones actuales se ha perdido la esperanza en un hombre más bueno, justo y solidario, menos dual y fragmentado en su pensamiento y en su accionar. Vale decir, se ha perdido la utopía de un ser humano mejor. Evidentemente el mundo social y político en el que se halla inmersa la civilización actual no es demasiado valorable ni deseable. Por eso resulta válido el lema con que se iniciara la cumbre de las ONG de Davos: “Otro mundo es posible”. (Lema que, por otra parte, no tiene nada que ver con el del mayo francés en plena explosión social de los sesenta: “Prohibido prohibir”. Algo debe estar siempre prohibido para que el ser humano sea mejor: matar, robar, torturar, marginar y explotar al “otro”…)

  En la actualidad, las vanguardias intelectuales -sean literarias, pictóricas, filosóficas o artísticas en general- propugnan una visión del mundo supuestamente integradora donde todos es igual porque, según  dicen,  todo  es política, o arte, o filosofía… Para esas vanguardias han perimido los espacios diferentes, los ámbitos separados, los temas distintos,

  Tampoco existen en la actualidad proyectos intelectuales, precisamente porque no existen definiciones focalizadas. Pero resulta que todos los proyectos -y las consiguientes proyecciones- se articulan en base a definiciones y delimitaciones previas. Casi nadie se pregunta hoy en día por qué debería pensarse, decirse o hacerse tal o cual cosa. Simplemente se lo dice o se lo hace -como el blog en literatura- y después se verá qué sucede. Muy pocos parecen tener una dirección, una meta hacia la cual dirigirse.

  En las redes sociales, por ejemplo -Facebook, Twiter, etc- se detecta fácilmente una gran dosis de exhibicionismo, de complejo de inferioridad y desesperación. Porque ¿qué puede importarle a sus eventuales “amigos” invisibles de la red qué almorzaron hoy, si les dolió una muela, si sus hijos actuaron en el acto de fin de curso o si sus mascotas o las de sus vecinos parieron sus crías?  Hay u- na espúrea y anacrónica muestra de teorías y sensaciones que pueden combinar, por ejemplo, -como dice uno de los twiteros- algo de pornografía con lecturas filosóficas, un estilo  “que podríamos llamar pija+Derridá”.

  Todo está relacionado con la inmediatez. Casi nadie busca respuestas, sólo se formulan una multitud de preguntas. Pero las preguntas tienen por objeto precisamente obtener respuestas, y éstas no se intentan. La premisa  pareciera ser no definir nada. Si se pregunta, por ejemplo, si una determinada actitud u obra del ser humano es arte, o se intenta definirlo o delimitarlo, se responderá que eso no importa, porque todo es arte. O si alguien se pregunta si una determinada obra literaria tiene un expreso contenido político, de inmediato se lo descalifica afirmando que todo el quehacer humano es político. Y así indefinidamente, con los cual el debate pasa a tener un rol superficial, banal. A lo máximo que se llega es a diagnosticar, pero a nadie parece importarle la terapéutica.

  Hay, sobre todo en la juventud, o bien una total indiferencia hacia cualquier actividad intelectual o, por el contario, una rebeldía que no encuentra destinatario. Se detecta fácilmente que, en muchos escritores jóvenes, por ejemplo, esa rebeldía no tiene objetivos, es una rebeldía sin causa ya que sólo se intenta destituir conceptos anteriores sin cuestionarse si ellos han caducado -y por qué- o si continúan vigentes aunque esos escritores no se den cuenta. No es una rebeldía que derogue un pensamiento para suplantarlo por otro mejor, o que tienda, por ejemplo, a constituir un sistema social más justo, más humano, como propugnaba el Che Guevara con su “hombre  nuevo”. Incluso el anarquismo, que pretendía hacer tabla rasa con todos los sistemas de gobierno, lo hacía pensando que luego -aunque sólo fuera una utopía- el hombre viviría en un sistema más humano en el cual imperaría la solidaridad. La rebeldía que hoy se propugna, en cambio, no tiene objetivos, no tiene proyectos, y  la única  palabra clave  es “ruptura”. Si a alguien se le ocurre, por ejemplo, defecar en una bacinilla y luego exponerla en una muestra diciendo que eso es arte, pus así será. Y si a otro se le ocurre escribir una sarta de insultos absurdos e incoherentes, pues eso será literatura -e incluso “poesía”…-.

  En el arte posmoderno hay una especie de apetencia por el vacío, por la nada. El arte abstracto -precisamente por ser tal- no significa nada, no expresa nada. ¿Qué pueden expresar las manchas sobre una tela producidas por unos monos restregándose sobre ella? -que incluso ganara un primer premio en una muestra…-. Como dice el crítico Enrique Linch: “El arte absoluto -sean el lienzo azul de Ives Klein, las manchas de Rhotko o los cuadrados de Malenich- expresan siempre lo mismo, una y otra vez : nada”.

  Una cosa es pretender algo inaceptable como dictar normas sobre lo que debería ser la novela, el cuento o el ensayo, para fijarlos definitivamente como género -ya que ello implicaría una uniformidad de criterios avasallante y totalitaria sobre la libre creatividad de cada escritor-, pero otra totalmente inaceptable también es, por ejemplo, describir minuciosamente y fuera de contexto un simple acto sexual o defecatorio -tipo “gran hermano”- y decir que eso es literatura. No todo lo que se escribe es literatura, como no todo lo se crea es arte ni todo lo que se hace es política. (Si como un asado con mi familia a la orilla de un arroyo difícilmente estaré haciendo política, como tampoco si construyo una nueva habitación en mi casa estaré haciendo una obra de arte.)

  Este mundo intelectual al que hemos llegado, que pretende equiparar todo a partir de la destrucción y la descalificación, sólo podría tener su correlato lógico si después se explicara qué se pretende hacer de nuevo, que futuro se desea para la civilización. Pero si seguimos haciendo sólo lo que a cada uno le parece sin ensamblar proyectos comunes, definidos, lo que lograremos -y ya casi lo estamos logrando- es la destrucción del planeta. Un nihilismo a ultranza sólo puede ser bueno para un determinado individuo, pero no para la sociedad en su conjunto.

  Prestigiosos filósofos y críticos de todos los tiempos han llegado a conclusiones disímiles y contrapuestas sobre la pregunta del millón: ¿existe el arte? Ernest Gombrich, por ejemplo, afirma en su Historia del arte que éste no existe y que sólo hay artistas -“el Arte, con A mayúscula, tiene por esencia ser un fantasma y un ídolo”- mientras que, por otro lado, Debray, en su Vida y muerte de la imagen afirma que “no es el artista quien ha hecho el arte, es la noción de arte la que ha hecho del artesano un artista”.

  La cuestión fundamental que debiera caracterizar a cualquier polémica sobre arte no debería estar centrada en si el arte proviene del artista, o viceversa, sino en intentar dilucidar si, para que exista una obra artística, resulta imprescindible o no que suceda un hecho, una circunstancia, un acto que haga que  algo determinado -o algo  antes inexistente- se convierta, por obra del ser  humano, en una obra de arte: una pintura, una danza, una escultura, una composición musical, un poema. Claro, si la respuesta fuera afirmativa, la subsiguiente pregunta debería ser: una vez sucedido ese hecho y producido ese objeto, ese sonido, esa abstracción, ¿quién está autorizado para decidir, certeramente, si eso es arte o es simplemente un elemento constitutivo más del acervo cultural de la sociedad, como pueden serlo un automóvil, una heladera, una casa?

  Mi criterio personal es que, a pesar de la afirmación de Marcel Duchamp, luego de la exhibición de su famoso mingitorio, de que “esto es arte” -y por más que un crítico actual tan prestigioso como Arthur Danto confiese la admirada sorpresa con que contempló la exposición de cajas de supermercado de Warhol-, si no existe una intencionalidad previa de recrear algo existente o de crear algo inexistente, como en el caso de la música o la danza, por ejemplo, no debería otorgársele categoría de arte a cualquier elemento que ya esté construido o que simplemente forme parte de la naturaleza. La opinión de Danto, referida a la exposición de Warhol, de que “lo que hace la diferencia entre una caja de jabón Brillo y una obra de arte que consiste en una caja de jabón Brillo es una cierta teoría del arte”, suena, por lo menos, bastante endeble. Existen además otras teorías peregrinas, como la de George Dickie, quien opina que una obra es arte cuando ocupa un lugar dentro de un marco de una determinada práctica cultural. Que es tanto como decir que el mingitorio de Duchamp o la caja de Warhol sólo son arte si están exhibidos en una exposición de arte… O la opinión del teórico y coleccionista Nelson Goodman, quien afirma que cualquier cosa, aunque no tenga una intencionalidad artística, es arte “si se dirige hacia algo en tanto símbolo que ejemplifica una propiedad”. Mi opinión, en cambio, se aproxima más a la de Adorno cuando afirma que “el arte es indefinible e inidentificable a causa de su variabilidad y extrema libertad”, aunque  -agregaría yo- a pesar de ello, al menos vale la pena efectuar ese intento.

  Es cierto que, al presentar su mingitorio, Duchamp produjo un hecho artístico revolucionario que cambió radicalmente el concepto que hasta entonces se tenía del arte, y que Warhol ha llegado a ser consideradovalga el juego de palabras uno de los popesdel arte pop. Sin embargo, sería bastante inaceptable que cualquier lector de estas líneas, por ejemplo, se parase frente a su casa, construida por albañiles y no por artistas -con todo el respeto que aquellos se merecen-, y expresara a quienes pasen delante de ella: “Mire usted, esto es arte”. Esa actitud constituiría precisa- mente uno de los extremos de la oposición teórica que enfrenta a quienes opinan que todo es arte -como Baudrillard, por ejemplo, quien afirma que “el arte está por todas partes”- y quienes opinan que el arte no existe. Mi opinión, en cambio, es que el arte sí existe, pero que no todo lo es.

  Por cierto que no se debe confundir esa intencionalidad artística que menciono con la exigencia de que el artista deba crear siempre algo “bello”. El concepto de belleza ha fluctuado a través del tiempo desde las pinturas rupestres, pasando por el helenismo, el renacimiento, etcétera, hasta llegar a las modernas vanguardias, y a nadie se le ocurriría actualmente fijar cánones para lo que es bello, como  lo hacían los griegos o los renacentistas con sus perspectivas y sus medidas anatómicas. En ese sentido tiene razón el historiador de arte Carl Einstein cuando afirma que la principal mentira en esta cuestión es la identificación del arte con la belleza. No sólo hay arte si hay belleza; cualquiera se da cuenta hoy de que “El grito” de Munch, por ejemplo, “Los fusilamientos” de Goya, el “Guernica” de Picasso o los esqueletos y calaveras de Guadalupe Posadas, no son “bellos” en el habitual sentido de esa pa- labra. Pero tampoco parece prudente aceptar como premisa la afirmación del mismo Einstein de que la belleza es sólo “la burocracia de las emociones” y criticar acerbamente lo estético y lo destinado a deleitar la sensibilidad. No todo arte debe necesariamente ser bello, pero si lo es, tampoco parece correcto denostarlo por ello. Nadie con sentido común podría negarles a las creaciones recién mencionadas el carácter y la jerarquía de obras de arte; en cambio, un simple mingitorio o, peor aún, ¡las heces del italiano Piero Manzoni guardadas en frasquitos…!

  Por más que Jaques Rancière afirme que es arte cualquier cosa que cause sorpresa, parece mucho más atinado lo que decía Platón hace ya más de dos milenios: la forma de la belleza puede cambiar, pero la idea que tenemos de ella, persiste. Por supuesto que si a alguna persona se le ocurriese recrear un mingitorio de acuerdo a su propia sensibilidad artística, modificándolo, re-creándolo, en una palabra, intentando hacer de un mingitorio una obra artística, al objeto así concretado podríamos, quizá, llegar a considerarlo de esa manera.

  Lo que sucede con el arte ocurre también en el ámbito social, en la ética o en cualquier tipo de actividad humana: cada uno es dueño de considerar sus puntos de vista sobre un determinadohecho como mejor le parezca, ya que al respecto no existen formas válidas de unificar criterios. (Salvo, claro está, que se dictaran previamente rígidas normas establecidas por autoridades ecuménicas sobre lo que es artística, ética o políticamente correcto. Si se establecieran medidas para que el cuerpo humano fuera dibujado o pintado de determinada manera, entonces sí, quien lo hiciera podría ser considerado artista y quien no lo hiciera, no).  Pero una cosa es la variada visión que se pueda tener sobre los distintos actos efectuados por el hombre, y otra la simple materia constitutiva del universo que habitamos. Una roca, un árbol, un río, no deberían ser considerados obras de arte, como tampoco deberían serlo una casa construida para cobijarnos, un automóvil para transportarnos o un mingitorio para que orinemos en él. Estos últimos son sólo objetos culturales, producto de cualquier actividad humana, y, por otro lado, la roca, el árbol, el río no son elementos hechos por el hombre, mientras que el arte es  un atributo  excluyentemente humano. Es cierto que si a una roca se la pinta, como hicieron los aborígenes en distintas partes del mundo, o se la talla para crear una escultura, o si a un río se lo tiñe de azul -como hizo Perez Celiz-, la visión cambia. Pero en esos casos la obra artística es la pintura, la talla o el elemento agregado al agua, no la roca o el río. Esas cosas siguen siendo “naturales” -por decirlo de alguna manera-, que tienen una identidad fija, inamovible, y que no son modificadas por actos o devenires transformadores producidos por la imaginación del hombre, como son las obras de arte. Y con respecto a la casa, el automóvil, la heladera, aunque hayan sido hechos por el hombre, no lo fueron con la intención de crear arte. Resulta imposible pretender igualar la “La Pedrera” de Gaudí, por ejemplo, con un rancho de una villa miseria, afirmando que ambas son obras de arte porque son creaciones humanas y porque ambas están incluidas en el concepto de “casa”. En “La Pedrera” no sólo ha habido una intencionalidad artística manifiesta, sino que el producto final obtenido difícilmente pueda dejar de ser considerado arte.

  ¿Qué es entonces, en definitiva, lo que diferencia una obra artística de lo que no lo es?  Precisamente el producto obtenido. Porque puede existir la firme intención de crear arte  -una casa, un dibujo, una fotografía…- pero si el resultado obtenido no posee cierta singularidad, cierta forma particular distinta de la que habitualmente se obtiene cuando no existe intención ni aptitud artística, entonces el resultado final no  debería ser considerado arte. Por ejemplo, un niño de cuatro o cinco años incitado por sus padres puede efectuar un dibujo que quizás ellos consideren artístico; pero lo más probable es que el resultado final obtenido sea tan magro que eche por tierra sus ilusionadas pretensiones. Para que se concrete ese especial resultado, esa singularidad, debe existir en quien la ejecuta no sólo intención sino también aptitud artística -o, exagerando, genio-. Aunque la pintura en general sea aceptada como arte, quien pinta una pared, un cartel, un automóvil, no puede considerarse sin más, artista. Lo que convierte a esa pintura en arte es, además de la intención, precisamente la aptitud de quien la ejecuta. Lo mismo puede decirse de la fotografía, la televisión o la literatura; difícilmente puedan ser considerados arte un tratado de economía, un libro de cocina o el libro de actas de una corporación financiera. ¡Hay tantos libros escritos, y tan poca literatura…!

  Entonces ¿por qué el mingitorio de Duchamp -para seguir con el mismo ejemplo, pero hay infinidad de ellos, como la pintura hecha por monos mencionada antes- debe ser considerado arte? En esos casos puede existir la intencionalidad, pero falta la otra parte de una obra artística: el producto final obtenido.

  Demás está aclarar que en este análisis debería intervenir también, y de manera fundamental, la opinión del observador, quien, en la medida que su propia sensibilidad artística se vea o no afectada por esas creaciones, juzgará si lo que está viendo, oyendo o imaginando, es arte. Si bien  en sus orígenes éste estuvo ligado a la sabiduría, porque le permitía al hombre tomar conciencia de su lugar en el mundo, no todos esperan que el arte les permita entender las preocupaciones fundamentales que subyacen en las grandes obras. Como dice el crítico Julio Sánchez: “sólo quien aspira a la sabiduría puede entender al sabio; quién anhela el conocimiento puede entender al científico, y quien desea estar informado se conectará a Internet. Así, cada espectador de arte  podrá aspirar al artista que se merece: vacuo, informado, conocedor o sabio”. Y concluye: “hay pocos artistas sabios porque hay pocos hombres sabios, y éstos no son oscuros en sus mensajes. Muchas veces en el arte contemporáneo no hay nada por entender.” En ese sentido personal y subjetivo -pero sólo en ése-, las mencionadas obras de Duchamp, Warhol y tantos otros, podrían ser consideradas arte, porque así lo está determinando quien las observa(1).

  Repasando lo analizado, parece posible aceptar una posición intermedia entre los que opinan que todo es arte y que no hay diferencia entre lo que es artístico y lo que no lo es, y quienes afirman que el arte no existe, que “el arte ha muerto” -definición ésta atribuida a Hegel, aunque sus conceptos al respecto hayan sido mucho más complejos que esa mera simplificación-.

  A mi entender, entonces, el arte existe si existe la intención de hacerlo, pero, además, si esa intención logra finalmente concretarlo. Otra opción -la única que lograría congeniar las dos posturas antagónicas antes mencionadas- sería la de eliminar lisa y llanamente del diccionario la palabra arte.

  • Es necesario aclarar que estas reservas y cuestionamientos están referidas sólo a las obras específicas mencionadas, y no a la totalidad del trabajo de sus autores.

Apéndice

LA GROSERÍA EN LITERATURA

  Las palabras equilibrio, grosería, pudor, significan más que simples invenciones semánticas. Designan sentimientos reales que habitan, en mayor o menor grado, en el alma de todos los seres humanos. Del mayor o menor grado de manifestación de esos sentimientos dependerá que algunos individuos seas equilibrados, pudorosos o groseros, del mismo modo que estas dos últimas cualidades, llevadas al extremo, serán las encargadas de concretar en realidades los conceptos de mojigatería y pornografía.

  Esto tiene que ver con la tan promocionada ola de groseras palabras y descarnadas descripciones sexuales que parecieran haberse tornado insoslayables en la literatura argentina de los últimos tiempos. Nadie puede negar que la literatura, lo mismo que cualquier arte o cualquier manifestación del espíritu humano, pone en evidencia determinadas tendencias culturales presentes en distintas épocas de la civilización. Pero tampoco nadie podrá negar que siempre han existido individuos encargados de exacerbar y llevar al extremo dichas tendencias.

  La grosería lindante con la pornografía pareciera ser, precisamente, la tónica de la literatura de avanzada -y  no  sólo de  la  literatura, sino también  del teatro, el cine, la televisión-. Aquí resulta necesario hacer constar que estas afirmaciones de ningún modo tienen la intención de exaltar la censura o cualquier otro tipo de actitud represiva que vaya en contra del inalienable derecho del individuo a crear, como así también a receptar y juzgar, por propia elección, lo que él crea conveniente. Se trata simplemente de efectuar un análisis de los mecanismos conscientes e inconscientes -pero sobre todo conscientes, referidos más a vericuetos económicos y editoriales que a logros artísticos o culturales…- que hace que muchos autores utilicen a mansalva palabras y descripciones reñidas con las más elementales normas, no de la moral, ya que éste es un concepto modificable durante las cambiantes etapas culturales de las distintas civilizaciones, sino de la propia creación literaria.

  Si bien es cierto nadie puede poner límites a la creación artística, también es cierto que nadie puede prohibir que otros individuos puedan manifestar sus reservas, e incluso su displacer, con respecto a algunas obras de determinados creadores. Porque es simplemente una cuestión de lógica y no de pudor -falso o verdadero- interrogarse sobre el motivo por el cual muchos autores insisten deliberadamente en incluir en sus obras descripciones eróticas totalmente injustificadas dentro del contexto narrativo anterior y posterior a dicha descripción.

  Lo mismo vale para esos exabruptos groseros que de ninguna manera son utilizados en la vida real con la exuberancia que allí se emplean. Y si la mayoría de la población los utiliza sólo en contadas ocasiones  -empleándolas como interjecciones, por ejemplo-, o en los estratos culturales más bajos puede que las utilicen algo más a menudo, pero sobre todo como chistes o insultos, la única explicación posible para el uso indiscriminado de los mismos es atribuirle a esos autores una adhesión, consciente o no, a un trasnochado snobismo que ha puesto de moda esas groseras expresiones en ciertos círculos seudointelectuales de las clases altas o en la llamada “farándula”.

  Todo autor tiene el derecho -y quizás hasta la obligación- de hacerle decir a sus personajes las malas palabras o las frases groseras que crea necesario para reforzar su autenticidad, su verosimilitud. Pero una cosa es que la digan los personajes dentro de un diálogo acorde con el contexto, y otra que sea el mismo autor quien las pronuncie describiendo una determinada situación o amparándose en la primera persona. Y una cosa es sugerir en un texto o mostrar artísticamente en una película momentos de un acto sexual para reforzar la trama, y otra muy distinta es regodearse  minuciosa, grosera y largamente mostrando de manera burda lo que todo el mundo conoce. (Porque con ese criterio cabría preguntarse por qué no se narra o muestra también, en forma completa y con detalles, el aburrido y fisiológico acto de la defecación, por ejemplo…)

  Resulta bastante increíble que un autor de teatro, un director de cine, un escritor, carezcan de la agudeza necesaria para imaginar que esas descripciones o esas escenas tienen forzosamente que herir la sensibilidad y el buen gusto de quienes, se supone, poseen cierta dosis de sentido estético como para intentar deleitarse con una creación artística. Y entonces, volviendo a la literatura, no se puede más que llegar a la conclusión que, si admitimos que el autor conoce de antemano las reacciones emocionales que puede producir en el lector, existen sólo dos explicaciones a su conducta: o bien pretende exacerbar los apetitos más bajos del lector -indefectiblemente presentes, en mayor o menor grado, en todos los individuos- con fines sadomasoquistas o comerciales, o bien no sabe y no puede escribir más que de esa manera.

  No vale la pena analizar la primera de las opciones, puesto que las motivaciones son obvias y están más próximas a la sicopatología o a la especulación financiera que a la creación artística. Sí en cambio resulta valido para la segunda, porque un buen escritor no tendrá reparos en describir todas las escenas eróticas que las exigencias de la trama le impongan, pero siempre con un leguaje accesible y discreto, sin metáforas ni ocultismos si lo cree conveniente, pero también sin palabras o frases ajenas a lo que debería ser considerado, no sólo por literatos o puristas de la sintaxis sino por cualquier lector medianamente sensible y medianamente inteligente, un texto con pretensiones literarias.

  Sobre todo parece bastante discutible el reiterado recurso de la narración en primera persona con el objetivo de soslayar el esfuerzo creativo que presupone una correcta estructuración del texto y un embellecimiento del estilo -elementos que  coadyuvan, en gran medida, a tornar estéticamente valiosa una obra-. Y esta afirmación no va en desmedro, por cierto, de muchos buenos escritores que narran sus trabajos en primera persona, porque ello constituiría un condicionamiento absurdo contra el progreso que han significado las modernas técnicas narrativas. Pero para que ello ocurra, el autor debería quizás analizar con sumo cuidado la personalidad del personaje imaginado. Porque difícilmente pueda lograrse una buena pieza literaria si, por respetar la autenticidad del personaje, el que narra en primera persona es, por ejemplo, un oligofrénico…

  No sucedería lo mismo, en cambio, si el autor, con su solvencia literaria, intercalara diálogos y monólogos del oligofrénico con sus propias acotaciones en tercera persona. No hacerlo de ese modo acrecienta las sospechas sobre, por lo menos, sus limitaciones o su predisposición hacia el menor esfuerzo -además, lógicamente, de los reparos en cuanto a la intencionalidades antes mencionadas-.

  Pero como a través de estas líneas de ninguna manera se pretende indicar la forma en que se debe escribir -y como tampoco se me puede acusar, justificadamente, de mojigatería-, la única   intención válida de esta nota hay que buscarla en lo expresado al comienzo. Porque si existen el pudor, la discreción, la sensibilidad -elementos innatos en el hombre-, algunos escritores quizá deberían abstenerse de herirlos tan flagrantemente por medio de esa arma, a veces tan endeble pero a veces tan poderosa, que es la palabra.

   Con  respecto a la pornografía, siempre han existido extremistas que ven actos pornográficos en cada simbólico gesto, en cada sugestiva mirada, y también otros que niegan la existencia de pornografía en cualquier tipo de manifestación erótica, ya que para ellos, la misma sólo estaría en la mente de cada observador.

  De los primeros no vale la pena ocuparse, ya que la mayoría de ellos se encuadran dentro de agudas patologías sexuales de tipo represivo. Pero sí vale la pena analizar a los segundos, porque dentro de conceptos quizá progresistas y bienintencionados, están eludiendo una verdad axiomática que destruye desde la base su negación: la pornografía si existe porque hay una palabra en el diccionario que designa esa actitud -y no hay ninguna palabra que designe algo inexistente, salvo Nada-.

  El problema consiste, obviamente, en poder determinar qué es pornografía y qué no lo es. Pero pretender que nada es pornográfico y que todo depende de la mente de quien lee -u observa, o escucha-, en suma, del sujeto percibiente, es lo mismo que pretender que nada es bello o feo, importante o banal, bueno o malo.

  Es cierto que la belleza o la fealdad, la maldad o la virtud, etcétera, sí dependen en última instancia únicamente del gusto o del punto de vista del observador, del percibiente. Pero también es cierto que ningún individuo puede, por sí mismo, dictar cánones generales para ser impuestos a la sociedad. Porque con ese criterio un ladrón habitual podría considerar  impunemente que robar es bueno, y un asesino a sueldo que matar también lo es, porque para ambos sus respectivas actitudes constituyen formas de vida que les permiten subsistir. En cambio, si una gran cantidad de individuos, una parte importante de una comunidad o la sociedad misma en su conjunto -por medio de sus más autorizados representantes en la materia, críticos, analistas, comisiones de estudio e incluso jueces u organismos nacionales e internacionales creados al tal fin- sugieren o dictaminan que, para esa temporal etapa de esa específica sociedad, tal cosa es linda o fea, buena o mala, natural o pornográfica, no existe otra alternativa que aceptar tales dictámenes.

  Se puede, por cierto, no estar de acuerdo con ellos, y quienes así lo sienten deben tener todo el derecho a expresarlo por medio de su raciocinio y su elocuencia para tratar de modificar esos cánones. Pero recién entonces, si su prédica obtiene los resultados perseguidos, posteriores conclusiones podrán llegar a derogar las normas anteriores y a imponer nuevos criterios con respecto a la belleza, la justicia o la pornografía.

  De todas maneras, siempre existirá algo que sí será pornográfico, porque de lo contrario se debería eliminar esa palabra del diccionario, como así también las palabras bello, feo, virtuoso, etcétera. Pero ni aun eliminándolas se lograría suprimir el concepto abstracto de que algo es pornográfico, porque tampoco eliminando la palabra pudor podría anularse el sentimiento que algunas personas manifiestan y que se identifica con esa palabra.

  Sólo en una sociedad futura absolutamente nueva, donde los sentimientos de los seres humanos hayan mutado totalmente, se podría llegar a eliminar los conceptos abstractos que he estado mencionando. Recién entonces sería factible excluir del diccionario las palabras que los designaban y borrarlas definitivamente de la memoria colectiva de los humanos. Mientras tanto, mientras exista una inmensa mayoría de personas que sientan, en algún momento de su vida, pudor, éxtasis ante la belleza, displacer ante lo grotesco, ira ante la injusticia, un elemental sentido de la lógica nos estará indicando que algo, por lo menos algún hecho o alguna circunstancia extrema -sea en la literatura, el cine, la televisión o en la simple vida cotidiana- deberá ser considerado pornográfico.

  Por cierto, el problema continúa siendo: ¿cuáles son los límites para considerarlo pornografía? Pero eso es harina de otro costal, y merece otro tipo de análisis.