CUENTOS MARGINALES


 

 CUENTOS MARGINALES

 Los cuentos incluidos en el presente volumen son un compendio de las distintas etapas -tanto temporales como estilísticas- por las que ha transitado mi literatura.

 Algunos forman parte de uno de mis primeros libros -La sombra del águila-, otros estuvieron incluidos en otro volumen editado dos décadas después -La cima y el abismo-, y otros más forman parte de una producción más reciente, -Otros cielos- referida a narraciones ubicadas geográficamente fuera del territorio nacional. Finalmente, varios son inéditos.

 Los incluidos en La sombra del águila son: “Los aullidos”, “El gaucho Lara”, “La decisión” -este también figura en Cuentos, mitos y leyendas de Córdoba-, “La duda” y “Cuenta saldada”. En La cima y el abismo fueron publicados “El pasajero” y “Destino de sombras”, y en alguno de los 3 tomos de Otros cielos están “Puerto Stroessner”, “Crimen en el tour”, “Fa-velas”, “Mafia y “La revancha”. Son inéditos “Violación seguida de muerte”, “Sensaciones”, “Anochecer”, “El ahorcado” y “El veredicto”.

 Las diferencias estilísticas seguramente las advertirá el lector a través de las distintas etapas en las que fueron escritos.

 C.E.G.

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CUENTOS MARGINALES

 PUERTO STROESSNER

 Ya en Formosa había comprobado que el Paraná estaba crecido. A la orilla del camino las lagunas se extendían hasta casi rozarlo, mientras algunas vacas, con el agua en la panza, intentaban ganar tierra firme sin lograrlo. Pero recién cuando en Clorinda subió el Falcon a la balsa y ésta enfiló hacia Asunción, se dio cuenta de la magnitud de la crecida. El río era un agitado mar oscuro que hacía cabecear la balsa repleta de vehículos.

 Regresaba de la Argentina a su país después de haber concluido el arreglo con la gente que recibiría la mercadería cerca de Ñacunday. Su misión consistía en entregar los materiales electrónicos -con algo de droga adentro- a los hombres que desde Paraguay atravesarían el Paraná en lancha hasta llegar a la ribera argentina. Luego debería pagar el soborno correspondiente a la gente de la gendarmería para que liberara la zona, y finalmente se dirigiría a Puerto Stroessner para efectuar algunos negocios por su cuenta. En Asunción había pernoctado en un hotelucho para no llamar la atención, por las dudas, y a la mañana se dirigió en el Falcon hacia Itaguá, donde la hilanderas ofrecían sus hermosos manteles y mantillas de ñandutí. Almorzó a la vera de las tranquilas aguas del Ypacaraí, y como buen devoto de la Virgen Azul de los Milagros se detuvo a ofrecer sus rezos en el santuario de Caacupé.

 Un amarillento atardecer lo acompañó a través de la campiña paraguaya, en la que pastaban los cebúes y revoloteaban las garzas. Al detenerse en un solitario almacén para tomar una gaseosa, mientras orinaba en el precario retrete, una adolescente, casi una niña, le ofreció sus servicios sexuales. Como sabía que si aceptaba lo más probable era que luego lo despojaran de su dinero, y como además el arma había quedado en el vehículo, rechazó la oferta sonriendo mientras le daba un billete.

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El sol se fue tornando rojo en el horizonte brumoso hasta desaparecer en una epifanía de colores, y ya era casi de noche cuando atravesó las arboladas colinas para dirigirse a Ñacunday, donde retiró la mercadería y la entregó a los hombres que lo esperaban a la orilla del Paraná. Cuando llegó a Puerto Stroessner y comenzó a atravesar sus polvorientas calles de tierra, ya era noche cerrada.

 Mientras descansaba en la cama de la pensión fue que se le había ocurrido la idea. Decidió no pagar el peaje a la policía y dirigirse en cambio al casino recientemente inaugurado. Si las cosas se complicaban, diría que les había dejado el dinero a los hombres de la lancha para que ellos se la entregaran. Se despreocupó del asunto y a la noche, luego de perder unos cuantos guaraníes en la ruleta, durmió plácidamente acunado por los reflejos plateados de la luna llena que entraban por la ventana.

 Y esta mañana, mientras miraba los precios de unos artefactos eléctricos, fue que vio a los tres hombres, dos de civil y uno con el uniforme de policía, dirigiéndose al negocio donde estaba. Su olfato de fuera de la ley le indicó de inmediato que lo estaban buscando a él. Pensó que si les daba el dinero quizá no pasara nada, pero luego intuyó que por lo menos no se salvaría de una golpiza, por lo cual salió corriendo del local y subió al Falcon justo cuando los hombres comenzaban a sacar sus armas. Aceleró a fondo y se dirigió al puente que une Paraguay con Brasil mientras los policías, con las armas en alto, no se animaban a disparar debido a la gran cantidad de vehículos y transeúntes. También ellos subieron apresuradamente a un automóvil y comenzaron a perseguirlo. Ya se estaban aproximando al Falcon cuando éste subió al “puente de la amistad” y comenzó a atravesarlo. Ninguna autoridad aduanera o policía de frontera lo detuvo; sobre el puente los vehículos y los peatones transitaban como si no estuvieran en un límite internacional. Cuando llegó al extremo brasilero del puente sintió el eco de un par de disparos, pero tuvo la certeza de que eran sólo rutinarios tiros al aire de compromiso, y que ya no había peligro.

 Recién disminuyó la marcha cuando el puente quedó atrás y comprobó que ningún vehículo lo seguía. Ya lentamente se dirigió a Foz de Iguazú y comenzó a recorrer las calles recién asfaltadas, flanqueadas por una edificación chata y desprovista de ornamentos, hacia el hotel Salvetti, el único edificio de diez pisos que se levantaba en un extremo de la ciudad.

 3

Y ahora está ahí, contemplando en la lejanía el territorio de su país mientras saborea un güisqui. Siente un poco de nostalgia porque sabe que, por un tiempo, no podrá regresar. Pero se consuela pensando que ese tiempo no será demasiado largo y que, después, podrá retomar su actividad y todo volverá a ser como antes.

 

CRIMEN EN EL TOUR

 Cuando Susana entró en su habitación y vio la almohada, supo que el abismo se había abierto bajo sus pies. No necesitó entrar al baño para comprobar lo que ya otras gotas de sangre en el piso le estaban confirmando: caída al lado de la bañera yacía Verónica, con heridas punzantes en el cuello en ensangrentado.

 El tour había partido de Praga, y juntos a los otros turistas las dos amigas se habían deslumbrado con el imponente castillo real, el icónico puente Carlos, las sugerentes agujas góticas de la catedral de Thin… Se habían detenido breve- mente en Bratislava, la antigua capital húngara del siglo XVI a orillas del Danubio, y habían visitado luego la bella Budapest, con su legendario puente “de los leones” y el castillo de Buda en la colina frente al Danubio, para llegar después a Belgrado, donde ayer visitaran la medieval fortaleza de Kalemagdán y a la noche concurrieran, junto a Iván y Magda, a un coqueto restaurante donde una cantante de quejumbrosa y profunda voz los había deleitado con sus canciones. Y hoy habían llegado a Nis, la antigua ciudad con reminiscencias turcas, donde en la tórrida siesta se habían mezclado y bailado junto a los concurrentes a una boda con danzas locales y acordeones.

 Al caer la noche había sucedido. Susana fue a comprar vituallas para cenar en la habitación, y al llegar encontró a Verónica muerta. El guía ya se había retirado a descansar, y cuando Susana comunicó el hecho en la conserjería, un revuelo de integrantes del tour colmó la recepción del hotel.

 Aunque Susana y Verónica eran amigas casi desde la infancia, esa amistad no había estado signada por la asiduidad. Sus trabajos eran distintos, y sus entornos también. Y aunque la juvenil belleza de Verónica nunca había despertado la envidia de Susana, la diferencia de actitud resultaba notoria: al agradable pero recatado aspecto de Susana, se oponía la glamorosa presencia Verónica. Fue recién cuando ésta le comunicó la decisión de hacer ese viaje que Susana le propuso acompañarla y de ese modo aprovechar para abaratar costos.

 Aunque no hubiese ningún motivo para recelar, pronto las sospechas de homosexualidad pronto se fueron instalando en varios de los integrantes del tour, quienes comenzaron a tomar una relativa distancia de ambas. Sólo la pareja compuesta por Iván y Magda dieron desde el comienzo muestras de simpatía hacia ellas, y juntos habían recorrido algunos de los puntos turísticos más interesantes.

 Por cierto que las sospechas sobre el presunto asesino de inmediato se dirigieron hacia Susana. La primera en ser interrogada por la policía local fue también ella, pero al no existir indicios ciertos de su culpabilidad no fue detenida. Sí se le prohibió, lo mismo que a los demás integrantes del tour, la salida el hotel, pero todos permanecieron libres para deambular por el mismo, aunque bajo la vigilancia de un par de policías apostados en la recepción. Luego de las pericias fotográficas, el cuerpo de Verónica fue finalmente derivado a la morgue.

 Desde el primer momento Susana tuvo conciencia de que la principal sospechosa sería ella, y que debería extremar su agudeza para recabarle a su memoria los datos que pudieran revelarle algún indicio sobre el autor del crimen. Estaba segura de que debería ser alguien del entorno, y se concentró en recordar los mínimos detalles de los hechos que habían sucedido durante el viaje. Incluso buceó en algunas circunstancias relacionadas con la continuidad del mismo, que debía dirigirse a Grecia para desde allí pasar a Italia en ferry.

 El móvil del robo no la convencía. Si bien se había comprobado que a Verónica habían sustraído ochocientos dólares en billetes de cien que, a Susana le constaba, su amiga guardaba para sus próximos gastos, ningún otro objeto de valor faltaba, ni siquiera el celular. Por otro lado, la saña con que había sido apuñalada en el cuello descalificaba esa presunción.

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 Empezó por analizar cada una de las actitudes de los integrantes del tour hasta ese momento del viaje. Recordó la animosidad de Sara, y algo menos de su marido Pedro, hacia los gestos desenvueltos y hasta algo provocadores de Verónica. La pareja de chilenos, bastante mayores, habían sido de los primeros en propagar los rumores sobre el presunto lesbianismo de las amigas. Rememoró después el gesto desdeñoso de Gustavo cuando Verónica se negó a acompañarlo a recorrer el Moldava en barco. Aunque desde entonces casi no le había dirigido la palabra, su actitud no justificaba un asesinato. Evaluó también las miradas duras de Magda ante la melosa amabilidad de Iván hacia Verónica mientras recorrían juntos el Bastión de los Pescadores en la colina de Buda, e incluso anoche, en el restaurante de Belgrado. También le pareció extraña la insistencia con que la colombiana Gloria, que viajaba con su hermana, parecía vigilar el manipuleo de la cartera de Verónica cada vez que ésta debía pagar algo. Y la indiferencia casi desdeñosa con que las trataban ese grupo de jóvenes españoles bulliciosos y maleducados, y hasta la evidente molestia con que reaccionaba el guía Carlos ante cada retraso de Verónica en las partidas del bus. Pero ninguna de esas actitudes justificaba la consumación del crimen, salvo que se aceptara como móvil el robo: alguien había intentado robarle los dólares, y al ser reconocido por Verónica aquél la había matado. “Críminis causa”. Pero continuaba resultando ilógica la saña con que la habían apuñalado.

 Por otro lado, el arma asesina no parecía un cuchillo, sino más bien un estilete, o algo parecido. ¿Quizá una pequeña tijera? Susana recordó haberle visto una a Magda en un necesaire. ¿Quizá la espada de adorno en miniatura que Gustavo había comprado en la calle Celetná de Praga? De pronto volvieron a incrustársele en la memoria las duras miradas que Magda solía lanzas tanto a Verónica como a Iván. Recordó también que Magda nunca llevaba dinero, y que siempre era Iván quien pagaba. Ahora, mientras descansaba en el sofá de la recepción, volvió a mirarlos detenidamente, y un extraño y nervioso bailoteo en los ojos de Magda y un leve temblor en sus manos terminó por convencerla. Se levantó y disimuladamente se acercó al llavero donde colgaba la llave con el número de la habitación de la pareja, y ya con ella se tijera en el necesaire y luego los euros en el cajón de la mesita de noche.

 Cuando volvió a la recepción y le dijo a uno de los policías de custodia que quería hablar con su jefe, una creciente seguridad se había apoderado de su ánimo. Todavía faltaba confrontar las huellas digitales en los billetes para probar que pertenecían a Verónica y las pruebas de luminol para comprobar la sangre en las tijeras, pero ya tenía la certeza de que sólo la furia de una mujer despechada podría haber inducido a la autora a cometer ese crimen con tanto ensañamiento.

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LOS AULLIDOS

 Con su mano izquierda el Loco Martínez intentó en vano apartar algún oscuro recuerdo incrustado para siempre en sus ojos, y con la otra tanteó el revólver calzado en la cintura; un colorido manantial de mariposa emergió, etéreo y burbujeante, tras su paso rápido por el alfalfar. El sol, duro y vertical, derretía sin piedad el gris plomizo del asfalto que acababa de atravesar. Una vaca lo miró indiferente, sin dejar de rumiar, cuando el Loco pasó ante sus ojos soñolientos para dirigirse al montecito próximo. Algunos talas elevaban sus brazos protectores más allá del chato nivel circundante, y un molle solitario disparaba también desde la altura su sombra maligna y venenosa. Pero eran los bajos y modestos churquis los auténticos e inviolables dueños del monte.

 Aunque traspuso ágilmente el alambrado y avanzó con paso resuelto, en su mirada inquieta y recelosa temblaban indescifrables miedos. Miedos que le venían desde mucho tiempo atrás, quizá desde la ausencia primera, y que le sacudían la carne y el espíritu obligándolo a apartar con su mano fantasmas invisibles y a tantear a cada instante, compulsivamente, el arma insobornable y compañera.

 Examinó detenidamente las posibles picadas sin dejar de echar hacia atrás, de vez en cuando, furtivas miradas de atención, y recién cuando hubo comprobado la factibilidad de la entrada al monte y la momentánea ausencia de cualquier sigo de peligro, los músculos de su rostro se fueron relajando y su crispada mano derecha comenzó a deslizarse sin prisa sobre la frente mojada por un sudor viscoso y frío a pesar del sol.

 El aullido de los perros hacía un rato ya que se había esfumado, y ahora sólo el vehemente grito protector de una pareja de teros contrapunteaba a trechos el zumbido de los automóviles y el ronco bramido de algún camión. Los tiros ya no cuajaban erizamientos, ni las voces de los hombres tampoco.

 Pero a pesar del silencio, Urbano Martínez continuaba percibiendo en sus oídos los aullidos de los perros, el repiqueteo de los tiros y el angustiante ordenar de las voces humanas. Las que venían de afuera, del mundo, y también las que le gritaban adentro. Esas que le impedían detener totalmente el involuntario tic de su ojo izquierdo y la esporádica contractura de sus labios finos y resecos.

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 Un carancho planeaba su negra inmovilidad alada contra la tórrida transparencia de la siesta cuando Martínez penetró en el monte. La agitación producida por el largo trayecto recorrido había cesado, pero persistía en su boca esa se- quedad y ese gusto desagradable entre amargo y salado que le reclamaba con urgencia la ingesta de algún líquido. Su mirada, primitivamente ansiosa, se tornó resignada al comprobar que a su alrededor sólo gemía bajo el sol una vasta soledad de churcales.

 Hacía más de veinticuatro horas que venía escapándole a la policía y como veinte que no tomaba un trago de agua. Un par de kilómetros antes de llegar al montecito había intentado aproximarse a una casa a un costado de la ruta, pero el reiterado y pertinaz ladrido de los perros y una sed de libertad que era más fuerte que su sed biológica lo había conminado en el último instante a detenerse y retroceder. Sin embargo, los habitantes de la casa debieron haber detectado su presencia cansada y sudorosa y alertado luego a la policía que venía persiguiéndolo, porque apenas unos centenares de metros más adelante fue que escuchó los primeros tiros. Los paraísos y eucaliptos que rodeaban otra casa próxima le permitieron evadir el cerco que comenzaba a insinuarse, y un maizal providencial terminó por cobijar momentáneamente sus miedos.

 Pero lo perros lo habían olido el día anterior, y él sabía que el escondite era precario. Además, no eran sólo los de la policía; parecía que todos los perros del mundo habían decidido denunciar su paso con un enervante coro de ladridos.

 Incluso la balsámica presencia de las mariposas, hasta entonces silenciosas aliadas, parecían ahora pretender delatarlo con su ondulante estela multicolor. Por eso, al divisar el bosquecito al pie de las primeras estribaciones de la sierra, comprendió que allí, y solamente allí, se encontraba su posible salvación.

 Ignorando si se hallaba al alcance del fuego policial, con el corazón, los intestinos y los testículos retumbándole en las sienes y la camisa adhiriéndose a la espalda por el sudor como si se tratara de una segunda piel, salió del maizal y cruzó el asfalto. Inexplicablemente, sólo un silencio caliente y pesado lo acogió. Aun dudando, aguzó los sentidos recelando alguna aviesa y fatal presencia, pero el silencio prosiguió; sólo el lejano aullido de unos perros le recordó lo efímero de su seguridad.

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Alentado por la quietud reinante, penetró con paso firme en el alfalfar. Las mariposas eran ahora nuevamente sus amigas, la pareja de teros le recordó con su ingenuo grito protector que por ahí no estaban sus polluelos, y la vaca lo miró indiferente, sin dejar de rumiar, desde el límite del montecito.

 A medida que los zarzales iban desgarrándole lenta y minuciosamente la camisa sucia y el pantalón raído, punteándole la piel con su mensaje premonitorio, Urbano Martínez empezó a recordar. No su infancia de niño retraído y hosco pero sin penurias vitales, o al menos sin miseria, ni su tímida adolescencia matizada apenas por placeres solitarios, ni tan siquiera su primeros y mínimos delitos, perpetrados sólo a impulsos de ese enfermizo afán por romper el círculo de soledad dentro del cual lo tenía confinado su timidez. Ya ni recordaba tampoco su primera detención a manos de la policía, ni su primera evasión de una comisaría. Pero precisamente esa aptitud para evadirse fue la que le granjeó los primeros respetos y despertó las primeras preocupaciones policiales. Si sus intentos y sus concreciones evasivas no se hubiesen reiterado, quizá su carrera delictiva se hubiera minimizado al punto de pasar inadvertida. Era apenas un ladroncito, y aunque alguna vez había utilizado un arma para amenazar a alguna víctima, nunca había herido, y menos matado, a nadie. Robaba apenas para subsistir. Pero ya desde el comienzo había manifestado esa tendencia a las fugas, quizá como una confirmación de fugas más profundas y trascendentales. Y entonces la policía empezó a tenerlo en cuenta. Y a perseguirlo. Cada captura reavivaba en él sus deseos evasivos, y tras cada fuga concretada, la persecución se tornaba también más implacable. Y aunque su fama de escurridizo fue creciendo, también sus períodos de libertad se fueron reduciendo a extremos intolerables.

 Por entonces fue que comenzó a ser conocido en el ambiente como el Loco Martínez. En realidad parecía medio loco. Por sus gestos bruscos, sus tics nerviosos, su mirada esquiva y temerosa; por su desmesurada ansiedad de animal acorralado. Y sobre todo, por sus inesperadas actitudes, como esa de resistirse a tiros a la policía después de haber robado unos pocos pesos en un almacén. Él sabía que el juego volvería a reiterarse, que luego de la persecución sería capturado y al poco tiempo nuevamente liberado. O que escaparía, como ya lo había hecho en otras oportunidades. Pero esa vez, algo inexplicable lo había obligado a resistirse. Quizá fuera que necesitaba demostrarse a sí mismo que era capaz de hacerlo, o quizá simplemente que se estaba cansando del juego. No hubo muertos ni heridos, y fue fácilmente capturado. Pero mientras era trasladado, una vez más logró escabullirse y escapar. Y aunque el ciclo se reiteró con otro par de capturas y liberaciones, ya el nombre del Loco Martínez quedó definitivamente asociado con el peligro.

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 Ese período de su vida era como una nebulosa flotando en sus recuerdos, pero lo de Matilde sí lo recordaba. Nítidamente. A él lo atraían las mujeres, pero esa atracción estaba referida sólo al llamado de la sangre. Nunca había tenido novia, ni mujer, y desde que se fuera de su casa siempre había andado solo. Su soledad llegaba al extremo de hacerle prescindir de compinches para sus delitos. Aunque hubiese miradas encendidas y gestos escrutadores que clavaran espinas ardientes en sus dudas y en su sangre, nunca le había preocupado si agradaba o no a las mujeres. Las posesiones -las pocas veces que las había consumado- no significaban para él más que simples estallidos de la naturaleza, tan inevitables como la floración de un capullo o la restallante aparición del sol.

 Con Matilde sucedió lo mismo, al principio; pensó satisfacer con ella sus instintos sexuales, y nada más. Pero la indiferencia de la muchacha le fue madurando urgencias, y al poco tiempo Matilde ya era una brasa metida en su simiente. Como intuyó que si no la apagaba terminaría por consumirlo, un atardecer de fuego el apremio le tensó lo nervios y le cristalizó el deseo. No fue una violación, sino apenas un simulacro compartido. Pero los padres de la muchacha percibieron, tras su mudo recato, la flagrante presencia del semidelito. Apremiada por ellos, Matilde acusó. Y en el momento de concretarse la enésima detención, Martínez comprendió de pronto que esta vez el ciclo no se repetiría.

 Por eso fue que no dudó en salvar con un salto los seis metros que mediaban entre el balcón de la Jefatura y la vereda. Aun a riesgo de fracturarse una pierna, cuando el agente que lo acompañaba a efectuar declaraciones se descuidó un segundo, corrió hacia la ventana y saltó. Conocía de antemano la altura, y comprendía que era considerable; pero también sabía que una violación no es un hurto, ni una simple estafa. Intuía además que el agente no se arriesgaría a disparar entre tantas personas. Pero por sobre todas las cosas, tenía la certeza de que, junto a esa gente que transitaba indiferente y apurada por la vereda de la Jefatura, circulaba también, cercana y abordable, la ansiada libertad.

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 Se escabulló una vez más entre un mar de rostros anónimos, atravesó calles atestadas de máquinas amenazantes, y al sentir como si megatoneladas de hierro y cemento estuviesen a punto de desplomarse sobre él, casi no supo si alegrarse o maldecir su reciente libertad.

 Pero tenía que continuar huyendo. Para subsistir, robó de una verdulería unos pocos pesos que le permitieron dormir esa noche en un hotelucho de Alta Córdoba. El sol radiante de la mañana siguiente pareció liberarlo de fantasmas y oscuridades, y al mediodía comió con apetito y casi alegremente. Hasta se dio el lujo de colmar anímicamente su evasión bebiendo una botella de buen vino. Después, para completar su seguridad, compró un revólver y una caja de balas. Pero a la tarde, mientras viajaba en un ómnibus hacia la estación de trenes, un fantasma con su propio rostro reapareció brutalmente en las páginas de un diario: las hazañas del Loco Martínez comenzaban a resultar buen material para los periodistas. Volvió al hotel, pero esa noche su sueño ya no fue tan plácido y esperanzado como el de la noche anterior.

 A la mañana siguiente decidió abandonar la ciudad. Como la estación de trenes y la terminal de ómnibus seguramente estarían vigiladas, se dirigió a las afueras de la ciudad para recién desde allí tratar de abordar algún ómnibus que lo llevara al norte.

 Caminaba frente a una finca en Guiñazú, apenas pasado el mediodía, cuando la vio. Tendría dieciséis, diecisiete años. Estaba clavando la pala en la tierra, de espadas a él, y al flexionar su cuerpo hacía adelante la pollera se levantaba dejando al descubierto sus muslos robustos y duros. Primero intentó restarle importancia a la visión, pero una fascinada atracción lo obligó a seguir manteniendo la mirada fija en la muchacha. A cada golpe de pala la pollera se levantaba más y más, y luego de permanecer unos segundos como clavado en la tierra, giró su cuerpo y comenzó a avanzar lentamente.

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Pensó que sería como Matilde. Se resistiría un poco, lloraría, pero luego un breve relámpago fulguraría en sus ojos y al final permanecería sospechosamente quieta y laxa. Pero esta era fornida, rosada; campesina. La muchacha lo miró de frente, desafiante. No con una provocación erótica, como él presumió, sino como un desafío entero, total. La pala lo golpeó primero en el brazo, luego en la espalda. Cuando se la quitó, ya una vorágine de furia, deseo y miedo le estaban estremeciendo la sangre y los pensamientos en demanda de oscuras definiciones. El golpe en la cabeza derribó a la muchacha dejándola quieta, mansa, como él deseaba que estuviese, y por un momento pensó en satisfacer primero sus deseos para recién después huir. Pero cuando observó deslumbrado esa zigzagueante serpiente roja que comenzaba a modelarle en el rostro ausencias definitivas, comprendió de pronto que un destino irreversible lo estaba acechando desde siempre paciente pero inexorablemente. Descargó la pala tres o cuatro veces más, sin furia, casi piadosamente, y cuando ya no necesitó cerciorarse de lo que una punzante certeza le estaba gritando, tiró la pala debajo de un árbol y comenzó a alejarse.

 Debieron descubrirla pronto porque aún estaba esperando al costado de la ruta cuando vio al patrullero. No se detuvo a pensar si lo estarían buscando a él, o si el coche pasaría sólo accidentalmente por el lugar. Retrocedió con premura hacia una plantación de árboles frutales y luego comenzó a alejarse hacia las afueras, hacía el campo. Pero el ulular de una sirena primero, y el ladrido de diez, cien, mil perros después, le desgarraron las entrañas con los candentes arietes del miedo.

 Corriendo y jadeando, logró eludir lentamente la persecución. En algún momento el ladrido de los perros fue tan potente que creyó percibir sus alientos abrasadores encendiéndole el rostro; pero después los ladridos se fueron atenuando, esfumándose, y aunque por momentos volvieron a reaparecer, amenazantes, terminaron por disiparse totalmente. Sólo algún disparo lejano reavivó por momentos su angustia, pero poco a poco fue serenándose al comprobar la momentánea ausencia de peligro.

 El temor a ser descubierto era más fuerte que la ardiente sequedad de su garganta. Por eso, recién cuando el oscuro y limoso frescor de una acequia lo llamó con su compulsivo canto de sirena, venciendo la repugnancia consintió en calmar la sed que lo abrasaba. Reposó unos minutos bajo la alargada sombra de unos álamos, y luego prosiguió su camino. Un rojo y caliente ocaso lo acompañó rumbo al norte, ya en pleno campo abierto, y más tarde un tachonado cielo de verano refrescó por unas horas su enfebrecida existencia.

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Faltaba aún bastante para que la claridad del alba se insinuara en el naciente, cuando el aullido de un perro se le metió en el sueño y lo convirtió en pesadilla. Despertó sobresaltado, transpirando a pesar del fresco, y ya no pudo continuar durmiendo. Volvió a caminar hacia el norte guiándose por la luces de los vehículos que a unos centenares de metros transitaban por la carretera. No había decidido aún hacia dónde se dirigiría; sólo sabía que lo perseguían desde Córdoba, desde el sur, y que por consiguiente él debía marchar hacia el norte. Quizá llegando a Jesús María pudiera pasar inadvertido unos días, hasta que el alboroto amainara.

 El día amaneció límpido, sin las frecuentes nubes que suelen orlar el sol en los amaneceres estivales. El prematuro canto de las cigarras presagiaba tórridos incendios. Con la suela de los zapatos perforada y los pies hinchados, prosiguió penosamente la marcha. Caminaba lo más alejado posible de la ruta, esquivando las casas. Sin embargo, alguien debió advertir su presencia y sospechar porque, después de un agobiante recorrido de treinta kilómetros, cuando se encontraba cerca de General Paz, volvió a escuchar los ladridos. No eran esos ladridos indiferentes, casi de compromiso, que suelen emitir los perros de una casa cuando algún caminante pasa cerca de ella. Estos eran unos ladridos extraños, duros y acosantes, provenientes de la carretera. Y junto a los ladridos se oían también, lejanas y apagadas como un eco pero también siempre presentes y retornantes como aquellos, las odiadas y temidas voces de los hombres.

 Todavía pudo recorrer algunos kilómetros, pero ya la sed lo estaba acosando tanto más que las voces y los ladridos. Fue entonces cuando se aproximó a la casa y cuando, luego de eludir el incipiente cerco, penetró en el montecito.

 Continuó lo más que pudo hacia adentro, hacia el corazón del monte, y recién cuando un silencio sólo matizado por el gorjeo de los pájaros y el palpitante crepitar de los arbustos lo envolvió, se recostó boca arriba sobre la tierra cubierta de paja brava y entrecerró los ojos. Aunque su fisiología lo exhortaba a profundizar esa modorra que comenzaba a relajarle músculos y nervios, su actividad mental continuaba imponiéndole una dolorosa vigilia. También la sed, que le cuajaba en los labios salitrales ardientes, contribuía a mantenerlo tenso y vigilante.

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 Entreabrió los ojos, y el techo marrón verdoso de los churquis y los talas le permitió ver, a través de las pequeñas brechas que el sol abría entre las hojas, breves trozos de cielo, casi tan pequeños como el propio cielo interior que en algún olvidado instante vislumbrara. Pero nuevamente los párpados se le fueron volviendo sombras y ya empezaba a adormecerse arrullado por lejanos recuerdos de verdes y amaneceres, cuando volvió a escuchar ladridos. Su duermevela los confundió primero con el canto de los gallos, pero cuando comenzaron a aproximarse y a tornarse cada vez más nítidos, más acuciantes, el miedo le fue creciendo espinas en la carne.

 Ya de pie y con el arma en la mano, atinó a esconderse detrás del tronco de un tala justo cuando un agente aparecía, sujetando a su perro, junto al alambrado que rodeaba el monte. Transpirando por el calor y el miedo esperó, tenso y angustiado. Cuando otro policía con su correspondiente perro llegó junto al primero, éste atravesó el alambrado y comenzó a avanzar cuidadosamente. A medida que el ladrido del animal se iba haciendo más intenso y más cercano, la angustia de Martínez iba creciendo, hasta que su cerebro no resistió más la tensión y un grito quedo, casi un quejido o un lamento, le estalló en la garganta al mismo tiempo que su dedo apretaba el gatillo. Aunque el seco retumbo de los disparos le acrecentó la opresión que le estaba lacerando las sienes, tuvo al mismo tiempo la virtud de aventarle en parte la ansiedad y el miedo, permitiéndole pensar nuevamente.

 Como los impactos no habían dado en el blanco, el policía logró retroceder hasta colocarse fuera del alcance de las balas, y poco después de haber desaparecido junto a su compañero, una alternada sucesión de voces de mando y ladridos volvió a desgarrar la soleada quietud de la siesta. El guiño del ojo izquierdo ya se había propagado como un espasmo convulsivo a todo el rostro del Loco cuando las voces y los ladridos cesaron de pronto. Un preludio de tormenta se esparció por el monte, acallando murmullos y cantos, y Martínez permaneció con la mirada clavada en el comienzo de la picada, esperando la aparición de los policías con el dedo tenso en el gatillo. Se había tranquilizado bastante pensando que, como la picada era angosta, no se atreverían a entrar de a uno, advertidos de su presencia por los disparos. Lo que no alcanzó a reflexionar fue que también los policías conocían, como él, la situación, y que si su objetivo era detenerlos para luego intentar evadirse, el de ellos era capturarlo.

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Primero lo confundió con esa informe masa de nubes que allá en el horizonte había estado creciendo y avanzando hacia el norte, hacia el sol, y sólo cuando un acre olor todavía indefinido y un tenue crepitar de hojas le acicateó los sentidos con la crueldad de la duda, empezó a comprender. Y cuando los pájaros y las alimañas desataron con sus estridentes chillidos las iras del infierno, ya la certeza le había clavado en las carnes la garra de la desesperación.

 El fuego venía del lado del alambrado, entre la entrada del monte y la ruta, alimentado por una brisa preanunciadora de tormenta que había comenzado a soplar el sur. A pesar del miedo y la angustia alcanzó a comprender que si intentaba salir por la picada sería inmediatamente detenido. Eso, siempre y cuando el fuego y algún dedo ansioso y violento le permitiesen llegar hasta el alambrado. Entonces decidió arriesgarse intentando penetrar monte adentro.

 Al calor del sol se sumaba ahora el calor del fuego, y los rasguños provocados por las espinas comenzaban a convertir su piel en un mapa sanguinolento y doloroso. El monte se interponía cada vez más entre él y la libertad, cerrándole el paso con sus brazos vegetales y sus uñas punzantes. Pero cuando ya la tos y el ahogo le estaban ordenando incipientes pero definitivos rumbos de claudicación y entrega, fue que se topó con el abra. Era tan angosta y erizada de obstáculos como la que le permitiera entrar al montecito, pero luego de un trecho comenzaba a ensancharse y al final se divisaba, restallante de luz, la codiciada salida.

 Aunque los primeros tramos fueron recorridos lenta y dificultosamente, a medida que se iba desembarazando de ramas y espinas pareció también irse liberando de la angustia y el miedo que lo agobiaban. Con una recobrada agilidad, fruto de la esperanza, transitó los últimos metros en procura de la salida. Pero al ganar el límite del montecito, junto al lacerante impacto del sol sobre sus ojos volvió a sentir el tétrico aullido de los perros.

 El calor, el dolor de las heridas, la ansiosa estampida de los habitantes del monte y el infernal coro entonado por los perros excitados por el fuego, estuvieron a punto de postrarlo de rodillas sobre la tierra. Unas lágrimas olvidadas, lágrimas de niño solo y temeroso, se le escurrieron por la garganta hacia adentro, hacia un recobrado rincón del tiempo. Un grito antiguo como su propia vida, a la vez semental y funerario, pugnó en vano por surgir de sus entrañas. Pero aunque ni su garganta ni su boca emitieron sonido alguno, lo  mismo el grito afloró a través de sus puños, su piel y sus ojos.

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 Cuando las fuerzas del instinto de supervivencia le permitieron finalmente recobrarse, se lanzó hacia adelante, hacia la ruta, y empezó a correr. Cruzó las vías del ferrocarril, atravesó dificultosamente el alambrado, salvó de un salto la hondonada que lo separaba de la banquina, pero ya sus maltrechas y llagadas plantas le estaban ordenando perentorios reposos. Poco a poco sus piernas comenzaron a ceder y cuando, haciendo un esfuerzo supremo, logró finalmente posar sus pies sobre el asfalto, un coro de aullidos transportó su mente al infinito y un lúgubre repiqueteo le clavó en el cuerpo aguijones de eternidad.

 

ANOCHECER

 -Este lo había preparado todo muy bien- comenzó a explicar el Negro, mirando al Gato -Pero viste, cuando el diablo mete la cola…

 La sonrisa de Marcos fluctuó entre el asentímiento y la duda. Raúl miró alternativamente al Negro y al Gato, pero permaneció callado.

 El agua de la pava ya casi hervía. El Negro la sacó del fuego, la vertió en el mate y se la pasó al Gato. Después de la primera chupada, éste final- mente expresó con una media sonrisa:

 -Sí, la verdad que lo teníamos todo bien armadito con Jorge.

 Marcos le clavó la mirada, instándolo a proseguir, pero el Negro intervino para aclarar:

 -Salió mal sólo por mala suerte.

 El Gato enarcó una ceja en señal de duda y le dio otra chupada al mate. Después siguió explicando:

 -Quizá debimos continuar con el negocio Aunque la cosa estaba mal, en una de esas no era para tanto; la gente seguía viniendo. Es cierto que después del “rodrigazo”(*) los precios de los insumos se fueron a las nubes, y ya se sabe: si nosotros también aumentábamos el valor de los menús, la gente dejaba de venir, y si no aumentábamos, apenas cubríamos los gastos…

 Le devolvió el mate al Negro, quien lo volvió a llenar y se lo pasó a Raúl. Marcos preguntó:

 -¿Y cómo se les ocurrió…?

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 -Fue Jorge. Nosotros teníamos un seguro, pero era mínimo. Entonces decidimos aumentarlo- La luz solar que entraba por la ventana estaba declinando, pero la claridad en la habitación, aunque tenue, aún alumbraba, y el calor seguía agobiando -Y ahí empezamos a pensar en el asunto- concluyó con una sonrisa torcida. Los demás también sonrieron, pero la del Gato era más bien una mueca de resignación.

 El Negro rompió el silencio que se había generado, insistiendo con su idea:

-A mí me parece que sólo fue mala suerte. ¿Quién podría haber pensado en la vieja?

 Marcos se interesó:

-Pero si ella no hubiera estado, vos creés…?

 -Y andá a saber- lo interrumpió el Gato -Las cosas pasan, uno nunca puede estar seguro de lo que hubiera ocurrido si no pasaba eso.

 -Seguro que hubiera salida bien- aventuró Raúl, devolviendo el mate.

 Poco a poco la luz externa se había ido atenuando, y la penumbra comenzaba a invadir la habitación.

 -Sí, fue una cagada lo de la vieja- reflexionó el Negro.

 -Quizá lo mejor hubiera sido seguir con el restorán- insistió el Gato con un gesto ambiguo.

 -Pero estaba bien pensado- refirmó el Negro -El seguro era buena guita, y si el negocio ya no andaba bien…

 Marcos quiso saber:

 -¿Y de cuánto era el seguro?

 El Gato eludió la respuesta riendo con una exclamación:

 -¡Era un pilón de guita!

 -Por eso valía la pena- agregó Raúl.

 -Ya lo creo- afirmó el Negro -Además, parecía fácil; el sótano, la caldera con el diésel…

 -Y sí, todo parecía fácil hasta que el diablo metió la cola, como decís vos- La espesa barba rubia del Gato no alcanzaba a ocultar su gesto resignado. Las patas de gallo alrededor de sus párpados contribuían también a que su mirada pareciera nostálgica, distante -Pero bueno, así fue la cosa- concluyó, pasándose la mano por los cabellos.

 -Sin embargo, lo de la vieja fue un accidente…- Más que pregunta, lo de Marcos era una afirmación.

 -Por supuesto- agregó con determinación el Negro- Su cara redonda y juvenil parecía desmentir sus gestos enérgicos y sus afirmaciones categóricas.

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También su risa era plena, vital.

 -A la vieja justo se le ocurrió ir al baño en ese momento- reflexionó Raúl.

 -El baño estaba en el entrepiso, cerca del sótano- aclaró el Negro.

 El Gato continuó explicando:

 -En el salón había sólo un par de mesas ocupadas. Le dije a Jorge que ni bien yo encendiera la nafta subiría para avisarles a los clientes que había fuego y que desalojaran el local tranquilamente. Cuando llegaran los bomberos ya el fuego en el sótano habría quemado todo- Hizo un silencio y agregó bajando la vista: -Sí, estaba bien organizado: pero a la vieja se le ocurrió ir al ba- ño- bajó la voz y agregó con un susurro -y yo me olvidé el otro bidón.

 -¡También vos, qué pelotudo!- exclamó Raúl.

 Todos sonrieron, y el Gato no contestó. El Negro continuó explicando:

 -Si no explotaba el bidón, el fuego hubiera de- morado mucho en llegar a la caldera, y todo hubiera andado bien. Habrían podido salir todos sin problemas.

 -¿Pero la vieja murió por la explosión?- preguntó Marcos.

 -No, la onda explosiva la tiró contra la pared, pero los médicos determinaron que murió por un infarto, por el susto.

 -Y con la explosión del bidón los bomberos llegaron rápido…- reflexionó Marcos.

 -Claro- intervino el Gato -, y ahí se descubrió todo. Los llamaron enseguida y pudieron apagar el fuego- Después de unos segundos agregó: -Pero mientras, la vieja de mierda se había muerto.

 -¡Qué cagada!- exclamó el Negro sonriendo.

 -Bueno, muchachos, me tengo que ir, se acabó el tiempo- explicó Marcos, mirando su reloj.

 El cuarto aún no estaba oscuro, pero la penumbra comenzaba a esfumar los rostros. Raúl se levantó y lo mismo hizo Marcos. El Gato y el Negro permanecieron sentados. La pava ya no humeaba.

 -¿Y cómo anda lo tuyo?- preguntó Marcos al Negro, después del abrazo de despedida.

 -Mercado me dijo que en cualquier momento se hace el juicio. Te quiere llevar a vos como testigo, ¿no tenés problema, no?- Marcos negó con un gesto -Por suerte mi viejo salió enseguida de los dos balazos, así que sólo serán lesiones por emoción violenta. Por eso te quiere a vos, que sos mi amigo, para que digas que yo siempre llevaba el revólver.

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 -¡En tu puta vida habías visto uno!- rió Marcos.

 El Negro agregó:_

 -El viejo ahora está mansito, y le pasa rigurosamente la guita a mi vieja. Mercado me dijo que como ya van dos años, me van a excarcelar.

 -Me alegro. Chau, muchachos- Saludó al Gato y a Raúl, quienes se dirigieron sus celdas. Marcos salió al pasillo.

 Cuando traspuso el portón de salida, aunque el cielo rojizo del anochecer pugnaba en vano por mantener iluminada la zona oeste de la ciudad, la noche había comenzado a oscurecer los árboles circundantes y los altos muros de ladrillos de la cárcel de Encausados. Por las ventanas abiertas, algunos presos todavía asomaban sus cabezas.

 (*) “Rodrigazo”: Fuerte ajuste económico y devaluación del peso durante el gobierno de María Estela de Perón, en 1975.

 

FAVELAS

 El ruido de la explosión no afecta demasiado la semivigilia de Jairzinho. El calor ardiente de la tarde ha ido cediendo paulatinamente empujado por la brisa que viene de la bahía, pero el sopor causado por la mezcla del bochorno y tres vasos de whisky ha introducido en el cerebro del joven una duermevela que no alcanza a ser sueño pero que se le asemeja bastante. Aunque no se ha sor- prendido por el sonido la explosión, un segundo estallido termina por despabilarlo.

 El agua de la piscina en el último piso del “Copacabana”, más que tibia estaba decididamente caliente, y luego de un breve chapuzón, el disgusto por la temperatura lo ha obligado a salir. Cuando lo está haciendo, una nueva y potente explosión lo obliga a mirar hacia atrás del hotel, hacia la colina donde está la favela. Y al divisar el helicóptero suspendido sobre el morro, de pronto Jairzinho comprende: el tableteo de las armas y las voces emanadas del megáfono del helicóptero le certifican que la gendarmería, o el ejército, está atacando la favela. “Su” favela, allí donde nació y creció bajo la tutela y el amor de sus padres.

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 A pesar de la pobreza, su infancia fue similar a la de tantos garotos: con los juegos propios de los niños y con esa devoción por los ídolos futbolísticos a los que soñaba emular cuando creciera; y también, cuando se portaba mal, con las reprimendas que lo enclaustraban en la modesta casucha donde vivían y, en ocasiones, hasta con algunos ramalazos de hambre. Pero la mayor parte del tiempo, con alegría y felicidad.

 Recién en la adolescencia, cuando el reclamo de los instintos lo obligó a acercarse al sexo opuesto, se dio cuenta de que la pobreza y el amor de las muchachas suelen ser incompatibles. Sobre todo cuando esas muchachas son muy hermosas y tienen conciencia de que los son.

 A pesar de ello nunca aceptó la sugerencia de algunos de sus amigos para que se uniera a ellos en los pequeños hurtos y arrebatos que efectuaban a los turistas en la cercana playa de Copacabana. Su padre, aun dentro de su pobreza, siempre supo ingeniárselas para sostener el hogar sólo con su trabajo en la construcción de edificios próximos a la costanera, mientras mantenía una alerta tutela sobre Jairzinho y su hermana menor.

 Jairzinho no robó ni se drogó como lo hacían la mayoría de sus amigos; pero un día la tentación se materializó en la estilizada figura de María de los Ángeles. Ella vivía a medio camino entre la favela y la avenida Copacabana, y era blanca, rubia y etérea. Lo opuesto a Jairzinho, que era mu- lato, fornido y de baja estatura.

 Al principio María de los Ángeles lo ignoró, pero la insistencia del muchacho logró que finalmente aceptara sus invitaciones. Claro que esas invitaciones distaban mucho de las que estaba acostumbrado a efectuar Jairzinho: salir a caminar, tomar un helado y luego, si existía la posibilidad, meter- se en algún recoveco de la favela para tener sexo con la muchacha. La compañía de María de los Ángeles exigía la posesión de dinero, y Jairzinho no lo tenía.

 Aunque había terminado el secundario seguía sin trabajo, por lo que resultó inevitable que un día aceptara las sugerencias de Nico para que ingresara a una red de narcotráfico que operaba en la favela. Pero antes resistió todo lo que pudo; se encaramó al típico tranvía que va al bohemio barrio de Santa Teresa y de allí a la cima del Corcovado, donde se yergue la imponente figura del Cristo, y le pidió perdón anticipadamente por lo que se aprestaba a hacer.

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Pero como a los pétreos brazos extendidos por momentos los presintió acogedores y por otros admonitorios, se quedó con la duda sobre su respuesta. Él era creyente, católico, lo que no le impidió elevar también sus súplicas a los orixás Ogum, Iemanyá, Oxalá, Xangó… los que tampoco le contestaron. Pidió consejo a los espíritus de sus abuelos y anteriores ancestros, pero como estos no se manifestaron reprendiéndolo, concluyó que seguramente aprobaban su decisión.

 Al principio su misión consistió sólo en transportar algún paquete de un lugar a otro, pero poco a poco sus actividades se fueron extendiendo y pronto, con sus todavía magras ganancias, comenzó a comprar y a vender por su cuenta pequeñas cantidades de marihuana, hasta llegar a comerciar también mínimas dosis de cocaína.

 Por cierto que sus actividades eran limitadas y sus ganancias también, ya que una gran parte de ellas estaba destinada a pagar los peajes de los jefes. Pero en poco tiempo logró una posición que ya le permitía darse ciertos gustos, como usar buena ropa, frecuentar lugares nocturnos y ayudar económicamente a su familia. Su padre había finalmente desistido de reclamarle aclaraciones sobre la procedencia del dinero y, aunque a disgusto, terminó por aceptarlo.

 Nunca logró poseer a María de los Ángeles, pero la vida le dio desquite con el acceso carnal de otras muchachas tan bonitas o más que aquélla. Pronto su situación económica mejoró de tal modo que ya le permitió efectuar viajes, alojarse en buenos hoteles y llevar una vida relajada. Y aunque siempre estaba presente el peligro representado por las fuerzas del orden, hasta ahora había logrado sortearlo con éxito.

 Periódicamente la policía entraba a la favela y procedía a efectuar razias, pero casi siempre con magros resultados. En una sola ocasión la batida había sido exitosa, y en el enfrentamiento habían muerto tres habitantes de la favela y un policía.

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 Pero ahora presiente que el procedimiento será importante porque al primer helicóptero se le ha sumado otro, y a las intimaciones por los megáfonos le han sucedido fuertes explosiones superpuestas al tableteo de ametralladoras y armas largas. Ha estado siguiendo los lugares del enfrentamiento -que tan bien conoce- por las nubecitas de humo que se elevan de la favela. Y cuan- do uno de los helicópteros queda suspendido muy cerca de la casa de sus padres, comienza realmente a preocuparse. Pero es sólo un instante; de in- mediato se despreocupa pensando que allí no entrarán, que ni sus padres ni Amelita son sospechosos y que un operativo de esa naturaleza no se montaría para buscarlo a él, mínimo engranaje de una gran maquinaria, sino a otros importantes jefes Al comprobar que los tiros y las explosiones amainan, se relaja y pide otro whisky. Y cuando comprueba que los helicópteros se esfuman tras el morro, termina de distenderse. Ya con el vaso en la mano, se acoda en la baranda de la terraza, desde donde el ocaso permite descubrir todavía un trozo de la playa con su fuerte oleaje. Diez pisos más abajo, la avenida Copacabana rebalsa de vehículos que trazan en su recorrido haces incandescentes mientras las luces de los negocios comienzan a encenderse.

 Jairzinho bebe otro trago de whisky sin sospechar que en ese momento los bellos ojos aún abiertos pero ya fijos por la rigidez de la muerte de Amelita son cerrados por su madre, que solloza apenas en la oscuridad de la habitación, mientras en la calle su padre eleva lo impotentes puños hacia los últimos soldados que van despareciendo al bajar la cuesta.

 

LA REVANCHA

 Podría haber ido directamente a Montevideo, pero prefirió tomar el buque a Colonia, por las dudas. Pensó que para llegar a Brasil lo mejor sería atravesar territorio uruguayo, ya que una vez subido al Buquebus estaría prácticamente a salvo; por esa pavada no iban a estar esperándolo los de Interpol en el desembarco. En cambio, cruzar la aduana de Colón a Paysandú o de Curuzú Cuatiá a Uruguayana podría ser más complicado, aparte del tiempo que le tomaría llegar a la frontera. Y en avión ni pensarlo. En Colonia en cambio, como turista, no lo iban a estar controlando.

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Como faltaban tres horas para tomar el ómnibus a Montevideo, aprovecharía para recorrer el casco viejo; de paso se relajaba. Atravesó el gran pórtico con el escudo portugués, admiró las antiguas murallas de la época de la colonia y fue recorriendo sin apuro las callejas empedradas que descienden hacia el río. Se detuvo un largo rato en la “calle de los suspiros”, flanqueada por casitas coloniales de la época portuguesa, y luego pasó frente al derruido convento de San Antonio, al lado del blanco faro que aún parece guiar por las noches algún barco pirata inglés o francés dispuesto a poner sitio a la antigua colonia del Sacramento. Aunque ahora los únicos destinatarios de su luz sean unos modestos barquitos de pescadores.

 Miró su reloj al pasar frente a la casona donde el mítico Marcello Mastroiani filmara una película, y como aún era temprano se dirigió al museo “del azulejo”. Pero aunque estuvo tentado de entrar, calculando el tiempo que le quedaba prefirió seguir recorriendo las callecitas empedradas ocupadas por las mesas de los bares circundantes, en uno de los cuales se sentó a tomar una cerveza. Cuando llegó a los cimientos de la “casa de los gobernadores” -lo único que quedaba del antiguo edificio colonial- ya faltaba poco para que saliera el ómnibus a Montevideo.

 El único momento en que soltó el maletín sujeto a su muñeca fue cuando se sentó a tomar la cerveza, y durante el trayecto a Montevideo siempre permaneció en el asiento junto él hasta llegar a la terminal. Hubiese deseado visitar de nuevo la plaza Independencia donde se encuentra el mausoleo con los restos de Artigas, pero el tiempo que disponía hasta cambiar de ómnibus no era suficiente para llegar hasta el lugar que tanto lo había sensibilizado en aquél viaje que hiciera con Laura al poco tiempo de estar casados. Con esa Laura que ahora era sólo un doloroso recuerdo. Ella no había podido soportar la estrechez económica a la que los constreñía su modesto empleo en el banco, y lo abandonó poco tiempo después para radicarse en España con una nueva pareja. Él siguió ascendiendo poco a poco en el escalafón bancario, pero cuando finalmente logró tener un sueldo que le permitía cierto desahogo económico, ya hacía mucho tiempo que Laura se había marchado. Siempre solía insistirle: “Tené un poco de paciencia, las cosas van a ir mejorando”. Pero ella era impaciente, ambiciosa y, además, muy bonita. Él notaba cómo los hombres la miraban, incluso sus compañeros del banco cuando pasaba a saludarlo por cualquier motivo. Aunque ella nunca se lo hubiese reclamado concretamente, presentía su deseo contenido por acceder a un nivel de vida superior al que él podía ofrecerle. Por eso, aunque la decisión le clavó estiletes de pena hasta derrumbarlo, no tuvo más remedio que resignarse cuando ella le comunicó que lo dejaba para irse a vivir a España con ese rubio y buen mozo odontólogo cordobés.

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 Siguió trabajando en el banco, y un par de años atrás finalmente lo habían designado gerente en esa sucursal de Caballito. Aunque no le faltaron oportunidades, nunca volvió a formar pareja. “El que se quema con leche…”, solía responderle a sus compañeros cuando bromeaban con él al respecto.

 Siempre había atribuido el abandono de Laura a su estrechez económica, aunque últimamente no estaba muy seguro de que el motivo hubiese sido solamente ése. Laura era independiente, pizpireta -sólo después que se hubo marchado lo reconoció- y le gustaba demasiado mirar a los hombres. En cambio, mientras permanecieron juntos, él nunca miró a otra mujer con mala intención. A su temperamento tranquilo, casi tímido, le bastaba la exuberancia y la voluptuosidad de Laura.

 Al principio la idea comenzó a rondarlo como un simple juego de imaginación. “¡Si lo supiera Laura…!”, se decía. Pero poco a poco, la idea se le fue desplazando del cerebro al corazón, al sentimiento. “Si lo hubiera pensado antes, quizá…”. Hasta que un buen día pensó que debía hacerlo, que esa sería su revancha. Aunque ya fuera tarde.

 Mientras viajaba en el ómnibus de Colonia a Montevideo se había arrepentido de haber tomado ese itinerario. “Debí seguir directo a Porto Alegre”. Pero un sentimiento desconocido hasta entonces lo había conminado a dirigirse hacia la costa uruguaya para conocer el glamour de Punta del Este, disfrutar las playas de Rocha, visitar en territorio brasileño el castillo de Santa Elena, detenerse algún tiempo en los balnearios del sur… “Total, se acabaron los problemas económicos”.

 Apenas vislumbró la playa de Pocitos -donde tanto había disfrutado con Laura-, y siempre aferrado a su maletín, continuó hacia Punta del Este, dónde solicitó y obtuvo alojamiento en el “Conrad”. Ya instalado, y luego de regodearse por el amplísimo lobby,salió a los jardines desde donde se divisaba el puerto y un enorme barco de turismo anclado frente a la costa. Se quedó pensando si habría tomado la decisión adecuada al llenar la caja de seguridad del hotel con parte del contenido del maletín y acomodar como pudo el resto -la mayor parte- debajo del sommier. Al bajar la alta escalinata del hotel y tomar con- ciencia de que no tenía el maletín, de pronto se sintió desnudo y casi entró en pánico. Pero se sobrepuso y se dirigió al puerto, atestado de lujosas embarcaciones, donde le dio de comer a los lobos marinos que salían del agua para encaramarse en la pasarela.

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Pensó en continuar hasta Maldonado, pero un recelo compulsivo lo obligó a retornar. Después de lo que había sufrido preparando la maniobra, no estaba dispuesto a perder todo por unos momentos de distracción. Al comprobar que debajo del sommier todo estaba en orden y en la caja de seguridad también, se relajó y sonriendo comenzó a pensar en la cara que pondrían los empleados modelo y el gerente eficiente y responsable … ¡Y si se enterara Laura! Pero esto resultaba difícil, claro, porque en España no le iban a estar dando importancia a una simple cuestión policial en Argentina. En los medios periodísticos locales sin duda le darán amplia cobertura, pero en España…

 Cuando estaba jugando a la ruleta en el casino del hotel, notó en un par de individuos que estaban en otra mesa algo alejada ciertas actitudes y ciertas miradas dirigidas a él que lo inquietaron. Pero enseguida se tranquilizó; era sábado a la noche, y hasta el lunes, cuando abriera la sucursal, nadie enterarse. Por las dudas cambió las fichas y se fue al bar del hotel a tomar un coñac. Mientras bebía lentos sorbos no podía dejar de pensar que en la gerencia general del central había, por cierto, duplicados de las llaves del tesoro de la sucursal. ¿Pero, cómo podrían haber sospechado? Sin embargo la inquietud se agigantó cuando descubrió, en una mesa cercana a la suya, a los dos hombres sospechosos, y se convirtió en pánico cuando en la pantalla gigante del televisor un locutor comenzó a informar que en la sucursal del banco X de Caballito, en Buenos Aires, había desaparecido todo el dinero del tesoro, incluidos los dólares. No había signos de violencia, y la policía argentina había solicitado la colaboración de Interpol porque se sospechaba que el gerente había huido al exterior con el botín. Un gesto de terror que lo paralizó se dibujó en su rostro cuando los dos hombres, sin dejar de mirarlo, se levantaron y comenzaron a dirigirse hacia dónde él estaba.

 

 EL PASAJERO

 Mientras sus pasos lo van alejando lentamente de Villa Unión, los ojos cansados de Luciano contemplan con nostálgica ternura la cresta nevada del Famatina que se yergue, ciclópea, bajo el sol áspero y seco del mediodía.

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Temprano en la mañana, cuando el verdor del valle aún no se había encendido y lo único que refulgía era el amarillo floral de las breas y el rojo perfil de los roquedales, había llegado desde Guandacol a bordo de la Ford 70 de don Ricardo, luego de vadear con dificultad las innumerables cañaditas que la lluvia de días atrás convirtiera en fangosos riachos.

 Don Ricardo no le preguntó filiación, actividad o procedencia; simplemente accedió a llevarlo como lo hacía con cualquiera de los vecinos que se lo solicitaban, sin requerir motivos. Como el ómnibus de Villa Unión llegaba y salía una sola vez por día, la camioneta se había convertido en una especie de taxi gratuito que cualquiera podía abordar con sólo acudir a la generosidad de su dueño.

 La noche anterior, luego de llegar desde Jachal a las proximidades de Guandacol, Luciano había dormido bajo las arboledas que rodean el pueblo, recostado sobre el fino polvillo convertido por el calor en cálido lecho. Y al amanecer, cuando preguntó por el horario del ómnibus, fue que le informaron sobre la camioneta de don Ricardo.

 Ahora, mientras se protege del quemante resplandor del sol con la fresca sombra de los paraísos, va guiando sus pasos inseguros hacia las afueras del pueblo, con la mirada ausente vagando sobre la paradojal blancura de Famatina. El aire caliente se le mete por la nariz, los ojos, la boca, y luego parece explotarle en la piel y en la cabeza. Presiente que no es sólo el calor de a- fuera lo que lo está alterando, porque la garganta se le seca, la vista se le nubla y siente que los latidos de su corazón le hacen estallar el cerebro.

 Aunque por momentos las imágenes vuelven a reaparecer, ya casi ni se acuerda de Jachal. Del asalto al mercadito, el tiroteo, la huida. Cosme y Ramón habían decidido dirigirse a San Juan, a la capital. “Allá hay más gente, no nos van a encontrar”, le habían dicho. Pero él era riojano, de Villa Castelli. Allí estaban sus familiares, sus amigos… ¿Qué podía hacer alguien como él en San Juan? Por eso le había pedido al conductor del Rastrojero que iba hacía Guandacol que lo acercara.

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 Como el calor se le está haciendo insoportable, se dispone a descansar un rato en las afueras de Villa Unión para poder continuar luego su camino hacia Villa Castelli. Aunque aparentemente nadie había sospechado nada, consideró que lo más conveniente era proseguir la marcha a pie, para evitar cualquier tipo de complicación.

 Se recuesta de espalda sobre la sombra larga de los eucaliptos y entreabre la boca para respirar mejor. Los labios permanecen extremadamente separados, pero aun así un compulsivo jadeo lo obliga a expandir el pecho en busca de un aire cada vez más caliente y escaso.

 El balsámico frescor de las hojas alivia por un instante su cansancio. Una sucesión de imágenes aún próximas en el tiempo se le introducen por agradables resquicios de la memoria, y la figura altiva de su padre vuelve a adquirir entonces dimensiones severas pero justas, y la risa cómplice de su madre apañándole los menores caprichos vuelve a resonar tiernamente en sus oídos, y los gritos e insultos cariñosos de sus hermanos le clavan en el alma dulces reminiscencias infantiles. Hasta el indiferente ladrido de un perro vagabundo que, desde el otro lado de la calle, lo mira de reojo, se le confunde en el recuerdo con los juguetones ladridos de su “Cacique”.

 De pronto una laxitud bienhechora le invade el cuerpo, y el calor sofocante se va esfumando para dar paso a una agradable frescura interior. Mientras una sudoración repentinamente fría le va cubriendo la piel, los rayos solares filtrándose tenuemente entre las hojas le cierran los párpados con su hipnótico bailoteo.

 Al anochecer, después de un baño reparador y mientras goza con el torso desnudo la caricia del aire fresco, al terminar el último mate don Ricardo rompe su habitual parquedad para comentarle a su mujer:

 -Hoy llevé a un chico de unos quince años hasta Villa Unión. Aunque estaba herido, no le pregunté nada porque parecía andar escapando. Pero por lo mal que se lo veía, no creo que haya podido llegar muy lejos.

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CUENTA SALDADA

 El Gordo parecía un buen tipo. Había cierta dureza en su mirada atenta y escrutadora, pero de los ojos para abajo el gesto era alegre y cordial, y cuando hablaba, sus labios carnosos y sensuales nunca dejaban de esbozar una sonrisa.

 Cuando me pusieron en la caja ya hacía bastante tiempo que él era cliente del banco, porque yo solía verlo desde el escritorio de cuentas corrientes efectuando sus operaciones. Y él también debía conocerme -tal vez más de los que yo podía conocerlo a él- ya que en un banco siempre es mayor el número de clientes que el de emplea-dos. Pero quizá no, quizás él nunca se había fijado en mí, porque esta insípida cara que Dios me ha dado no es justamente de las que más se recuerdan. En cambio el gordo tenía un rostro de esos que no se olvidan con facilidad. No precisamente por su belleza o por algún particular atractivo, sino por el contraste. Porque en su cara se conjugaban de una manera especial, de esa manera que uno no acierta a definir muy claramente pero que se revela de improviso con sólo mirarla un segundo, la ingenuidad y la astucia, la generosidad y el cálculo, la dulzura y la crueldad.

 Nunca supe si fue por la mirada entre curiosa y fascinada que le dirigí cuando lo tuve por primera vez frente a la caja, o porque mi rostro ya le parecía familiar de tanto venir al banco, o simplemente porque era su forma de ser, que el gordo me saludó como si hiciera años que me conociera. Con él estaba un rubio grandote que yo ya había visto otras veces acompañándolo. El rubio nunca hacía nada; ni llenaba boletas, ni se acercaba a las cajas, siempre permanecía alejado, esperándolo. Pero eta vez no, esta vez estaba a su lado, y también me miraba con simpatía, son- riendo levemente. Mientras le sellaba el depósito, el gordo me preguntó si me habían puesto permanentemente en la caja. Cuando le respondí afirmativamente comentó con un guiño: “algo más de guita, eh?”. “Algo”, confirmé, pero a través de mi sonrisa desganada él tradujo la realidad.

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 -Están ganando bastante poco ustedes, no?- Mientras recontaba los billetes que le entregaría le contesté “¡qué te parece!” con el gesto. Después de darle la plata se despidió muy amable-mente: -Chau flaco, hasta mañana.- Y luego agregó, congelando la sonrisa: -Ya vas a ver que las cosas van a mejorar.

 Una vaga inquietud, una especie de intriga a punto de ser develada, se apoderó de mí; pero sólo duró un segundo. También el rubio despidió cordialmente.

 El gordo siguió concurriendo al banco casi a diario, y por lo general las operaciones que efectuaba solían ser bastante abultadas. Por eso no me extrañó que un día me preguntara, como al pasar, cuánta plata habría en el tesoro, para luego acotar bromeando, sin esperar mi respuesta:

 -Es capaz que estos rascas ni me puedan aguantar un cheque fuerte. Pero cuando entre sello y sello levanté la vista para responderle con otra broma, el gordo sonreía sólo con la boca. Sus ojos en cambio estaban recorriendo cada milímetro de mi rostro, escudriñándome los pensamientos a través de las más mínimas contracciones de mis músculos faciales.

 Dejando de lado su bastante pronunciada obesidad, el gordo era un tipo bastante pintón, que siempre vestía a la moda y cuyos gestos y actitudes denotaban una buena educación y ese algo especial que suele caracterizar a los individuos nacidos para ganadores. Además, la forma de movilizar su cuenta corriente y su caja de ahorros eliminaba cualquier tipo de sospechas. Esa confianza fue la que una tarde me hizo aceptar su invitación a tomar un café. Yo terminaba de salir del trabajo cuando, al llegar a la parada de ómnibus, me encontré con él. También estaba el rubio, imponente como una estatua. Pero en esta ocasión los acompañaba también un morocho bajito y esmirriado, de largo pelo renegrido y bigote cayéndole por la comisura de los labios hasta casi llegar al mentón. Aunque quizá subconscientemente la presencia del gordo pudo haberme llamado la atención -sobre todo porque siempre lo había imaginado manejando por lo menos un Toyota y no esperando el ómnibus- su gesto de sorpresa me pareció auténtico y natural. Y aunque tampoco el aspecto del morocho era de lo más recomendable, como su actitud fue cordial y su apretón de manos franco, mi saludo fue igualmente confiado y despreocupado.

 -¿Vas para tu casa?- me preguntó jovialmente el gordo, y ante mi respuesta afirmativa prosiguió: -Nosotros vamos para el centro. Vos también bajás en la Colón, no?- No recordaba haberle mencionado que habitualmente yo bajaba en la avenida Colón para tomar el otro ómnibus que me lleva a mi ca-

sa, pero él se apresuró a disipar mis dudas comentando: -Supongo que no vivirás en el centro, ¡cómo están los alquileres de los departamentos…!

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Tampoco recordaba haberle mencionado que soy casado y que, siendo casado, difícilmente un empleado de banco hubiese podido alquilar un departamento en el centro. Pero como su razona- miento era lógico deseché cualquier tipo de aprensión y el respondí:

 -No, claro, yo vivo en San Vicente. En la Colón tomo el 146.

 Ya en el ómnibus el gordo se sentó a mi lado, y después de unos segundos durante los cuales sentí su mirada aguda y penetrante taladrándome de reojo el rostro, para romper el silencio le pregunté:

 -¿Qué andás haciendo por aquí? Hoy no estuviste en el banco.

 -Tuve que hacer unas cosas con los muchachos- respondió vagamente. Entonces por fin me atreví a formularle la pregunta que hacía tiempo me venía intrigando:

 -¿Vos a qué te dedicás?

 -Bueno… a varias cosas- De pronto, haciendo como que recordaba algo, me miró fijamente y afirmó: -Mirá, quizás una de esas cosa te interese a vos.- Lo interrogué con los ojos -Sí, justamente a vos. Ahora que lleguemos al centro tomamos un café y te explico.

 Nos pusimos a comentar lo cara que está la vida, a criticar al gobierno y otras trivialidades, y al llegar al centro sentí que el gordo ya era mi amigo. Sólo cuando nos sentamos los cuatro frente a la mea de café y noté que los ojos de los otros tres se posaban en mí como para desnudarme los pensamientos y violar mis más íntimas convicciones, comprendí que algo raro estaba sucediendo en mi monótona vida de pobre empleado bancario.

 Luego de una furtiva mirada que el gordo repartió entre sus compañeros como solicitando un tácito y ya preestablecido silencio, afirmando su mano en mi brazo afirmó en tono confidencial pero enérgico:

 -Mirá flaco, te voy a ser sincero; necesitamos tu ayuda para un trabajo- Algo profundo y misterioso, como uno de esos inquietantes escalofríos que suelen invadirnos cuando no sabemos si el destino está próximo a depararnos el amor, la locura o la muerte, me revolvió las entrañas con su oscuro aguijón.

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 Instintivamente comprendí que de la actitud que adoptara en el próximo segundo podría depender no sólo el futuro de mi vida, sino quizá mi vida misma. A través de una sucesión de vertiginosos remolinos mi mente intentaba reubicar las ideas dentro de un ordenamiento lógico y coherente, pero ya la persuasiva voz del gordo estaba agregando: -Es algo muy sencillo, a vos no te compromete para nada- Yo sabía que desde ese mismo momento ya estaba comprometido, sabía que si en ese mismo instante no le ordenaba callarse mi responsabilidad aumentaría hasta un grado en que ya no sería posible retroceder. Intuí que si no pronunciaba de inmediato alguna palabra, aun la menos acorde con las circunstancias, una vorágine de acontecimientos me envolvería. Y si embargo mis labios continuaron implacablemente unidos tercamente dispuestos a guardar como una sagrada reliquia mi absurdo y estúpido silencio. Y cuando el gordo siguió hablando supe, sin aceptarlo todavía conscientemente, que ya el último resabio de prejuicio moral había sido desbordado y que mi supuesta resistencia había sido fácilmente vencida. Vos lo único que tenés que hacer es decirnos ya, ahora, cual es el día en que suele haber más guita en el banco, y más o menos cuanto es. Después te olvidás del asunto, y solamente por eso te toca el diez por ciento de lo que saquemos.

 La única defensa que intenté fue despegar los labios impulsado por algún recóndito sentimiento de culpa, pero eso fue todo. Y por más que ahora intente desesperadamente encontrar algún justificativo, no logro alejar el lúcido recuerdo de que, a pesar de no haber mediado presión por parte del gordo y sus amigos, de no haberme ligado a ellos algún compromiso previo, de no haber existido alguna ineludible deuda de gratitud, mi única resistencia consistió en ese grotesco gesto de abrir la boca, pretender emitir algunas palabras sin lograrlo y luego volver a cerrarla, a saliva y bajar la mirada.

 Como en una nebulosa recuerdo que, después de mencionar el día ocho y una cifra multimillonaria, intenté obtener del gordo alguna seguridad de que, una vez conseguida la plata, ese diez por ciento llegaría efectivamente a mi poder. El gordo me tranquilizó con una reflexión que en ese momento me pareció muy natural:

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 -Flaco, vos me conocés, sabés quien soy. Si no cumplo…- interrumpió la frase con un gesto elocuente, extendiendo la palma de las manos hacia arriba. No pude razonar que si él no cumplía y lo delataba, yo también iría preso. Además, creo que algún mecanismo subconsciente anulaba en ese momento cualquier asociación de ideas que incluyera los conceptos de policía, delito o cosas por el estilo.

 La tranquilidad me volvió en parte cuando el gordo afirmó, antes de levantarse:

 -Bueno, flaco, nosotros nos vamos porque es- tamos algo apurados. Vos olvídate del asunto y hacé de cuenta que nunca lo hablamos. Del trabajo nos encargamos nosotros, ya está todo planeado. Un par de días después vos recibirás lo tuyo- Y se levantó, aplomado y sonriendo como de costumbre. Los otros también sonreían.

 Las torturas morales que padecí hasta el día del hecho no creo necesario describirlas. Sólo mencionaré una pesadilla que se repitió, tenaz y acuciante, durante varias noches. En ella, una in- mensa boca riente de labios carnosos y sensuales se iba aproximando lentamente hacia mí con intenciones de devorarme, pero a medida que se acercaba los labios se iban achicando hasta quedar reducida a un pequeño agujero, que se trocaba de pronto en la negra boca de un arma. Después el agujero se desdoblaba en dos, cuatro, innumerables bocas que me apuntaban dispuestas a escupirme su salivazo de plomo. Entonces me despertaba, sudoroso y anhelante, y por más que in- tentaba recuperar el sueño nuevamente, el desasosiego era tan grande que me impedía dormir por un largo rato.

 Creo no haber expresado aún que provengo de una familia muy religiosa, que concurro periódicamente al templo de nuestro culto y que de chico me inculcaron por la fuerza el concepto del abismo que media entre el bien y el mal, y que siempre había procurado mantener una conducta acorde con esas enseñanzas, luchando a veces denodadamente contra mi debilidad de carácter y mi falta de voluntad. Pero ya un tiempo antes de conocer al gordo, la observación de tantas circunstancias injustas de la vida cotidiana habían ido minando paulatinamente mis convicciones. Esto último pudo quizá haber sido una de las causas que me impidieron articular alguna defensa contra las proposiciones del gordo, pero sin duda la más importante debió ser mi situación económica. Por más que mi mujer también trabaje por hora lavando y planchando, cinco bocas son muy difíciles de alimentar. Y conste que está muy lejos de mi ánimo intentar una justificación; lo único que pretendo es un poco de comprensión para mi drama.

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 El ocho no sucedió nada en el banco, y el trabajo se desarrolló normalmente. Mi excitación y mi angustia eran tan grandes que no sabía si rogar para que de buena vez se concretara asunto o para que no pasara nada. Pero al concurrir a mi trabajo el día siguiente, la presencia de dos patrulleros, algunos policías y varios curiosos que se apiñaban cerca del banco, me sacudió el espíritu. Fue como si me sacaran un gran peso de encima, como si mi inquietud y mi temor se hubieran esfumado de pronto. Pero al mismo tiempo, esa penosa sensación que suele invadirnos ante los hechos consumados e irreversibles se aposentó en mi alma de golpe y para siempre. Y sigue aquí, clavada e inmutable, como si ya fuera parte de mí mismo.

 Lo que hizo que esa sensación se agigantara hasta asfixiarme no fue sólo el mero conocimiento del hecho. Al conocer los detalles fue que comenzó a oprimirme la garganta esta garra que a cada instante se ajusta más y más a mi cuello hasta casi impedirme respirar. Después, a través de los medios, no sólo yo sino toda la ciudad se enteró de que, para entrar durante la noche, los ladrones habían ocupado la casa contigua, amordazando y encerrando en el baño al matrimonio de viejitos que la ocupaba, para después hacer el boquete. Pero lo que no puedo entender, lo que me nubla la mente impidiéndome razonar coherentemente es por qué, después de efectuar el robo, tuvieron que matarlos. Que hayan tenido que matar al Negro Costa, el guardia que custodiaba el banco, resulta más comprensible, aunque tampoco nunca antes se me hubiese ocurrido que algo así tuviera que suceder; después de desconectar la alarma, cuando el Negro no la pudo hacer funcionar y quiso salir para avisar, tuvieron que matarlo. ¡Pero a los viejitos… eran jubilados y tenían como setenta años cada uno…!

 Lo peor fue simular tranquilidad en mi casa, tener que ir al trabajo al otro día, y al otro. Hasta que hoy llegó el paquete. Venía de Buenos Aires, y contenía un cheque al portador por una abultada cifra. ¡El gordo cumplía! Menos mal que Estela no lo abrió, de modo que cuando llegué del trabajo y me enteré, pude evitar tener que enfrentarme con ella, y también tuve tiempo para pensarlo bien. A ella le dije que era una comunicación de la casa central, y no dudó.

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 En cambio yo sí dudé. Dudé entre cobrar el cheque y pagar parte de la casita que tanto habíamos deseado, o abrir una cuenta de ahorro para que los intereses nos fueran evitando la humillación de tener que andar pidiendo fiado ya a mitad de mes, o disfrutarlo de una sola vez, de golpe, hasta que se acabara… Después pensé en romperlo y olvidarme del asunto, o entregarlo a la policía aunque yo también fuera preso. Y al final me decidí. Aunque esa decisión sea tremendamente injusta para algunos. Pero no encuentro otra solución; mejor dicho, no me animo a otra.

 Por eso dejo el cheque para que lo cobren y lo reintegren, saldando de ese modo mi parte de la deuda con el banco. Claro, lo que no va a quedar saldada es mi parte en lo otro, en lo de los viejitos y el Negro Costa. Pero quién sabe, tal vez sí… Posiblemente el gordo ya esté en el exterior y resulte muy difícil agarrarlo pero, por las dudas, se llama Carlos Antúnez. Yo no sé si fue el gordo el que los mató, o el rubio, o quién. Pero de una cosa estoy seguro. Si ahora tuviera delante de mí a cualquiera de ellos, no vacilaría un segundo en descargarle las cinco balas de este revólver. Una de las cuales, de todas maneras, resultará útil para saldar la cuenta.

 

EL AHORCADO

 Al Facu la sonrisa se le trocó en mueca cuando estaba tensando la honda para apuntar a una palomita que había venido volando desde otro árbol. El cuerpo estaba colgado de una gruesa rama del alto álamo que había crecido solitario, entre churquis y chañares, a pocos metros del camino de tierra que atravesaba el monte al pie del cerro. El viento le imprimía un leve balanceo, y Facu salió corriendo y no paró hasta que no hubo comprobado que estaba lejos del muerto.

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 -¡Qué me contás!-exclamó el comisario Gómez dirigiéndose al cabo Basualdo, quien respondió sólo con un gesto. El cuerpo, bajo y esmirriado, oscilaba suavemente, y de su boca entreabierta emergía un trozo de lengua.

 Cuando lo descolgaron y estuvo en el suelo, el comisario le revisó brevemente la cabeza, miró el cable que le rodeaba el cuello y comentó: -Parece que fue suicidio nomás. Dos agentes trajeron una camilla y lo introdujeron en la ambulancia -Sacale también algunas al auto- le pidió al fotógrafo refiriéndose al vehículo detenido a un costado del camino. Lo examinó someramente y luego subió al patrullero.

 -Sí, es Raúl Palacios- confirmó el vecino después de mirar la foto -Justo hoy le estaba comentando a mi mujer que hace como dos días que no lo veía- Cuando el comisario le pidió algunos detalles, el vecino le explicó: -Era un buen tipo, respetuoso, siempre saludaba sonriendo. Pero era muy solitario, salía muy poco, sólo al jardincito del frente, y nunca recibía a nadie, salvo a un sobrino que vive en Villa María. Yo lo vi un par de veces- Calló un momento y luego reflexionó con un gesto negativo en la boca: -¡Pero suicidarse, don Palacios…!

 -¿Y sabe qué se dedicaba?

 -Era jubilado, creo que fue funcionario de la municipalidad- Y con tono más bajo: -Se comenta que también era prestamista- Gómez levantó las cejas -Pero no sé, a mí me lo dijo Juarez, el mecánico. Hace un tiempo me comentó que el negocio andaba mal y pensaba pedirle un préstamo a don Palacios- El comisario le preguntó dónde vivía el mecánico -En la avenida, a unas diez cuadras de aquí.

 -Murió por asfixia a causa de la compresión laríngea producida por un cable de la televisión. No hay signos de resistencia. El deceso se produjo entre veinticuatro y treinta y seis horas antes-

 Gómez escuchó las explicaciones del médico que practicó la autopsia y asintió con la cabeza. Se quedó pensando un momento y comentó:

 -Raro que haya usado un cable duro, tan poco flexible… Pero todo con- cuerda- prosiguió con un gesto de aceptación: -su auto al lado del lugar del hecho, la causa de la muerte, sin signos de resistencia…-.

 -Parece claro, no?

 -Sí, sí- Pero en su rostro se transparentaba una duda.

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 El comisario bajó del patrullero y se puso a examinar los alrededores del Gol, que aún permanecía, rodeado por una cinta policial, a la orilla del camino. Después subió por un pequeño terraplén que lo separaba del monte y le comentó a Basualdo:

 -¿Viste esto?

 Ambos se quedaron mirando el lugar que indicaba el comisario.

 -Las hojas están como aplastadas- comentó el cabo.

 -Y mirá allá, donde hay pocas hojas; se ven como pisadas que vienen del auto y van hacia el árbol. Yo había mirado solamente el trayecto más corto, del camino hasta el árbol, por donde supuse que había ido Palacios antes de ahorcarse.

 -Y parecen pisadas de un cuerpo pesado.

 -O dos cuerpos. Mirá, la tierra está como hundida, y las hojas deshechas.

 -¿Usted cree que…?

 -El muerto era chiquito, se lo podía levantar fácil…

 -¿Usted lo conocía a Raúl Palacios?

 -Sí, le arreglé el auto algunas veces- Era alto, robusto, de unos cuarenta años.

 -Pero no lo conocía sólo por eso, no? En la casa de Palacios encontramos anotaciones donde figura su nombre junto a algunas cifras…

 El rostro del mecánico permaneció inmutable pero la mirada, penetrante, recorrió de arriba abajo al comisario. Finalmente reconoció:

 -Sí, Raúl me prestó hace un tiempo una plata para que pudiera mantener el taller. Éramos amigos, o casi.

 -Plata que ahora no podrá devolverle, por supuesto- La sonrisa de Gómez fingía ser amigable, pero no le era.

 -No sé- se encogió de hombros -Palacios no tenía a nadie, salvo un sobrino, creo.

 -¿Y cuándo lo vio por última vez?

 -Como una semana antes de que se suicidara. Le cambié las pastillas de freno- El comisario continuó mirándolo en silencio.

 -¿Y después no lo vio más?

 -No.

 Permaneció otro rato callado, mirándolo a los ojos; después desvió la mirada y se despidió:

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 -Nos estamos viendo.

 Juarez no contestó.

 -¿Y el sobrino?- preguntó Basualdo pasándole el mate.

 -El subcomisario Aranda lo interrogó en Villa María, pero dice que no sabe nada. Vino al entierro y se volvió enseguida; tiene un campo allá.

 -¿Y los otros?

 -Son sólo dos mujeres a quienes les prestó unos pocos pesos. Otro es un viejo que se murió hace un mes.

 -No le iba muy bien como prestamista- rio el cabo, recibiendo de vuelta el mate.

 -Pero al mecánico le había prestado bastante. Y un vecino me dijo que, a pesar de esa pintita de buen tipo, tenía sus apretadores.

 -¡No me diga!

 -Ya hablamos con dos pero, por supuesto, niegan todo.

 -¿Y entonces?

 -Nada- resignado Gómez -Que por ahora es suicidio, nomás.

 -¿De nuevo por aquí, comisario?- En la boca de Ricardo Juárez había una sonrisa irónica.

 -¿Para qué le pidió un préstamo a Palacios?- preguntó sorpresivamente Gómez mientras comenzaba a recorrer el taller y a mirar en algunos rincones.

 -Para un gato hidráulico, una pequeña grúa y algunas herramientas que me hacían falta.

 El comisario siguió inspeccionando. Abrió una puerta que daba a una especie de placar y allí vio, entre otros trastos, restos de un cable aéreo de televisión. Juárez lo vio, pero no pareció sorprendido. Sólo comentó, aunque el comisario no había preguntado nada:

 -Por si le interesa, de Videovisión me cambia- ron los cables hace un par de meses, y esos son los viejos- Después se plantó frente a Gómez y le preguntó sonriendo: -¿Acaso cree que Palacios no se suicidó?

 -¿Podemos hablar tranquilos?- El mecánico hizo pasar a un cuartito donde había una mesa y unas sillas. Se sentaron -¿Sabe que creo, Juárez? Que usted lo hizo venir a su casa diciéndole que le iba a devolver la plata, lo durmió de alguna forma y después lo llevó al monte y lo colgó cuando aún estaba vivo.

 Juárez se rio.

 -¡Comisario, si no tenía ningún signo de resistencia!

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 -¿Y usted cómo lo sabe?

 -Todos los medios lo dicen, no había signos de violencia.

 -Le pudo poner un somnífero en el café, o un una bebida. Eran amigos, no?

 -¿Y cómo lo iba a llevar? ¿En el baulito del Gol…?

 -Lo pudo sentar en el asiento del acompañante y tener la suerte de que ningún patrullero lo viera.

 -Está divagando, comisario- Se había puesto serio -Palacios se suicidó.

 -Ya veremos. Por ahora usted gana, no tengo pruebas en su contra. Pero no se olvide que no hay crimen perfecto.

 Juárez volvió a sonreír.

 -¿Y todos los que no se resuelven?

 -Es sólo incompetencia del investigador. Pero los asesinos siempre dejan una huella-

 El mecánico meneó la cabeza, negando:

 -Si no hay muerto no hay asesino, comisario, y si no hay pruebas no hay culpable.

 Gómez se levantó diciendo:

 -Por ahora no lo molesto más- Comenzó a atravesar el taller, y antes de salir se dio vuelta: -Pero mañana voy a pedir la exhumación del cadáver para buscar barbitúricos en el cuerpo.

 -Pierde el tiempo, comisario. Aunque diera positivo, no tiene pruebas en mi contra- Y antes de cerrar la puerta le gritó riendo: -Palacios se suicidó.

DESTINO DE SOMBRAS

 Aunque sabe que el frío que le cala los huesos no proviene de afuera, Santos Manfredi hunde las manos en los bolsillos y encoge el cuello buscando ampliar la protección del saco.

 A través del vapor de su respiración y del humo de un cigarrillo que pugna por permanecer encendido bajo la fina llovizna, el centro de Córdoba asoma de pronto ante sus ojos, esfumado y borroso como un agazapado monstruo de piel plomiza salpicada por cientos de ojos amarillos, blancos y violáceos que lo estuvieran esperando con las fauces abiertas para devorarlo.

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 A pesar de que ha venido caminando desde más allá de avenida Patria, tiene los pies y las piernas entumecidas por el frío; por el de ese junio inclemente y por el otro, el que le viene desde aquel atardecer, desde aquel segundo en que una certeza punzante le congelara el corazón para siempre. Antes de cruzar el puente Sarmiento se apoya en un pilar de la baranda y permanece unos instantes quieto, aterido, con la mirada incrédula y nostálgica fija en la informe masa de cemento que se yergue ante sus ojos a la vez acogedora y amenazante.

 “¡Diez años!”, exclaman al unísono su mente perpleja, su alma devastada y su corazón petrificado. Quince había sentenciado el juez, y no hubo reducción a pesar de la buena conducta. Y aunque las dos terceras partes de la condena se habían finalmente cumplido y ahora estaba nuevamente en libertad, su espíritu continúa preso en ese lejano trozo de tiempo brutal y omnipresente.

Chupa el cigarrillo con una mezcla de bronca y pena, de ineluctable y perenne derrota. Después la mirada se la va extraviando por senderos íntimos, cada vez más huérfana de paisaje, hasta quedar definitivamente arrinconada y desvalida a merced de los recuerdos.

 “Cuidate del Juan”, le había advertido su hermana Tomasa. Y aunque él no le había hecho caso -como siempre que la desconfianza se le antojaba imposible de tan absurda-, algo oscuro y codicioso en el brillo de la mirada de Haydée solía clavarle aguijones amargos en el alma cuando Juan le sonreía con esa sonrisa jovial, entre dulce y pícara, que a cada instante reventaba en su boca.

 Sin embargo no podía, no debía sospechar. Durante los tres años de vida en común la conducta de Haydée nunca le había ni siquiera sugerido la posibilidad de un engaño. Era cierto que en ocasiones alguna sombra indiferente podía velarle las pupilas negras e insondables y que urgentes reclamos solían dibujarle en los labios abismos no siempre descubiertos y explorados por él. Pero Haydée era su mujer, y para Santos Manfredi eso era más que suficiente.

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Tampoco podía constituir un motivo de zozobra que Juan poco a poco hubiese ido dejando de compartir con él esos antiguos momentos de recatada y viril amistad, tomando juntos un vaso de vino o de ginebra, escuchado un

tango o simplemente dejando vagar el pensamiento a través de la blandura de algún recuerdo adolescente. Juan era su amigo desde un tiempo inmemorial, y a los auténticos amigos, pensaba Santos, no se les reclaman obligatorias migajas de dedicación; se los acepta como son, con sus momentáneas euforias o sus sorpresivos retraimientos. Por eso no le había preocupado que Juan viniera cada vez menos por su casa, ni que su sonrisa al encontrase con él ya no fuera tan jovial como otrora. Quizá tuviera algún problema importante, y como para Santos Manfredi la discreción era una virtud sagrada, si Juan no se lo comunicaba por propia voluntad nos sería él quien le urgiera compulsivas confesiones.

 Lo único que no alcanzaba a descifrar eran esos relámpagos esquivos y huidizos que despedían los ojos de Juan cuando Haydée se hallaba presente. Como Juan solía ir a su casa de noche, cuando ya Haydée estaba por acostarse, o algún sábado por la tarde, cuando ella se iba a la casa de la hermana o de alguna vecina, los encuentros entre ambos no eran frecuentes. Sin embargo, cuando se producían, aunque su mente intentara descartar de plano cualquier pensamiento insano y su fisiología hiciera todo lo posible por expulsarlo de allí, algo frío y desagradable como un estilete o una serpiente le recorría el espinazo aflojándole los músculos y el temple.

 Pero las dudas nunca duraban más de un segundo. Juan había sido el primero en conocerla, apenas dos días después de la cita arrancada en el baile del “Palermo”. También había sido el primero -incluso antes que Tomasa- en enterarse de su decisión de llevarla a vivir a su casa. Cuando en esa ocasión le requirió su opinión al respecto, Juan había asentido con una sonrisa aprobatoria y un “parece buena piba”. No podía dudar. Aun-que su hermana insistiera desde el principio en clavarle inquietantes dardos como ese “cuidate del Juan” que solía espetarle cuando estaban a solas. Pero a Tomasa siempre le había gustado Juan -aunque él no le correspondiera- y entonces no resultaba extraño que lo celara, más con Haydée, en el vaivén de cuyas caderas se pre- sentían frenéticas estampidas de tigres y sementales relinchos de corceles desbocados.

 Pero no había motivos reales que cimentaran una duda. Al contrario; desde el principio Haydée y Juan parecían contener apenas un mutuo rechazo. Aunque los saludos y las pocas palabras que intercambiaban eran cordiales, entre ambos se intuía una especie de recelosa defensa, de tenso acecho animal. Se rehuían las miradas, y los cuerpos evitaban aproximarse, como si sus pieles generaran misteriosas descargas que simultáneamente se atrajeran y se repelieran al conjuro de oscuras fuerzas genésicas.

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Como él estaba empleado en la fábrica y Tomasa en la panadería, Haydée permanecía todo el día sola en la casa. Juan en cambio trabajaba sólo por temporadas; a veces con empleo fijo, a veces como esporádico viajante y la mayoría de las ocasiones desempeñándose en cualquier tipo de changas. Pero eran más las veces que estaba desocupado que las que trabajaba.

 Precisamente estaba transitando una de esas etapas de desocupación cuando los hechos comenzaron a precipitarse. Un día que Tomasa había faltado a su empleo, a la tardecita llegó Juan. Haydée había estado nerviosa toda la tarde y cuando Juan llegó, no salió a saludarlo; permaneció todo el tiempo en su habitación alegando jaqueca. Tomasa lo notó raro a Juan, como sorprendido por haberla encontrado en casa. Pero de inmediato se recompuso y bromeó con ella mientras tomaban unos mates.

 Cuando Tomasa se lo comunicó, Santos disimuló una mirada torva y per- maneció callado. Pero otro atardecer -frío y lluvioso como el de ahora- él mismo abandonó antes de hora su trabajo alertado por las medias palabras de Vicente, un amigo común. Vicente se había encontrado un par de veces con Juan en las inmediaciones de la casa de Santos, y en una ocasión lo había visto salir de ella. Aunque Juan adujo una excusa lógica y creíble, respondió el saludo de su amigo turbado y como sorprendido en falta. Cuando, días más tarde, Vicente comentó el encuentro, Santos recordó que Haydée no le había mencionado la visita.

 Por eso aquella tarde, guiado por una lacerante sospecha despertada más por las advertencias de Tomasa y las confesiones de Vicente que por su propia convicción, había abandonado antes de hora su trabajo y se había dirigido a su hogar. Un desagradable frío interior se sumaba al helado viento sur que le clavaba en el rostro pequeñas y húmedas agujas de cristal. Intuyó que algo raro estaba sucediendo al recibir en la esquina de su casa el sorprendido y nervioso comentario de un vecino respecto a la hora de su regreso. Cuando golpeó la puerta ya la certeza le había desplomado en el alma oscuros un- barrones de angustia, y cuando Haydée le abrió, confirmándole lo innegable con esa mirada entre nerviosa y triste, los nubarrones desataron un vendaval de ira que sólo amainó con el sonido de los tiros y el lento desplomarse del cuerpo exánime de Juan.

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 Como en una nebulosa recordaría luego el llanto histérico de Haydée al salir en busca de Tomasa, las incomprensibles palabras de aliento o reprobación de algunos vecinos, la brusca irrupción de la policía. Pero, aun cuando en esos momentos no las creyera, unas palabras pronunciadas por Tomasa antes de que se lo llevaran se filtraron nítidamente a través de su obnubilación y se alojaron para siempre en su subconsciente: “Te equivocaste, Santos, y yo también; la culpable es ella”.

 Quizá fuera esa frase lo que le impidiera recibir a Haydée en la cárcel durante los primeros tiempos. Pero después las palabras se le fueron esfumando de la conciencia y de la memoria, hasta que un inevitable día la tristeza, la soledad y el amor aún presente consolidaron el olvido del pecado y determinaron el perdón.

 Durante más de un año las visitas de Haydée mantuvieron una encomiable asiduidad, aderezadas con una ternura y una sumisión que terminaron por ablandar definitivamente a Santos. Pero luego las visitas comenzaron a espaciarse, la ternura a disminuir y la sumisión a trocarse en indiferencia. Y cuando Santos advirtió que el placer de los encuentros a Haydée se le estaba convirtiendo en desagradable obligación, le exigió una respuesta. Ella negó y simuló todavía un tiempo, pero después aceptó la irremisible presencia del hastío. Santos mismo fue quien, luego de aprestarse a cicatrizar la enésima herida, la liberó al fin del compromiso.

 Casi ni recordaba los amargos años que siguieron. Pero hacía poco habían vuelto a aflorar en su conciencia, nítidamente, las palabras pronunciadas por Tomasa aquel atardecer: “Te equivocaste, Santos…” Y luego recordaría también, exacerbadas por el orgullo herido, esas otras palabras que, poco antes de salir de la cárcel, le arrojara en sus llagas aún abiertas Ramón Gutiérrez, su compañero de celda.

 Ramón era primo de Basilio López, un íntimo amigo de Juan y conocido también de Santos. López no se había atrevido a revelarle a Santos las confesiones que Juan le hiciera poco antes de que lo mataran, pero se las había comunicado a su primo. Años de un mismo compartir miserias y esperanzas y un amigable diálogo cotidiano permitieron que, poco a poco, el compañero de celda lo fuera enterando de la verdad.

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 Y así fue como Santos Manfredi supo, a través de Ramón Gutiérrez, de la angustia y el arrepentimiento que produjeron en Juan sus relaciones con Haydée. Supo también que había sido ella la primera en provocar y luego casi exigir la mutua entrega. Juan tenía la carne débil, y aunque había intentado resistir, después de la primera vez su piel se había convertido en esclava de la piel de Haydée.

 Aunque la culpa lo torturaba, ya no pudo liberarse de ella. Pretendió alejarse del barrio, irse a vivir a otra ciudad, pero pensó que la huida hubiese resultado aún más sospechosa para Santos que su permanencia. Por eso continuó. Por eso y porque la sangre de Haydée era un río turbulento que lo arrastraba irremisiblemente.

 El cigarrillo es apenas una minúscula luciérnaga herida cuando Santos Manfredi da la última pitada. Los párpados entornados se van abriendo lentamente para dejar escapar el último recuerdo, el último resto de nostalgia que le llega desde el pasado. Arroja el pucho con un seco movimiento de los dedos, y después de unos segundos levanta el cuello y las solapas del saco y hunde las manos en los bolsillos. Mira por última vez, como despidiéndose, el monstruo de hierro y cemento que parece querer detenerlo, ahuyentarlo, y luego comienza a avanzar. Como un relámpago, el apasionado rostro de Haydée se le incrusta un instante en la memoria pretendiendo detener lo ineluctable, pero sólo consigue refirmar su determinación. Repasa mentalmente la dirección, palpa con el antebrazo el revólver calzado en la cintura y lentamente comienza a atravesar el puente Sarmiento, rumbo a su destino.

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MAFIA

 En las proximidades de Carini, el juez Giovanni Falcone sonríe al recordar la leyenda del castillo. En una oportunidad, viajando de noche desde el mítico monte Érice, al que los navegantes griegos ascendían para dar gracias a sus dioses por haber atravesado indemnes el encrespado mar, había entrevisto desde la autopista la mole del castillo iluminado. Pero ahora es de día, y viaja en silencio junto a su esposa Francesca, repasando mentalmente los próximos pasos a seguir en su lucha contra la mafia. Lo acompañan varios guardaespaldas porque ha recibido muchas amenazas desde que comenzara su cruzada, hace ya una década. Pero ninguna de esas amenazas se ha cumplido, y por eso ahora, mientras se aproxima a Palermo, viaja distendido y sonríe al recordar la leyenda esparcida por toda Sicilia sobre la tragedia ocurrida hace más de cuatro siglos en el castillo de Carini.

 Para escapar al despotismo de su padre, Laura había aceptado casarse a los catorce años con el barón dueño del castillo. Pero lo único que consiguió con el casamiento fue sustituir el despotismo de su padre por el del barón, muchos años mayor que ella. Aunque toleró los excesos y desplantes de su esposo, no pudo evitar enamorarse de Ludovico Vernagallo y convertirse en su amante. Y aunque durante mucho tiempo nadie sospechó la infidelidad, un día en que su padre vino a visitarla, encontró muy excitado a su yerno porque este había sorprendido en el lecho a la baronesa y su amante. Luego de un conciliábulo secreto, una espada atravesó el cuerpo de Laura y Ludovico produciéndoles la muerte. Aunque en los archivos de la alcaidía de Carini consta que fue el propio Césare Lanza, padre de Laura, el autor de los asesinatos, el misterio persistió desde entonces. Y la leyenda cuenta que en el ala oeste del castillo, en una de cuyas habitaciones se consumaron los asesinatos, suele aparecer el fantasma de la bella baronesa de Carini, tributaria desde entonces de toda clase de poemas, coplas y canciones.

 Mientras la reducida caravana avanza por la autopista hacia Palermo, el juez Falcone abandona el recuerdo de la baronesa para concentrarse en la tarea que lo espera en Sicilia. En esa Sicilia donde, además de mafiosos, pululan leyendas generadas por los invasores griegos, romanos, turcos, normandos, españoles y hasta garibaldinos que consolidaron la unidad italiana, además de los soldados aliados que liberaron a Italia de la dominación nazi aunque destruyendo muchas de su más importantes ciudades.

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Mientras el vehículo comienza a transitar los primeros tramos aledaños a Palermo, observando la imagen de la trinacria colgada del espejo retrovisor, la mente de Falcone retorna a una Sicilia visceral, mitológica, su tierra. El símbolo de Sicilia, la trinacria -una derivación de la Gorgona griega- tiene en su centro una cabeza con reminiscencias de sol, coronada por serpientes y espigas de maíz, que simbolizan la sabiduría y la fertilidad de la tierra, de la cual emergen tres patas flexionadas que representan los ángulos del triángulo geográfico que conforma la isla. Esa isla encrucijada de continentes, cuna de dioses y monstruos, como Scillia y Caribdis, los custodios del estrecho de Messina, que se tragan a los navegantes de las flotas invasoras que pretenden sojuzgar a Sicilia. Scilla, que mora en una cueva en la costa continental, tiene doce patas, seis cuellos, seis cabezas y una triple hilera de dientes, y Caribdis, de forma indefinida, vive en la costa siciliana, y con sus remolinos chupa barcos y navegantes para hacerlos emerger desechos en las costas de Naxos y Taormina.

 Fluctuando en esa ambigüedad rememorativa trata de concentrarse en los detalles de su tarea. Pero aunque intenta desecharlo, el recuerdo de otro paladín siciliano en la lucha contra la mafia, Giusseppe Petrosino, se le incrusta en la mente. Luego de emigrar a Nueva York, había cambiado su nombre de pila por el de Joseph -Joe- para entrar como detective en la policía. Resolvió numerosos casos delictivos relacionados con la mafia -“la mano negra”- permitiendo la detención y condena de numerosos delincuentes. Petrosino se hizo famoso no solo en Estados Unidos, sino también en la Campania y en toda Italia.

 El juez Falcone recuerda su vista a la casa natal de Petrosino en Padula, ahora convertida en museo, en la cima del monte en el cual se halla emplazada la ciudad, hendida por estrechas y tortuosas callejuelas flanqueadas por antiquísimas casonas de la época en que el rey y la corte napolitana solían trasladarse en verano a esa ciudad.

 Trata de desechar el recuerdo de Petrosino porque, al final, la misión secreta de éste en Sicilia se había filtrado a la prensa y, a pesar de las advertencias de sus familiares y amigos, finalmente fue abatido por varios disparos en una plaza de Palermo. Todos supieron que había sido obra de “la mano negra”, pero nunca se detuvo a los ejecutores.

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Al doblar una curva de la autopista el juez Falcone abandona sus pensamientos al sentirse recorrido de pronto por un estremecimiento que lo obliga a mirar de un modo extraño a su esposa y a apoyar su mano sobre la de ella. En ese mismo instante, en una casa ubicada a pocos metros de la ruta, dos sicarios contratados por Salvatore Rina aprietan el botón que hace detonar la tonelada de dinamita colocada bajo el pavimento. Desde el cráter abierto por la explosión, vuelan por el aire los restos del vehículo, el juez Falcone, su esposa y tres guardaespaldas. Y con ellos vuelan también los sueños de erradicar definitivamente a la mafia de la isla de Sicilia, la trinacria.

 

EL GAUCHO LARA

 Las negras pupilas brillaban tanto como el acero del revólver empuñado por su mano recia. En la otra, apoyada en el mango del facón calzado al cinto, un temblor suave como una caricia aflojaba apenas la firmeza de sus dedos. Un leve murmullo de hojarasca mecida por el viento cortaba a trechos el pesado silencio de la noche y se introducía en la vieja casona destrozando ese otro silencio, viscoso y húmedo, que se le trepaba por los intestinos hasta aprisionarle el corazón y la garganta. En su boca contraída, una saliva espesa reclamaba la urgente presencia de algún líquido, pero su intuición lo mantenía inmovilizado contra el marco de la ventana, oteando las sombras con el felino acecho de las bestias.

 Ahora sólo se percibía el silencio, pero momentos antes el cercano ronroneo de un motor había clavado en su espíritu alerta y desconfiado el aguijón de la duda. Estévez le había prevenido: “no te confiés, me dijo el Pelado que el comisario está sospechando”. Pero no le hizo caso. “Conmigo no se van a meter, no te olvidés que soy Lara”.

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Y se dirigió nomás hacia la casa de tolerancia de las Argüello, solar que otrora fuera casco de una estancia aledaña a Trenque Lauquen. Siempre que pasaba por esos pagos solía recalar en lo de las Argüello. Allí las penurias de su vida arisca y temeraria abrevaban por algunas horas en un fresco remanso de besos y caricias. Nunca había sido delatado, un poco por admiración, respeto o verdadero afecto, pero más aún por temor. ¡Porque era temido el Gaucho Lara por esos confines pampeanos! Algunos hablaban de varias docenas de policías abatidos por las balas de su revólver. Decían también que solía matarlos por la espalda, a traición, y otros afirmaban que cumplía así con el juramento hecho la primera vez, cuando había prometido eliminar a todo policía que apareciera ante sus ojos. Pero muchos fueron también los que negaron tales aseveraciones al conocer sus arrestos de coraje en más de un entrevero, y varios los que afirmaron haber comprobado su hombría, su palabra y su generosa ayuda a familias necesitadas. Por eso su nombre era para muchos como un estandarte al que se aferraban y con el cual se sentían identificados.

 Amparándose en las primeras sombras de la noche nuevamente había regresado a Trenque Lauquen, y cuando ya el relajado bienestar fisiológico estaba predisponiéndolo a disfrutar de un reparador descanso, fue que tuvo la primera sospecha: un silbido corto y reiterado seguido por el apagado traqueteo de un Ford T. Luego el chillón alarido de algunos teros le confirmó que algo raro estaba sucediendo. Después, ese silencio opresivo, pesado, acuciante casi como una presencia física, le punzó el alma con la angustia de una certeza. Lo llamó a Esteves y ahora los dos estaban allí, tensos y anhelantes, con el oído aguzado y las armas listas.

 Con un gesto pidió a su compañero que le encendiera un cigarrillo, y junto a las primeras volutas fueron también ascendiendo sus recuerdos. Su nostalgia recaló de nuevo en aquellos días felices cuando no era todavía un fugitivo, cuando su figura varonil pero pacífica podía entreverarse en los boliches con la paisanada para disputar un truco o apurar una ginebra, alternar con las mozas en los bailes y fiestas del pago o soñar con un horizonte infinito mientras arreaba el ganado montado en el lomo de su oscuro. ¡Qué verde eran entonces los campos, y qué suyos! ¡Qué azul el cielo al reposar su espalda cansada sobre la tierra acogedora! ¡Y qué sabrosa y vital la carne al ir saboreándola a medida que se asaba…! Pero después vino aquella discusión, por cuestiones del momento, como casi todas las discusiones. Y luego la riña. Él estaba seguro de tener razón, y se lo dijo al policía. Pero el policía opinó otra cosa e intentó convencerlo a machetazos. La sangre bullente y revelada no alcanzó sin embargo a cuajar el desafío, y se dejó llevar mansamente al calabozo. Tampoco se resistió cuando a la semana siguiente fue nuevamente detenido por estar momentáneamente sin trabajo. Pero cuando días más tarde volvió a ser requerido por averiguación de antecedentes, tomó la decisión que signaría para siempre su destino.

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 “¡Sólo muerto me llevan!”. Los agentes intentaron llevarlo igual, pero el a muerto fue uno de ellos. Otro resultó herido y al restante sólo le quedó el asombro de observar cómo ese hasta entonces pacífico gaucho se alejaba a galope tendido rumbo al olvido, la leyenda o el último y definitivo retorno. Después vinieron los abigeatos, los asaltos a mano armada y los enfrentamientos con las partidas policiales. Y fue también por entonces que eligió por compañera a la madre de su propio mito: la muerte.

 Ahora estaba ahí, con el 38 largo en la diestra y la zurda acariciando el cuchillo. Otro revólver le cruzaba el cinto a la altura de los riñones. Estévez le preguntó en un susurro:

 -¿Y si fueran ellos?

 Lara tiró el cigarrillo, suspiró hondo y afirmó:

 -Son ellos, nomás. En cualquier momento se nos vienen.

 -¿Y qué vamos a hacer?

 Las pupilas del Gaucho penetraron la oscuridad y se clavaron en las otras pupilas.

 -¡Pelear, pues, qué vamos a hacer!

 La silenciosa respuesta de Estévez sopesando abismales posibilidades fue rota de pronto por las luces de los reflectores y los faros de los automóviles.

 -¡Entregate, Lara, estás rodeado!

 -¿Qué hacemos, Gaucho? ¡No tenemos muchas balas…!

 Lara giró la cabeza hacia atrás, después atisbó el exterior a través del postigo ligeramente entreabierto y finalmente reflexionó:

 -Hay muchas luces por atrás, deben estar pensando que vamos a salir por ahí. Entonces habrá que salir por adelante, nomás- El dubitativo silencio de su compañero le compelió a sugerirle: -Te conviene entregarte, Estévez. La cosa no es contra vos.

 El silencio se agigantó y se hizo más tenso. Pero junto al nuevo grito conminatorio de la policía la respuesta llegó firme, tajante:

 -¡No te dejo, Gaucho, voy con vos!

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 La mano que apretó el hombro del compañero seguía firme, y en el leve temblor no se presentía una caricia sino un abrazo de hombre.

 -Meteles unos tiros por la ventana de atrás y volvé. No hay nada más que pensar, tenemos que salir tirando. Como al palenque no llegamos, tendré que llevarte en ancas. El Oscuro sigue atado al árbol. ¡Vamos!- Una andanada de plomo interrumpió sus indicaciones. Uno de los tiros impactó en el postigo de la ventana desgarrando la madera y confundiendo por unos instantes a Estévez -¡Dale, te digo!

 El repiquetear de las balas prosiguió, pero también las armas de Lara y Estévez lanzaron sus gritos de fuego y plomo. El haz de luz de un reflector se dirigió de inmediato hacia ese lugar, y el ruido de los motores de los Ford T que momentos antes se habían encendido cobró intensidad, indicando que aceleraban. Las luces provenientes de algunos faros también se movieron, pero otras permanecieron enfocadas sobre la entrada principal.

 El facón quedó calzado, pero dos vientres de acero con entrañas de plomo refulgían ahora en las manos del Gaucho Lara. También eran dos las armas que empuñaba su amigo. “¡Seguime!”. Felinamente agazapadas y disparando sus armas, dos figuras se recortaron nítidamente contra los haces de luces. Los tiros menudeaban cuando algunas voces reclamaron:

 -¡Por el frente, salieron por el frente!

 Unos perros ladraron y hasta un gallo cantó, engañado por esa falsa aurora. por esa falsa aurora. Las figuras prosiguieron zigzagueando entre las balas, hasta que, ya próximos al cerco humano que rodeaba la casona, una de ellas pareció cobrar una altura insospechada para los sitiadores. Su imagen re- cortada contra la claridad artificial adquirió frente a los ojos azorados de esos hombres una dimensión ciclópea, alimentada y agigantada por la fama de quien la asumía. Levantando los brazos vació sus armas al tiempo que su potente voz exclamaba:

 -¡Cancha que soy Lara!

 El lúgubre sonido de los tiros pareció esfumarse de pronto y por un instante sólo quedó la imagen de ese hombre atravesando el cerco y perdiéndose en la oscuridad de la noche. Pero casi de inmediato volvieron a arreciar los tiros y los gritos:

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 -¡Se escapa, el Gaucho se escapa!

 Estévez no tenía la fama de Lara. Recobrados del asombro, los policías se reagruparon y concentrando el fuego sobre su persona pronto lo derribaron. Una sonrisa alcanzó a dulcificar su rostro duro al oír el galope tendido de un caballo adentrándose en la distancia. “¡Se fue, el Gaucho se fue!”, agradeció su mente obnubilada. Después se desmayó.

 Estévez no murió. Purgó su condena y luego después la memoria lugareña lo fue alejando hasta tornarlo irreconocible. De Lara en cambio se habló todavía un tiempo. Se dijo que sus andanzas prosiguieron, y hasta hubo quien debió pagar con la vida su andar solitario y de a caballo; ante un informe de los tantos que aseguraban la presencia del Gaucho Lara por los pagos de Trenque Lauquen, una partida policial creyó haber encontrado por fin al legendario fugitivo y sin más trámite disparó contra e hombre. Cuando averiguaron su identidad, al pobre ya no le servía.

 Luego el tiempo fue limándole aristas a los detalles del hecho. Pero aún perdura en la memoria de algún superviviente el recuerdo de aquella épica noche y aún resuena en sus oídos el esténtóreo grito conminado al silencio y al asombro:

 -¡Cancha que soy Lara!”

 

SENSACIONES

-¿Quién es?- se sobresaltó Roxana cuando oyó el ruido de la puerta de calle al abrirse. Estaba casi segura de haberla cerrado al entrar, luego de plantar las petunias en las macetas del jardín, pero no sería la primera vez que la dejaba abierta para ir a lavarse las manos luego de realizar algún trabajo en la tierra. Con un recelo creciente al no obtener respuesta, salió del baño de la planta baja y lo que vio la dejó paralizada: un hombre joven, alto y robusto, vestido con jeans y una remera blanca, avanzó rápidamente hacia ella y le tapó la boca con una mano, mientras que con la otra le apoyaba algo duro en el costado. “¿Estás sola, no?”, preguntó, mirándola a los ojos. Roxana movió apenas la cabeza en señal afirmativa. “Si me prometés no gritar, te saco la mano de la boca”. Volvió a asentir, y el hombre la fue retirando de a poco.

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Estaba con la cara descubierta y sus gestos, aunque firmes y decididos, no trasuntaban demasiada agresividad. “¿Dónde está el dormitorio?”. Sin atreverse a hablar, Roxana dirigió la mirada hacia lo alto de la escalera. “Vamos”, ordenó el hombre mientras la empujaba suavemente hacia el primer peldaño. “¿No está por venir alguien?”. Como en videoclip la mente de Roxana registró la presencia de Facu en la casa de los abuelos donde había ido a bañarse en la piscina con un par de amigos, de Julieta en la clase del Normal Superior, de Eduardo en su oficina del centro… ¿Quién podría venir? Rebuscó ansiosamente en su memoria pero no apareció nadie más. Con los vecinos se llevaba muy bien, pero ninguno solía presentarse intempestivamente en la casa. Su hermana, que vivía relativamente cerca, a esa hora de la tarde estaba atendiendo su negocio. De modo que, al comenzar a subir las escaleras, bajó la vista y negó con la cabeza.

 De pronto se tranquilizó. “No me va a pasar nada”, se alentó. Seguramente el intruso revisaría el dormitorio para llevarse el poco dinero que había, las joyas que… Al recordarlas, volvió a intranquilizarse porque, si bien había pocas va- liosas, para ella eran muy importantes. Constituían un tesoro emocional que había ido acumulando con los años, en parte regaladas por su esposo pero también adquiridas en su época de soltera, e incluso después de casada, cuando Eduardo aún no había resuelto dejar su empleo para tentar suerte con la financiera y ella debía seguir trabajando en el ministerio para ayudar a mantener la casa. Al pensar en las joyas, inconscientemente comenzó a lentificar su ascenso, por lo que el hombre, aunque ya no la amenazaba con el objeto duro, la urgió a seguir,

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 Cuando entraron al dormitorio, le extrañó que el intruso no la conminara a entregarle rápidamente sus pertenencias, como ella suponía que era habitual en esas circunstancias. El hombre permanecía en silencio, y al no poder verle la cara para intentar adivinarle sus intenciones porque estaba de espaldas a él, volvió a angustiarse. Por fin, y extrañándose de que pudiera articular alguna palabra, atinó a decirle “en la cartera hay un poco de plata, pero hay algo más en uno de esos libros”, señalándole el estante con un gesto. “Quién te dijo que quiero plata”, escuchó decir al individuo con ironía pero casi amablemente. Primero ladeó un poco la cabeza intentando mirarlo y luego giró sobre sí misma lentamente, esperando recelosa la orden de que no lo hiciera. Pero él no dijo nada, y entonces pudo observarlo de frente, detenidamente. Estaba a un metro de ella, observándola de arriba a abajo con una sonrisa, aunque en sus ojos oscuros pudo presentir la vital dureza del deseo. Recién entonces tomó consciencia de por qué el intruso no recogía el dinero ni registraba la habitación, y supo lo que sucedería. Al ver el gesto de temor que se le dibujó en el rostro el individuo se acercó más a ella y le dijo “no tengas miedo, no te voy a hacer nada malo”. El gesto de Roxana fluctuó un momento del pánico al llanto, pero después se sintió extrañamente serena y el temblor que había empezado a recorrer su cuerpo desapareció. Por primera vez sostuvo la mirada del hombre, intentando descifrar sus pensamientos. Él se aproximó aún más y le tocó suavemente el pelo, pero ante el gesto de rechazo de ella retiró la mano. “¿Sabés lo que quiero, no?” El temblor intentó reaparecer, pero se diluyó en una sensación extraña que no supo precisar. “Vamos, acostate”, le ordenó casi suavemente. Negó con la cabeza, con el gesto y con la retracción del cuerpo, pero el hombre insistió, aunque todavía sin agresividad: “no me obligués a forzarte”. Recién entonces Roxana pudo comprobar que de su rostro anguloso pero bien proporcionado, de su robusta complexión y de sus músculos bien trabajados, emanaba una potente virilidad. Sorprendida e íntimamente disgustada por esa constatación, volvió a negar con la cabeza mientras le decía “llevate la plata, está ahí…”. Pero sin hacerle caso, el hombre la empujó levemente hasta el borde de la cama. Roxana sintió la presión del colchón detrás de sus rodillas justo en el momento en que volvió a empujarle el hombro y. sin poder evitarlo, cayó de espaldas sobre el lecho mientras el hombre comenzaba a aflojarse el cinturón. Instintivamente Roxana apretó los muslos, pero él negó con un gesto de reproche mientras sonreía. Su figura aparecía agigantada frente a la incómoda posición de Roxana, y cuando intentó levantar el torso apoyándose sobre los codos, comprobó que el hombre estaba bajándose el cierre del pantalón. “Relajate, relájate y quédate tranquila, no es nada grave, no?”, casi le rogó el individuo con un tono de voz que ella imaginó amigablemente persuasiva. Extrañada al sentir que, sin quererlo conscientemente, había obedecido la orden y se había tranquilizado, su voluntad intentó rebelarse, pero su cuerpo no se movió. El hombre continuaba mirándola sonriente, y en su sonrisa no había ironía, ni agresividad, quizá sólo un poco de lujuria. Roxana no podía entender que su voluntad no la obligara a defenderse, a resistirse, a pelear por su integridad física. Cuando finalmente sintió que despertaba de un sueño e intentó incorporarse, ya el hombre estaba de rodillas sobre ella con el sexo enhiesto fuera del pantalón. Mientras que con una mano sobre su hombro el individuo la mantenía sujeta contra la cama, con la otra comenzó a maniobrar para abrirle los muslos. Roxana levantó las manos a la altura de su rostro pero no intentó pegarle, o arañarlo, sino que las apoyó contra su propio rostro al tiempo que ladeaba la cabeza hacia un costado. Sentía que debía luchar, resistirse, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que no valía la pena, que el hombre, de una u otra forma, igual la sometería. Y entonces decidió que era preferible acceder, permanecer quieta y esperar a que todo terminara. Cuando finalmente aflojó los muslos y sintió que el hombre la penetraba, un pandemonium de sentimientos explotó en su cerebro. Porque no sintió dolor, ni angustia, ni ira, sino una extraña sensación desconocida. Los segundos transcurridos mientras el hombre accionaba su miembro la sumergieron en una vorágine de sensaciones. Se obligó con todas sus fuerzas a destruir esa incipiente excitación que había comenzado a invadirla y por un instante lo logró. Pero el regular y sostenido empuje del individuo nuevamente la arrojó a un abismo de contradictorias emociones que finalmente la hicieron sollozar. El hombre pareció detenerse un momento, pero de nuevo recomenzó con más bríos que antes. Por más que intentara resistirse, Roxana sentía el potente vaivén del miembro dentro de ella, y por un momento no pudo evitar comparar esta nueva sensación con la que solía experimentar con su marido. Se insultó por hacerlo, pero la sensación persistía. Cuando el vaivén del hombre se acrecentó y ella presumió que se acercaba el desenlace, sus contradictorias percepciones aumentaron y un leve quejido que ella imaginó de dolor y resistencia escapó de su boca, lo que exacerbó los movimientos del hombre hasta prepararlo para el estallido final. Y cuando finalmente el hombre emitió el gemido anunciador del orgasmo, ya las angustiantes sensaciones de Roxana se habían diluido en su conciencia recuperada. Se recobró de tal modo que incluso legró empujar con violencia al hombre para que se retirara.

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 Mientras éste reacomodaba su ropa, Roxana se sentó y permaneció con las manos sobre el rostro, sollozando. No sabía bien si era por la pena de haber sido violada o por el arrepentimiento de no haberse resistido. El hombre retiró la plata de la cartera y le dijo, siempre sonriendo: “¿Viste que no era tan grave?”. Luego se dirigió al estante y sacó el dinero que había en uno de los libros. Cuando se fue, el llanto de Roxana se estaba intensificando.

 

 EL PLAN

 A Gunter se le ocurrió la idea una tarde de avanzada primavera, cuando el sol parece demorarse a propósito en desaparecer tras la puerta de Brandemburgo para fundirse con las sombras que van invadiendo la verde arboleda del Tier Garden. A esa hora, tras abandonar su trabajo en la Alte National Gallery, Gunter suele cruzar los jardines que rodean la imponente estatua ecuestre de Federico Guillermo IV para dirigirse, pasando entre las altas columnas dóricas que rodean los edificios de los museos, hacia el puente que cruza el río Spree. Desde allí, desde la ribera o- puesta a la verde catedral luterana de Berlín, comienza a caminar en dirección a la Alexanderplatz observando lenta, casi morosamente, las embarcaciones de paseo que trans- portan a los turistas alrededor de “la isla de los museos”.

 Gunter suele dejar entonces volar su imaginación en busca de ideas proyectos, sueños, que le hagan ganar dinero para poder evadirse de esa vida mediocre y gris, condicionada por el magro sueldo que le pagan como personal de limpieza del museo. En los últimos tiempos ha imaginado decenas de negocios, trapisondas e incluso acciones delictivas que le permitan acceder a una vida que, según él, sus cualidades personales merecen. Porque, a sus cincuenta años, su vida dista mucho de ser agradable y placentera. Su temperamento apocado y solitario lo ha confinado a ese monótono trabajo en el museo, y su única y excluyente distracción es la pintura. Casi todas sus horas libres las dedica a ese arte que, reflexiona orgulloso, domina a la perfección y que, por lo tanto, debería brindarle muchas más satisfacciones pecuniarias que las que habitualmente obtiene. Muy de vez en cuando, por intermedio de algunos asiduos asistentes a la galería, logra vender algún cuadro. Pero los beneficios obtenidos con la transacción, pronto se diluyen en la compra de ropa, algunas solitarias borracheras o el esporádico y frío encuentro con una prostituta.

 Pero esta tarde primaveral, mientras pasea por la ribera del Spree, finalmente se le ha ocurrido la idea que, aun sin ser demasiado original, piensa que podrá ser llevada a la práctica. El plan consiste en quedarse todos los días un rato después del trabajo haciendo bosquejos de alguna obra que le permitan después ir completándola en su casa con la ayuda de alguna fotografía. Posee la técnica necesaria para ello, y los últimos días piensa quedarse más tiempo para darle los toques finales. Nadie sospechará de él, porque en el museo todos saben que es pintor.

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 Elige mentalmente “El jardín de invierno”, de Manet, y decide que cuando la copia esté terminada sustraerá el original para suplantarlo por la falsificación. Pero para no despertar sospechas dejará pasar varios días sin quedarse frente a la obra después el trabajo; recién cuando todos se hayan olvidado de su presencia frente a ella, concretará la sustitución. Cuando se den cuenta de la maniobra, él ya estará en un país vecino y habrá vendido la obra original.

 Pero mientras está maquinando el plan un exceso de autosuficiencia le cambia el rumbo del mismo. Decide entonces que en lugar de huir con la pintura, con el riesgo de que lo detengan antes que pueda venderla, le conviene más continuar haciendo otras copias de la primera que, está seguro, quedará perfecta. Claro que para eso necesitaría tener el original un par de días en su casa para verificar la textura de la tela, comprobar los detalles del reverso, confirmar los trazos de la firma y otros pormenores que confirmen la autenticidad de la copia. Por otro lado, piensa que convendría simular el robo de “El jardín de invierno” para que los potenciales compradores de la obra se convenzan de que lo que están comprando es auténtico. Para ello un día, después del trabajo, tendría que descolgar el original y esconderlo entre las demás obras no exhibidas que posee el museo. Claro que al final, cuando se descubra la maniobra, él será uno de los principales sospechosos, y la confrontación con los otros empleados podría no resistir su negación del hecho…

 Piensa entonces que quizá sería conveniente terminar la copia y, luego de sustituirla por el original, llevar ésta a su casa para realizar varias copias más con tranquilidad. Incluso por un momento piensa en compartir la tarea con algún falsificador experimentado, pero su orgullo herido desecha casi de inmediato la posibilidad, negándose a compartir el crédito: él solo es capaz de hacer varias copias perfectas. Claro que cuando se descubra la sustitución, él volverá a ser el principal sospechoso… Pero ese día podría de- morarse mucho tiempo, y entonces él ya habría vendido las copias. Sin embargo, seguía existiendo un problema insoluble: ¿cómo sacar el cuadro del museo sin que lo vieran? Piensa que si Vincenzo Peruggia pudo sacar “la Gioconda” del Louvre sin problemas, él también podría hacerlo, pero aun así…

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 Cuando cruza la para ingresar a la Alexanderplatz, está pensando que quizá lo mejor sería terminar la copia y después hacer otras réplicas de la misma y venderlas sin preocuparse por los detalles de autenticidad que podrían tener si él poseyera el original. Pero si el cuadro no había sido robado ¿cómo podría estar a la venta…? Cuando llega a la entrada del metro su cerebro es un volcán a punto de estallar. Pero a medida que va descendiendo las escaleras, su imaginación se va aquietando, y cuando llega al andén de su línea una imperceptible sonrisa asoma a su boca. Al subir al vagón, ya está imaginando otro importante plan para conseguir dinero.

 

LA DECISIÓN

 Rogelio Cruz escupió la hoja de gramilla recién masticada, y con la punta de su bota empujó una piedra solitaria que desde hacía rato lo acompañaba bajo la sombra del tala. Al recibir la luz el sol la piedra relumbró como la filosa hoja de su cuchillo, de ese que ahora reposaba en su cinto engañosamente quieto y manso, olvidado ya de la boca roja y borboteante que tres horas antes abriera en el vientre joven de su amigo Arnulfo Varas. ¡Pobre Arnulfo! Se había ensartado solito en el fierro. Como un pez en el anzuelo, casi como un chico.

 Pero hacía tiempo ya que Varas no era un chico. Quizá desde aquella vez en que le advirtiera con una seriedad de hombre: “¡A la Florita no la toqués porque te rompo la cara!”. Entonces Arnulfo se había reído, como tantas otras veces. Pero él no, él casi nunca reía. Después continuaron con sus cacerías de honda y boleadoras, con sus tramperos, con sus perros. Con esos sueños de noches blancas y siestas amarillas que vagan por las mentes vírgenes de los niños pueblerinos.

 Pero ya estaba de por medio la Florita despeinando al viento su pelo castaño y achicando en la sonrisa sus cálidos ojos de cobre y avellana. Y lo estuvo más aún desde aquél mágico atardecer de octubre cuando, por trampear a una adolescencia que se empeñaba en postergar sus fuegos, Florita lo besó en la boca. Después lo miró con picardía, sonrió y empezó a correr para que la persiguiera. Pero él no pudo hacerlo; la tierra había temblado bajo sus pies, y un vértigo de aroma y brisa le hacía girar la cabeza impidiéndole moverse. Florita pronto se olvidó de la travesura, pero él no. Y aunque nunca llegara a concretar la posesión, desde ese día la sintió suya para siempre.

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Con esa dulce espina clavada en su alma se fue haciendo hombre. Después lo laceraron otras espinas, pero esa continuó siendo la que más dolía. Porque la Florita con el tiempo no sólo comenzó a mostrarse indiferente y esquiva sino que incluso comenzó a tenerle cierta aprensión. Claro que no era la única que le rehuía; su carácter hosco y retraído lo había ido alejando de los otros jóvenes del pueblo hasta el punto de que sólo el Arnulfo Varas seguía siendo su amigo. Leal y consecuente, Varas nunca lo había abandonado, ni cuando hubo que hacerle frente a los tres hermanos Vázquez y a sus primos Sepúlveda. En esa ocasión el menor de los Sepúlveda y dos de los Vázquez habían quedado bastante malheridos, y también desde entonces fue que a él le quedó esa cicatriz en la frente que le agriaba aún más su ceñudo gesto. Después las pendencias menudearon, y por fin vino lo del Rosario Agüero y los diez meses adentro. Ni aún entonces el compadre Varas lo abandonó; casi todas las semanas desandaba con su alazán las cuatro leguas que lo separaban de Pehuajó, y hasta cuan- do fue trasladado a General Pico siguió haciéndose algunas escapadas para llevarle ropa y tabaco.

 Pero si él parecía habitado por la noche, al Arnulfo en cambio le brotaba el día por los poros. Alegre, buen mozo, hablador, tenía todo lo necesario para gustar a las mujeres. Y la Florita hacía a tiempo que se había convertido en mujer. Varas algo presentía, pero no podía imaginarse la obsesión de su amigo. Sin embargo, para asegurarse, un día le comentó: “parece que la Florita me lleva el apunte, y a mí me gusta mucho…”. Los relámpagos que des- pidieron las pupilas de Rogelio al escuchar la confesión de su amigo ya estaban presagiando otro aceros, pero se limitó a responder mirando al suelo “hacé lo que te parezca, vos sabrás”. Quizá por haber interpretado sus palabras como un consentimiento, o quizá simplemente porque era hombre, el compadre Varas supo qué hacer.

 Él los siguió desde que se encontraron en la calle de los álamos hasta que se perdieron en el bosquecito que está a la salida del pueblo. Cuando asomó su cuerpo entre los árboles, el tiempo se detuvo en los brazos y en las bocas de la pareja; su mirada torva y su mano tanteando el cinto ya estaban decretando ausencias. Varas se adelantó confiado, con los brazos abiertos como para explicarle, pero el cuchillo permaneció alzado, de punta. Y el compadre se ensartó solito.

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 La Florita se alejó corriendo con un gesto de horror y odio que él no alcanzó a comprender. ¡Si lo que había ahecho era justamente para defender su honor, porque ella era suya desde aquél día que lo besara…! Miró el desencajado rostro del amigo sin remordimiento, quizá sólo con un poco de lástima, y luego de secar el cuchillo en el pasto se alejó despacio rumbo al monte.

 Debajo del tala que, como recia avanzada vegetal, oficiaba al mismo tiempo de atalaya y custodio, había estado descansando y esperando hasta bien pasa- do el mediodía. Para llegar al montecito había que atravesar una hondonada cubierta de pastizales, y desde el tala se podía observar claramente la presencia de cualquier extraño. Debajo de ese mismo árbol solían descansar con el Arnulfo cuando eran niños, mientras vigilaban imaginariamente la llegada de in- dios ululantes o gauchos matreros.

 Estaba bastante tranquilo, pero todavía no había decidido qué actitud tomaría si la partida llegaba a aparecer por ese lado. En el pueblo había sólo cinco o seis policías y a cuchillo quizá se animara a enfrentarlos, pero era casi seguro que vendrían armados con máuseres y revólveres. Cortó otra hoja de gramilla y se disponía a llevársela a la boca cuando los vio; eran varios, y algunos de ellos debió descubrirlos porque súbitamente se abrieron en abanico y escondiéndose entre los pastizales alguien gritó “¡entregate Rogelio, no vas a poder escapar!”

 De pie bajo el tala, bien plantado y con el cuchillo en la mano, estaba du- dando entre pelear o entregarse. Entregándose, perdería el honor, porque él consideraba lo ocurrido no como un crimen sino como un estricto acto de justicia. Peleando, lo más probable es que perdiera la vida. Y como a la vida la necesitaba para defender su honor ultrajado, mirando hacia atrás, hacia el monte, decidió con un grito y con el puño en alto abandonar definitivamente al oscuro Rogelio Cruz para convertirse desde ese momento en un gaucho alzado, en el temido y respetado Guapo Cruz, salteador de estancias, defensor de pobres y mítico generador de coplas y leyendas. Pero no lo dejaron; el cabo Armesto ya lo tenía en la mira.

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VIOLACIÓN SEGUIDA DE MUERTE

18 de agosto, después del mediodía.

 Cuando Mary Salgado intentó girar la llave para abrir la puerta de calle de su casa, ubicada en un barrio periférico de la ciudad, un mal presentimiento le pintó en el rostro un gesto de alarma; aunque estaba segura de haber colocado la cerradura cuando salió temprano en la mañana, ahora estaba abierta. Llamó a Mónica, su hija de once años, y al no obtener respuesta se dirigió inmediatamente a su cuarto. En la cama, con la pollera levantada y sin bombachas, yacía la niña. No necesitó moverla ni tomarle el pulso para saber que estaba muerta: laceraciones en la cara y manchas violáceas en el cuello le indicaron que había sido asesinada. Ahogó un grito, le tomó la cara y se derrumbó a su lado sollozando.

20 de agosto, cerca del mediodía.

 Roberto Pereyra, la pareja de Mary, parecía realmente compungido mientras el féretro era introducido en el nicho. Los sofocados sollozos que estremecían el rostro de Mary eran por momentos interrumpidos para dirigir al joven furtivas miradas. Pero luego los sollozos reaparecían y apoyaba dolorosamente la cabeza sobre el hombro de Roberto.

 La policía la había interrogado el día anterior para obtener datos sobre su concubino, algunos años menor que ella. Resultaba evidente que lo consideraban sospechoso del crimen, aunque no existían indicios concretos que posibilitaran atribuirle la autoría del mismo. La mañana del crimen él había estado trabajando en una obra a pocas cuadras de su casa, como lo venía haciendo desde hacía unos días, lo cual fue corroborado por el capataz y por otro obrero. Ellos declararon que se había demorado algo más que lo habitual cuando fue a comprar los fiambres y la bebida para el almuerzo a un supermercado a la vuelta de la obra, pero no le atribuyeron al hecho ninguna importancia porque los trabajos estaban adelantados y no había ningún apuro.

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 Los sollozos de Mary de a ratos vuelven interrumpirse porque no puede olvidar que los funcionarios policiales le habían informado que Roberto era el principal sospechoso. Le aclararon que debían esperar el resultado del ADN del semen extraído de la vagina de Mónica, pero estaban casi seguros de que pronto sería formalmente imputado. A pesar de ello, Mary había creído las afirmaciones de Roberto de que era inocente.

21 de agosto, a la hora de la siesta.

 Don Nicanor y doña María, los padres de Roberto, hacía rato que escuchaban, callados y con la cabeza baja, la exaltadas explicaciones que les daba su hijo. Cuando finalmente, casi llorando, les gritó que era inocente, don Nicanor levantó la vista y lo miró rectamente a los ojos. Toda duda parecía haberse disipado de su rostro curtido, que se dulcificó con el esbozo de una sonrisa. Después, mientras balanceaba casi imperceptiblemente la cabeza con un gesto afirmativo, le puso cariñosamente una mano sobre el hombro. Doña María continuó todavía unos segundos con la mirada baja, pero luego la elevó y abrazó a su hijo mientras unas lágrimas brotaban de sus ojos.

En ese instante golpearon la puerta de calle, y cuando don Nicanor abrió, un hombre vestido de civil flaqueado por dos policías armados le informó que venían a llevarse detenido a su hijo.

21 de agosto, al anochecer.

 “Es el violador de la chica”, respondió el agente a la pregunta formulada con los ojos por uno de los dieciséis presos que abarrotaban dos celdas de la comisaría sexta. El preso esbozó una media sonrisa y miró socarronamente a los otros alojados. Los rostros no dejaban lugar a dudas: salvo un jovencito de pelo rizado con cara de angelote moreno, todos, a pesar de la extrema juventud de algunos, tenían pintadas las huellas de un pasado atroz y despiadado. “¡Era la hija de su mujer!”, aclaró el preso con gesto elocuente, casi innecesariamente. Los otros afirmaron con la cabeza, con labios mordidos, con miradas definitivas.

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21 de agosto, cerca de la medianoche.

 Roberto Pereyra era el ocupante de un pequeño cuarto al que le había colocado barrotes para acondicionarlo como celda. Llamó al guardia para que le permitiera ir al baño, y luego de abrir el candado aquél lo precedió por el corredor que pasaba frente a las celdas donde estaban los otros presos. “¡Conque éste es el violador…! sonrió uno. Roberto le lanzó una mirada furtiva y temerosa, pero no respondió ni giró la cabeza.

 Cuando volvió del baño, un coro de opresivo silencio acompañó su paso por el corredor. Roberto percibió la acusación latente, pero el miedo le impidió ver los gestos duros y las miradas sombrías. Cuando ingresó al cuarto y el guardia, luego de cerrar la puerta, se retiró, presintió abismos insondables, pe- ro no se dio cuenta de que el agente no le había puesto la llave al candado.

22 de agosto, a media mañana.

 El cadáver de Roberto Pereyra permanecía semicolgado del cuello con una bufanda cuyo extremo estaba atado al travesaño de las rejas. Sus pies tocaban el suelo y sus piernas estaban flexionadas.

 Para el fiscal Jorge Pérez Sobral resultaba evidente que en esa posición no podía haber muerto ahorcado, incluso si el lazo del cuello o el nudo del travesaño se hubieran corrido un poco. Cuando lo extendieron en el piso y le sacaron la bufanda, dos pequeños surcos paralelos separados por un mínimo espacio alrededor del cuello le confirmaron al fiscal su presunción: Roberto había sido ahorcado al parecer con un cable doble.

 Revisando el cuarto, Pérez Sobral comprobó casi de inmediato que de una caja de electricidad anulada que estaba en una pared cerca del techo, sobresalía un pedazo de cable. Cuando lo extrajo de la caja, pudo comprobar que el surco alrededor del cuello coincidía exactamente con el ancho del cable.

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22 de agosto, a media tarde.

 Voceros policiales confirmaron que el presunto violador y asesino de la niña Mónica Salgado se había quitado la vida ahorcándose con su bufanda, prenda que se le había permitido conservar a causa del frío reinante en la comisaría. El fiscal Pérez Sobral dijo estar convencido del suicidio, aunque aseguró que las investigaciones del caso continuarían.

23 al 31 de agosto.

 Los interrogatorios a cada uno de los presos que durante la noche de la muerte de Roberto Pereyra estaban alijados en la comisaría sexta, dieron siempre resultados negativos. Todos dijeron no saber nada, ni haber oído nada. El policía que había dejado el candado abierto justificó su falta atribuyéndola a un olvido, consecuencia de que el preso no parecía peligroso, sino todo lo contrario. Lo pasaron a disponibilidad a otra comisaría, y no fue inculpado. Tampoco ningún preso pudo serlo, porque el pacto de silencio en ningún momento fue roto. Pero en charlas confidenciales con otro agente, alguien se atrevió a deslizar: “Si sólo la hubiera violado, con la ley del talión bastaba. ¡Pero además la asesinó; a una menor, a su hijastra…!”.

1 de setiembre, temprano en la mañana.

 Un vocero de la fiscalía informó a los medios de prensa que existía la total certeza de que Roberto Pereyra había sido el autor de la violación y el asesinato de la niña Mónica Salgado, y que luego se había suicidado al no poder soportar la presión de su culpa.

3 de setiembre, a la mañana.

 El informe que llegó a la fiscalía referido a las muestras de ADN aclaraba,

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sin lugar a dudas, que las muestras de semen extraídas de la vagina de Mónica Salgado eran incompatibles con el patrón genético del sospechoso, por lo que dicho semen de ningún modo podía pertenecer a Roberto Pereyra.

21 de noviembre, a la mañana.

 El fiscal de la cámara cuarta del crimen, Jorge Pérez Sobral, dictó la falta de mérito para los presos en la causa sobre el supuesto asesinato de Roberto Pereyra, concluyéndose que su muerte se debió a un suicidio, sin aclarar detalles.

2 de diciembre, a la mañana.

 Al no encontrar ningún nuevo sospechoso, el fiscal ordenó archivar el expediente sobre la violación y muerte de Mónica Salgado.

24 de diciembre, a la medianoche.

 En su casa ubicada en un country en las afueras de la ciudad, el fiscal Jorge Pérez Sobral levantó su copa de champán y brindó alegremente con su esposa, sus dos hijos adolescentes y varios familiares. Nicanor Pereyra y su esposa se abrazaron y varias lágrimas de impotencia brotaron de sus ojos. Estaban solos.

18 de agosto, tres años después.

 Hasta hoy, ni la justicia ni los medios de prensa reivindicaron la inocencia de Roberto Pereyra. Casi todos los presos alojados en la comisaría sexta la noche del asesinato están libres. El fiscal Jorge Pérez Sobral es integrante del Su- perior Tribunal de Justicia. Nicanor Pereyra y su esposa fallecieron. Mary Salgado se hizo prostituta. Los dos crímenes permanecen impunes.

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LA DUDA

 Aunque las palabras originales él no las había escuchado, la repetición de las mismas adquiría ante su atribulado espíritu resonancias admonitorias: “Mi esposa me empujó”. Uno de los testigos que había estado junto al cuerpo ya casi sin vida de Lidia Bonotto era quien ahora las estaba pronunciando.

 El doctor Ricardo Espeche permaneció inmóvil en su sitio de acusado mientras el fiscal le comunicaba al testigo que podía retirarse. Ya no tenía ganas ni le quedaban fuerzas para seguir negando; no sólo había estado haciendo permanentemente durante los tres días que había durado el juicio, sino también durante cada uno de los interrogatorios a que fuera sometido por la policía luego de que aquellas cuatro palabras cuajaran el asombro. Ni la luz enceguecedora, la sed o el maltrato físico habían logrado hacerlo confesar, y sólo una frase parecía haberse eternizado en su boca, clausurando las demás palabras; “Yo no la maté”. Y sin embargo, dos testigos intachables, dos hombres que no se conocían entre sí, habían atestiguado fehacientemente que los labios de Lidia, poco antes de quedar inmóviles para siempre, habían murmurado “mi esposo me empujó”.

 Y en ese atardecer caluroso, cargado con presagios de tormenta, él estaba efectivamente allí, parado en su balcón del quinto piso, tomándose la sienes con un gesto culpable, la mandíbula laxa y desencajada por una mueca de estupor y los ojos desorbitados y vacilantes ante la mirada escrutadora de esos otros ojos que desde allá abajo lo estaban sentenciando anticipadamente. Después, las miradas convergiendo sobre su persona se fueron multiplicando y cuando, finalmente, el acechante círculo humano se fue dispersando luego de haberse saciado con la contemplación de la muerte ajena, extraña, dos agentes de policía lo acompañaron hasta un patrullero que lo condujo hasta la comisaría.

 “Yo no la maté”. Aunque categórica y persistente al principio, su negativa fue perdiendo convicción con el lento transcurrir de los interrogatorios; pero cuando su mente, obnubilada por la potente luz, lo epítetos y las sacudidas, clamaba ya por la claudicación, una certeza emergiendo por entre un cúmulo de dudas cada vez más acuciantes le brindaba una débil pero suficiente fuerza interior que lo compelía a seguir exclamando “yo no la maté”.

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 Y sin embargo él había estado allí, forcejeando con su esposa hasta el punto de sufrir un rasguño en el brazo. Y los departamentos especializados habían confirmado que eran sus propios cabellos los encontrados en la ropa de Lidia, y tanto el cordial portero del edificio de departamentos como ese circunspecto escribano que ocasional- mente pasaba por el lugar en el momento de caer el cuerpo al vacío, habían jurado haberlo visto a él asomado al balcón en el preciso instante en que Lidia, antes de morir, alcanzara a murmurar “mi esposo me empujó”. Entonces ¿cómo seguir negando? ¿Cómo explicar coherentemente que aquél enjambre de mentiras y verdades reversibles, de absurdos malentendidos, lo había atrapado finalmente en su maraña?

 Porque él no había matado a su esposa, estaba seguro; pero filtrándose por entre sus propias convicciones, un imponderable índice acusador se aproximaba y se alejaba intermitentemente ante sus ojos con una alucinante carga de pre- monitorias sentencias.

 Por eso fue que cuando, antes de proceder a la lectura del dictamen final, el juez le preguntó si tenía algo más que agregar, su voz resignada pero convincente sorprendió a todos con una afirmación inesperada: “Sí, señor juez, soy culpable”.

 Fue en la época de la compra del departamento que comenzó a rondarlo la idea, cuando su relación con Betty aún no había interferido en la normal continuidad de su matrimonio. Hasta entonces las cosas no habían marchado demasiado bien para él; después de casi quince años de haber obtenido su título de médico, aún debía soportar el silencioso pero tangible menosprecio que le manifestaban los otros colegas del hospital quienes, con menos años de labor, habían logrado ascender los rangos jerárquicos correspondientes mientras él continuaba permaneciendo como simple médico de sala, constreñido al mísero sueldo con que se remuneraba su trabajo. Por otro lado era como si percibiese en su piel y sus entrañas la superior jerarquía social que a diario imponía la presencia de su esposa, superioridad que ella, consciente o inconscientemente, se empeñaba en acentuar con pequeños gestos, con medias palabras o simplemente con la inflexión del todo de voz. No era por cierto la pequeña suma de dinero que había heredado de su padre lo que le incomodaba -aunque quizá eso también contribuyera- sino ese imponderable que distingue y separa a los seres de distinto rango social. Porque sus padres -y sus abuelos,

y todos los antepasados de los cuales conservaba memoria- habían sido siempre gente de trabajo; sólo con un gran esfuerzo económico habían logrado costearle los estudios y después no les había alcanzado para instalarle un consultorio. De manera que cuando logró obtener un puesto en el hospital, sus aspiraciones se vieron colmadas. Y se fue acostumbrando, y resignando. Luego de casados, fue con el dinero de Lidia que pudieron adquirir la modesta casa. Y los muebles, y el automóvil, y prácticamente todos los artículos del hogar. Y fue también con el resto de la herencia que aún quedaba que posteriormente adquirieron el casi lujoso departamento.

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 Por esa época fue que comenzó todo. Betty era de esas mujeres física, espiritual y materialmente insaciables, de las cuales cuesta creer que puedan enamorarse de un mediocre como Ricardo Espeche. Y sin embargo había sucedido, o al menos así lo creía él. Los pedidos y las insinuaciones de Betty no eran premeditados; simplemente emanaban de su avasalladora personalidad. Ella ordenaba más con el cuerpo que con su voz, y Ricardo obedecía. Claro que hasta donde podía, porque el dinero disponible era sumamente exiguo. Y fue entonces que comenzó a madurar la idea.

 Lidia tenía un temperamento hipersensible y emocionalmente bastante desequilibrado; una insignificante enfermedad desencadenaba todo un drama, y el temor a la vejez y la muerte era en ella una idea obsesiva. El subconsciente resentimiento -que quizá se estaba convirtiendo en un odio recóndito- fue lo que impulsó a Ricardo a manifestarle sus sospechas. Y cuando una pequeña alteración menstrual simuló ante el pusilánime espíritu de Lidia alguna enfermedad maligna, en lugar de ser inmediatamente desvirtuada por su marido éste le sugirió practicar una biopsia.

 A partir de allí la vida de Lidia se convirtió en un rosario de desventuras. Comenzó a imaginar desesperantes dolores, terribles mutilaciones y horrendas muertes. Ricardo, en lugar de calmarla, comenzó a dosificar concienzuda- mente cada una de sus insinuaciones, a alentar gradualmente sus temores, a instilar diariamente una nueva duda que Lidia convertía inmediatamente en certeza. Hasta el día que, al efectuarle finalmente la biopsia un médico amigo suyo, deslizó más cerca del oído de su esposa que los de su colega la temida frase: “Era lo que sospechaba”. Lo que Ricardo sospechaba era que Lidia estaba completamente sana; pero el cerebro de su mujer, adormilado por los sedantes, asimiló esas palabras como la afirmación de una sentencia definitiva. Desde ese día comenzó a perder peso -para ella una comprobación más de su grave estado-, y aunque otros médicos consultados intentaron disuadirla de su error, la idea del suicidio comenzó a germinar en su cerebro con todo el ímpetu generado por las oscuras fuerzas tanáticas.

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 Al principio no era la muerte de Lidia lo que Ricardo pretendía concretar, sino tan sólo du desequilibrio síquico. Pensaba que con ello lograría que los médicos legistas la declararan insana y procedieran en consecuencia a su reclusión en un establecimiento para enfermos mentales, obteniendo de esa manera la necesaria libertad para disfrutar de sus bienes junto a la grata e imperiosa compañía de Betty. Pero a medida que fue tomando conciencia de la trasmutación de posibilidades, la nueva idea comenzó paulatinamente a adquirir mayor peso que la primitiva, y de no haber sido por un insignificante y humano descuido al efectuar una llamada telefónica -descuidó que permitió a Lidia enterarse de la cita que Ricardo mantendría esa tarde en una confitería céntrica- el plan podría haberse concretado satisfactoriamente en cualquier momento.

 Quince minutos antes de la hora que escuchara mencionar a su esposo, la angustia y la incertidumbre sentaron a Lidia frente a una de las mesas de la confitería. Cuando la sospecha se convirtió en certeza al comprobar el arribo de Ricardo acompañado por esa rubia deslumbrante, disimulando su cara tras un par de anteojos oscuros y un pañuelo que le cubría totalmente la frente ocupó otra mesa próxima y así pudo descifrar, entre el bullicio existente en el local y las medias palabras pronunciadas por la pareja, el plan que su esposo había concebido.

 La angustia y la proximidad de la muerte no desparecieron con la revelación, sólo se traspolaron sus vertientes. Y cuando, en ese bochornoso atardecer estival Ricardo regresó al departamento, Lidia se hallaba extrañamente serena. Luego de increpar su proceder con tranquilidad, le comunicó su decisión de suicidarse. Ella hubiese deseado hacerle pagar de algún modo su actitud, hacer que su muerte no permaneciera impune sino que gravitara perennemente sobre su culpa, pero después había comprendido que ello resultaba imposible. Por eso, con sus nervios destrozados y su espíritu desolado por la traición había resuelto satisfacer voluntariamente el deseo de su esposo.

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 Luego de un breve cambio de palabras se aproximó rápidamente al balcón perseguida por Ricardo, sorprendido ante la inminencia y la magnitud del desastre. Aunque logró asirla por un brazo, tras un breve y violento forcejeo ella consiguió soltarse y encaramándose resueltamente en el parapeto, saltó al vacío.

 Por algún oculto mecanismo, su mente debió permanecer lúcida durante el fugaz instante del vuelo definitivo. Y cuando, ya en los albores de la nada, su alma se disponía a emprender el viaje sin retorno, sus labios entreabiertos no musitaron perdones sino una justiciera sentencia; “mi esposo me empujó”.

 Cuando el juez leyó el fallo y pronunció la palabra “culpable”, seguramente no pensaba en un empujó metafórico, sino en un prosaico y real empellón. Pero Ricardo Espeche sabía en cambio que una duda, sutil como una telaraña pero no por ello menos punzante y cruel, se apoderaría para siempre de su conciencia si no intentaba descifrarla de inmediato. Por eso había respondido, en el último y definitivo instante, “sí, señor juez, soy culpable”.

 

 EL VEREDICTO

 Roberto Almirón vuelve a sentir una opresión en el pecho cuando el fiscal Orozco comienza a describir de ante el jurado el momento en que Almirón salió de su casa por la puerta de entrada y empezó a caminar por la vereda. La opresión se le acrecienta a ratos porque el fiscal no está mencionando lo que sucedió antes, desde el momento que el ladrón entró a su casa a las dos de la madrugada y se apareció al lado de su cama apuntándole con un arma.

 Él había sentido ruidos en la puerta principal, pero no se preocupó demasiado porque no era la primera vez que sucedía. En días anteriores, y a distintas horas de la noche, había sentido ruidos en la entrada de su casa y también afuera, en la calle. Incluso un par de veces había oído algunos tiros. Al principio se había asustado un poco, pero al comprobar a la mañana siguiente que nadie se había enterado de que hubiera pasado algo, se fue habituando y dejó de preocuparse, Esta vez tampoco le había dado importancia a los ruidos, hasta que sintió un fuerte golpe en la puerta de entrada. Alcanzó a encender la luz del velador, pero cuando terminó de espabilarse el ladrón ya estaba a su lado. Lo hizo levantar y lo empujó con violencia contra la pared mientras le exigía la entrega de dinero. Entonces escuchó a Laura, su nieta de 12 años, preguntándole desde el cuarto contiguo qué pasaba. Desde que murió su esposa él vivía solo, pero su nieta solía quedarse a dormir en su casa cuando venía a visitarlo. Y justo esa noche estaba.

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 Pero eso al fiscal no parece importarle, porque lo único que está alegando frente al juez y los integrantes del jurado popular es que él, Roberto Almirón, luego de salir por la puerta de entrada había dado varios pasos por la y luego bajado a la calle para apuntar con su pistola.

 Al fiscal tampoco parece importarle que cuando él intentó hablar con el ladrón, éste le dio un puñetazo en la cara y, sin dejar de apuntarle, se asomó al cuarto de Laura, quien alcanzó a gritar “¡abuelo!” antes de que el individuo la hiciera callar. Después el ladrón regresó a su lado, lo metió en el baño ordenándole que no saliera y volvió a dirigirse a la habitación de Laura.

 Roberto no recuerda cómo fue que tomó la decisión, ni cómo, con su setenta y dos años, pudo salir rápidamente del baño, llegar a la mesita de luz y tomar la pistola. Sólo recuerda que antes de eso había escuchado el grito de Laura: “¡dejame!”, y que sólo recobró la lucidez al oír el estampido de la pistola.

 Pero al fiscal no le interesa ese disparo sino el otro, el que partió de su arma cuando, después de haber bajado el cordón de la vereda, se plantó en la calle y apretó el gatillo. El fiscal está alegando que el ladrón estaba de espalda, huyendo con una herida de bala en la mano, cuando Almirón disparó, derribándolo. Y que también disparó contra el cómplice que escapaba unos metros adelante sin alcanzarlo. El fiscal continúa explicando que el arma que por- taba el ladrón era de plástico, y que aunque existieran circunstancias atenuantes previas, el imputado había tenido la expresa intención de matar y que por lo tanto, de acuerdo al artículo setenta y nueve, lo encontraba culpable del delito de homicidio doloso, por lo cual solicitaba al juez la aplicación de una pena de ocho años de prisión.

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 Aunque se lo ve abatido, Almirón no se inmuta. El doctor Salguero, su abogado defensor, le había asegurado que, en el peor de los casos, por su edad y sus antecedentes médicos cumpliría la pena que le dieran en prisión domiciliaria. Ahora el doctor Salguereo se ha puesto de pie y empieza a explicar que Roberto Almirón había obrado en legítima defensa de su vida y la de su nieta. Que cuando entró en el cuarto de ésta el ladrón la estaba manoseando y que, aunque el otro continuaba empuñando el arma, no vaciló en disparar, hiriéndolo en una mano. Salguero continúa explicando que el ladrón se había arrojado entonces ágilmente sobre el dueño de casa empujándolo y huyendo hacia la calle y que Almirón, luego de comprobar que su nieta estaba llorando presa de un ataque de nervios, había salido en su persecución obnubilado por la magnitud de los hechos. Y que cuando disparó contra el ladrón lo hizo en legítima defensa y bajo un estado de emoción violenta, por lo cual, de acuerdo al artículo treinta y cuatro inciso siete solicitaba al jurado su absolución.

 Ahora el juez le está pidiendo al jurado popular que pase a deliberar para dictar luego su veredicto, por lo cual todos los integrantes del mismo nos ponemos de pie y pasamos a la sala contigua para discutir si lo declaramos culpable o inocente. Aunque yo ya sé cuál será mi veredicto, no estoy seguro de que los demás opinen lo mismo.

 


 

CARLOS E.GILI

CUENTOS MARGINALES

Ediciones “Agua de oro”

CUENTOS MARGINALES

1° edición: 2020

Copyright by Carlos E. Gili

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