MI VIDA EN MI LITERATURA

  

MI VIDA EN MI LITERATURA

  Breve nota preliminar

  El relato de los presentes recuerdos se refiere sólo a los que fueron específicamente insertados en mi literatura, es decir, en alguno de los  libros de diversos géneros que fueran publicados a través del tiempo.

  Por cierto que en mi vida han sucedido innumerables e importantes hechos, circunstancias, pasajes, que no son mencionados aquí porque no están narrados en ninguno de esos libros. Sólo hago mención, en las correspondientes aclaraciones, de algunos acontecimientos sucedidos en Argentina o el mundo que tienen relación con la percepción que de ellos tuve en su momento, y que una u otra manera están recordados en algunos pasajes de esos libros. También describo algunos lugares -muy pocos- de los innumerables que he conocido a los largo de mis viajes, aunque ellos puedan no tener relación con algún suceso especial que me haya  acontecido durante su transcurso. También especifico algunos datos cronológicos relacionados con tales sucesos, así como algunas sensaciones o breves reflexiones que los mismos me produjeran. No incluyo en cambio mis ideas políticas, religiosas, filosóficas, etcétera, -salvo las que corresponden a ideas de personajes ficcticios- porque ellas están extensamente explicitadas en mis libros de ensayos.

  Los episodios acaecidos en mi vida y que son narrados en mi literatura fueron en su gran mayoría tal como los describo en ellos, salvo algunas leves diferencias o anomalías que son puntualizadas en las correspondientes disquisiciones.

  Aclaro también que la única pretensión de estas transcripciones es dar un somero pantallazo de algunos aspectos de mi vida que, con el tiempo, fueron internalizados y volcados luego en algunos de mis libros de poemas o ficciones.

                                                   C.E.G.


 

MI VIDA EN MI LITERATURA

  Cualquier escritor, especialmente si es narrador, inserta siempre en su obra, indefectiblemente, una gran parte de los recuerdos de sus propias vivencias. Muchos llegan incluso a novelar su vida, y otros -los menos- a escribir finalmente sus memorias.

  La modesta valoración que tengo sobre la trascendencia de mi obra literaria, además de la fatiga que ello produciría en mi provecta edad -82 años, ya que nací en 1938- me impiden escribir mis memorias, pero no subrayar la parte de mis poemas, cuentos y novelas que son recuerdos de mi propia vida, y aclarar incluso su significado cuando él sea demasiado oscuro o esté enmascarado por ficciones o fantasías.

  Si bien en todas mis novelas existen algunos retazos de vivencias mías, dos son las novelas en las incluyo más recuerdos y experiencias, sobre todo de la infancia y de la adolescencia: Remolinos de sombras y Canto de sirena. En los otros libros también existen, pero están más solapadas o enmascaradas por diversas circunstancias y personajes.

  Las excepciones quizá sean la novela Último momento -en la cual todos los personajes descriptos corresponden a personas reales de mi cercano y más o menos estrecho conocimiento, pero cuyas circunstancias en las que se mueven no tienen relación con mis propias experiencias -y Su Augusta Excelencia, la cual describe la vida de un dictador latinoamericano. (Aunque en los cuentos agregados en el libro a esta novela sí existen pasajes con algún recuerdo personal.)

  En las novelas mencionadas antes, en cambio, los recuerdos descriptos son vívidos y reales, aunque quizá levemente deformados por la niebla oculta en la lejanía del tiempo.

  No podría precisar el primer recuerdo que tengo de mi propia existencia, pero seguro está entre los que menciono en “Remolinos”, una de las dos nouvelles incluidas en Remolinos de sombras -aunque el personaje descripto no sea yo mismo sino un compañero santiagueño de la secundaria de quien fui muy amigo y a quien en el libro llamo Panchito-:

  “Tu primer recuerdo provenía de aquél momento en que tu hermano, por querer cazar una perdiz con el látigo, te dejó caer del caballo que ambos montaban produciéndote la fractura del peroné. Aunque esfumado en una nebulosa de dolor y llanto, siempre persistió en tu memoria ese apresurado viaje en el Ford A hacia Nogoyá, donde confundiste la vieja clínica con el inmenso y enorme edificio de una ciudad fantástica. Ya en la clínica, no pudiste evitar que ese objeto blanco de olor penetrante se aproximara bruscamente a tu rostro e inmediatamente percibiste que te estaban asfixiando. Después te atormentó el dolor de un yeso mal puesto, y algunos días después volvió a martirizarte el lacerante contacto de una enorme tijera que, mientras seccionaba el yeso, desgarraba también tu tierna piel. Luego ya no recordaste más nada hasta el día en que un gigantesco animal gruñente -una cerda que cuidaba sus crías- te persiguió hasta la puerta de tu casa. Después los recuerdos se fueron nitidificando y ya percibiste gallinas, perros, el rostro de tu madre y tus hermanos, un molino de viento y unos corrales. La secesión de imágenes se fue ampliando y, aunque los contornos aún eran imprecisos, la visión de los monótonos días rurales fue haciéndose cada vez más intensa. Ya recordaste pequeños detalles -como el tíro de escopeta con que tu tío matara a un inmenso perro llamado León- y desde entonces dejaron de ser borrosas para convertirse en algo tangible, palpitante y veraz. Hasta que bruscamente irrumpió en tu memoria la palabra “guerra”.

  Cuando desde el receptor de radio alguien pronunció el extraño vocablo, Florencio estiró y ovaló sus labios con un gesto de perplejidad, tu madre movió la cabeza como negando y dijo “qué barbaridad”, y Natalia abrió los ojos y la boca para preguntar “¿aquí? Entonces Florencio y tu madre sonrieron y negaron. Pero desde ese día en tu subconsciente quedó grabado que la guerra es una barbaridad.”

  Con respecto a este último episodio debo aclarar que el hecho fue así: mi tío Miguel se había dormido en la sobremesa -era diabético, como yo, y ello suele sucedernos- y mi padre lo despertó abruptamente diciéndole en piamontés, dialecto que en mi casa se hablaba cotidianamente, al punto que de niño yo lo hablaba mejor que el castellano: “¡Miguel, se terminó la guerra!”. En realidad la guerra aún no había terminado, porque yo tendría 5 o 6 años y en 1943 o 44 todavía continuaba la matanza en Europa, y mi padre quiso hacerle una broma porque en esa época todos estaban pendientes de esos sucesos.

  También resulta obvio que los hermanos mencionados no existen, porque soy hijo único, y que el viaje a la clínica no fue hacia Nogoyá, sino hacia Villa María, distante 20 kilómetros de Ana Zumarán, donde vivíamos, Y además no me caí de un caballo sino de una mesa, y la quebradura no fue en el peroné sino en el codo. Pero a pesar de tantos enmascaramientos, la sustancia de los recuerdos persiste.

  De esa época también, o quizá un poco más adelante, son las vivencias descriptas en Canto de sirena:

   “Por un escarpado camino de enigmas viene avanzando el viejo Ford A con su carga de misterios a cuestas. Pequeños secretos ocultos en las golosinas, los juguetes, los libritos de cuentos infantiles y, entre todos ellos, el secreto mayor, sólo develado a medias por el relato oral de lo desconocido: esa fabulosa ciudad de calles lisas como las rejas del arado, con edificios de varios pisos similares a los castillos de naipes que el abuelo le construye noche a noche parsimoniosamente, con nocturnos carteles que guiñan resplandecientes palabras de colores, con automóviles de suaves líneas ondulantes totalmente opuestas a la áspera cuadratura del viejo y augusto Ford A.

  El conductor de ese desconocido mundo de fantasía es el tío Miguel, un solterón calvo y bueno provisto de esa bondad propia de los santos o los filósofos. Para el niño campesino -arcángel solitario sumergido en la esencia de la tierra-, el mítico tío Miguel es ambas cosas. Santo, por complacer cada uno de los insólitos pedidos del niño: exóticos juguetes -en realidad, rústicos autitos de madera construidos a punta de cuchillo y lima-, emocionantes safaris a la peligrosa e impenetrable jungla verde -magra cacería de liebres y perdices en el montecito vecino-, épicos relatos de pasadas y presentes hazañas -el duro trabajo diario en el pequeño e improductivo campo-. Y filósofo, por darse cuenta de que él no es el creador de las hipertrofiadas imágenes infantiles, sino apenas un simple traductor de ese mágico mundo donde la quimera y el sueño se entremezclan  premonitoriamente  con la realidad presente y futura. Una realidad que ya le está introduciendo misterios a través de frases y palabras aún incomprensibles como “guerra mundial”, “17 de octubre”, “Perón”, y que sólo el tiempo irá descifrando.

  El tío Miguel exacerba también sus ilusiones con lecturas de cuentos que, poco tiempo después, cuando la perseverancia del hombre logre articular en la mente del niño las letras y las sílabas por medio de cuyo significado la humanidad ha llegado a la luna y al límite justo de su autodestrucción, serán ya leidos por él mismo. De esa manera, la Hormiguita Viajera, Martín Pescador, la Familia Conejola, irán introduciéndose lenta pero inexorablemente en la médula de su inconsciente. El mismo inconsciente que alienta en las almas vírgenes de tantos niños-ángeles con sueños de mariposas, ilusiones de flores y vuelos de palomas.”

  En realidad, en este pasaje la descripción del tío Miguel está imbricado con el recuerdo de mi padre. Pero el dueño del Ford A era el tío Miguel.

  Recuerdos mezclados son también algunos pasajes de Canto de sirena, aunque disfrazados o trastocados por distintas geografías:

  “A él siempre le había interesado entender el porqué de las cosas. Ya desde niño, el enigma de la formación de las montañas, la gestación de los animales o el periplo del sol en el cielo lo habían cautivado tanto como lo harían después las incógnitas planteadas por la finitud o la infinitud del cosmos, la existencia de Dios o el significado de la vida y la muerte. Pero quizá porque los grandes misterios le habían resultado a la postre tan indescifrables a su pensamiento adulto como lo fueran para su mente infantil los simples hechos físicamente demostrables, con el tiempo había aprendido a no preocuparse demasiado cuando algún problema tenía apariencias de insoluble. No era que adoptara una postura de impasibilidad frente a esos problemas; se angustiaba, sufría, pero al fin comprendía que, al no hallarle una solución satisfactoria, lo más práctico resultaba hacerlos a un lado para permitir que fuera su imaginación quien se encargara de restaurar el equilibrio encauzando su pensamiento hacia rumbos más placenteros.

  Por eso era que ahora necesitaba imperiosamente remontar su memoria hacia la placidez de aquellas cálidas siestas veraniegas cuando, bajo los sauces a la vera del arroyo, junto a los otros chicos del pueblo adormilaba su cuerpo pero no su atención a la espera del breve hundimiento de la boya, o cuando, junto al viejo tanque de chapas, intentaba descifrar la placentera incógnita de esa incipiente virilidad que le reptaba por la sangre endureciéndole músculos y arterias, o cuando, como pirata al abordaje, se lanzaba a través de los maizales en procura del preciado tesoro de melones y sandías escondido en la quinta del adusto y vigilante don José.

  Pero ya entonces -aunque todavía casi imperceptiblemente- la soledad solía desplegar algún doloroso y premonitorio manto en el horizonte de su vida. Quizás él mismo ya la anduviera buscando…”.

 “…Aprovechaba entonces para permanecer largo tiempo con la mirada vagando en el horizonte, viendo cómo la bandada de patos dibujaba en el cielo su V de vuelo inalcanzable, o cómo los teros gritaban su protección paternal a través de unas iras ficticias, o cómo algún indómito potro acudía veloz al ancestral llamado de la sangre.”

  En realidad no había arroyuelos en las extensas praderas del centro sur de la provincia de Córdoba, y en esos infinitos campos yo solía realizar, en mi tardía infancia y ya entrando en la adolescencia, mis tareas de boyero(*), cuidando a caballo las vacas para que no se empastaran(**), experiencias éstas descriptas en la nouvelle “Sombras”, de Remolinos de sombras, y atribuidas al personaje Ramón:

  “¡Era injusto don Victorio! Él le había advertido: “la alfalfa está brotada y muy alta, se pueden empastar”. Pero el patrón igual ordenó: “Lárguelas que están dando poca leche. Teniendo cuidado no hay peligro”. Tuvo cuidado; pero las vacas eran muchas, y él, uno solo. Cuando se dio cuenta la “Paloma” ya estaba hinchada…”. “…Ahora Ramón marchaba camino del corral, arriando las vacas y los terneros que serían apartados para la ordeñada del día siguiente…”

  “Amanecía, y ya Elvira y Ramón estaban en el corral exprimiendo cada uno cuatro generosas vertientes lácteas. Raúl maneó las patas de la “Colorada” y Ernesto fue a soltar el ternero. Mariana aún estaba soñando con un cielo de verdes mariposas y una muñeca de trapo con orejas de cartón. El estiércol apestaba.”

  Por cierto que no había allí ningún patrón “don Victorio”, porque mis padres y mis tíos eran los dueños de la granja. Y en cuanto a la reiteración de ponerle hermanos a los personajes, me pregunto si ello no será un deseo inconsciente de tenerlos.

  (*) Palabra que proviene de “cuidador de bueyes, extensivo a las vacas.

  (**) Hinchazón producida por la fermentación de la alfalfa.

  Algo de esos recuerdos están filtrados también en Pedro de los milagros, referidos al frío que siempre me ha afectado en el aspecto físico aunque, paradójicamente, no en el anímico, ya que el frío me encanta:

  “El frío siempre fue para él un compañero inseparable. De día le aguijoneaba los ojos, la nariz y hasta las orejas, a pesar del uncho. Y de noche se le metía bajo las mantas para reptarle por la piel e introducirse en su carne, en sus arterias, en sus huesos. Cuando por fin el frío huía derrotado, empujado por el torrente de su sangre joven, y un sueño de cálidos soles rojizos le deslizaba en el rostro placenteras quietudes, ya su madre lo estaba despertando con suaves sacudida:.

  -Vamos, Pedro, hay que ordeñar las cabras.

  Entonces el frío reaparecía por entre las semitinieblas de la aurora para posesionarse nuevamente de su cuerpo, y ya no desaparecía mientras se dirigía al corral, ni cuando ordeñaba las cabras, ni siquiera cuando el ansiado disco amarillo comenzaba a asomar tímidamente tras las aún oscuras crestas de los cerros. El disco se iba tornando más claro y la luz por él emitida más potente, y recién cuando su parábola ascendente lo ubicaba justo sobre su cabeza, una suave tibieza siempre añorada, siempre esperada, espantaba por un par de horas el temido fantasma del frío.”

  Por cierto, en mi realidad las cabras no eran tales, sino vacas, y a mi cabeza no la cubría un uncho,sino una simple gorra.

  Aquí debo introducir también una disquisición referida a mis familiares de la rama paterna, de los cuales en mi cuento “Carlo” -nombre de mi abuelo- describo los dos viajes efectuados por ellos desde Italia hacia la Argentina, cuyas peripecias me fueran narradas detallada y reiteradamente por mi padre. Incluyo un trozo de él y la nota aclaratoria final, en el tomo 3 de Otros cielos:

  “CARLO

  En ese verano del año 1926, mientras el barco avanza lentamente, los ojos de Carlo van descubriendo en el horizonte chato, pobre, con sólo algún edificio alto y la Torre de los Ingleses irguiéndose como solitario vigía, el puerto de Buenos Aires. Lo compara con el puerto de Génova, desde donde ha zarpado hace dieciocho días con su mujer y sus dos hijos, y no  puede  evitar  sentir  nostalgia  de su  bella  bahía, rodeada  de  colinas  

cubiertas con edificios ocres y anaranjados de cinco y seis pisos. Pero es una nostalgia suave, indolora, porque aunque allá en Turín hayan quedado su hermano y otros parientes, en Italia el clima político se había tornado tan opresivo y asfixiante que le había urgido la decisión de regresar a la Argentina después de cinco años de permanencia en su tierra natal.

  Mientras observa el paso de un tranvía y de algunos carruajes tirados por caballos, Carlo recuerda su anterior estadía, primero en la provincia de Córdoba, donde trabajara en  labores de campo, y luego en el sur de la provincia de Buenos Aires. En Córdoba, la distancia anímica con la lejana Italia se achicaba a través del dialecto, las costumbres y las canciones que, entonadas a coro en las  reuniones nocturnas con sus vecinos, lo trans- portaban de nuevo a su patria. Pero después de un tiempo se trasladó al sur de la provincia de Buenos Aires, donde vivía un pariente lejano, para instalar una fonda. Y allí las cosas cambiaron. En ese pueblo no había italianos, sino criollos. Y los criollos no cantaban canciones del Piamonte, sino tristes estilos y melancólicas zambas acompañados por alguna solitaria guitarra. Los criollos eran parcos, callados, pero cuando el aguardiente y la caña envenenaban las ideas y los sentimientos, salían a relucir cuchillos y revólveres. A pesar de su baja estatura Carlo era va- liente, y más de una vez sacó a empujones y puñetazos a algún parroquiano envalentonado por el alcohol. Pero temía por Ángela, su mujer, y por sus hijos Giuseppe y Felipe. Giuseppe había nacido en Italia, y aún era un bebé de pecho cuando él decidió ir a la Argentina, donde, a poco de llegar, nació Felipe. Aunque los separaba apenas un año de e- dad, uno era italiano y el otro argentino….”

    “Nota final: Carlo volvió a instalar otra posada en el sur de la provincia de Buenos Aires, donde finalmente se adaptó a las costumbres y a los habitantes de la zona. Sus hijos crecieron junto a los lugareños y llegaron a convertirse en dos criollos más, aunque nunca dejaron de hablar entre ellos el dialecto piamontés. Después de algunos años regresó a la provincia de Córdoba, donde sus hijos formaron sus propias familias. Felipe fue mi padre.”

  A los catorce años abandoné definitivamente Hernando, pueblo donde viví desde los siete a los nueve años y desde los once hasta los catorce, para radicarme definitivamente en la capital cordobesa, ciudad en la que ya nunca dejaría de vivir, a pesar de mis innumerables viajes por el mundo.

   Esa inserción en la vida urbana fue la que produjo mis primeras experiencias gregarias importantes, porque hasta entonces las mismas había sido siempre solitarias o referidas sólo al ámbito familiar o a los compañeros de escuela, con quienes la amistad nunca llegaba a ser duradera por los constantes cambios de domicilio a los que nos sometía los variados trabajos de mi padre. En Córdoba en cambio comencé a relacionarme realmente con mi prójimo ajeno, aún desconocido. Y en ese descubrimiento de nuevos conocimientos estuvo incluido, naturalmente, el sexo.

  Mi iniciación sexual está descripta, endilgándosela al ya mencionado personaje Panchito, en “Remolinos”. La novela está escrita en segunda persona, y el narrador no soy yo mismo, sino un personaje fantasma que interpela a Panchito:

  “Marta tenía dieciséis años y hacía tres que seguía los pasos de su madre. Los hijos, sobrinos o nietos de los amantes de la Dolores conocían su vez los favores de su hija. Pero esta había logrado superar la barrera generacional que mantenía a su madre aferrada a una dudosa postura ética, y cobraba.

  Vos ya tenía conciencia de tu vitalidad, de tus pelos axilares y pubianos, de tu erecta potencia. Y quisiste probar. Cuando Florencio, que estaba cursando el segundo año de Odontología en Córdoba, regresó después de las vacaciones, le pediste unos pesos y te decidiste. No fuiste solo, claro; te llevé yo, que ya había estado dos veces en lo de Marta y tenía quince años.

  -Vení, entrá- te sonrió desde la puerta.

  Yo te guiñé un ojo para alentarte.

  -Suerte. Y vos- le advertí a Marta, acordate que a pesar del físico todavía no cumplió los trece.

  Marta era simpática, rechoncha, con cara de luna llena; la contrapartida de la típica prostituta. Se recostó en la cama mientras se iba sacando lentamente la bata. Por un momento pudiste contemplar hipnotizado esas lípidas desnudeces, pero enseguida Marta se cubrió pudorosamente con la sábana.

  -Vení, no tengas miedo, te sonrió con una mano extendida. Te acercaste serio, tieso.

  -Primero sacate la ropa- te reconvino. Te quitaste la camisa, la camiseta, las zapatillas. Luego te detuviste indeciso -¿Y? Los pantalones… -Obedeciste bajando la vista y sonriendo con picardía -Ahora sí, vení.

  Te metiste en la cama y Marta te pasó fraternalmente la mano por los cabellos. Bruscamente la pusiste de espaldas -¿Ya querés?- rio divertida. Pero la risa se convirtió en sorpresa al comprobar tu virilidad -Esperá, ponete esto.

  Vos sentías bajo tu cuerpo esbelto esos colchones mullidos, calientes. Te acordaste de aquella vez cuando, durante una siesta, espiamos por la banderola a tu viejo tío Fernando que acababa de regresar de su luna de miel. “Debo estar haciéndolo bien”, te alentaste con el recuerdo. Marta te había estado ayudando generosa y amablemente pero de repente se detuvo, seria. Notaste que palpaba algo en su bajo vientre mientras te ordenaba:

  -Pará- Te detuviste sobresaltado, pensando que el recuerdo había fallado. Y cuando Marta puso esa cara compungida, de fastidio, hubieras deseado salir de allí disparando. Te acordaste de tu madre con vergüenza, hubieras querido pegarle a Marta, a mí, que te insistiera tanto sin explicarte nada… “¡Hijo de puta…!”. Pero ya Marta sacaba de bajo de las sábanas una mano manchada de sangre mientras sentenciaba: -¡Qué lástima, no va a poder ser! Mirá, el asunto…-.

  Marta no comprendió del todo el gesto de ansiosa afirmación, de alivio, de alegría, que iluminó tu rostro de niño adolescente. Te despidió con una promesa: -Te lo debo.

  Y de esa forma creíste comprobar que aquello no era en realidad lo que afirmábamos los muchachos de la barra. Saliste contento; como aún tenías en tu bolsillo la plata que te diera Florencio, podrías compraste golosinas, bebidas o, con un poco más de dinero, quizá hasta una número cinco nueva. Por lo demás, con sólo pensar y concentrarte en Marta, en la hermana de Juancho, en…

  La prostituta en realidad no era gorda, sino flaca, tenía más de dieciséis años y yo más de trece, y la relación se consumó no en la casa de la prostituta sino en el departamento en Alberdi que el santiagueño Villagra ocupaba con su hermano y otros estudiantes. Pero lo de la menstruación fue real, y el recuerdo de espiar al tío también; quien había estado conmigo en aquella oportunidad había sido mi primo Vicente.

  También las experiencias en el colegio secundario nocturno, al que tuve que concurrir por haber llegado a Córdoba cuando ya había comenzado el ciclo lectivo y no había más lugar en los cursos diurnos, son reales:

  “La “nocturna”, como la llamaban, no era ni mejor ni peor que otro turno diurno, pero era diferente. Era distinta, por ejemplo, la edad de los alumnos, cuyo promedio superaba en cinco años a los de la “diurna”. Esos alumnos eran jóvenes que, por diversos motivos, no habían podido continuar con el ritmo normal de la enseñanza secundaria, y esa circunstancia determinaba que su actitud ante profesores y alumnos estuviese condicionada por una especie de complejo de inferioridad enmascarada con una postura agresiva y simuladamente autosuficiente. También era distinta la actitud mental de los profesores, quienes manifestaban una permisible condescendencia hacia quienes consideraban víctimas de sus propias frustraciones. Y además era diferente el horario. Un profesor que había estado dictando clases todos el día y un alumno que habitualmente trabajaba ocho horas diarias no podían estar en condiciones de exigirse una mutua idoneidad de enseñanza y aprendizaje. Ambos lo comprendían, y el ambiente se relajaba. Además, la noche predispone a la confidencia, facilita la anécdota que genera una complicidad de frustraciones acumuladas. Y entonces el profesor no veía -o hacía como que no veía- que el alumno del primer banco del lado de la puerta se escapaba sigilosamente dejando el lugar disponible para que los de los bancos contiguos repitieran la maniobra hasta dejar el aula casi desierta. No veía -o lo simulaba- que en último banco vos y otros alumnos jugaban a los dados apostando como si estuvieran en el más licencioso de los garitos, o tomaban mate con la fruición de una viejita norteña, o entablaban báquicas competencias vaciando una tras otra las petacas de coñac o ginebra.

  Vos eran un muchacho con la edad correspondiente al curso a cual asistías, un adolescente que pensaba y sentía de acuerdo a su vitales quince años”…. “No estudiabas, faltabas a clase, te escapabas saltando la verja del patio del colegio. Y para colmo de males, en julio murió Eva Perón. Hubo misas, actos, capillas ardientes. Vos no asististe a ninguno, no te pusiste el brazalete negro, predicaste la irreverencia entre los otros alumnos. Lo profesores intentaron ser condescendientes, transigieron cuanto pudieron, pero al final hubo presiones y tuvieron que aplazarte.”

  Esto último no es cierto; aunque no estudiara, promocioné todas las materias sin problemas.

  Esos años de estudiante también están incluidos en la misma novela:

  “Durante esa primavera sucedieron cosas en Córdoba. Cosas decisivas, como la evidencia, durante la semana del estudiante, de la sorda puja que se estaba gestando entre el Gobierno y la Iglesia. Aun sin tener clara conciencia del problema, vos te uniste a los grupos estudiantiles católicos que deslumbraron a la población con un espectacular desfile de carrozas por el centro de la ciudad. Por otro lado la U.E.S., adicta al gobierno, organizó torneos deportivos, trajo delegaciones del interior, hubo bailes y fiestas…

  Tus ardorosos dieciocho años se vieron envueltos en la vorágine, para vos alucinante, de todo ese palpitar inquieto y febril que comenzaba a vivirse en la ya pujante y moderna ciudad. Conociste a varias chicas, saltaste de rama en rama como un pájaro hambriento de sol, libando y picoteando hasta la saciedad las púberes flores, sin advertir que toda esa aurora era el presagio de un gran ocaso.

  Y pasó el verano, con sus alforjas de arroyos y verdes, de sol y pieles bronceadas, de fiestas al aire libre impregnadas por el trino que desde el disco emitía un melodioso “Canario triste”. Y ya finalizado el verano, en el corolario de confusión conociste Mar del Plata. Porque vos eras antiperonista –“¡seguro!”- pero eso no impedía que algún amigo pudiese conseguirte un lugar para veranear en Chapadmalal donde, al igual que en Bariloche y otros lugares de turismo, llegaban quincenalmente oleadas de estudiantes provenientes de todo el país.»

  Lo del antiperonismo es cierto -mi familia lo era, por sus antecedentes antifascistas en Italia- pero el viaje que hice con la U.E.S. no fue a Mar del Plata sino a Bariloche, pasando por Buenos Aires desde donde, luego de asistir a unos sórdidos “teatros de revistas”, emprendimos un larguísimo viaje en tren, de treinta y seis horas, a través de la Patagonia.

  También por esa época accedí a mi primer trabajo -y el único que yo recuerde aparte de mi profesión de médico…- descripto también en “Remolinos”:

  “Intentaste varias cosas, como esa campaña de propaganda para una fábrica de cigarrillos. Junto a otros dos empleados recorrían diariamente todos los quioscos de Córdoba comprando etiquetas de la marca que les indicaban y luego las devolvían a la firma; con ello la empresa perdía poco dinero por la inversión en el trabajo de ustedes y por la ganancia que brindaba al intermediario, pero la maniobra simulaba ante los quiosqueros un auge en la venta de esa marca que en realidad no existía. De manera que aquellos comenzaban a incrementar las compras y, aunque al principio les costara desprenderse de la mercadería, es sabido que para azuzar el ingenio de un vendedor no hay nada mejor que la acumulación en su negocio de un producto invendible hasta ese momento.

  También solía concurrir a espectáculos deportivos, donde la aglomeración de la gente permitía que la solicitud de un cigarrillo por parte de un propagandista fuera contestada por otro en voz alta y con algún comentario elogioso respecto a la marca, generándose de ese modo una especie de propalación subrepticia que se iba introduciendo inconscientemente en los desprevenidos asistentes. O bien dejaban disimuladamente abandonada sobre la mesa de los bares las etiquetas de cigarrillos, sustituyéndose en este caso el método auditivo de la propaganda por el método visual. Eran una especie de predecesores de la televisión en Córdoba.”

  No creo que ese tipo de publicidad tuviese alguna efectividad, y atribuyo el trabajo a que uno de los propagandistas, además de mi primo Vicente y yo, era hermano del gerente de la sucursal cordobesa de la empresa de cigarrillos, quien de ese modo nos ayudaba a ganarnos unos pesos.

  Y entonces llegó la revolución del 55, que derrocó a Perón. Yo viví los cinco días que duraron los sucesos en la pensión de mis padres, ubicada a tres cuadras de la plaza San Martín, a cuyo frente está el Cabildo, sede en ese entonces del cuartel general de la policía. Esos hechos están narrados en Canto de Sirena:

  “El vértigo se tornó irresistible, y de pronto se sintió corriendo y  jadeando por la calle San  Martín en aquel  otoñal  setiembre del cincuenta y cinco, mientras, a su espalda, parte de la mampostería del viejo                                                                                               Cabildo de Córdoba se desplomaba bajo el intenso cañoneo.

  Una excitada curiosidad lo había impulsado a dirigirse hacia la plaza San Martín para observar el intento de copamiento del edificio por parte de las tropas y los comandos rebeldes, pero la excitación y la curiosidad se habían transformado rápidamente en miedo al percibir el insistente repiqueteo de las balas pocos metros adelante…”

  “…La excitación de entonces era producto del estallido del sexo, de la ansiosa búsqueda de compañías femeninas que se ofrecían por doquier como abiertos capullos florales. La de ahora, en cambio, era una agitación producida por la lucha, por el combate. Un año antes reinaba Eros sobre Córdoba. Ahora el que ordenaba con su voz de plomo era Tánatos. Sin embargo seguía siendo Eros el que aligeraba las piernas de Rubén mientras huía por la calle San Martín rumbo a la pensión donde se hospedaba…”

  “….Sin embargo, cuando el cañoneo se intensificó y las balas comenzaron  a silbar muy cerca de él, emprendió la retirada a toda carrera.

  Durante cinco días, a través de los comunicados y las marchas militares, la radio permanentemente encendida mantuvo latente su tensión. La radio y las circunstancias bélicas, como esas bolas de fuego que se recortaban sobre el cielo plomizo husmeando en vano a los Gloster Meteor, que continuaban impasibles su raudo vuelo para ametrallar a las tropas leales que cercaban Alta Córdoba. Mientras observaba desde la azotea, en el tercer piso, las evoluciones de los aviones, uno de ellos giró y se lanzó en picada hacia donde él estaba. De nuevo sus prioridades anímicas se invirtieron  y el miedo volvió a imprimir a sus piernas  el reiterado acto de supervivencia. Y cuando observó desde la azotea el paso de un jeep con dos cadáveres tirados sobre el piso, de una vez y para siempre Rubén tomó conciencia de la tétrica conjunción entre las palabras guerra y muerte.”

  También en “Remolinos” están descriptos esos hechos:

  “Aquellos fueron días en que la muerte imperó, soberana, sobre el cielo de Córdoba. Por momentos bramaba transformada en pájaro de acero, tronaba convertida en cañón, silbaba al conjuro de una bala o se arrastraba hasta los ventanales de las casa para gritar “¡presente!” con su lenguaje de acero y fuego.

  Al despuntar la primera noche -que luego se hizo larga, muy larga…- densos nubarrones plomizos comenzaron a cubrir la ciudad. Después hubo llantos, ulular de sirenas, joven sangre derramada. Y más tarde risas, desfiles, aplausos. Y otros llantos, otras cárceles, pero la sangre derramada siguió allí, irrecuperable y seca. Útil sólo para abono de odios.”

  Y después llegó el primer beso de amor. Del auténtico, porque obviamente ya antes habían existido varios escarceos amorosos. Se produjo a los diecinueve años, y está descripto, mezclado, enmascarado y algo sublimado -pero no mucho…- en “Remolinos” y Canto de sirena:

  “Risitas nerviosa, bruscos movimientos de cabezas, frases estudiadas; y finalmente el descanso bajo el aguaribay. Aún no el beso; sólo las manos en las manos, las miradas profundas, las bocas secas. Pero ya era el amor.

  Otro atardecer, casi de noche. Ella le dijo:

  -Mirá que grande, la luna.

  -Sí.

  -Cuando sale, parece más grande.

  No contestaste, pero súbitamente la luna se agigantó, el aguaribay se sacudió, la tierra tembló. Era tu primer beso de amor.

   Vos permaneciste callado, mirando embelesado la naciente claridad de la noche.

  Fue Teresa quien tuvo que romper el silencio:

  -Qué raro sos.

  -¿Por qué?

  -No sé… ¡sos tan distinto!

  No te dabas cuenta que Teresa ya había cumplido diecisiete años, que vivía en la ciudad de Paraná, que había conocido a otros muchachos…”

   Lo anterior es de “Remolinos”, y lo que sigue de Canto de sirena:

  “Y hubo también una enorme luna de bronce asomando su frente sobre los álamos que bordeaban el camino de salida del pueblo. Un aroma de jazmín del aire se esparció por las pieles vivificando los cuerpos y reverberando la sangre mientras un coro de chicharras y una brisa inverosímil contribuían a agigantar los sueños y las esperanzas.

  Rubén posó suavemente su  brazo sobre los hombros de la muchacha, y ella aceptó el acercamiento con un esbozo de sonrisa y una tímida mirada hacia la tierra de la senda por la cual transitaban. Mientras sus pasos los iban alejando de las últimas casas del pueblo, la frescura del aire comenzó a entibiarse y de pronto setiembre apresuró primaveras para instalar en sus cuerpos un cálido y germinal verano pletórico de fuego. La tierra tembló cuando sus labios trémulos se unieron brevemente, y un verdinegro torbellino de hojas amenazó desplomar sobre sus cabezas el ya oscurecido cielo.”

  En realidad, el beso no se produjo bajo un aguaribay ni en las afueras de un pueblo, sino en un prosaico balcón de la pensión de la calle San Martín. Pero la luna llena estaba, y las sensaciones narradas corresponden bastante verazmente a las sentidas en ese momento. El romance duró poco, pero su recuerdo, casi toda la vida.

   La insistencia en ubicar este hecho, como muchos otros, en zonas rurales, se debe a las persistentes reminiscencias que dejaron en mi espíritu los años vividos en ellas durante mi infancia y mi adolescencia. Y la ubicación geográfica de “Remolinos” -el centro sur de Entre Ríos- es producto del imborrable recuerdo que me dejara un viaje realizado con un amigo entrerriano a la casa de sus padres en Mansilla, cerca de Nogoyá, cuando rondaba los veinte años.

  Después continuaron los días de bohemia estudiantil -ahora ya a nivel universitario, en la carrera de Medicina por la que había optado-, días que están narrados en varias de mis novelas. Por ejemplo, en Canto de sirena:  

  “Aquella otra lejana noche, en cambio, tenía la compañía de un telúrico retumbo de cajas y bombos, y la queja doliente del aymara gemía en la quena india, y unas vibrantes guitarras rasgaban con su hondura la penumbra de la incipiente alborada cordobesa. El amanecer venía talando sombras con sus estoques de oro, mientras el argentino azul y blanco se acrisolaba con el rojo del vino y la sangre joven estallaba en la piel y en las gargantas.

  Poco les importaba a los tres jóvenes sentados frente a una de las últimas mesas aún ocupadas de la peña que los supuestos estoques de oro no fueran más que los destellos de unas tristes lamparitas eléctricas, los bombos y las cajas seculares más que la deslustrada madera de la mesa picada por el fuego de los cigarrillos gimiendo agónicamente bajo el cansado tamborileo de algunos dedos ya temblorosos por el alcohol, el grito ancestral de la quena más que el débil silbo de unos labios ya amoratados pero aún sedientos, y que las guitarras fueran en realidad guitarras, pero que sonaran con tal carencia de ritmo y afinación que lo único que rasgaban era los tímpanos de los asistentes. Para el joven Rubén Lastarza y sus dos amigos la mesa era bombo, el silbo quena y el cansado rasguido de las cuerdas, vibrantes acordes que inflamaban de emoción e incitaban a seguir escuchando con la unción del iniciado.

  Enrique acompañaba a los cantores de la mesa vecina tarareando bajito las estrofas de la zamba, y Guillermo cumplía con el rito de hacer girar cronométricamente el vaso entre sus manos para luego llevárselo a la boca y beber un trago. Rubén garabateaba palabras sobre el sucio papel que sirviera de envoltorio a unas empanadas ya ausentes:

  “En la boca oscura de un abismo interminable

gime el canto triste de su voz mineral

implorando al eco secular de los cerros

silencio para su soledad”.                             

   Y Rubén siente en la sangre el canto angustioso del indio, y le duele su soledad.

   “Coyita puneño, joya arcaica de los tiempos

que poblaba el Ande su raza hecha de sol.

Aún llora en la quena el resabio de esos gritos

mezcla de risas y dolor”.

  Y Rubén siente en el alma el grito y la risa del inca.

  “Los grillos gimen su eterna melodía,

gritan las estrellas su silencio nocturnal,

y en la melancólica quietud el indio llora

su triste destino sideral”.

  Y Rubén llora con el canto del indio, y presiente el silencio infinito.

  “Coyita puneño, nombrador de los desvelos

que su raza madre sufrió en el corazón,

quisiera evadirse al centro de la tierra

para renacer piedra y cardón”.

  Y Rubén quiere acompañar al colla en su viaje sin retorno.

  “Su cruel destino lo aisló en los cerros

y hoy su canto errante sólo pide noche y paz.

Paz para dormir el sueño eterno de los siglos…”

  Y la mente de Rubén ya está pidiendo paz, y sueño, y descanso. Pero sus dedos se siguen moviendo automáticamente, y aunque el ruido producido en la otra mesa y el alcohol acumulado en su cerebro le impiden articular correctamente las ideas, una vehemencia  que le brota de sus sueños y sus esperanzas le continúa dictando estrofas que no logra plasmar en el papel, y entonces tacha, corrige y agrega palabras que ya son sólo signos ilegibles, descifrables únicamente por su mirada habituada a los jeroglíficos de los apuntes de clase.

  Dos parejas rezagadas abandonan el local mientras la risa de la  mujer del dueño intenta vagamente insuflar una alegría  que ya ha partido, sigilosa y definitivamente, en busca de la siguiente noche.

  La voz de Guillermo conminando a la retirada junto al último acorde de guitarra resuena casi fatídicamente en los oídos de Rubén:

  -Vamos.

  -Esperá, esperá -suplica-, enseguida termino.

  -Dale, viejo -se fastidia Enrique, ya de pie-, yo mañana tengo práctico en el Clínicas.

  -Un segundo -insiste Rubén – Me falta…!listo!

“…y no despertar ya nunca más”.

  Enrique y Guillermo pagan y se despiden del mozo y el dueño.

  -Chau, José. Hasta mañana, don Roque.

  -Hasta mañana, muchachos, gracias.

  -Dale, la terminás otro día…

  -Ya está, ya está -declara eufórico Rubén mientras se reúne con sus compañeros -Mañana le voy a poner música.

  -Está bien, Neruda -ironiza Guillermo-, vamos a dormir que ya está amaneciendo. Mirá el sol.

  Un macilento reflejo dorado está empezando a bruñir el gris de los edificios. Los primeros ecos de la ciudad que despierta y la brisa fresca aceleran el paso de las tres figuras recortadas sobre el asfalto. Al llegar a la esquina de Colón y Santa Fe, una de ella se separa levantando el brazo mientras las otras se van esfumando en el breve horizonte de casas antiguas y uniformes. Lejos, la sirena de una fábrica lastima el aire con su imperioso llamado.”

  Este pasaje de la novela está ambientado en la peña “Che Roga”, ubicada en la calle 9 de julio en Alberdi, lugar donde, con mis amigos Hugo y Jorge, agotáramos interminables noches y desde donde yo partía, ya en el amanecer, para desandar las quince cuadras que me separaban de la pensión.

  También de estos días y noches de bohemia hablo en El caso del legislador Santamaría:

  “Una oleada de nostalgia invadió a Mozarreta cuando pasó frente al macizo palacio neorrenacentista del Carbó. Desde algún recóndito lugar de la memoria los recuerdos lo compelieron a dar la vuelta por atrás del colegio y estacionar en la plaza Colón. Un sol radiante daba de lleno en la fachada de la vieja Maternidad, esfumando un tanto el austero gris de sus muros. En la plaza, decenas de palomas revoloteaban alrededor de una joven y su pequeña hija comiendo de sus manos las tutucas que les ofrecían.

   “¿Qué será de aquella chiquilla… cómo se llamaba…?”, esforzó en vano su memoria. Una amplia sonrisa rejuveneció por un momento su rostro recio y varonil. Lentamente fue adentrándose en la plaza y se sentó en un banco. La fuente, sucia y abandonada, terminó por borrarle la sonrisa. “Cosa jodida la vejez, tanto para las personas como para las cosas”. Las emblemáticas estatuas tampoco relucían como antaño, y una pátina de hollín y polución agrisaba el metal, tornándolas opacas, casi sombrías a pesar del sol. “Tampoco los bancos son aquellos en que nos sentábamos para besarnos  con… sí, se llamaba Susana, ahora me acuerdo. Pero hubo varias… Y ahí nomás, a la vuelta, estaba el “Che Roga”. ¡Las noches que habremos pasado allí hasta la salida del sol con los amigos! Claro, ahora también los chicos se quedan hasta media mañana, y chupan fernet con coca tanto o más que lo que tomábamos nosotros. Pero nosotros hablá- bamos, y filosofábamos, aunque no entendiéramos una mierda de filosofía. Y el Pelado Jorge, Edgar Di Fulvio, Chumacero y tantos otros, guitarreaban y cantaban nuestro folklore, no esta música desquiciante y autística que tocan ahora. Y el Negro Ibáñéz, que además de mozo era un amigo, cuando podía dejaba de cobrarnos algún vino o algún güisqui.”

  Con mis amigos fuimos de los primeros en inventar el actualmente clásico fernet con coca, al comprobar que no nos dejaba la desagradable resaca del día siguiente.

  También algo de esa Córdoba de antaño está plasmada en El caso del profesor Bermúdez donde, por boca del comisario Mozarreta, evoco a otros queridos amigos:

 “ Aunque el Café de la Plaza había sido remodelado y ahora formaba parte de una zona de bares y restaurantes de moda en Alta Córdoba, conservaba ese aire íntimo y recatado de los locales de la década del sesenta, cuando abundaban en la ciudad las peñas folklóricas y el tango era el ícono porteño que aún solía refugiarse en algunos bares y en los bailes populares con orquestas típicas, pudorosos antecesores de los masivos conciertos de música foránea, rock nacional y cuartetos que sobrevendrían años más tarde con su ímpetu indetenible.”….

 “…Se quedó mirando, casi arrobado, un antiguo afiche de propaganda de Geniol con los alfileres clavados en una cabeza pelada, mientras los fantasmas de Bermúdez, Goldman, Fontana, se iban esfumando para dar paso a otras evocadoras imágenes, más lejanas pero también más gratas: el gesto pícaro del santiagueño Villagra, la risa estentórea del negro Quiroga -quien más tarde le incrustara dos balazos al padre, sin matarlo, por ostentar su nueva vida de político poderoso mientras él y su familia se morían de hambre-, el Américo, lúcido y siempre contento como un ángel bondadoso… Cuando su mente regresó al presente ni se dio cuenta de que a su boca había asomado una sonrisa entre alegre y nostálgica, entre dulzona y triste.”

  Las secuelas de ese episodio del Negro Quiroga -las periódicas visitas que yo solía hacerle en la Cárcel de Encausados- están mencionadas en el cuento “Anochecer”, de Cuentos marginales, aunque el meollo narrativo del mismo está referido a un suceso acaecido a otro de los presos presentes:

  “El cuarto aún no estaba oscuro, pero la penumbra comenzaba a esfumar los rostros. Raúl se levantó y lo mismo hizo Marcos. El Gato y el Negro permanecieron sentados. La pava ya no humeaba.

  -¿Y cómo anda lo tuyo?- preguntó Marcos al Negro, después del abrazo de despedida.

  -Mercado me dijo que en cualquier momento se hace el juicio. Te quiere  llevar a vos como testigo, ¿no tenés problema, no?- Marcos negó con un gesto -Por suerte mi viejo salió enseguida de los dos balazos, así que sólo serán lesiones por emoción violenta. Por eso te quiere a vos, que sos mi amigo, para que digas que yo siempre llevaba el revólver.

  -¡En tu puta vida habías visto uno!- rió Marcos.

   El Negro agregó:_

  -El viejo ahora está mansito, y le pasa rigurosamente la guita a mi vieja. Mercado me dijo que como ya van dos años, me van a excarcelar.

  -Me alegro. Chau, muchachos- Saludó al Gato y a Raúl, quienes se diri- gieron a sus celdas. Marcos salió al pasillo.

  Cuando traspuso el portón de salida, aunque el cielo rojizo del anochecer pugnaba en vano por mantener iluminada la zona oeste de la ciudad,  la noche había comenzado a oscurecer los árboles circundantes y los altos muros de ladrillos de la cárcel de Encausados. Por las ventanas abiertas, algunos presos todavía asomaban sus cabezas.”

  Por esa época mi prima hermana Ángela se suicidó de un balazo en la cabeza a los veintiséis años. Por esa insistencia mía en ponerle hermanos a mis personajes, también en este caso ella lo es del protagonista Rubén Lastarza -mi alter ego– en Canto de sirena:

  “Desde pequeña Julia se había parecido más a un muchachito que a una niña. Trepaba con felina agilidad a los árboles y a los techos de las casas, se vestía con jirones de ropa, disputaba a puño limpio con los varones de su edad la supremacía del grupo infantil… era un estallido de vida. Su residencia en el campo durante los años de la infancia le había conferido un carácter áspero y solitario, inevitable cuando el contacto con la tierra y los animales, el surco y el monte, obliga a dominarlos o a sucumbir…”

“… A pesar de su afán por simular alegría, su mirada estaba invadida por la pena. Rubén presintió en esa mirada, en el abrazo, en el beso, una despedida final.

  Por eso casi ni se sorprendió cuando, dos días después, le avisaron que Julia se había suicidado disparándose un tiro en la sien. Ni tampoco le llamó la atención cuando Pablo le comentó, llorando, que no podía comprender cómo esa mañana ella había podido levantarse contenta, realizar las tareas habituales y, pocos segundos antes de apretar el gatillo, cantar alegremente. Rubén en cambio sí lo comprendía. Y recordando a aquella Julia de pelo revuelto que solía cuidarlo como las leonas cuidan a sus cachorros, él también lloró, con un llanto manso pero entrañable.”

  Y después vino el servicio militar, que está narrado en “Remolinos”:

  “Acababas de regresar de uno de los tantos viajes desvelados que frecuentemente efectuabas enancado en la grupas olorosas de las coplas, el vino y las guitarras, cuando te enteraste, a través del primer informativo de la mañana, que debías presentarte a cumplir con la conscripción…”

  “…Sin embargo, a pesar de conocer con anticipación que, en tu caso, el cumplimiento del servicio militar era ineludible, al confirmarse el llamado un raro y desagradable hormigueo te recorrió el cuerpo por un instante…”

  “…Pero que además ese soldado se convirtiera en el protegido y mimado del Teniente Coronel Médico jefe de la sala, ya se constituía en un misterio sólo explicable, quizá, por la simpatía y el magnetismo personal emanado de la familia Rodríguez.

  Lo cierto es que, a pesar de los malintencionados pensamientos y actitudes de tus envidiosos camaradas –“¡qué suerte tienen estos desgraciados…!”, era la opinión más benigna de los solados provenientes de otros cuarteles para revisación o internación-, todas las mañanas, después de unos pocos minutos de instrucción liviana, penetrabas en la sala con el porte de un auténtico doctor.

  La conscripción iba transcurriendo sin demasiados problemas hasta el día en que, por orden del sargento ayudante Villalba, tuviste que limpiar el baño del Casino de Oficiales. Mientras fregabas vigorosamente el inodoro sucio de mierda superior -“¡Tiene que quedar como un espejo!”, había dicho el sargento ayudante-, constreñido entre la soledad de esas cuatro paredes prolijamente azulejadas, sin saber exactamente porqué de pronto sentiste odio. Pensaste en los hombres, en la disciplina, volviste a pensar en los hombres, en la esclavitud. Después otra vez en los hombres, en la dignidad humana. En los hombres, en el Hombre, en la Humanidad. Después de ese día ya no entraste a la sala taconeando con una sonrisa sobradora.

  Claro que con el tiempo de acostumbraste. Y el sargento ayudante Villalba de temido “mi Sargento Ayudante” pasó a ser, primero, sargento ayudante, después, Villalba, y al final del año, “Caballo loco”. Pero algo quedó. Algo que, en una noche pletórica de asado y vino, te impulsó a patear con todas tus fuerzas el casco de cartón del cabo primero…”

  El personaje Panchito no es estudiante de Medicina, mientras que yo sí lo era -cursaba el tercer año-, y por eso las disquisiciones de la novela con respecto a la extrañeza del destino en el Hospital Militar. Pero es cierto que, con otro compañero también estudiante de Medicina, éramos los privilegiados que, después de efectuar las tareas de practicantes, nos íbamos de franco. También el episodio del baño es real, y desde entonces nunca más pude aceptar esa escatológica y rígida disciplina que fue una de las causas de mi total rechazo a todas las ingerencias militares en la vida política del país.

  Y la “noche pletórica de asado y vino” también es real, porque eso hacíamos en las  guardias de veinticuatro horas -claro que sólo cuando ya iba finalizando el año de conscripción…-

  En octubre de 1962 el mundo estuvo al borde de una hecatombe nuclear, y quizá de la destrucción total de la civilización tal como la conocemos. Fue durante los días de la llamada “crisis de los misiles en Cuba” y yo, como tantos otros jóvenes -y adolescentes, adultos, ancianos…- vivimos esos días sobrecogidos por la ansiedad, la curiosidad y el miedo a esa destrucción.

  La población vivió esos diez días pendientes de las radios, los periódicos, las pizarras colocadas en las afueras de estos… de cualquier noticia que anunciara que finalmente había llegado el Apocalipsis.

  La sensaciones de esos inolvidables y dramáticos días están narradas, transferidas a una serie de personajes -el estudiante crónico, el ama de casa, el industrial, la licenciada… la mayoría de los cuales son reales, asimilados a amigos míos, vecinos, compañeros de SADE, etcétera-, en la novela Último momento, que es una alegoría de lo que podría haber sido ese desastre.

  La novela consta de dos partes; la primera relata las distintas noticias -reales, literales, extraídas de los periódicos de la época- que finaliza cuando el enfrentamiento entre E. U. y la Unión Soviética resulta inminente. Y la segunda es una descripción ficticia de los sentimientos de los personajes que viven en una innominada ciudad europea al enterarse de que finalmente la guerra ha estallado -contrariamente a la realidad, por suerte-. Es la narración del último día, hora por hora, que vivirán esos personajes hasta que la guerra llegue a Europa.

  Lo que sigue es la transcripción real, que figura en la novela, de lo que sería el “invierno nuclear”:  

  “Aunque la Mujer protestara, no le quedaba otra alternativa: ese fin de semana no podrían verse si quería concretar lo que había decidido. Mientras continuaba bebiendo su café, la imagen del “invierno nuclear” desfilaba ante su cerebro como un trágico caleidoscopio: la luz solar sería bloqueada por la enorme cantidad de partículas de humo producida por las explosiones y los incendios. Durante el primer mes, la energía solar se reduciría en un ochenta por ciento, a las dos semanas la temperatura ya habría descendido entre 5 y 20 grados, y en las zonas continentales centrales el descenso sería aún mayor. En las latitudes templadas y tropicales las lluvias se reducirían en un ochenta por ciento. Después de un mes, a causa de este descenso de temperatura y de la supresión de lluvias y monzones, la agricultura y los ecosistemas estarían gravemente amenazados, por lo cual podría producirse una hambruna global. Por otro lado, los contaminantes químicos que estallarían diezmarían la capa de ozono produciendo un peligroso aumento de los rayos ultravioletas. Los daños físicos producidos en las distintas instalaciones impedirían a las naciones menos afectadas proporcionar la ayuda necesaria. Se interrumpirían las comunicaciones, los transportes,  y el sistema sanitario colapsaría,  complicando aún más el problema de los rayos ultravioletas.

  No tenía otra alternativa; necesitaba con urgencia llevar a cabo su determinación. Levantó decididamente  el tubo del teléfono y marcó el número de la Mujer.”

  Y al año siguiente -el año que mataron al presidente Kennedy- me recibí de médico, rindiendo en un solo turno las seis materias que me quedaban. Luego de realizar unos cursos de posgrado en Buenos Aires, comencé a ejercer la profesión, atendiendo también en diversas localidades de la provincia.

  De esos viajes en ómnibus a Villa María, relato las impresiones que me dejara el chocolatinero que subía a vender sus productos en uno de los pueblos intermedios. El cuento se llama “Carlitos” -nombre real del vendedor ambulante- y está incluido en La cima y el abismo:

  “La sonrisa de Flavia se había cristalizado en las pupilas de Carlitos y permanecía allí, inmutable y única, mientras la llovizna se empecinaba inútilmente en despintar el asombro dibujado en ese rostro abotagado y tímido, a la vez tierno y grotesco, conformado por unos labios gruesos, una nariz de payaso y una frente prematuramente surcada por arrugas que le estiraban la piel aceitunada hacia atrás, hacia las motas oscuras y rizadas que pugnaban por no ceder ante la incipiente calvicie. Un rostro que armonizaba con el cuerpo deformado por la despareja  obesidad que le tornaba prominente la barriga y lo cargaba de hombros, encorvándolo…”

  “…Su cotidiano trajinar dentro de los ómnibus interurbanos que se detenían por breves minutos en ese pueblo de la ruta 9, nunca se había visto alterada por alguna circunstancia importante. La educada corrección con que ofrecía su mercadería a cada uno de los pasajeros contribuía a que ellos respondieran también con amabilidad, aunque no adquirieran nada. Sólo algunas miradas traviesas o alguna ironía sin atisbo de maldad provenientes de las estudiantes que, como alegres enjambres de mariposas carnales, palpitantes, iban y venían diariamente desde los pueblos intermedios hasta la ciudad donde funcionaba el profesorado, solían agolparle la sangre en las mejillas tiñéndole el rostro de arreboles extraños e incontenibles. Pero él se limitaba entonces a responder con otra sonrisa tímida, distante, y a continuar con su parco pregón…”

  “…A cualquier hora la presencia de Flavia era para Carlitos como un impacto dulce, amortiguado; pero era sobre todo a la noche, cuando ella volvía del instituto, el instante esperado con más ansiedad. El clima íntimo del ómnibus, las tenues luces del interior, el acre olor de los cuerpos jóvenes mezclados con los perfumes, producían en Carlitos extraños éxodos espaciotemporales que fingían transportarlo a lujosas discotecas, a elegantes residencias o a exóticos y prohibidos antros de placer…”

  Después de cuatro años de noviazgo, en 1965 finalmente me casé con Edith, con quien sigo compartiendo mi vida después de 55 años de matrimonio. Esos primeros tiempos de vida en común están descriptos en Canto de sirena:

  “Rubén y Viviana se casaron, y vivieron felices. Pero a diferencia de los cuentos de hadas, en los que la alusión a la felicidad siempre está impregnada de connotaciones definitivas, en la vida real ésta no se identifica con un estado inmutable, sino que abarca una gama  infinita de sentimientos y emociones que pueden refundir en su seno cualidades                                                                                          tan dispares como el amor, el confort, el bienestar físico, la fortuna, el placer, el éxito social, permitiendo de ese modo que la vida de los individuos fluctúe entre un polo positivo generador de la auténtica dicha y otro negativo del cual emanan la pena y el dolor.

  Durante los primeros tiempos Rubén y Viviana fueron realmente felices. Gozaron una felicidad cotidiana, real, no perenne pero que, mientras duró, fue plena y total. El mundo cabía por ese entonces en las pequeñas y gráciles manos de Viviana, y un infinito y venturoso cielo se concentraba en el cerebro de Rubén para desde allí fluir transformado en un tumultuoso cúmulo de ideas y proyectos.”

  Por esa época escribí un poema dedicado a mi mujer, que está publicado en Recuerdo para después, y lleva el mismo título que el libro:

 “RECUERDO PARA DESPUÉS

             (A mi esposa)

 En la primavera,

cuando el capullo de la rosa

estalle en pétalos de sangre,

y la naturaleza reviente

los verdes germinales,

y los nidos píen

el reclamo vital de la semilla…

te acordarás de mí.

 En el verano,

cuando la espuma caracoleante

muera rendida a tus pies,

y un sol amarillo incandescente

muerda tu piel morena

reverberando tu cuerpo

con el fuego de mil soles…

te acordarás de mí.

 En el otoño,

cuando las hojas describan

su parábola de muerte,

y el viento aúlle su hambre

y su sed de lejanías,

y un cielo de plomo y llanto

naufrague sobre la tierra…

te acordarás de mí.

 En el invierno,

cuando el penacho nevado de un pájaro

congele un rayo de sol,

y el bastón gris ceniza del frío

cristalice la escarcha

-helado zapato para el pie desnudo

de un niño pobre-…

te acordarás de mí.

 En el final del tiempo,

cuando pronuncies mi nombre

y te responda el silencio,

cuando sólo sea un eco

presentido en la distancia

y mi presencia una ausencia

definitivamente cierta…

¡te acordarás de mí!”

  También en Canto de sirena describo parcialmente la temática y las características de mis primeros intentos literarios:

  “Superados los desajustes emocionales producidos por la vorágine de actividades inherentes al primer período de vida matrimonial, Rubén continuó escribiendo. Ya por entonces había desistido de componer canciones -en parte porque pretendía para su porvenir literario un nivel más ambicioso, pero en parte aún mayor debido a sus magras condiciones musicales-, y se había dedicado con ahínco al cuento, aunque sin desechar del todo la poesía. Sus trabajos evidenciaban ya un auténtico valor, y los envíos que periódicamente efectuaba a los suplementos de los diarios locales y a las revistas literarias eran rápidamente publicados.

  Su temática giraba alrededor de un eje en cuyos extremos se balanceaban, a veces lenta pero a veces vertiginosamente, los enigmáticos círculos de la ansiedad y la ambición. Sus personajes eran seres ubicuos, constantemente móviles, que tanto podían situarse dentro de circunstancias lúdicas pero reales como también trascender las fronteras espacio temporales de la realidad para sumergirse en un sicologismo sutil e intrincado donde el misterioso mundo del subconsciente reinaba con toda su fuerza raigal.

  En sus poemas, el valor literario no estaba constituido por el acatamiento a las clásicas reglas poéticas, sino a una profunda fuerza nacida de esa vehemente inquietud que solía acosarlo en los momentos menos esperados y deseados y que lo obligaban a dejar de lado todo lo que estuviera realizando para anotar febrilmente en un lugar cualquiera  -incluso en los innumerables billetes que abundaban en su lugar de trabajo- una frase, una palabra, a veces tan sólo un signo luego dificultosamente descifrable. Escribía bajo el influjo de un compulsivo llamado al que no podía negarse y del cual sólo podía liberarse después de haber sido escuchado y obedecido.

  En sus cuentos también primaban las descripciones tensas, los trazos fulgurantes, y sus criaturas, más que personajes, semejaban destellos apenas vislumbrados, imbuidos de vida no por ideas o conceptos sino por un mágico soplo interior que los echaba a volar con la levedad de la pluma, la vibración del colibrí o la gracia de la mariposa.”

  Por cierto que las características de esos primeros trabajos literarios están algo exagerados y hasta sublimados. Y los billetes donde supuestamente escribía esos trabajos no eran tales, sino recetarios médicos.

  Un año después, el 1° de enero de 1967, nació mi hija Sonia Edith, acontecimiento que está narrado en el mismo libro atribuido al personaje Rubén Lastarza:

  “Con tales atributos no resultó extraño que un día varios de sus poemas resultaran premiados en un certamen de escasa trascendencia. El acontecimiento provocó en el joven matrimonio un  deslumbramiento sólo equiparable a la confirmación de una sospecha que estuviera rondando sus carnes y sus espíritus: la gestación de un hijo. Como ambas circunstancias coincidieron, el cotidiano mundo de Rubén y Viviana resultó súbitamente sacudido por una corriente mezcla de euforia, ternura y ansiedad. Al alcance de sus manos jóvenes e inquietas y de sus miradas anhelantes, un paraíso pequeño y simple, casi de entrecasa, comenzaba a exhibir las azules aguas del ensueño y las verdes colinas de la esperanza. Pero el deslumbramiento pasó, como pasan los destellos de las estrellas fugaces. Prosiguió, en cambio, el duro trajín en pos del  sustento  diario,  ahora  acrecentado por  ese otro reclamo.”

  El siguiente poema, también publicado en Recuerdo para después, está dedicado a ella:

  “MI PEQUEÑA CIRCE

       (A mi hija Sonia )

Tallo prolongado de mi ausencia,

raíz y flor, dulce racimo

madurado en los soles desvelados

de un ardiente verano.

Cuando el llanto asomó vino la aurora

a poblarle de asombro las pupilas

y a colgarle un reflejo amanecido

en su pelo de seda.

La fresca cascada de su risa

destroza mi cansancio, me redime.

Mágica vertiente de mi entraña,

pequeña luz ¡mi Circe!”

  En mayo del 69 se produjo el “Cordobazo”. Si bien no tuve ninguna participación en él, su influencia en mi por entonces todavía acendrada ideología de izquierda -nacida como en tantos otros jóvenes, bajo el influjo de la revolución cubana- fue intensa, y lo viví como una posibilidad cierta de liberación no sólo del régimen militar que gobernaba el país, sino de todas las dictaduras que se habían instaurado en Latinoamérica, y que están descriptas exhaustivamente en Pedro de los milagros.

  En “Remolinos” el suceso está narrado de esta manera:

  “Y lo que vino fue el Apocalipsis.

  “Se están produciendo desmanes en el centro”. “Se han levantado barricadas en varios sectores de la ciudad y se han roto vidrieras”. “A las 17 todo el casco chico se halla ocupado por turbas enardecidas”. “La policía es impotente para controlar a los manifestantes y se ha replegado”. “El ejército ha salido a la calle y se desplaza hacia barrio Clínicas”. “Se produce el oscurecimiento de casi toda la ciudad; transmitimos con un equipo electrónico de emergencia”. “Francotiradores hostigan a las tropas en Nueva Córdoba, el centro y barrio Clínicas”, Tribunales militares”. “Toque de queda”.

  Otra vez la noche larga… Y al otro día:

  “Un francotirador abatido en la iglesia de la Merced; otro en el hotel Susex”. Violentos enfrentamientos entre tropas del Ejército y grupos armados en la zona del cementerio San Jerónimo”. “Las brigadas antiguerrilleras vuelan las barricadas del Cínicas para despejar la zona”. “Hay varios muertos y un centenar de heridos”. “El Ejército completó la ocupación del barrio Clínicas, último foco de los insurrectos.”

   Y el huracán pasó.

  “La ciudad arrasada”. “Centenares de vehículos quemados y destruidos, vidrieras y alumbrados rotos, edificios incendiados, restos de barricadas humeantes”. “Cinco mil millones de pesos en daños.”

  Y ese inocente padre obrero que cae en las vías de Alta Córdoba ante los ojos azorados de su hijo niño. Y el asombro de la ciudad extraña pintado en los ojos de ese soldadito norteño al sentir en la espalda el plomo anónimo. Y de nuevo la sangre… Después, los descargos. Y las culpas. Los estudios sociopolíticos para determinar la aparente imposibilidad previa de que se concretara lo previsible. Que finalmente se tornó cierto, cruelmente cierto.”

  Estos acontecimientos y las reflexiones que me sugirieron están relatadas también en Canto de sirena, a través de las vivencias del protagonista:

    “Por fin la caldera cordobesa estalló. A pesar de que las llamas de las fogatas y el resplandor de los disparos se empeñaban en mantener encendida la luz de ese insólito amanecer, Córdoba se sumió en la oscuridad de una apocalíptica nube de humo que poco a poco fue envolviendo a la ciudad desde el mediodía.

  Rubén vivía en avenida Patria, bastante lejos del epicentro de los disturbios.  Pero cuando se enteró de lo que estaba sucediendo, a pesar de las protestas de Viviana se fue caminando al centro.

  Cuando llegó, todavía reinaba la euforia y las sonrisas continuaban madurando en las bocas de los manifestantes. La policía había desaparecido de las calles corrida por la multitud, y una sensación de esperanzada alegría aleteaba en los corazones de la gente.

  Aunque Rubén compartía esos sentimientos, algo vagamente doloroso, fundado en pretéritos escepticismos, le impedía aceptar del todo la posibilidad de un cambio en el esquema sociopolítico de Córdoba y el país.

  Por eso época Rubén aún creía en las utopías, y pensaba que quizá no fuera necesario recurrir a la lucha armada para derrocar una dictadura, como había sucedido en Cuba. Pensaba que las organizaciones de base, los sindicatos, los centros estudiantiles, el pueblo en general, podían, con su masiva presencia, torcer el brazo militar para instaurar una democracia participativa y de contenido social. Había abandonado ya la ferviente adhesión a los métodos violentos para obtener el poder que preconizara en los primeros tiempos de la revolución cubana; el Che había probado, con su romántica pero solitaria muerte, el fracaso de cualquier revolución que no estuviera efectivamente apoyada por el pueblo. Presentía que los argentinos no deseaban ni apoyarían una revolución destinada a tomar el poder para implantar un régimen socialista o comunista, y estaba cada vez más convencido de que a ese pueblo lo único que le importaba era el regreso de Perón. Ese mítico y fabuloso retorno que trocaría por fin en realidad la reiterada nostalgia por los tiempos idos.

  Por eso soñaba y anhelaba precisamente eso que ahora estaba sucediendo: la movilización masiva del pueblo, la sonora bofetada moral en la soberbia cara del gobierno. La advertencia de que, si no  abandonaba pacíficamente el poder, arderían -entonces sí- las vindicatorias llamas de la rebelión armada.

  Después de recorrer Humberto 1º hasta Avellaneda -donde ardían montones de Citröen- se dirigió hasta avenida Colón. Allí pudo comprobar que no eran sólo trabajadores o estudiantes activistas los que estaban pariendo el “cordobazo”, sino que también la población común, los habitantes de clase media de los edificios de departamentos, contribuían con elementales combustibles a mantener encendidas las barricadas.                                                                                            

  Pero la euforia cesó muy pronto. Cuando, al anochecer, Rubén volvió a su casa y prendió la radio, tomó conciencia de que otra oscuridad, aún mayor que la producida por el corte de energía eléctrica, se estaba desplegando sobre la ciudad: el 3º Cuerpo de Ejército avanzaba lenta pero inexorablemente desde sus cuarteles en camino a La Calera. Y aunque la noche de barrio Clínicas se pobló aún con breves y sonoros relámpagos de esperanza, al día siguiente Rubén ya sabía que la fiesta había terminado.”

  Además, todo el episodio del “cordobazo” está novelado, a través de los protagonistas Ramón y María Laura -que no tienen nada que ver conmigo…- en el apartado El encuentro, de “Sombras”, la otra novela de Remolinos de Sombras.

  El final está narrado así:

  “Con un postrer esfuerzo María Laura arañó el cemento tratando de aprehender inútilmente una vida que ya comenzaba a vagar sobre los cascos acerados con su intangible pero acusadora presencia. Cuando su mano pequeña y fría sintió el contacto de la mano grande y ruda, imaginó estar tocando la piel de su amado Jorge; y aunque por un breve instante la confundió con la mano de su padre, una certeza definitiva la hizo aferrarse débilmente a ella con una diminuta y última esperanza.”

  Ese hito en la historia cordobesa y argentina tuvo como protagonista central al dirigente gremial Agustín Tosco, a quien, en su muerte, dediqué este poema incluido en Cuentos y poemas olvidados:

   “ADIOS

  (Elegía por la muerte de

Agustín Tosco)

“Las palabras no nos sirven, Gringo,

las clausura la muerte.

Ahora estás ahí,

con tu límpida frente enhiesta

y tu perenne rostro altivo

casi en el límite de la sonrisa

descreída y triste.

Pero tus labios,

esperanzado nido

de palomas mensajeras,

están mudos.

Mudos y apretados

por una bronca milenaria

transmitida al puño,

a ese admonitorio puño en alto

que fuera bandera y estandarte

y que hoy es apenas un pedazo

de carne derrotada y yerta.

Pero están los hechos,

están las pretéritas iras justicieras

cabalgando las memorias presentes.

El tiempo esfuma las palabras,

las trastoca, las borra.

Pero los actos permanecen

aunque los fariseos se empeñen

en tronchar estandartes

y desvirtuar banderas.

Y aunque tus claros ojos

hoy sólo puedan ver

las entrañas de la nada,

queda tu mirada;

nostálgica y lejana,

pura y limpia,

honestamente buena;

pero también implacable

y apocalípticamente redentora.

Se olvidarán tus palabras;

quiza también

tu imagen y tu estampa.

Pero no tus luchas, tus desvelos,

ni tu insaciada hambre de justicia

que perdurará en la memoria

de tus irredentos hermanos,

origen vital de tu martirio,

tu vida y tu muerte.

Aunque ellos quizás

aún no lo comprendan.

  Los primeros intentos por publicar un libro -y la subsiguiente concreción- están relatadas en Canto de sirena:

  “Aunque parcialmente, incluso su sueño de editar pudo finalmente realizarse gracias al esfuerzo conjunto de un grupo de escritores que decidió publicar un libro de cuentos. La crítica local aplaudió calurosamente la obra y hasta algunos medios escritos de la Capital se hicieron eco de su importancia. Pero lo que más lo sorprendió -y lo halagó- fue que invariablemente los comentarios tendiesen a rescatar sus trabajos por encima de los otros participantes, algunos de los cuales podían incluso considerarse como ya relativamente consagrados.

  A la alegría que tal circunstancia le produjo se sumó luego la gratificante novedad constituida por un inesperado éxito de venta en las librerías. Con las utilidades logradas se imprimió una nueva edición, y aunque luego del primer impacto publicitario  las posibilidades de colocación en el mercado se agotaron, el producto de las ventas pasó a contabilizarse desde entonces como ganancia neta.

  Rubén no lo podía creer. Que esa meta largamente anhelada hubiese podido finalmente ser alcanzada, ya le parecía un sueño. Pero que además ese sueño concretado viniera acompañado de una  retribución  económica, colocaba tal circunstancia dentro de los neblinosos dominios de lo fantástico o lo milagroso.

  Aunque las ganancias fueron bastante magras, le permitieron modelar, poco después, la forma definitiva del sueño: editar un libro en cuya carátula estuviera impreso exclusivamente su nombre.”

  En realidad, este episodio está temporalmente trastocado, puesto que el primer libro conjunto fue Córdoba en la poesía y el cuento, de la Cooperativa de Escritores de Córdoba, de la que fui cofundador,que no tuvo ningún tipo de trascendencia. Y el que sí la tuvo, pero unos años después -y que se describe en ese pasaje del libro- fue Córdoba narra, del grupo literario La Cañada, del que también fui cofundador y que perdurara en las letras cordobesas durante más de 30 años.

  Y mi primer libro publicado fue uno de cuentos, El arcángel del silencio.

  Después de varios años de fidelidad matrimonial y del duro trajinar en pos del sustento diario, llegaron las primeras infidelidades por las que casi toda pareja atravesará durante su vida. Infidelidades que nunca llegaron a ser deslealtades, porque a pesar de ellas siempre permanecí leal a mi esposa, ya que en ningún momento pensé en separarme de ella a causa otra mujer; y si alguna vez pensamos en separarnos, fue solo por motivos internos propios de la convivencia y no por injerencias externas.

  Esas vicisitudes están esbozadas en Canto de sirena:

  “Por esa época Rubén había comenzado a descubrir que, aunque siguiera queriendo a Viviana, de ninguna manera ese amor significaba la gravosa carga de responsabilidades que él siempre había imaginado. Por el contrario, había comenzado a intuir que ciertos amores menores no sólo no vulneraban la seguridad de la torre de marfil donde había enclaustrado su amor principal, sino que, además, contribuían de una manera grata y placentera a cimentarlo. Y entonces trataba de autoconvencerse, aunque por lo general con magros resultados, de que cada beso fraudulento, de que cada caricia lograda al margen de la ternura de Viviana, constituían un elemento revitalizador del cariño que él le profesaba. Como si cada descarga biológica extramatrimonial trajese aparejada una automática recarga emocional dentro de su matrimonio.

  Por cierto que nada de ello sucedía ya que esas licencias eróticas, aun  sin que él pudiera detectarlo, iban imprimiendo en su carácter ese particular sello con que cada una de las relaciones humanas van marcando a los individuos. Marca que, tarde o temprano, el otro componente de la pareja nunca deja de detectar.

  Sin embargo, él persistía en disfrutar sus pequeñas aventuras con la fruición del recién liberado, como si la consolidación de su relación con Viviana dependiera realmente de esas otras relaciones. Y como por entonces su nombre y su persona ya eran bastante conocidos en el pequeño ambiente literario de la ciudad, nunca faltaba la desprejuiciada jovencita que, en su ambición de trabar amistad con alguna personalidad más o menos descollante, relegara sus sentimientos en pos de supuestos contactos ventajosos, ni la intelectualizada y lánguida compañera de anhelos que, con la excusa de su afinidad espiritual, buscara trocar quiméricos sueños en concretas realidades, ni la madura y experimentada dama que intentara suplir su fracaso literario con sus últimos arrestos pasionales.”

  Algunas de esas pequeñas infidelidades ni siquiera llegaban a ser tales, como la que esbozo en el poema “Tu pacto”, incluido en Recuerdo para después, dedicado a quien luego llegaría a ser mi amiga por muchos años, hasta su muerte:

   “TU PACTO

  Las quietas aguas del remanso

donde hoy van a reunirse las vertientes

de tu ternura y tu angustia

han clausurado mis sueños

con el enigma gris de un pacto.

Y yo que tengo un río

de corrientes encontradas

fluyéndome por la sangre

-bullicioso torrente acrisolado

con realidad y quimera-

prometí lo imprometible:

ser tu amigo.

¡Tu amigo! El camarada,

el compañero, el confidente,

la proyección final

de tus introyecciones.

Y olvidé que aunque mi alma,

y mi voz, y mis desvelos,

puedan ser amigos de tus sueños,

tus palabras y tus ansias,

talvez mi piel quiera exigirme un día

ser también la insobornable amiga

de tu piel y de tu entraña.

Y como tu sangre aún gime,

maltrecha y vacilante,

rojo llanto de ausencias,

sobrevendrán imposibles

y andarán marchitando amaneceres

dolorosas negaciones

y extintas magias.

Por eso no te extrañe

que un día el pacto estalle

y vuelen por el aire, malheridas,

tus cenizas y mis llamas.”

  Otra de las musas -cuya relación tampoco llegó a concretarse…- me inspiró el siguiente poema, incluido también en Recuerdo para después:

  “POEMA PARA UNA NOCHE DE LLUVIA

  Aún te recuerdo.

En esta noche de lluvia

cuando tu frágil figura es apenas

una pálida nostalgia,

aún me duele tu ausencia.

Aún me lastima el recuerdo

de aquello que los dos sabíamos

y queríamos.

Los ángeles blancos

repiquetean tu nombre

y la diáfana imagen de tu rostro

me acerca a los días jubilosos

y hay puñales de pétalos no deshojados

perfumándome el insomnio.

Recuerdo tu mirada

de relámpago y asombro

y el fuego estremecido de tus manos

presagiando el incendio,

y tu palabra clara y restallante

enmudeciendo en la brasa de mis ojos,

y ese aletear de cálidas promesas

vibrando en cada reencuentro.

Las perlas grises de la noche

siguen cantándole al silencio.

Y hay una ronda de duendes memoriosos

acercándome tu pelo

y ésa, tu piel madura de verano,

clausurándome el sueño.

Yo sé que el tiempo

te esfumará después, con los ocasos,

cuando venga mi otoño

a desgajar anhelos ya marchitos.

Pero siempre existirá el regreso

de tu sombra bienhechora

gritándome que alguna vez

estuve vivo,

que supe amar, que fui amado,

aunque las últimas palabras

-las definitivas-

permanecieran por siempre

impronumciadas.

Y que tu piel y mi piel

debieron ser sólo una misma cosa

aunque el destino dispusiera

que no fueran

sino dos palomas arrullantes

rozándose apenas con sus alas

de sus reprimidas ansias

en el cruce imposible de dos vientos

y dos distancias.

¡Lástima de amor, tu amor y el mío!

Quizás aún…tal vez un día…

  Después comenzó a vislumbrarse en el horizonte la negra noche de la dictadura. También por boca de mi alter ego reflexiono en Canto de sirena al respecto:

  “Aunque Rubén había transitado por varias etapas ideológicas, nunca había militado en ningún partido ni había participado en ninguna corriente activista. A pesar de ello, de una cosa estaba seguro: desde que ciertas  circunstancias  desagradables lo conmocionaron durante su paso por el servicio militar, nunca en su vida aceptaría de buen grado un gobierno castrense. Podría adherir a sistemas desarrollistas -como lo hizo cuando votó a Frondizzi-, populistas -como cuando apoyó al peronismo en las elecciones que luego el mismo Frondizzi anulara-, o socialistas -como en los comicios que ganara Cámpora-. Pero cualesquiera fueran las tendencias ideológicas que manifestaran los postulantes, para poder acceder a la más alta magistratura del país con su anuencia debían reunir dos condiciones indispensables: ser civiles y ser votados por el pueblo. En una palabra: Rubén había aprendido a creer firmemente en la democracia…”                                                                                     

  “…Aunque innumerables presagios flotaban ya como tétricos fantasmas sobre el país, su mente de escritor fantasioso pero aún con máculas de empedernido soñador no podía imaginar que la matanza de Ezeiza, la ruptura de plaza de Mayo, la muerte de Perón, las tres A y finalmente el golpe militar, estuvieran tan próximos y fueran tan previsibles…”

   “..Pero en los espacios periodísticos de ese comienzo de 1976 no había demasiados resquicios para reportajes de escritores y artistas. Las fiestas de fin de año estuvieron teñidas por la sangre de Monte Chingolo, y los golpes de la guerrilla se habían tornado tan audaces que un previsible e inevitable desenlace resultaba inminente.

  Aunque Rubén se mantenía firmemente adherido a sus posturas contra la violencia, no podía evitar cierto resabio de simpatía por cada acto ejecutado por la guerrilla. Condenaba los métodos, pero en lo más profundo de su conciencia bullían aún los viejos postulados obrero estudiantiles de equidad y justicia.

  A pesar de ello, y a pesar de su inquina por los militares, empezó a autonvencerse de que la única salida que tenía el país para evadirse de la anarquía, era que las Fuerzas Armadas se hicieran transitoriamente cargo del poder. Y no era que estuviese a favor de un golpe militar; simplemente no imaginaba otra salida. La probabilidad de un triunfo guerrillero era remoto, el accionar de las AAA se había tornado tan devastador que amenazaba con destruir cualquier vestigio de lucidez, y la ineptitud de Isabel Perón para gobernar rayaba en lo grotesco. Si los militares se hacían cargo del gobierno,  pensaba, lo primero que harían sería imponer el orden y por lo menos se acabarían los secuestros y asesinatos de tantos obreros, estudiantes, políticos, religiosos, intelectuales. No cabía en su razonamiento que la situación, en lugar de mejorar, podía llegar a empeorar, y que hasta simples amas de casa que tenían la desgracia de ser parientes o amigas de algún sospechoso llegarían a engrosar las largas listas de desaparecidos. Los militares, a pesar de su autoritarismo, eran gente de honor, y juzgarían legalmente a quienes consideraban que estaban en la subversión. Y si éstos finalmente eran condenados -aun a la pena capital- eran las reglas del juego. Pero lo que no podía admitir, bajo ningún concepto, era la masacre anónima e indiscriminada practicada por los grupos parapoliciales y paramilitares. Estaba seguro de que las Fuerzas Armadas brindarían la necesaria seguridad jurídica y, basadas en las anteriores experiencias, luego de un breve período llamarían a nuevas elecciones para devolver el poder a la civilidad.

  Los razonamientos políticos y la memoria de Rubén eran típicamente argentinos. Creía demasiado, y olvidaba demasiado. Creía, pese a todo, en las virtudes del ser humano, y olvidaba que, cuarenta años atrás, la mayoría del pueblo alemán e italiano había dado su apoyo a Hitler y Mussolini.”

  En medio de ese panorama oscuro y cargado de presagios, mi hija cumplió ocho años, y le dediqué este poema que está incluido en Recuerdo para después:

 “LUZ DE ENERO

 Mi razón de ser, mi todo.

Sangre trasplantada de mi sangre,

bronceado mimbre sudamericano.

 Mi cenit vacila, imperceptible,                                                               

hacia las quietas mansedumbres

de un ocaso aún no vislumbrado

desplazado por el fulgor de tu aurora

y el cristal restallante de tu risa.

Punta de lanza, ariete de mi sombra,

luz que prolonga el estío

de primaveras ausentes,

cálido manto de besos

para un otoño que crece.

Duende-niño de mi alma,

torcaza azul, nube pequeña,

leve brisa que exalta el pensamiento

o ventarrón que escampa la tristeza.

Acrisolada flor morena

fraguada en el yunque de un raza nueva

por el alpino ancestro amamantado

con la blancura de la nieve eterna.

El “ma-ma” y el arrullo,

la burbuja y el canto,

son ya camino de pájaro,

                                      flor

                                            o grito.

  Y durante ese período del comienzo de la dictadura fue que conocí a la que, en Canto de sirena y por boca de Rubén, llamo Gloria, una paciente de mi consultorio:

  “Lo que sucedió con Gloria fue tan imprevisto que no tuvo tiempo de prevenirse. Él ya había tenido experiencias con algunas chicas totalmente liberadas de tabúes, pero aunque la libertad sexual se estuviera extendiendo rápidamente, en las relaciones eróticas de esa época aún continuaban vigentes ciertos resabios de los caballerescos y machistas viejos tiempos. Por eso lo de Gloria resultó tan inédito para su habitual comunicación con el sexo opuesto, que después de la primera cita su cuerpo y su espíritu quedaron inmersos en una vaporosa y agradabilísma euforia…”           

  “…La primera experiencia culminó dos horas después con una fría y casi cínica despedida de Gloria:

  -¿Lo pasaste bien?

  -Muy bien -asintió sinceramente Rubén -Supongo que nos veremos de nuevo…

  -No sé, puede ser. Llamame el martes; si estoy desocupada, salimos…”

  En el segundo encuentro la actitud de Gloria cambió radicalmente, y en el tercero ya estaba apasionadamente enamorada. Rubén, en cambio, aunque también dulcificó su trato, continuó sintiendo por ella sólo un exacerbado deseo.

  Sexualmente se llevaban tan bien que sus cuerpos parecían hechos a medida  uno para el otro. A los nada  desdeñables conocimientos eróticos de Rubén se sumaba la apasionada avidez de Gloria, quien, a pesar de su juventud, había derribado ya todas las barreras imaginables al respecto…”

   “…Gloria era un animal bello y primitivo, una de esas hembras antropófagas que, luego de copular, devoran a sus machos. Mejor dicho, antes siempre había sido de ese modo. Porque con Rubén su comportamiento comenzó a cambiar de manera evidente. Quizá por el choque temperamental, quizá por la complementación de espíritu y materia que entre ambos existía, en los brazos de Rubén se transformaba en un torrente de miel, en un vibrante y dulce aleteo. Toda la oculta ternura acumulada tras vacuas aventuras que en lugar de placenteros remansos emocionales habían semejado despiadados enfrentamientos sexuales, emergía junto a Rubén.

  Pero, aunque atenuado por las dulzuras de amor, su carácter exuberante y apasionado volvía a exteriorizarse con toda su fuerza ante el menor signo de debilidad anímica evidenciada por Rubén. Y así como sus relaciones eróticas solían alcanzar grados de ardor difícilmente superables, también sus altercados estaban signados por el especial temperamento de Gloria…”

  “…Sin embargo, unos días después otro hecho volvió a destrozar su tranquilidad: Gloria le comunicó que lo estaban siguiendo.

  -¿Cómo siguiendo? -se alarmó.

  -Para controlar tus actividades. Lo hacen con muchas personas.

  -¿Y vos cómo lo sabés?

 -Por gente allegada a la policía -contestó evasivamente -Yo no quería decírtelo para no preocuparte, pero al final preferí hacerlo para que tuvieras cuidado, por las dudas.

  -¿Cuidado de qué? Vos sabés muy bien que yo no ando en nada raro- Gloria arqueó las cejas sin contestar -Lo sabés, no? -se exaltó.

  -Entonces quedate tranquilo. Ellos deben saber lo que hacés…”

  Los problemas habían surgido cuando me enteré de que dos de sus hermanos eran policías que militaban en la lucha antiguerrillera.

  Por suerte para mí, la relación no terminó tan dramáticamente como lo describe la novela, sino mucho más prosaicamente en la forma de un paulatino alejamiento de mi parte -¿y quizá también de ella…?-, mientras la dictadura se afianzaba.

  Los lóbregos días que siguieron también están descriptos en Canto de sirena:

  “…Comenzó entonces un período vertiginoso y alucinante durante el cual cada insignificante detalle se magnificaba con una exuberancia casi demencial. Así, la simple aproximación de un vehículo al suyo era vivenciada por su afiebrada imaginación como una maniobra destinada al secuestro o la masacre; cada noticia aparecida en los periódicos sobre la muerte o la desaparición de alguna persona se constituía en un adelanto de lo que a él le sucedería; cada ruido sospechoso simulaba en su cerebro atormentado una premonitoria explosión ulteriormente destinada a su persona.

  Se puso a revisar todos sus escritos en busca de algún indicio revelador de la causa de esa absurda persecución, pero no encontró nada sospechoso. Quemó, por las dudas, algunos trabajos inéditos y varios libros supuestamente impregnados de alguna connotación ideológica de cualquier signo. Comenzó a verificar concienzudamente que en cada salida del banco y en cada llegada a su casa no hubiese algún individuo o algún vehículo sospechoso, y aunque ningún signo exterior denotara de modo fehaciente la presunta persecución, durante un largo tiempo Rubén vivió entrañablemente unido al miedo.

  El suyo no era el miedo físico, visceral, que pone en tensión todos los mecanismos de defensa de un individuo capacitándolo para el rechazo de la agresión. Era ese otro miedo, más indefinido y turbio pero a la vez más angustiante para el espíritu, que no permite ponerse en guardia contra el enemigo porque el enemigo es solamente un hipotético peligro desconocido. Pero precisamente por ser desconocido, ese peligro era para Rubén como un oscuro y amenazador manto que flotaba omnipresente.”

  Finalmente la guerrilla quemó sus últimos cartuchos en el castillito ubicado a una cuadra y media de mi casa. Fue su última acción en la provincia, en la que murieron ocho combatientes, y está descripta en el cuento “La casona”, incluido en La cima y el abismo:

  “Pocas cuadras antes de llegar a su casa observó con extrañeza  la inusual cantidad de personas que se hallaban reunidas en las aceras charlando animadamente, y terminó de sorprenderlo la presencia de un vehículo militar atravesado en una esquina que debía cruzar el colectivo para continuar su recorrido. Cuando, luego de un intercambio de palabras con un soldado, el conductor efectuó un desvío hacia la calle lateral, él se apresuró a descender del vehículo.

  Recién entonces escuchó nítidamente el tiroteo. Sus oídos pudieron distinguir, superpuestos a los disparos de ametralladoras y armas largas, el estruendo producido por algunos obuses y bazucas. Y cuando inquirió detalles de lo que estaba sucediendo, quedó alelado al enterarse de que el ataque se hallaba concentrado en la casona.

  Al tratar de abrirse camino hacia su casa, un soldado le impidió el paso. Dio entonces un rodeo por un par de calles laterales, y cuando estuvo a pocos metros de la puerta logró convencer a otro soldado que se hallaba apostado enfrente para que lo dejara entrar…”

  “…Afuera el tiroteo era intenso, y las explosiones estremecían los vidrios de la casa haciéndolos tintinear y amenazando con romperlos. De pronto los disparos cesaron, y por un breve lapso un ominoso silencio se instaló en el aire. Cuando, luego de dominar la opresiva sensación de angustia que se había apoderado de él, se asomó a la puerta, comprobó que el soldado apostado, seguido por algunos vecinos, se encaminaba despreocupadamente y con el arma baja en dirección a la casona.

  Primero con cautela pero luego con creciente premura, también integró el numeroso grupo de personas que empezó a correr para enterarse cuanto antes del desenlace. Al pasar al lado de un soldado que respondía las ansiosas preguntas formuladas por los vecinos, alcanzó a escuchar la norteña voz del muchacho que, luego de afirmar: “Eran como diez”, proclamaba con orgullosa suficiencia: “Yo bajé a uno”.

  Ese período de mi vida, en el aspecto literario -aunque no en el de los sentimientos y las sensaciones- está narrado en estos párrafos de Canto de sirena:

  “Aunque en sus escritos podían leerse entre líneas -bajo el oscuro tamiz de los simbolismos- algunos mensajes subliminales, en general sus obras más recientes carecían de un efectivo compromiso social. Había abandonado ya toda temática referida a la liberación de los pueblos latinoamericanos, y sus cuentos y novelas describían ficciones más aproximadas a lo fantástico y misterioso que a lo real…”

  “…Y acorde también con el tono general del país, en el que todo permanecía quieto y nadie sabía nada. Quietos los partidos políticos, la Iglesia, los sindicatos, los centros estudiantiles…Todos satisfechos con la obtención del campeonato mundial de fútbol, quieto el dólar con la mítica “tablita” de Martínez de Hoz… ¡La “plata dulce”!

  Y quietos también, claro, los miles de seres humanos que, en fosas comunes, en los lechos de lagos o ríos o en el fondo del mar, descansaban ahora de las tantas amarguras producidas por esta dura vida. Amarguras y sinsabores de los cuales los habían liberados para siempre -piadosamente, y en muchas ocasiones reconfortados con los auxilios de la Santa Iglesia Católica- sus secuestradores, torturadores y verdugos.”

  El último año de la década del 70 emprendí el primero de lo que sería un largo periplo de viajes a través de cuatro continentes. Hasta la fecha llevo realizados más de sesenta -algunos de los cuales dentro del país, pero la gran mayoría fuera de él-, viajes que realicé siempre junto a mi esposa.    Ellos me han permitido escribir cinco tomos titulados precisamente Mis viajes, y tres tomos más de cuentos denominados Otros cielos, todos ellos -más de sesenta- ubicados geográficamente fuera del país.

  Para ilustrar este aspecto de mi vida insertado en mi literatura, transcribo   los prolegómenos y el comienzo del primer viaje a Europa, incluidos en el primer tomo de Mis viajes:  

  “La idea del primer viaje a Europa comenzó como suelen comenzar casi todas las aventuras: con un simple comentario lanzado al azar, en este caso por el laureado escritor César Altamirano -promotor de tantas excentricidades, muchas de ellas no concretadas, pero otras tantas sí…-, al que adherimos, un poco en broma pero en el fondo esperanzados, Arnaldo “Nato” Bordón -artista plástico y más tarde excelente poeta- y yo.

  Era a mediados del 79, durante una de esas reuniones en las que se charlaba, se bebían algunos tragos, se hacía música y, sobre todo, se soñaba. Muchos de esos sueños habían sido barridos hacía muy poco tiempo por un vendaval de plomo -y muchos más sufrirían aún el mismo destino-, pero se los suplantaba por otros. Para los que permanecimos en Argentina, poco a poco iban quedando atrás los oscuros temores de tener que conocer esos anhelados lugares en forma compulsiva.

  Mi esposa Edith, pianista,  y Alfredo Malbrán, también virtuoso del piano y luego médico radicado definitivamente en Los Ángeles, ejecutaban ese instrumento, y Gonzalo Biffarella, mi futuro yerno y hoy compositor de música electroacústica internacionalmente reconocido, la guitarra. Mi hija Sonia, mientras tanto, maduraba sus sueños de consagrada bailarina y coreógrafa de nivel internacional, que más tarde lograría concretar. Quizá estuvieran también esa noche Carlos Tissera, siquiatra, cantor y guitarrero, pero sobre todo, bohemio empedernido, o Miguel Monteverde, actual director del diario “Tribuna” de Río Tercero, la “teacher” de inglés Ana María -que luego se casaría con un egipcio y se iría a vivir allí -, el pintor Julio Córdoba o algún otro que se esfuma de mi memoria.

  Por esa época yo tenía dos sueños -aparte de otros más, por supuesto, que se irían cumpliendo a medias, como le sucede a la mayoría de los mortales-: conocer España y París, en Europa, y en América, Machu Pichu. Por eso, cuando César mencionó lo del viaje, aunque en un primer momento la incredulidad pesara más que el entusiasmo, poco a poco el proyecto fue tomando forma…”   

“…Sigue seminublado, pero comienza a resplandecer el sol, a medida que el avión se va alejando de Las Palmas. Poco después, de repente diviso en el abismo la punta de España, a la altura de Cádiz. Entonces me embarga una extraña sensación de euforia y deslumbramiento, una emoción quizá presentida pero no esperada con tanta intensidad, al tomar conciencia de que finalmente estoy en Europa, el continente que tantas fantasías despertara en mi imaginación juvenil a través de textos históricos, novelas, películas, que me transportaban a un mundo de historias extrañas, de guerras, de bohemia. Un mundo aún compartimentado que todavía mantiene rasgos distintivos bien definidos con nuestra joven Argentina, de apenas poco más de cuatro siglos de influencia europea. Allí, en nuestra patria, no se elevan al cielo góticas agujas de tantas catedrales, ni deslumbran principescos palacios, ni existen las tumbas de Leonardo, Galileo o Napoleón.

  A medida que el avión atraviesa la árida meseta castellana y presiento abajo la mágica presencia de Toledo o Aranjuez, la emoción se magnifica pero a la vez se va diluyendo en esa expectante alegría de lo que estoy a punto de descubrir con mis propios ojos. En el aeropuerto de Barajas nos espera César.”

  En el cuento “Los caminos de la soledad”, del primer tomo de Otros cielos, cuento, por boca del protagonista central, las sensaciones -bastante dramatizadas…- que en ese primer viaje a Europa me produjo el traslado en ferry desde la costa africana hasta España:                                                                                                                                                                                                                                                                                               

  “Las luces de Ceuta van quedando atrás, devoradas por la noche. Instantes más, y sólo el intermitente destello del faro permitirá suponer que allí, en el cercano horizonte, se esconde otro continente. Media hora más tarde otro faro, el del Peñón, comenzará a lanzar tímidos guiños que se irán tornando más firmes y seguros a medida que el barco se vaya aproximando, hasta que finalmente la guirnalda amarilla encendida por las luces de Gibraltar me permitirá adivinar la oscura mole recortada sobre el cielo. Después, el puerto de Algeciras -cálida madre andaluza- me acogerá en su seno.

  Pero mientras tanto estoy aquí, en esta desolada cubierta, maldiciendo y gozando al mismo tiempo este cruel plenilunio que eriza de escamas plateadas el sombrío lomo del mar, acrecentando en mi garganta el agridulce sabor de la añoranza…”

  También narro allí el posterior incidente -real- entre la policía y un par de narcos, que presencié en el desembarco en Algeciras junto a tropas de la OTAN que iban hacia Almería:

  “…por ahora sigo aquí, en la cubierta de este barco, mientras observo cómo los primeros carros blindados comienzan a emerger del enorme vientre flotante. Desciendo de la cubierta y me siento al volante de mi vehículo, preparándome para integrar la hilera de coches que deberán esperar la inspección aduanera…”

  “…Cuando el ovejero pasa al lado de mi vehículo casi sin detenerse, confirmo una vez más que la combinación del perfume especial y amoníaco sigue funcionando bien. Hago avanzar unos metros mi coche, y de pronto me sorprenden los furiosos ladridos del perro. Los ocupantes del segundo automóvil de la otra fila parecen no inmutarse, pero ahora ya no son dos, sino cuatro, los agentes de seguridad que se dirigen hacia ellos.

  Veo cómo los hacen descender y escucho a medias el interrogatorio de los gendarmes; los individuos niegan, pero los uniformados siguen presionan- do. El conductor, un flaco de lentes de unos treinta años con pronunciado acento francés, es el que responde a las preguntas. El otro, joven y moreno, fuma con avidez mientras su mirada huidiza rebota alternativamente contra los gendarmes, el vehículo y el piso mojado de la aduana. Por momentos su vista permanece quieta, fija en la claridad que las luces brindan a la noche. Y aunque presiento que el brillo que habita en sus pupilas es tan sólo un reflejo de ansiedad y miedo, incluso ese brillo envidian mis ojos.

  La inicial desenvoltura del francés se va apagando a medida que el interrogatorio avanza, y cuando uno de los agentes destroza de un tirón un trozo de chapa del capó del automóvil, se torna de pronto resignado y abatido. Entonces comprendo que está fingiendo. Que el verdadero cargamento, el importante, quizá en ese momento esté pisando suelo continental en algún lugar de la costa próximo a Tarifa, o más allá, en las barrancas costeras de los “pueblos blancos”, o en alguna solitaria playa detrás de La Línea, del otro lado el Peñón.

  Finge entonces estar apesadumbrado y ensaya una disculpa inverosímil; afirma que el haschís es para uso propio, aunque la magnitud de los paquetes que los policías van extrayendo del capó, del espejo retrovisor, de la taza de la rueda, esté desmintiendo categóricamente  su  afirmación.”

  Por esa época gané algunos premios internacionales importantes: el de la Fundación Givré, en el que compartí el primer premio con un jovencito de diecinueve años me dio sus cuentos para que los evaluara y que  más tarde se convertiría en el escritor de trascendencia internacional Guillermo Martínez; el primer premio “Atlántida”, sobre 3,800 autores de dieciséis países y jurado compuesto por Adolfo Bioy Casare, Beatriz Guido y Marco Denevi; el Argentino-uruguayo de cuentos… Pero a pesar de ellos, las posibilidades de editar en la capital fueron nulas.

  A esos premios tuve que ir a recogerlos en Buenos Aires, y describo las sensaciones que ello me produjo a través del personaje de Canto de sirena:

  “No obstante, no se desalentó demasiado. Sabía de antemano que las posibilidades eran muy escasas y que su viaje constituía sólo una tentativa. De todas maneras, le agradó conocer esos lugares intelectualmente encumbrados que antes de su viaje le parecían templos inalcanzables. Por momentos tuvo la impresión de estar profanando alguna tumba sagrada, de estar violando el destino, y se sintió importante al asistir a un par de actos en la Sociedad Argentina de Escritores y compartir momentos con alguna figura consagrada. Pero lo que más lo excitó, lo que más liberó su imaginación lanzándola en raudo vuelo hacia alturas insospechadas, fue la presunción de que solamente allí, en la Capital, estaban las posibilidades de triunfar como él deseaba  y presentía que algún día sucedería.”

  Y también para entonces fue que me planteé seriamente la posibilidad de irme a vivir a Buenos Aires, abandonando, al menos en parte, mi profesión de médico, porque comprendía que sólo allí, en la Capital, un escritor podía llegar a publicar masivamente para llegar a ser reconocido a nivel nacional. Pero al final, por realismo -o por cobardía…- deseché la idea definitivamente  y resolví que lo que tuviera que decir lo diría desde Córdoba, y que fuera lo que Dios quisiera.

  También las reflexiones y dudas sobre la fama que se plantea el personaje en el libro eran en realidad las mías:

  “Rubén comenzó a cuestionarse también su trayectoria literaria y a formularse replanteos sobre posibles metas. Él tenía conocimiento de su real ubicación dentro del panorama literario nacional, y no se engañaba con respecto a la limitación de su trascendencia.

 Aunque a veces se consolaba filosofando sobre la fugacidad del éxito y la fama, tenía conciencia de que existían famas y glorias verdaderas. Le constaba que casi no había persona sobre el planeta que no conociera lo que habían significado para la cultura universal un Shakespeare o un Dostoiewski y que, sin ir demasiado lejos, no había argentino que no hubiese oído mencionar, al menos una vez en su vida, a Borges o a Sábato. En cambio a él, aparte de los cien o doscientos escritores cordobeses que, de tanto asistir a presentaciones y  actos y de leerse unos a otros en las escasas revistas o páginas literarias locales, parecían miembros de una monstruosa familia siempre dispuestos a sonreírse y a elogiarse o a murmurar y a criticarse de acuerdo a sus respectivas presencias o ausencias, ¿quién lo conocía?

  Claro que a veces también pensaba que si las ediciones de sus libros se habían agotado, seguramente muchos individuos anónimos conocerían su nombre. Pero de inmediato volvía a interrogarse sobre cuántos de esos hombres y mujeres recordarían realmente quién era Rubén Lastarza y qué había escrito. ¿Quinientos, ochocientos, quizás mil? Tampoco podía olvidar que muchas de esas personas eran conocidos suyos y que, aun no siendo escritor, igual hubiesen sabido quien era. Y por otra parte ¿cuántos de esos supuestos lectores no habrían dejado sus libros a medio leer, y cuántos no los habrían comprado sólo por compromiso o recibido como regalo sin siquiera haber comenzado a leerlos?”

  Mi hija estaba concluyendo su carrea de bailarina y coreógrafa en el teatro San Martín de Buenos Aires, mi mujer fue a visitarla por unos días y yo me subí al Falcon y me fui a Asunción, Foz y las cataratas.

  La geografía de la travesía por Paraguay, que está descripta en el cuento “Puerto Stroessner”  del tomo 2 de Otros cielos, y el pasaje del baño, son reales. Pero por cierto, yo no era narco…:  

  “En Asunción había pernoctado en un hotelucho  para  no  llamar la atención,  por la dudas, y a la mañana se dirigió en el Falcon hacia Itaguá, donde la hilanderas ofrecían sus hermosos manteles y mantillas de ñandutí. Almorzó a la vera de las tranquilas aguas del Ypacaraí, y como buen devoto de la Virgen Azul de los Milagros se detuvo a ofrecer sus rezos en el santuario de Caacupé.

  Un amarillento atardecer lo acompañó a través de la campiña paraguaya, en la que pastaban los cebúes y revoloteaban las garzas. Al detenerse en un solitario almacén para tomar una gaseosa, mientras orinaba en el precario retrete, una adolescente, casi una niña, le ofreció sus servicios sexuales. Como sabía que si aceptaba lo más probable era que luego lo despojaran de su dinero, y como además el arma había quedado en el vehículo, rechazó la oferta sonriendo mientras le daba un billete.

  El sol se fue tornando rojo en el horizonte brumoso hasta desaparecer en una epifanía de colores, y ya era casi de noche cuando atravesó las arboladas colinas para dirigirse a Ñacunday, donde retiró la  mercadería y la entregó a los hombres que lo esperaban a la orilla del Paraná. Cuando llegó a Puerto Stroessner y comenzó a atravesar sus polvorientas calles de tierra, ya era noche cerrada.”

  Si bien la trama del cuento que da título al libro La cima y el abismo es ficticia -y más ficticio aún su dramático final-, lo que transcribo del mismo sí sucedió:

  “Ella estaba mirando absorta una canoa pequeña, lejana, que permanecía casi inmóvil a su vista a pesar del sostenido avance que efectuaba sobre el Iguazú. Del lado paraguayo, un sol rojo sangre se iba hundiendo inexorablemente en la cinta gris del Paraná, oscureciendo, hasta decolorarlo, el verde lujuriante del hito de las tres fronteras. Sentada con las piernas cruzadas, los codos apoyados en la mochila y la barbilla sobre el dorso de las manos, parecía la imagen de un soberbio Buda americano.

  Cuando me senté a su lado, me sonrió como a un amigo al que estuviera esperando y no titubeó en aceptar mi invitación a subir al coche. Un nocturno vaho semental iba envolviendo Puerto Iguazú cuando nos internamos en las callejuelas de tierra en busca de alojamiento. Aunque era invierno, un calor húmedo, palpitante, aceleraba la sangre impulsándola hacia afuera, hacia la piel.

  Después de conseguir un hotelucho, y mientras comíamos chipas y tomábamos mate en un rancho levantado para exposición de artesanías, me contó que esa tarde debía haber cruzado a Brasil, pero que el clima agradable, el paisaje desconocido y subyugante o quizás una repentina nostalgia, la habían obligado a prolongar la estadía hasta la mañana siguiente.

  No fue necesario preguntarle el porqué de la nostalgia. Más tarde, cuando ya el frescor de la noche iba exigiendo el estrecho contacto de los cuerpos y el vino había predispuesto a la confidencia, me fue contando de a poco, primero con medias palabras y frases sueltas pero luego cada vez con mayor crudeza, que el traslado a Brasil no sería transitorio y que no estaría de vuelta en un par de días como cualquier turista. Se iba para no volver, al menos por un largo tiempo. Se abrazó a mí, y sus párpados apenas húmedos rubricando un gesto entre amargo y tierno me convencieron de que no debía esperar más aclaraciones…”

“…Recién al terminar el desayuno aceptó demorar su paso a Brasil. La convencí de que en el Noreste no corría peligro, y que un par de días más no alteraría sus objetivos. Le sugerí que nos fuéramos a Corrientes.

  Antes de marcharnos quiso conocer las cataratas. Y allí, en esa mañana cálida con reflejos de arco iris tornasolando el cielo, en medio de esa vegetación exuberante y acariciados por ese clima germinal que brotaba de la tierra, de las raíces de los árboles, mi sangre desbocada presintió por instantes floraciones inéditas, quiméricos estallidos de pájaros y mariposas, absurdas e imposibles nueve lunas. Su cuerpo vegetal se confundía con la corteza de los lapachos, los urunday, los timbós, su piel de bronce refulgía al sol, su risa repetía el eco de las cascadas menores. De pronto, una nuble plomiza comenzó a cubrir el sol, y entonces recordé. Antes del mediodía partimos hacia Posadas…”

  “…Al entrar a Corrientes, una procesión que llevaba en andas a la Virgen de Itatí se nos apareció de pronto en una esquina como un divino dedo acusador. Su visión me produjo en el espíritu tan compulsiva sensación que me obligó a clavar los frenos. Quizá por la escasa iluminación de la calle o quizá porque vestían ropas oscuras, aquel grupo de personas se me figuró un fantástico y espectral funeral. Los promesantes portaban velas encendidas y algunos habían construido cruces de vidrio o celofán en cuyo interior otras velas irradiaban una luz mortecina, fantasmagórica. El grupo avanzaba lentamente mientras se elevaban al negro cielo correntino murmurantes rezos, apagadas letanías.”

  El dramático final del cuento es ficticio, y por consiguiente lo omito.

  Otra musa del Olimpo terrenal me inspiró este poema, que forma parte de Canto al sur:

   “CONTRASTE

  ¿Cómo capturar

el duende que te habita?

¿Cómo desentrañar tu sonrisa?

¿Cómo presentir

en el paisaje de tu alma

el reflejo de la mariposa,

la tibieza del aire,

el perfume de las flores,

la sombra bienhechora de los árboles…

si claramente se adivina

del otro lado de la risa

-en la vertiente oscura de tu sangre-

el olor agreste de la tierra,

el ímpetu del río,

el caliente aguijón del sol?

¿Cómo descubrir

en el enigma de tus ojos

la ternura amiga,

el silencio compartido,

la presentida lágrima…

si también lo pueblan

esquivos pájaros errantes

sedientos de infinito,

insondables fulgores,

fríos presagios de ausencias?

¿Cómo descifrar

la imagen de tus sueños

si el púrpura y el blanco

se confunden en tu boca de niña

y no sé si lo que añoran tus labios

es el beso o la palabra?

Pero una cosa sé, definitivamente:

tu ahelo estuvo cerca,

muy cerca, de mis ansias.

  En el 82 se desencadenó la guerra de las Malvinas. Los sentimientos y reflexiones que ella me produjera están narrados por boca del protagonista de Canto de sirena:                                                                    

  “A Rubén la guerra lo había desequilibrado intelectualmente. Aunque era consciente de que la efectiva soberanía de las islas estaba en manos de los ingleses desde hacía un siglo y medio, como cualquier compatriota bien nacido no tenía dudas de que las Malvinas eran argentinas. Por eso, cuando en la mañana del 2 de abril la radio propaló la consabida marchita militar, por primera vez en su vida se sintió contento al escucharla. Sabía que esta vez no preanunciaba otro de los innumerables golpes de estado que jalonaran la reciente historia argentina, sino una noticia que de inmediato le insufló en el alma una patriótica euforia…”

“…Cuando los Harriers bombardearon por primera vez Puerto Argentino, ya su convencimiento del desastre era total. Aún se alegraba y se emocionaba  y un fervoroso sentimiento de solidario heroísmo se apoderaba de él con cada acción victoriosa de las fuerzas nacionales. Pero también lo embargaba una molesta sensación de vergüenza cuando escuchaba las jactanciosas bravatas del gobernador argentino en Malvinas, y se angustiaba y se deprimía cuando observaba por televisión la patética figura alcoholizada del presidente  hablando desde los balcones a una multitud enardecida y súbitamente desmemoriada, olvidada ya de los miles de desaparecidos y de la violenta represión que, apenas un par de días antes de la recuperación de las islas, ese mismo presidente había desatado sobre ella.”

   Después emprendimos con mi esposa un viaje hacia Perú, atravesando a lo largo Chile y regresando luego por Bolivia hasta el norte de nuestro país. El viaje fue impulsado -aparte de mi deseo de conocer Machu Pichu- por la invitación recibida por parte de los escritores Víctor Aquiles Jiménez, chileno, y Jorge López Larrabure, boliviano, para que conociera sus respectivos países. A esos escritores los había conocido en Buenos Aires poco tiempo atrás con motivo de haber compartido con ellos un premio latinoamericano.

  Reproduzco aquí los pasajes en los que la realidad del viaje coincide con el periplo que el personaje Pedro efectúa persiguiendo a un agente de la CIA por esa región de Sudamérica en Pedro de los milagros.

  La travesía por la puna chilena está narrada en el cuento “Salitrales”, incluido en La cima y el abismo y Su Augusta Excelencia:

  “…cuando los primeros resplandores del amanecer le permitieron observar con nitidez el contorno, el desierto le golpeó los ojos con su infinitud salada: la Puna estaba ahí, omnipresente, hasta donde la vista alcanzaba.

Una soledad gris, mortecina, cortada sólo por la herida azul del asfalto, continuó acompañándolo. Estaba calculando la distancia que faltaría para llegar a los exhaustos yacimientos de cobre del cruce a Iquique, cuando divisó las casuchas. Se hallaban a unos quinientos metros de la ruta y, aparentemente, estaban abandonadas.”

   Y las siguientes descripciones corresponden a Pedro de los milagros:

   “Mientras el tren que lo lleva a Puno bordea un río cristalino y atraviesa pueblitos formados por casas de adobe semiderruidas por el tiempo, Pedro Saracho deja vagar su mirada ausente sobre los indios que labran la tierra con arados de mancera y sobre la manada de llamas, vicuñas, alpacas y guanacos que pueblan idílicas cuestas de amarillentos pajonales. En las puertas de los ranchos mujeres de ajada piel cetrina, ataviadas con coloridos y amplios faldones, destrozan meticulosamente en los morteros el maíz y la cebada, mientras otras van acarreando sobre sus espaldas encorvadas fardos de quinoa o papa. Oscuros niños desarrapados elevan sus ojos mansos y profundos hacia un cielo puro, doradamente azul….”

    “…Pedro no ve los picos nevados de La Raya, ni siente el lento jadeo del tren que acompaña las asfixias humanas cuando supera los cuatro mil metros de altura…”

  “…Al doblar una esquina, de pronto se encuentra en medio de una procesión; es el “entierro” de la fiesta del Velacuy Cruz, y un grupo de gente, algunos con máscaras y otros portando velas y una mixtura de objetos religiosos y paganos, tocan instrumentos típicos y ensayan algunos toscos pasos de baile. Es una procesión pobre, carente de boato; acorde con la ciudad. Se detiene un momento para contemplar su paso, pero tan rápidamente como ha aparecido, la procesión dobla la esquina y, desandando la misma calle que él transitara, se esfuma en la noche…”

  Lo que sigue corresponde a las sensaciones que embargan al copro- tagonista de Pedro de los milagros, un agente de la CIA que recorre Sud- américa preparando golpes de estado contra gobiernos democráticos:

  “…El disgusto había comenzado cuando el chofer y su acompañante fueron acomodando, tanto en la bodega como en el techo del vehículo, un sinnúmero de bártulos, cajones con verduras y aves de corral;  creció al tener que sentarse junto a un indígena cubierto con el típico poncho y el uncho de los collas, y se acrecentó sobremanera cuando su sensible olfato no tuvo más remedio que percibir los vahos odoríferos que exhalaban las axilas del individuo y las misteriosas profundidades ocultas bajo las amplias polleras de las collas sentadas en el piso del ómnibus. Pero cuando realmente adquirió ribetes de clímax fue cuando una de ellas, que viajaba parada con su hijo de meses en brazos, sin mediar palabra alguna le depositó el niño sobre la falda. Quizá por la sorpresa, o tal vez por la enigmática mirada que la mujer le dirigió acompañando el gesto entre displicente y autoritario, Valdez Sanders no atinó a rechazarlo y permaneció con el niño sobre sus muslos, sin tocarlo pero sin atreverse tampoco a devolvérselo a su madre o al menos a efectuar algún gesto de protesta. Se quedó mirándolo con la boca abierta, respirando superficialmente para evitar aspirar el mal olor que despedía. Cuando la mujer terminó de efectuar algunas maniobras en su ropa y en un cesto con comida que había depositado en el piso, sin darle las gracias y sin brindarle algún mínimo gesto de agradecimiento retiró a su hijo de la falda de Valdez Sanders como si lo hubiera hecho directamente del asiento sin que él estuviera presente y lo colocó en su espalda dentro del kepe…”

  “…Antes de llegar a La Paz, el ómnibus se detuvo en un puesto de control, y dos uniformados subieron al vehículo. Al pasar junto a él, los hombres intercambiaron miradas de interrogación, pero finalmente se dirigieron sin vacilar hacia uno de los asientos traseros donde, luego de increpar al pasajero que viajaba del lado de la ventanilla, lo hicieron levantar bruscamente y casi a empellones uno de ellos lo fue llevando por entre las collas que permanecían sentadas en el piso hacia la puerta delantera del ómnibus, mientras el otro sacaba debajo del asiento varias madejas de lana que su dueño estaba contrabandeando…”

  “…Mira con simpatía no sólo a las cholas que con parsimonia o ficticia premura deambulan por la plaza San Francisco, o a los artesanos que sin demasiado interés ofrecen sus trabajos en oro y plata a los escasos turistas, sino también a sus compatriotas de la clase alta, a esas mujeres vestidas a la última moda, meticulosamente peinadas y maquilladas, y a esos hombres impecablemente trajeados que transitan presurosos portando sus lujosos maletines de cuero…”

  A principios de la década del ochenta construimos, a medias con mis padres, una pequeña casa de veraneo en el barrio “Sol y río”, en las afueras de Carlos Paz y a pocas cuadras del río San Antonio.

  De esos bucólicos días y noches pasados allí junto a mi familia en los veranos, durante alrededor de treinta años, transcribo parte de los cuentos “Crepuscular”, y “Los universos de Carlos y Martín” de La cima y el abismo.

  “Crepuscular”:

  “Un silencio manso flotaba sobre el río, sobre las piedras, sobre Daniel. El poniente iba despintando los rojos y amarillos de las escasas nubes recostadas en las sierras, y el verde de los árboles ya se había convertido casi en oscuridad que acentuaba el contraste de sus figuras recortadas a contraluz sobre la agónica claridad del cielo. Algunas palomas de monte se posaron sobre la frondosa copa de una morera, un biguá solitario que volaba pausadamente siguiendo el curso del río cruzó sin inmutarse la petrificada silueta de Daniel, y un benteveo lanzó su último canto de la tarde al tiempo que se zambullía desde un sauce dejando sobre el gris lomo del río una erizada cicatriz de perlas.

  Daniel permaneció quieto, purificándose la piel y la sangre con la sensual caricia de una brisa enervante, con la mirada lentamente transportada desde la enorme roca en que se hallaba sentado, pescando, hacia las piedras menores que se sumergían en el cauce murmurante, hacia una pareja de golondrinas que jugueteaba a ras del agua, hacia la barrera verdinegra de molles, sauces, talas, que en la ribera opuesta ocultaba a medias la azul pureza de las sierras próximas.

  Oscurecía, y la tanza de la caña de pescar de Daniel, ya casi invisible, continuaba empecinadamente inmóvil, como si hasta la pequeña y filosa muerte que colgaba del extremo se rebelara, negándose a cobrar su tributo en ese atardecer de maravillas.”

  “Los universos de Carlos y Martín”:

   “Las piedras ya no reverberaban bajo los chorros de fuego de la siesta, y sombras sigilosas habían comenzado a deslizarse por la ladera del cerro. La imponente y lejana silueta de las sierras aún permanecía iluminada, pero muy pronto el rojizo resplandor que la cubría se iría decolorando hasta esfumarse en la oscuridad…”

  “…Carlos, mientras tanto, permanece sentado en la arena, meditando. Sus músculos son aún duros y permanecen tensados por aguijones de esperanza, pero de su piel ya se ha esfumado la vital turgencia de la juventud. Está solo, y aunque sus pupilas lúcidas observan complacidas el agradable contorno, su mirada está dirigida hacia adentro, hacia su mente.

  Mientras contempla el multicolor estallido de nubes que festonea la puesta del sol y el tímido titilar de las primeras estrellas apareciendo en el cielo, Carlos medita. Piensa en el universo, en su formación, y duda entre la aceptación de un comienzo temporal o la creencia en su eternidad.”

  También transcribo los siguientes dos poemas insertos en Íntimo y crepuscular, referido a esa etapa de mi vida:

  “SIESTA

  Hay aleteos de grillos

en el aire caliente,

y estridencias de chicharras

y trinos de calandrias.

Un inclemente fuego amarillo

se abate sobre el verde

que gime, acribillado,

en la copa de los fresnos.

Huidizas formas vivientes

se adentran, sigilosas,

en las acogedoras

sombras del monte.

La vida estalla,

agoniza y resurge

en la siesta del verano.”

  “QUIETUD

  En la siesta amarilla de enero

el verde susurro del álamo

le pone sordina

al canto de los pájaros

y la oscura sombra del níspero

cobija la frágil copa del guindo.

Un águila planea

sobre la cima del cerro

oteando, golosa,

el lamento del cacuy. 

La brisa caliente desgrana

minúsculos plumones

de blancos “panaderos”

y por el aire fluyen

agrestes aromas

de tomillo y romero.

Aunque el sueño viene

a cerrarme los párpados

en la siesta amarilla de enero,

mi sangre sigue palpitando.”

  Antes de construir la casa de Carlos Paz, y previo a las vacaciones anuales en Mar del Plata, solíamos pasar una semana en la casa de veraneo de unos amigos en Santa Rosa de Calamuchita. Describo su entorno en el siguiente poema de Recuerdo para después: .

  “ANOCHECER EN EL VALLE

      DE CALAMUCHITA

  Negros cuchillos de sombras

tiemblan ya en los roquedales.

La brisa teje una alfombra

de verde gramilla blanda

y un gris de plomo naufraga

sobre las cumbres calladas.

La noche tiende su manto

sobre el valle adormilado.

Allá arriba clava el tiempo

cruces de rayos dorados

y abajo las piedras juegan

con la agüitas del vado.

Agreste pirca de nubes

va amojonando la tarde.

Un murmullo de palomas

baja por el río quieto

desgranando en la ladera

las astillas del silencio.

Gigante esfera de bronce

la luna asoma su frente.

El cielo prende faroles

titilantes de misterio

y por la senda del sueño

escapa el soplo de un beso.

Acuna Calamuchita

el sueño de sus poblados.

El valle se va durmiendo

con una estrella en la frente

con la montaña en los brazos

y Santa Rosa en el vientre.”

  Poco tiempo pudo disfrutar mi padre la casa de “Sol y río”, porque en el año 86 falleció. Fue una de las grandes heridas – que por suerte fueron muy pocas…- que me propinó la vida. El poema siguiente está incluido en Íntimo y crepuscular:

  “PADRE

  Épico conquistador

de presentidos territorios

hollados tan sólo

por su imaginación.

Noble guerrero

de pequeñas luchas cotidianas

libradas con el fervor

de enjundiosas batallas.

Tierno dictador

honorable y justo,

perenne redentor

de pobres y oprimidos,

inclaudicable defensor

de combates perdidos.

Y sin embargo,

lúcido y profundo

conductor de decisiones

a la hora de marcar

rumbos y prioridades.

Su mano firme

y su mirada límpida y altiva

aún guían

mis imprecisos pasos

de adulto niño recobrado.”

  A pesar de haber ejercido mi profesión de médico durante más de cincuenta años, sigo sorprendido por la poca inserción que ese hecho ha tenido en mi literatura. Muy pocos son los cuentos en los que el protagonista es un médico, y sólo en una novela, Amerindia -crónica de una quimera-, lo es. Atribuyo el hecho -aunque no estoy seguro de ello…- a que, a pesar de haber ejercido la medicina durante todos esos años de la mejor manera posible de acuerdo a mis conocimientos, mi verdadera vocación ha sido siempre, en última instancia, la literatura.

  Transcribo a continuación un trozo del principio de esa novela, cuando el protagonista es un simple médico y aún el torbellino de acontecimientos no lo ha arrojado a la vorágine de la política y la lucha:  

  “…Y hasta se atrevería a afirmar que, considerando la felicidad no como una simbolización quimérica, inalcanzable, sino como una circunstancia presente en cada segundo de la existencia y que sólo necesita ser descubierta para ser aprehendida, él era un hombre feliz. Gozaba de buena salud, de una sólida posición económica producto de diez años de trabajo en el ejercicio de la medicina y tenía una familia normal, compuesta por una esposa a quien quería y dos hijos varones de cinco y siete años que condensaban en su inocencia y su crueldad el ángel y el demonio existente en cada niño…”

  “…Un año atrás el doctor Morales ignoraba por completo la ocupación de su paciente Fermín Rivas. Sólo conocía su dirección, su edad -49 años- y que padecía algún problema digestivo sin importancia. Posteriormente, como consecuencia de una pregunta formulada para averiguar si efectuaba trabajos pesados se enteró, sin mayores detalles, de que trabajaba como empleado en las oficinas de un frigorífico.

  Como el señor Rivas era una persona extravertida y simpática y, además, relativamente culta, pronto su permanencia en el consultorio del doctor Morales comenzó a prolongarse más tiempo del que es habitual en entrevistas de esa naturaleza. Agotada la consulta médica, las charlas solían derivar primero hacia temas generales para canalizarse luego, casi invariablemente, hacia las severas críticas que Rivas formulaba contra el gobierno.”

   De  los más de ciento veinte cuentos que he escrito, también en sólo dos, creo, el protagonista es un médico -y en uno es apenas coprotagonista…-. Lo que sigue es parte de “Aniversario”, de La cima y el abismo:

  “Pero entonces el doctor Francia había dicho “paro cardíaco”, y el doctor Francia era médico. Y por si fuera poco, juez de paz del pueblo. Y yo era un niño adolescente triste y solitario cuyo mejor amigo era su perro overo. Aparte de mi padre, claro. Pero ese día en que el automóvil de Ezequiel Francia se alejó de mi casa con su paso lento y presuntuoso, mi padre ya no pudo ser ni mi padre ni mi amigo…”

  “…Pero de Ezequiel Francia no me olvidé. Él era médico, uno de los designados por la sociedad para preservar la vida de sus semejantes; y si bien la vida de mi padre, cuando estuvo en sus manos, ya se había extinguido, él conocía la causa. Además era juez de paz, y aunque el caso excediera su jurisdicción él no dejaba de ser, al menos ante su conciencia, un administrador de justicia. Y porque certificó que la muerte de mi padre se debió a un ataque cardíaco, fue que no me olvidé de Ezequiel Francia.”

  El otro cuento en que el protagonista es médico se llama “La duda”, y está incluido en La sombra del águila y en Cuentos marginales:

  “El doctor Ricardo Espeche permaneció inmóvil en su sitio de acusado mientras el fiscal le comunicaba al testigo que podía retirarse. Ya no tenía ganas ni le quedaban fuerzas para seguir negando; no sólo había estado haciéndolo permanentemente durante los tres días que había durado el juicio, sino también durante cada uno de los interrogatorios a que fuera sometido por la policía luego de que aquellas cuatro palabras cuajaran el asombro…”

  “…Hasta entonces las cosas no habían marchado demasiado bien para él; después de casi quince años de haber obtenido su título de médico, aún debía soportar el silencioso pero tangible menosprecio que le manifestaban los otros colegas del hospital quienes, con menos años de labor, habían logrado ascender los rangos jerárquicos correspondientes mientras él continuaba permaneciendo como simple médico de sala, constreñido al  mísero sueldo con que se remuneraba su trabajo….”

   “…Lidia tenía un temperamento hipersensible y emocionalmente bastante desequilibrado; una insignificante enfermedad desencadenaba todo un drama, y el temor a la vejez y la muerte era en ella una idea obsesiva. El subconsciente resentimiento -que quizá se estaba convirtiendo en un odio recóndito- fue lo que impulsó a Ricardo a manifestarle sus sospechas. Y cuando una pequeña alteración menstrual simuló ante el pusilánime espíritu de Lidia alguna enfermedad maligna, en lugar de ser inmediatamente desvirtuada por su marido éste le sugirió practicar una biopsia.”

  Nueve años después de morir mi padre, lo hizo también mi madre. Su permanente recuerdo está impreso, además de en mi memoria, en un poema que figura en Íntimo y crepuscular:

  “MADRE

  Levedad de la carne,

inmaterial presencia

que vuelve, etérea,

desde los tiempos inmemoriales

de mi infancia solitaria

a cubrirme con su manto

de ascética ternura,

de impronunciadas palabras,

de contenidas caricias.

En su silencio, perenne,

gritan siglos

de sojuzgadas rebeldías.

Sólo en su mirada,

tierna y apagada,

aflora la sonrisa.

Plumita de gorrión,

brisa pequeña,

sombra alada que se posa,

tierna, sobre los años.”

  Quizá por no tener ya ninguna atadura ancestral, comencé un vertiginoso ciclo de viajes que concluiría por hacerme conocer más de setenta países de cuatro continentes. El ritmo de los viajes hasta entonces había rondado alrededor de uno cada dos o tres años, pero a partir de allí comenzaron a ser de dos o tres por año. Sus relatos están condensados en cinco tomos llamados precisamente Mis viajes, en los cuales describo cronológica y minuciosamente los detalles sobresalientes de los mismos, sin demasiados agregados ficcionales o literarios, por lo cual resultan más bien recordatorios personales de cada circunstancia de los mismos -casi un diario- que auténticos relatos constreñidos al género “libro de viajes”.

  Como colofón de los mismos he escrito -pero publicado sólo en mi página web- un apéndice llamado Momentos inolvidables, en el cual resalto esos instantes mágicos que luego afloran de vez en cuando en la memoria para alegrarnos la vida.

  Transcribo el breve prólogo de ese apéndice:

  “Estas anotaciones no se refieren a recuerdos que tengan que ver con determinadas circunstancias que me hayan sucedido durante un período de tiempo relativamente largo -horas, días…-, sino a esa breve fulguración, a ese repentino deslumbramiento que dura un solo instante y que no afecta a la razón sino únicamente al sentimiento. Son esas vivencias producidas por la percepción de una obra de arte, del entorno, del paisaje, ese “estado del alma” que nos hace exclamar interiormente: “¡Qué maravilla, qué momento irrepetible!”. Ese instante que, a pesar de permanecer luego olvidado -quizá durante mucho tiempo-, periódicamente reaparece en nuestra memoria para volver a sorprendernos y a producirnos la misma exclamación.”

  Para ilustrar esos momentos transcribo dos de ellos de cada uno de los cuatro continentes visitados.

  América:

 “La sensación de soledad y extranjería al descender por las empinadas calles transitadas sólo por negros desde el antiguo cementerio de la Catedral, con  enormes lápidas de varios siglos. (Saint John, Antigua, Antillas Menores)

  La excitación y el peligro al descender las húmedas y musgosas escalinatas que conducen a la tumba de Pakal cubierta por una bella y misteriosa lápida, en lo profundo de la pirámide. (Palenque, Méjico)”

  Europa:

  “La aprensión y el recelo al entrar a los misteriosos y estrechos aposentos y a la sombría cámara de torturas del castillo de Iván el Terrible. (Alexandrov, Rusia)

  El letánico canto del muecín emergiendo de la mezquita tenuemente iluminada mientras cae la nieve en el anochecer sobre las calles blancas del zoco (Sarajevo, Bosnia)”

  Asia:

  “La belleza del azulado atardecer tras las montañas de Laos, al este, y la jungla verde de Myanmar -Birmania- al oeste. (Río Mekong, Sudeste Asiático)

  La impresionante ceremonia de adoración del Ganges en el anochecer, con sus fuegos, su incienso y la multitud de velas flotando sobre el río. (Varanassi, India)”

  África:

  “La excitación al recorrer en camello las dunas doradas por el sol poniente mientras las sombras de los animales de la caravana se van esfumado en la noche. (Merzuga, desierto del Sahara).

  La opresiva sensación ante la desgarradora y sombría visión del mundo del appartheid unido a la dramática mezcla de gritos y chirridos de barrenos en la minas de oro y diamantes.  (Johannesburgo, Sudáfrica)”

  Son sólo ficciones, en cambio, las tramas de los más de sesenta cuentos que conforman los tres tomos de Otros cielos. Sólo en unos pocos de ellos  describo alguna experiencia, alguna circunstancia que me tuvo por protagonista, aunque el argumento general continúe siendo ficticio.

  Lo que concuerda con la realidad, en cambio, es la ubicación geográfica en que están ambientados los cuentos, porque su descripción corresponde siempre a zonas visitadas por mí en los viajes.

  Algunos de esos hechos en los que fui protagonista están mencionados en  las páginas siguientes. Por ejemplo, las sensaciones que me produjo estar una mañana neblinosa al pie del faro de Hércules, en La Coruña, las he descripto en el cuento “Brumas” del tomo 1:

  “A intervalos regulares el murmullo del agua es roto por el potente llamado que la sirena del faro lanza hacia las entrañas del mar en auxilio de navíos errantes o náufragos perdidos en la densa niebla. El potente zumbido es nostálgico como el de cualquier sirena de barco, pero Jesús Piñeyro lo percibe triste y lóbrego como un grito de agonía…”

  “…Camina con lentitud unos pasos mientras observa distraídamente las ovejas que un hombre barbudo y andrajoso está haciendo pastar en el borde mismo el acantilado. Al comprobar que, desde el lugar en que se halla, una ilusión óptica le permite creer que en cualquier momento las ovejas podrían adentrarse en el mar próximo evitando el invisible precipicio que se abre bajo sus patas, sus labios se distienden un instante en un simulacro de sonrisa. Pero de inmediato el grito de la sirena vuelve a contraerle la boca y su mirada adquiere otra vez una melancólica fijeza.

  Recuerda que hace muchos años la sirena no estaba, y que sólo las luces del antiguo faro construido por los romanos danzaban por las noches sus misteriosas piruetas en procura de atraer modernos Ulises, no para destruirlos, sino para salvarlos. Bravíos guerreros celtas, fieros exploradores vikingos, ávidos aventureros españoles, habían aplacado otrora sus ansiedades y temores al distinguir la presencia de la mole protectora.”

  También fue cierta la sorpresa que me produjo oír, estando alojado en Copacabana en Río de Janeiro, el estrépito de las explosiones que se producían en la favela de un cercano morro mientras la sobrevolaban helicópteros, sensaciones que describo en el cuento “Favelas”, del tomo 2:

  “El agua de la piscina en el último piso del “Copacabana”, más que tibia estaba decididamente caliente, y luego de un breve chapuzón, el disgusto por la temperatura lo ha obligado a salir. Cuando lo está haciendo, una nueva y potente explosión lo obliga  a  mirar  hacia  atrás  del  hotel, hacia  la colina donde está la favela. Y al divisar el helicóptero suspendido                                                                                 sobre el morro, de pronto Jairzinho comprende: el tableteo de las armas y las voces emanadas del megáfono del helicóptero le certifican que la gendarmería, o el ejército, está atacando la favela. “Su”favela, allí donde nació y creció bajo la tutela y el amor de sus padres…”

  “…Pero ahora presiente que el procedimiento será importante porque al primer helicóptero se le ha sumado otro, y a las intimaciones por los megáfonos le han sucedido fuertes explosiones superpuestas al tableteo de ametralladoras y armas largas. Ha estado siguiendo los lugares del enfrentamiento -que tan bien conoce- por las nubecitas de humo que se elevan de la favela. Y cuando uno de los helicópteros queda suspendido muy cerca de la casa de sus padres, comienza realmente a preocuparse.”

  Al visitar la enorme y bellísima gruta de Postonja, en Croacia, me sorprendió la presencia del pequeño reptil que la habita en los arroyuelos  la surcan, llamado proteus anguinus. Relato ese hecho en “La cueva”, del tomo 3 de Otros cielos.

  Por cierto, las derivaciones que siguen en la trama argumental correspon- den sólo a la ciencia ficción:

  “A medida que el trencito que los iba introduciendo en la profunda caverna, el descubrimiento de las bellas estalactitas y estalagmitas que crecen en las paredes y el techo los llenó de asombro; pero cuando llegaron a la inmensa recámara que está al final del recorrido y comenzaron a transitar los senderos que se elevan y descienden sobre los pétreos abismos poblados por fantásticas formaciones de distintos colores y consistencias modeladas por el milenario depósito de minerales que el agua fue vertiendo sobre la piedra, el asombro se esfumó para dar paso a una mágica sensación de felicidad.

  Estuvieron una hora maravillándose con las fantasmagóricas construcciones tenuemente iluminadas en la penumbra de la cueva. Y antes de salir, deslizándose suavemente en las aguas de un arroyuelo, descubrieron a los pequeños proteus anguinus, fuente de mitos y leyendas. La pareja se había interiorizado sobre la presencia en la gruta de esos pequeños reptiles de treinta centímetros de longitud, piel similar a la humana, cuatro patas y sin ojos. Los habitantes de la zona los llaman “peces humanos”, por la piel, o “pichones de dragón”, por el parecido con esos míticos animales. Cuando estaban observándolos y comentando animadamente sobre su existencia, un viejito de larga barba blanca que se apoyaba en un bastón, les comentó sonriendo que los sorprendentes animalitos carecían de importancia comparados con otros similares que, según él, habitaban otras cavernas diseminadas por los alrededores. “Esta es famosa por sus formaciones pétreas, pero para ver proteus más grandes es mejor ir a las otras”.

  También en el tomo 2 de Otros cielos relato las sensaciones que me produjo, al regresar de un complicado vuelo desde Nepal a Amsterdam haciendo escala en Nueva Delhi, la contemplación de las primeras estribaciones del Himalaya y la siguiente travesía aérea de tierra nevadas. El cuento se llama, precisamente, “Nieve”:

  “Después del enésimo intento fallido por conciliar el sueño, vuelve a levantar los párpados y escudriña distraídamente, a través de la ventanilla, las blancas cumbres del Himalaya que parecen elevarse casi a la misma altura que el avión. Apenas se ha fijado en la joven morena que está sentada a su lado, enfrascada en la película que exhibe el  visor ubicado en el respaldo del asiento de adelante…”

  “…De Katmandú había salido a la media- noche -el vuelo se había retrasado- por lo cual sólo pudo relajarse un par de horas en un hotel de Nueva Delhi. Pensó que el cansancio lo induciría a dormir las casi ocho horas de vuelo hasta Amsterdam, pero ahora comprende que no es así…”

  “…Las montañas nevadas del Karakorum, en cuyas quebradas y estrechos valles los talibanes se esconden para evadir los bombardeos estadounidenses, habían ido disminuyendo su altura para dar paso a crestas más bajas, más áridas, sólo salpicadas a trechos por blancos manchones de nieve…”

  “…Después de atravesar el mar Caspio, un manto nevado se había ido extendiendo sobre las praderas rusas y ucranianas, pintando de blanco un horizonte infinito. Quizá por esa causa, o porque recuerdos de un cuarto de siglo atrás le están oprimiendo el pecho, de pronto siente frío.”

  En el mismo tomo de Otros cielos narro los avatares de una conversación mantenida con un excéntrico personaje -sin dudas con alteraciones mentales- que viajaba a mi lado en el ómnibus mientras me dirigía de Puerto Montt a Piedra Azul, en el sur de Chile:                                                                                             

  “¿Va para Piedra Azul, señor?”. Lucas lo mira distraídamente y contesta con desgano “sí”. Habitualmente no suele entablar conversación con compañeros de asiento de un transporte -menos si son varones-, pero algo en el aspecto del hombre hace que vuelva a mirarlo de reojo. No puede calcularle la edad -“¿45, 55…?”- porque el gesto simpático,  distinguido, lo hace aparecer joven, aunque las arrugas que tajean su piel cetrina y el cabello gris tirando a blanco lo avejentan; sin embargo, el bigotito fino, casi inexistente, continúa siendo negro…”

 “… El hombre abrió los ojos y una amplia sonrisa le iluminó la cara. “¡Seguro que vamos a ver las ballenas! ¿Así que es escritor? Yo era muy amigo de Neruda.” La incredulidad estaba presente en el rostro de Lucas cuando admitió, dudando: “Ah, sí?”. “Sí, y también de otros escritores. Una vez fuimos con Neruda  a ver  al  presidente  Allende.” Las  dudas  de Lucas  se  agigantaron  cuando el  hombre prosiguió: “Yo viví mucho tiempo en Valparaíso, y en Viña de Mar. En ese tiempo yo era muy rico, y tenía amigos muy importantes. Pero después las cosas me fueron mal, y perdí todo.” La seriedad de su rostro parecía confirmar las seguras afirmaciones. Pero Lucas seguía dudando. El hombre continuó: “Menos mal que en el casino de Viña, al que siempre iba, hice saltar la banca, y me volví rico de nuevo. Volví a tener lindas “cabritas”, y hasta una actriz de cine muy conocida…”

   “…Las dudas e Lucas iban desapareciendo para dar paso a una certeza. Por un momento se distrajo observando a lo lejos, allá abajo, una planta industrializadora de algas, pero luego sólo el mar continuó a la vera del camino, monótono y gris. Por eso no tuvo más remedio que continuar escuchando el relato del hombre. “Hasta que un día ¡zás! volví a perderlo todo en el casino. Pero al poco tiempo unos amigos del presidente Allende, y amigos míos también, me propusieron unos negocios inmobiliarios que en poco tiempo me volvieron rico otra vez. Después me vine a Puerto Montt.” 

  En enero del 91 Estados Unidos invadió Irak con falsas motivaciones. Mi oposición a las guerras -a todas las guerras- está plasmada en este poema que concebí una mañana mientras tomaba café en un bar, y que luego incluí en Canto al sur y Poemas escogidos:

  “ENERO DEL 91

  La lluvia caía lentamente

y a pesar del verano, estaba fresco.

El café bien cargado

fluía por mi garganta

mientras Silvia -o Mercedes, o Susana-

reflejaba mi placer en sus pupilas mansas.

Hablábamos del mar, de Borges,

de informática. (No de amor,

porque el amor  recela del discurso

y se alimenta de silencios.)

La gente caminaba presurosa

bajo sus paraguas negros o floreados,

atentos, serios, concentrados,

en una palabra: vivos.

Era agradable estar en el café

que olía a paz, a bienestar, a vida.

La brisa atravesaba las ventanas

y el clima era otro amigo,

aquí, esta mañana.

Sin embargo

a pesar de Mariel -o Claudia, o Alejandra-

de sus ojos lejanos y el café cargado

algo oscuro rondaba mi memoria

y en mi mente  explotaban las granadas,

las ráfagas de napalm, las bombas blancas

y en mis ojos ardían hogueras de petróleo

y se quemaban mis plantas en las arenas ardientes

y mis oídos estallaban al son del trueno alado

que crecía, implacable, en la noche de Oriente.

A pesar de la brisa, la llovizna y la música

y el pimpollo de rosa

que un querubín oscuro dejara en nuestra mesa,

me sofocaba el calor de la máscara antigases

y me erizaban la piel silbidos de misiles

y me moría un poco, lentamente,

con cada estertor en el desierto.

Claro que también pensaba

en el absurdo sinsentido

de mis pequeñas muertes solidarias.

Porque ahora somos posmodernos

y perimieron las ideologías

y las computadoras piensan por nosotros

y todo es cuestión, precisamente,

de continuar y no morirse.

Pero a pesar de todo,

a pesar del fresco, el café, los ojos mansos,

y la indiferencia posmoderna,

algo caliente, vital y doloroso,

me hurgaba por momentos las entrañas

gritándome que no, que aún no murieron

ls ganas de soñar, de urdir quimeras,

de luchar por la paz, por los ideales,

recordándome que aún somos

-que debiéramos ser-

mejores que las máquinas

y que vale más vivir con utopías

que programarse minuciosamente

con la sabia exactitud del láser

para reventar después, en un instante,

en mil geométricos pedazos

que volarán con gracia computada

formando una ecuación perfecta

antes de podrirse humildemente al sol

sobre la arena del desierto.»

     (1991, durante la guerra del Golfo)”

  En 1997 nació mi primer nieto. Junto a él y su padre recorreríamos luego, en mi auto, gran parte de nuestro país. A él le dediqué estos versos, que están publicados en Íntimo y crepuscular y Poemas escogidos:

  “JULIÁN

  Mezcla de algarrobo y ceibo,

duro como el oscuro tronco,

bello como la roja flor.

Ambiguo Géminis

dual como la tuna:

por fuera, agreste y erizado,

por dentro, dulce como la miel.

para iluminar,

soberbio y majestuoso,

nuestras declinantes sombras.

La cegadora luz

de su risa cristalina

destroza, avasallante,

la gris monotonía

del incipiente invierno.

Su estela, recién inaugurada,

ya rutila en el tiempo.

Pero ahora -¡todavía…!-

es apenas un tallo                                                                    

que emerge vacilante,

un tierno y adorado

capullo de amor.”

  Junto a este nieto, y el que nacería más adelante, pasé muchos de los mejores momentos de mi vida recorriendo los cerros circundantes a mi casa en “Sol y río”, cuando ya mi edad rondaba los setenta. De esas correrías doy cuenta en los siguientes versos de Poemas escogidos:

  “PIEL

  El viento bate mi rostro

mientras penetro en el monte.

Mi antiguo rostro de piel ajada

por tantos soles y tantos tiempos,

surcado por la presencia

de innumerables risas

y unos pocos pero profundos

olvidados dolores.

Mientras penetro en el monte

mi memoria escapa

hacia otros helados vientos

allá en las sabanas verdes

de la infinita pampa.

Mi antigua piel gastada

también recuerda,

sin dolores ni nostalgias,

el cálido reverbero

de aquella otra piel,

lozana y joven,

preparándose sin prisa,

pero irrevocablemente,

para el inevitable ocaso.

Un hornero canta

entre los espinillos

mientras el viento sigue

jugueteando en mi rostro.

Cerca, la ciudad se expande

como un pulpo infinito.

Sus tentáculos succionan,

lenta y minuciosamente,

las alegrías y las esperanzas,

pero yo prosigo

penetrando en el monte

porque aún soy un niño

de antigua piel ajada

que no resigna sus sueños

ni su libertad.”

  Siempre sentí un gran cariño por los perros, y tuve varias mascotas a lo largode mi vida. Mascotas cuya muerte -sufridas como si hubiese perdido un familiar- me inspiraron otros tantos poemas. El siguiente, incluido en Íntimo y crepuscular, está dedicado al último de ellos, un  hermoso collier blanco, anaranjado y negro, después del cual ya no volví a tener mascotas: 

  “A MI PERRO “GASTÓN”

  No eras más que una mirada tierna

bajo el porte altivo

y el andar garboso.

Tu pelo tricolor hendiendo el aire

-rojinegroblanco-

era una esbelta zaeta dorada.

Ni el tiempo implacable

sometió tu belleza.

Tu fachada arisca

claudicaba, mansa,

bajo la caricia amiga,

y tu voz casi humana

murmuraba, y reía,

y vibraba al conjuro

de mi humana palabra.

Leal compañero

de siestas y caminatas

por cerros agrestes

y arbolados parques.

Alegre mojón de nuestras vidas,

te ofrendo mi despedida”.

  Ya en entrado el siglo XXI, en el 2005, nació mi segundo nieto, a quien dedique este poema, también impreso en Íntimo y crepuscular:

 “FACUNDO

  Y cuando ya el ocaso

amarilleaba, lento,

el gris de nuestras vidas,

un sol refulgió,

esplendoroso,

inundando de luz

las quietas mansedumbres.

Un rubio capullo

de iris celestiales

asomó su rubor

la víspera de Nochebuena.

Su carita asombrada

se pobló de inquietudes

y aprendió enseguida

a distinguir los verdes,

el color de la flor,

el manso vuelo del pájaro

y la ternura pintada

en mi desgastado rostro.

Su alegre balbuceo

se transformó en el eco

de pretéritas risas

que poblaran mi verano

prolongando en el tiempo

mi germinada semilla.

Destellante luz,

aurora que rompe

las oscurecidas sombras.

Su pequeñita vida recomienza

el raudo vuelo

de otro ciclo interminable.

  Desde joven me ha interesado y preocupado la política argentina -así como la internacional-, a pesar de no haber estado nunca afiliado ni militado en ningún partido. Pero con el paso de los años, y con las experiencias vividas -padecidas…- en nuestra patria, he aprendido a descreer en ella.

  La aparición de personajes absurdamente negativos, grotescos -cuando no decididamente siniestros- que pasaron a dominar la escena política mundial durante los últimos años -Trump, Berlusconi, Putin, Maduro, Bolsonaro…- me han convertido en un escéptico total en  estas cuestiones.

  Y en nuestro país, figuras excéntricas o anodinas, corruptas o ineficaces, cínicas -Menen, De la Rúa, Cristina Kirchner, Macri, Alberto Fernández…- han confirmado ese descreimiento.

  Algo de esa desazón se trasluce en la descripción del protagonista de Amerindia -también aplicable a nuestro país- cuando logra acceder a las altas esferas del poder:

  “Después vino la euforia, la mitificación del triunfo. Las manifestaciones de júbilo, los desfiles, los honores. Júbilo revolucionario en los mismos que tres días antes eran obsecuentes idólatras de la tiranía, desfiles de unidades enteras que no habían disparado un solo tiro, falsos honores ofrendados a muchos que sólo acreditaron el mérito del egoísmo, la ambición y las componendas.

  Invitado por Roberto, Pablo asistió a la fastuosa asunción del mando que se realizó en el Palacio de Verano. Observando a las enjoyadas damas rivalizar en frívolas y lujosas ostentaciones de vanidades y a los hombres exhibir sus petulantes sonrisas de triunfadores enfundados en impecables smokings, Pablo empezó a darse cuenta de que esta no se diferenciaba en nada de anteriores asunciones, que todo volvía a girar con el ritmo lento pero implacable de la perenne rueda del poder. Y de pronto comprendió que todo ese febril torbellino al que casi inconscientemente se había arrojado y en el cual casi había perdido la vida, no era más que otra vuelta de tuerca a la pobre y desgarrada Amerindia.”

  Y también pueden aplicarse las mismas consideraciones a la exclamación del  dramático final de Su Augusta Excelencia:

  “En esa soledad total, absoluta, determinada por la ausencia de la vida y el bronce, quizás estuvieran adquiriendo significado las palabras que supuestamente pronunciara Lucio Cárdenas al morir: “!Viva la libertad!”. Pero las víctimas que continuaban cayendo bajo las balas absurdamente disparadas, más bien parecían estar confirmando la veracidad de quienes creyeron oírle exclamar, antes de ser fusilado: “!Qué país de mierda!”.”

  En los últimos años mi producción literaria ha ido decayendo lentamente -acorde con la lógica declinación física- y es por eso que ya casi no hay en ella descripciones de hechos que me hayan sucedido. Ya no he escrito ficción, salvo las últimas novelas policiales y los cuentos del mismo género, en los que, por cierto, no es fácil incluir pasajes de mi vida personal. Todas las ideas y creaciones de ese período se han dirigido, en cambio, al género ensayo, la mayoría de las cuales han sido recopiladas en un extenso compendio titulado El hombre en el universo; y algunas pocas que han quedado fuera de él, están publicadas en mi página web.

  De mi último libro de poemas, Íntimo y crepuscular -publicado antes de seleccionar los que me han parecido más rescatables en Poemas escogidos– reproduzco ahora uno que refleja en parte como transcurre mi vida en los últimos tiempos, sobre todo en estos de pandemia:

  «MIS PÁJAROS

 ¡Oh, bellos y amados pájaros

que colman de trinos mi alma

poblando de colores el aire

ardiente de la siesta!

Los veo deslizarse, garbosos,

sobre sus frágiles patas,

mientras sus cabecitas, atentas,

giran y se mueven

para hundirse de golpe,

como estoques,

en la ubérrima tierra.

Los veo saltar, inquietos,

entre el verde follaje,

riendo, jugando, amándose,

o volar, raudos y elegantes

hacia el soleado horizonte.

Tiernas palomas del monte,

gráciles horneros,

veloces cucuruchas,

humildes gorriones bullangueros,

confiados y mansos chingolos,

orgullosos benteveos,

parloteantes cotorras,

deslumbrantes picaflores.

Mis amados pájaros son

parte vital del paisaje

de mi arbolado patio.

El agua fresca que les brindo

me es devuelta

en deliciosa lluvia

de cantos y colores.”

   En mis poemas incluidos en los libros de ese género -y en un montón de ellos que no han sido publicados- están presentes muchos sentimientos y sensaciones experimentados en mi vida; pero por una simple cuestión de extensión, sólo he vertido en este volumen los que me han parecido más significantes, sobre todo los referidos a mis afectos. Y el resto de los cuentos y novelas de los cuales no he transcripto ningún pasaje, son pura ficción.

  Con respecto a mis ideas filosóficas, científicas, políticas, religiosas, literarias -y otras puramente vitales…-, ellas están desarrolladas en cuatro libros de ensayo y en el compendio mencionado anteriormente.

  Finalmente, agrego a continuación la lista completa de mis trabajos literarios, los cuales están -casi todos, salvo los conjuntos- publicados en esta página:

  www.carlosgili.wordpress.com , o en Google: Carlos Gili-Literatura

 

EDITADO

Individual

Plaqueta “Latinoamérica ¡siempre!” (poesía) -C.O.D.E.C.- (1973)

“El arcángel del silencio” (cuento) -C.O.D.E.C- (1975)

“Recuerdo para después” (poesía) -C.O.D.E.C.)- (1978)

“La sombra del águila” (cuento) -C.O.D.E.C.- (1981)

“Cosas” (aforismos, pensamientos y reflexiones) -Ediciones “La Cañada”- (1984)

Fascículo Nº 7 “Narradores de Córdoba” (cuento) -Colección “La Cañada” (1984)

“Remolinos de sombras” (novela) -Córdoba de la Nueva Andalucía- (1986) (1987)

“Amerindia: crónica de una quimera” (novela) -Corregidor- (1991)

“Canto al sur” (poesía) -Edición del autor- (1995)

“Cuentos, mitos y leyendas de Córdoba” (cuento) -Argos- (1997)

“Su Augusta Excelencia” (novela) -Ediciones del Fundador- (1998)

“La cima y el abismo” (cuentos) -Foja 0 Editora- (1999)

“Mis viajes” -tomo I- (cuadernos de viajes) -Edición del autor- (2000)

“El ser humano -¿Homo sapiens?-” (ensayo) -Foja 0 Editora- (2000)

“Cuentos y poemas olvidados”- (cuentos y poemas) -Edición del autor- (2001)

“La literatura desde la óptica de un escritor” (ensayo). Edición del autor- (2002)

“Mis viajes” –tomo II- (cuadernos de viajes)- Edición del autor- (2003)

“Canto de sirena”-(novela) -Ediciones Grupo La Cañada- (2004)

“Último momento” -(novela)- Ediciones Grupo la Cañada- (2005)

“Su Augusta Excelencia” (novela, más ocho cuentos) -Del copista- (2006)

“Mis viajes”-tomo III- (cuadernos de viaje)- Edición del autor- (2006)

“Hombre y universo -de la ciencia, el saber y la verdad-” (ensayo)- Edición del autor -(2007)

“Relaciones entre los individuos y la sociedad” (ensayo)- Ediciones Agua de Oro – (2009)

“Íntimo y crepuscular”- (poesía)-Ediciones Agua de Oro-(2010)

“Otros cielos-tomo 1-” (cuentos)-Ediciones Agua de Oro- (2011)

“Breve historia del grupo La Cañada”- (opúsculo)- Edición del autor-(2012)

“El hombre en el universo”- (ensayo)-Ediciones Agua de Oro- (2013)

“Pedro de los milagros”-(novelas)- Ediciones Agua de Oro- (2014)

“El caso del profesor Bermúdez”- (novela)-Ediciones gua de Oro-(2014)

“Otros cielos -tomo2-” (cuentos) Ediciones Agua  de Oro- (2015)

“El caso del legislador Santamaría”-(novela)- Ediciones Agua de Oro-(2016)

“Mis viajes”-tomoIV-(cuadernos de viaje)-Edición del autor-(2017)

“Otros cielos-tomo3-” (cuentos) Ediciones Agua de Oro- (2018)

“Poemas escogidos”-(poesía)-Ediciones Agua de Oro-(2018)

“Mis viajes”-tomoV- (cuadernos de viaje)-Edición del autor (2019)

“Cuentos marginales”-(cuentos)- Ediciones Agua de Oro- (2020)

“Momentos inolvidables”-(opúsculo)-página web-(2020)

“Algunas cuestiones éticas y filosóficas”-(ensayo)-página web.(2020)

“Mi vida en mi literatura”-(memorias)-página web-(2020) 

Conjunto

Plaqueta (poesía) -C.O.D.E.C.- (1972)

“Córdoba poética en el 4º centenario” (poesía) -C.O.D.E.C.) (1973)

“7 narradores de Córdoba” (cuento) -Grupo 7- (1974)

“Córdoba en la poesía y el cuento” (poesía y cuento) -C.O.D.E.C.)

Plaqueta “Aurora” (poesía) -Grupo “Aurora”, Jujuy- (1975)

“Bohemia I” (poesía y cuento) -Bohemia y Figura- (1976)

“Bohemia II” (poesía y cuento) -Bohemia y Figura- (1977)

“Bohemia III” (poesía y cuento) -Bohemia y Figura (1978)

“Córdoba narra” (cuento) -Ediciones “La Cañada”- (1980)

“Narradores y poetas” (poesía y cuento) -Bohemia y Figura- (1981)

“Integración literaria” (poesía y cuento) -Bohemia y Figura- (1982)

“Cuentos de la Cañada” (cuento) -Dirección de Patrimonio Cultural de la Provincia- (1983)

“La memoria de todos” (cuento) -Lerner- (1992)

“Alguien narra a la sombra de las tipas” (cuento) -Op oloop- (1993)

Opúsculo “Gent de pau” (poesía) -Gente de paz- (1994)

“Zona roja y otros cuentos” (cuentos) -El copista- (2000)

“Uppercut -que pase el que sigue-” (cuentos) -Fojas 0 Editora- (2002)

“Somos memoria” -(cuentos)- Cital y El copista (2003)

“Córdoba narra” -(cuentos)- Alción- (2005)

“Por la vuelta –cuentos de La Cañada-”  (cuentos) Ediciones Agua de Oro (2008)

Antologías

“Antología poética” (Tomo I) (Serie “1.800 poetas argentinos”) -Fondo Editorial Bonaerense- (1981)

“La provincia y su literatura: Córdoba” (varios géneros) -Colihue- (1985)

“Poetas de hoy” (Tomo I)  (poesía) -Nubla- (1998)

“La gran apuesta” (Selección de Fernando Sanchez Ziny)- Dunken-. (2005)

“Navidad” (varios géneros)- Navidad- (2005)