OTROS CIELOS – Tomo III

 

NOTA ACLARATORIA

La única particularidad de estos cuentos es que sus tramas se hallan ubicadas en un ámbito geográfico que no corresponde a la Argentina. Por lo demás, sus estructuras no se diferencian de cualquier otro cuento, relato o narración que estuviera ubicado en nuestra patria.

Sus argumentos fueron plasmados al calor de viajes realizados a través de cuatro continentes, bajo el influjo de las circunstancias históricas, geográficas, políticas y culturales de los distintos países visitados. Cada uno de ellos está ligado a la región que se describe.

De los 16 cuentos, uno se desarrolla en África, uno en Asia, doce en Europa y 2 en América.

Dos de los cuentos -“Incertidumbre” y “El acuerdo”- ya habían sido publicados; el primero en “La cima y el abismo”, y el segundo en el fascículo “Narradores de Córdoba”, del Grupo La Cañada. Los demás son inéditos.

 

C.E.G.

 

ÁFRICA

LA FILMACIÓN

Cinco automóviles, un bus con los extras y dos camionetas con los equipos de filmación componían la caravana que había salido de los estudios cinematográficos “Atlas”, ubicado en las afueras de Ouarzazate en el sur de Marruecos. Atravesaron el viejo fuerte francés ahora convertido en moderna ciudad y comenzaron a adentrarse en el desierto.

Algunos solitarios camellos intentaban en vano extraer algún alimento de las raquí ticas y duras matas que salpicaban a trechos la arenosa tierra. A lo lejos, al pie de las primeras estribaciones del Antiatlas, se adivinaban algunas manchas negras recortadas contra los cerros: eran las jaimas (1) de los nómadas bereberes que llevaban a pastar sus ovejas al pie de las colinas, donde crecía un pasto ralo pero apto para alimentar a los animales.

(1)          Jaima: carpa de los beduinos, utilizada como vivienda.

 

Ahmed estaba exultante. Si bien su discurso en la película se limitaba a unas pocas palabras, ya no se consideraba sólo un extra, porque debía hablar. Sus fantasiosos veintidós años le hacían imaginar un promisorio destino actoral, más ahora que estaba participando en un film que tenía como protagonistas nada menos que a George Steward y Linda Johnson. En papeles secundarios actuaban también varios actores marroquíes algunos de los cuales Ahmed conocía. Hoy debían filmarse importantes escenas que tendrían lugar en la casbah(2) de Ait Ben Hadou, levantada en el antiguo ksar(3). Él ya había estado en el lugar, observando cómo el director Edmund Zukor dirigía otras escenas de la película. La mayoría de ellas se realizaban en los interiores de los estudios “Atlas”, pero varias se desarrollaban en los mis-mos sitios donde se habían filmado “Gladiator”, “Lawrencce de Arabia”, “Alejandro”, “La pasión de Cristo”, “La Biblia” y tantas otras.

(2) Casbah: antigua alcazaba -fortaleza-

(3)Ksar: poblado fortificado formado por  Casbahs.

 

Cuando llegaron al pueblo, cuyo telón de fondo es la alta colina coronada por una antigua fortaleza, la excitación de Ahmed fue en aumento. Por fin podría pronunciar las palabras que lo convertirían definitivamente en actor, mientras la cámara registraba todos sus movimientos. Las cuatro por cuatro cargadas con los los elementos de filmación y los automóviles que transportaban a los actores cruzaron el río que los separaba del pueblo moderno, mientras que los extras, entre los que se encontraba Ahmed, lo hicieron a pie, saltando sobre las bolsas de arena colocadas a trechos en el río, que en esa época del año no superaba los cuarenta centímetros de caudal.

Luego de una pronunciada subida llegaron a la cashba, y cuando las cámaras estuvieron desplegadas en el patio y los camarógrafos listos detrás de ellas, el director llamó a los extras y a los actores secundarios para darle las últimas instrucciones antes de comenzar la filmación.

La escena consistía en la persecución que, a través de las escaleras, unos atacantes efectuarían sobre los defensores del bastión. Ahmed caracterizaba al jefe del grupo que defendía la fortaleza, y cuando se dio la orden de “acción”, su rostro comenzó a demudarse. Su febril imaginación lo compelía a posesionarse de tal modo del rol que pronto se sintió un auténtico defensor de la cashba. Los atacantes comenzaron a avanzar blandiendo sus sables, alfanjes y cimitarras, y los defensores a retroceder a través de las semiderruidas escaleras de adobe cubiertas de precarias techumbres de paja y barro. La semioscuridad reinante en el interior de las escaleras era disipada por los focos que los camarógrafos manipulaban en su ascenso junto al grupo de extras. Cuando algún rayo de luz iluminaba el rostro de Ahmed, éste se veía transfigurado; ya no era el muchacho buen mozo que deseaba fervientemente convertirse en actor -tal vez en galánsino un auténtico combatiente medieval que estaba defendiendo su terruño a costa de su propia vida.

La escena continuó escaleras arriba en medio del fragor producido por e cho-l que de las armas. Luego de subir unos cuatro pisos el grupo llegó a la terraza de la torre, flanqueada por bajos muros almenados. La batalla se había convertido en un pandemónium de gritos, quejidos y entrechocar de aceros. Ahmed ya no distinguió la realidad de la ficción, y entonces las cámaras y los rostros de los otros extras ya no eran tales sino sólo enemigos que trataban capturarlo. Cuando sintió en su espalda la presión del muro de adobe, por un resquicio de su mente un rayo de lucidez le hizo recordar las palabras que debía pronunciar y que serían el preludio de su fama: “¡No me atraparán vivo!”, gritó. En el momento en que se oyó la orden “¡corten!”, y cuando ya los otros comenzaban a detener su accionar, Ahmed saltó al vacío.

 

ASIA

EL MERCADER

Mientras yace en un jergón en esa pequeña aldea cerca de Smolensk, la memoria de Afanasi Nikitin lo transporta a su amada Tver, que abandonara seis años atrás, cuando él tenía treinta y siete, para concretar el sueño de su vida: viajar a la India. Tver ya no era en 1464 la gran ciudad que rivalizaba con Moscú en el siglo XIII por la supremacía de la zona; rencillas internas entre los príncipes que la gobernaban y la invasión de los tártaros habían reducido en gran medida su importancia. Pero él la amaba no sólo porque era la “reina del Volga” sino porque era su ciudad, el lugar donde había pasado su infancia y su juventud.

A Tver la atraviesa el Volga, ese mítico río cantado por los barqueros que remaban esforzadamente mientras otros hombres dirigían con sogas desde la orilla las rústicas embarcaciones, ese río por el que un día Afanasi había partido con otros camaradas hacia el mar Caspio sin otro capital que algunas pieles de animales, cáñamo y cera, que pensaban vender a pesar del peligro que significaba la constante presencia de los tártaros.

La expedición navegó sin problemas hasta Kazán, pero allí los mongoles los atacaron y tomaron prisioneros a muchos de sus compañeros. Sólo diez lograron escapar, y cuando él los instó a proseguir viaje hacia Persia, ninguno aceptó. Entonces Afanasi tomó la decisión que signaría su vida: continuaría solo su camino hacia la aventura.

Una sonrisa distiende apenas los crispados músculos de su rostro cuando recuerda que, vestido de musulmán y sin dinero se unió a una caravana de arrieros que se dirigía a Bakú, a orillas del golfo Pérsico. La ciudad ya era famosa por su pozos de “aceite inflamable”, utilizado en medicina, alumbrado y en acciones de guerra(1). Allí comenzó a escribir su diario, en el que volcaría su talento de escritor para conformar los relatos de “Viaje por los siete mares”.

(1)          Pasarían siglos hasta que el “aceite inflamable” se convirtiera en el refinado petróleo que gobierna al mundo actual.

 

Luego de una permanencia en la que trabajó en diversas ocupaciones y en la que traficó mercancías ejerciendo su talento innato para el comercio, se dirigió a Ormuz, famoso por la cría de caballos árabes. So olfato mercader lo compelió a comprar un magnífico ejemplar que pensaba vender en la India, meta final de su destino. Comenzó entonces un extenso periplo por diversos puertos del mar Arábigo, para recalar finalmente en Chaouil, ya en la India. Pero no le resultó fácil venderlo, porque allí existían también muchos caballos árabes. Además, al maharajá de la ciudad decidió apropiarse de tan hermoso ejemplar sin pagarle, por lo cual tuvo que recurrir a sus amigos musulmanes para que ejercieran su influencia sobre el maharajá. Finalmente, tras arduas negociaciones, éste aceptó pagarle el precio justo.

Con el dinero se dirigió a la costa Malabar, en el sur de la India, donde quedó deslumbrado por la exuberancia tropical de su geografía: playas de arenas finas blancas y doradas, palmeras mecidas por la suave brisa, pieles morenas curtidas por el sol… Y sobre todo, esas descalzas bailarinas que excitaban su imaginación invitándolo a exóticos desbordes de lujuria.

Pero no sólo esa imitación del paraíso lo embelesaba con sus cálidos atardeceres tropicales; había un sinfín de mercancías que aguijoneaban sus dotes de mercader con la promesa de exorbitantes ganancias: especias también como canela y cardamomo, joyas del mar como perlas y corales, piedras preciosas como rubíes, zafiros, diamantes…

Mientras ejercía su profesión de mercader, también iba observando con atención las condiciones sociales, políticas y religiosas de los habitantes de la zona. Observaciones que iba volcando minuciosa y ajustadamente en su diario. Comprobó que existían allí, como en cualquier otra parte del mundo, ricos y pobres, y que aquellos explotaban a estos, como en todos lados. También observó las distintas creencias religiosas de los lugareños, y aunque él era un ferviente cristiano ortodoxo, nunca dejó de respetar absolutamente los ritos y liturgias de musulmanes e hinduistas. Y aunque su afinidad era mayor con los musulmanes por compartir con ellos la creencia en un único dios, aceptaba y respetaba la multiplicidad de dioses de los hinduistas.

Su estadía en la costa Malabar fue larga, pero enigmáticas voces ancestrales lo habían estado reclamando desde la madre Rusia. Recuerda ahora, cuando ya los párpados comienzan a pesarle y oscuros nubarrones obnubilan por momentos su memoria, que finalmente un día decidió regresar a su amada Tver. Ignoraba que, durante su ausencia, un gran incendio había destruido una parte importante de la ciudad. Intentó volver a Ormuz, pero una gran tormenta desvió la nave que lo transportaba haciéndola recalar finalmente en Etiopía. Los lugareños lo trataron amablemente, como en casi todos los lugares de su periplo, pero tiempo después volvió a zarpar hacia Ormuz. De allí, a través del mar Negro, llegó a Crimea, donde, después de mucho tiempo, pudo volver a escuchar el entrañable sonido de la lengua rusa y emocionarse hasta las lágrimas al orar en una iglesia ortodoxa.

Pequeñas ráfagas de memoria le recuerdan aún, cuando ya la respiración se le apresura, busca de Tver. Pero en la posada de esta pequeña aldea donde -que después e Crimea remontó el Dnieper en ahora yace sobre un simple jergón, una fiebre extraña y un cansancio mortal lo postraron impidiéndole continuar su viaje.

Mientras Iván el Grande ataca la cercana Novgorod y derrota al principado para coronarse primer “príncipe de toda Rusia”, Afanasi Nikitín hace un último esfuerzo para recordar, pero ya los nubarrones que ensombrecen su memoria se han convertido en oscuridad total. Las fuerzas lo abandonan y sus ojos se cierran para siempre. Transcurre el año1470.

Nota final: Afanasi Nikitín nunca pudo imaginar que 5 siglos después, en su amada Tver, una gigantesca estatua con su figura dominaría la ribera del Volga, con la proa de un barco sobresaliendo de la rotonda de piedra que la rodea para crear la ilusión óptica de que el mercader, explorador y escritor, llega a su terruño navegando.

 

AMÉRICA

 

INCERTIDUMBRE

La Vía Láctea titilaba su perplejidad al no reconocerse en ese trozo de espejo terráqueo constituido por la megaciudad. Las luces, que se extendían veinte pisos abajo hacia un horizonte oscuro, premonitorio, eran un absurdo remedo de la magnificencia estelar. Pero para ellos significaban lo conocido, lo tangible; la protección contra esa oscuridad que ya varias veces durante la noche los había cubierto con su hálito lóbrego y acechante.

Ahora la luz había reaparecido, y un saxo sensual certificaba desde la banda sonora la presencia de la energía eléctrica. La brisa fresca que se insinuaba en el balcón terraza no alcanzaba a disipar la tibieza de la noche; el verano estaba, omnipresente, en el aire, en las hojas y flores de las plantas que adornaban el balcón, en los efluvios calientes que emanaban de la habitación. Y en los cuerpos, en esos cuerpos jóvenes que ceñían sus formas a las formas del otro al compás de la melodía.

El primer encuentro se había producido pocos días antes, bajo el sol ardiente de Santa Mónica que encendía las pieles y las ansias. La efervescencia de la playa les había contagiado el calor que no sólo provenía del sol, sino también de esa multitud alegre, despreocupada y bullente. Pero las vacaciones de ambos habían concluido, y las posteriores citas debieron entonces concretarse en el down town de Los ángeles. Recién esa noche, cuando ya la noticia había cristalizado el estupor del mundo, ella había finalmente accedido a concurrir al departamento de él, desde donde podía contemplarse una miríada de luces emergiendo de los rascacielos circundantes.

Y ahora estaban en el balcón terraza ajenos por completo a la perplejidad de la Vía Láctea y a las miradas vigilantes que los satélites lanzaban sobre la humanidad estupefacta. Sólo existía para ellos la pletórica tensión del otro cuerpo, el cálido perfume del otro aliento, el secreto extravío de la otra mirada.

Cuando densos nubarrones de tormenta comenzaban a cubrir las estrellas, nuevamente el apagón trocó la penumbra en una oscuridad total, lacerante. El silencio, un silencio 2

que con el transcurrir de las horas había ido creciendo dentro de la ciudad como un gigantesco monstruo reptante, se hizo de nuevo opresivo, agónico. Las luces de los rayos laser escrutaron el cielo esperando y temiendo descubrir los engendros de la locura; pero en esos momentos los tétricos cuatro jinetes se entretenían enfilando sus cabalgaduras hacia predestinados y remotos lugares.

Abrazados, con sus rostros elevados hacia la noche taladrada por los haces blancos y azulados, semejaban dos niños primitivos, dos eslabones perdidos en el momento de decidir ser homo sapiens o regresar para siempre a sus ancestros. Permanecieron unos instantes en esa posición y luego se fueron separando lentamente. Tomados de la mano se aproximaron a la baranda del balcón y una vez allí, luego de intentar infructuosamente horadar con sus miradas las tinieblas que cubrían la ciudad, volvieron a estrecharse en un abrazo que ya no era sólo el de un hombre y una mujer que se atraían, sino el de dos seres humanos temerosos, desvalidos e impotentes. Los laser dispararon aún algunos guiños alboazulados, y luego la noche quedó en suspenso.

Pero una vez más las luces se encendieron y la claridad resucitó en las bocas dos sonrisas ya casi esfumadas. El saxo volvió a emitir sus acariciantes susurros metálicos, y poco a poco los cuerpos fueron nuevamente irradiando hacia la calidez nocturnal ese fuego interior que bullía y se agitaba y se concentraba en una exacerbada búsqueda del estallido final.

Cuando las pieles y las sangres comenzaban ya a reclamar urgencias compartidas, un cósmico llamado pareció clavarles en el espíritu miles de dudas ancestrales, miles de preguntas incontestables. Entonces el temblor de la carne se aquietó, el calor se convirtió en tibieza y la urgencia cedió paso a contenidas incertidumbres.

Con los dedos de las manos entrelazados, con las miradas fijas en las pupilas el otro, sus pensamientos comenzaron a intercambiar mudos interrogantes sobre el valor que en esos momentos tenían sus vidas. Sus mentes se preguntaron en vano sobre el porqué del absurdo. Intentaron infructuosamente penetrarse las mentes procurando averiguar qué4

locura incita a la obtención del poder y qué desvarío obliga al poderoso a imponer a los demás sus ideas por la fuerza. Pretendieron inútilmente desentrañar el misterio que impulsó al ser humano a guerrea ininterrumpidamente a través de su historia. Se consultaron en vano sobre si la maldad del hombre que lo incita a destruir la vida del prójimo es esencial, intrínseca, si lo invade el ansia de rapiña del animal de caza, o si su agresividad es sólo producto de la desesperada lucha del animal afincado en su territorio. Pero si el hombre -se preguntaron fuera en última instancia sólo un animal que lucha por la defensa de su pedazo de tierra ¿qué poder malévolo induce entonces al otro animal, al agresor, a pretender sacarlo de su madriguera? ¿Quizás el convencimiento de una supuesta verdad que cree poseer? Pero en ese caso -volvieron a interrogarse, mientras las respuestas huían definitivamente de sus cerebros ¿qué juez humano podría determinar la paternidad de esa verdad. Ellos sabían que los hombres que iban a pulsar los botones creían estar en posesión de esa verdad. Pero aun poseyéndola -o creyendo poseerla cuestión era: ¿justificaba el hecho de tener razón ese pulsamiento?

Los interrogantes fueron debilitándose tras el leve contacto de sus labios, y terminaron por esfumarse cuando él reclinó su rostro sobre la cabeza de ella. Después comenzaron a moverse lentamente, primero con una cadencia apenas insinuada, luego acompañando con el vaivén el ritmo de la melodía. Poco a poco los movimientos fueron tornándose más amplios, más enérgicos, y finalmente el vaivén se convirtió en giro y los giros en remolinos que fueron dejando atrás, muy relegados en el tiempo, los suaves acordes del acompañamiento orquestal.

Mientras giraban y giraban, las metálicas notas emergentes del saxo se fueron confundiendo con otras notas, con otros metales, y de pronto el áspero susurro del instrumento fue cubierto por un eco alucinante que provenía al mismo tiempo de la ciudad, del infinito o de ninguna parte. El potente ulular de las sirenas acalló los mínimos ruidos nocturnos que aún persistían, y ya no hubo grillos haciéndole coro al saxo, ni hojas rozándose por el impulso de la brisa, ni pequeños insectos colisionando sus frágiles cuerpos cegados por la luz, ni se oyeron tampoco las respiraciones anhelantes, los jadeos producidos por el vertiginoso ritmo comunicado a la danza. Sólo perduró ese gemido estridente, esa especie de grito triunfal de la locura avasallando el silencio de la noche. Pero a pesar de la angustia y el miedo, ellos continuaron danzando.

Un breve y entrecortado sonido que rebotó en los dientes del otro fue el primer indicio de la rebelión. Después el sonido cristalizó en una risa suave y por fin la risa estalló en una doble carcajada, vital melodía que silenció las sirenas y resucitó de a poco el tenue palpitar de la noche. Siguieron riendo y girando cada vez más alto, cada vez más rápido, y sus ojos elevados al cielo descubrieron alguna estrella rescatada por el paso de las nubes fugitivas.

Pero aunque las risas simulaban haber ganado la partida contra las sirenas, la rigidez de los labios espasmodizados y la fijeza de las miradas revelaron en un solo instante todo el temor y la desesperación de la humanidad concentrados en sus rostros. Y las sirenas, aunque inaudibles para ellos, siguieron sonando, como lo hicieron desde siempre y como lo seguirán haciendo por los siglos de los siglos.

 

BAHÍA

 

Con mi mujer habíamos ido en una excursión a la isla de Frades, donde nos bañamos en las aguas cálidas y transparentes de la pequeña playa y comimos mariscos en los chiringuitos de la costa. Cuando regresamos a Bahía, el sol estaba declinando y jugueteaba con las nubes blancas y plomizas, escondiéndose y apareciendo de repente para pintarle reflejos dorados al mar. Alegando que estaba cansada, mi mujer se negó a acompañarme cuando le propuse una recorrida por la zona del Pelourinho para tomar una cerveza esperando la noche, y se quedó en el hotel.

Aunque había comenzado a soplar una brisa marina, la tarde continuaba cálida. Caminan-do por el Terreiro de Jesús, donde un grupo de muchachos mostraba a los transeúntes sus habilidades en la danza de la capoeira, mi vista tropezó con la fachada barroca del convento de San Francisco, ubicado a un par de cuadras, y hacia allí me dirigí. Sorprendido por los signos masónicos que adornaban la fachada, desdeñé sin embargo el enigma que me planteaban sus presencias y recorrí deslumbrado la nave central, cuya ornamentación está casi toda cubierta de oro. Pasé luego al claustro, cuyas paredes están cubiertas por hermosos azulejos traídos de Portugal, que narran la historia de la ciudad e ilustran varios pasajes del Evangelio.8

Estaba transitando el pasillo donde solían depositar a los esclavos enfermos para que agonizaran, cuando la vi aparecer por el otro pasillo. Aunque poseía esa belleza sensual, rotunda y contundente, típica de las mulatas, las telas vaporosas y coloridas que la envolvían le daban un aspecto etéreo, casi transparente. En ese momento yo extraído un cigarrillo del paquete y me disponía a encenderlo cuando, al pasar a mi lado, ella me pidió fuego. Luego de brindárselo, me preguntó, con una voz profunda pero a la vez alegre y sensual, si no quería un cigarrillo de los que ella fumaba. Algo sorprendido acepté, y mientras lo encendía me sugirió que no dejara de visitar la iglesia de Nuestra Señora del Rosario de los Negros, donde a esa hora, como todos los martes, estarían oficiando misa. Yo había leído que en esa iglesia, ubicada en la bajada del Pelourinho, celebraban misas donde el sincretismo religioso amalgamaba rituales cristianos y animistas, y cuando me invitó a acompañarla hasta allí, aunque dudando, acepté.

La cálida brisa, el olor a flores y especias esparcido por el aire y unos lejanos sonidos de tambores me estaban sumiendo en un sopor deleitoso que me hacía ver el mágico entorno del Pelourinho como una actualizada visión del paraíso. Casi no hablamos con mi acompañante durante el corto trayecto desde el convento, y antes de llegar a la iglesia ella me tomó de la mano, también en silencio. Las luces se iban encendiendo ante la inexorable invasión de la noche, pero una claridad rojiza aún flotaba sobre el casco histórico de la ciudad. Numerosas personas, blancas, negras, mulatas, casi todas vestidas de blanco, iban entrando por la puerta de la iglesia de los negros, llevando en sus manos los panes que serían bendecidos.

El sopor se convirtió en ensueño cuando, ya en el interior, los cánticos cristianos se fueron ensamblando con el repique de los tambores del candomblé. Mi acompañante había desaparecido, y vi cómo las personas comenzaron a elevarse. Yo también comencé a ascender hasta sentirme compelido hacia el techo de la nave. Empecé a flotar entre nubes vaporosas mientras los tambores seguían repicando junto a los cánticos, pero cada vez más lejanos hasta acallarse por completo.

Me encontré de pronto acodado en los barandales de la plaza Thomé de Souza, contemplando desde la altura el puerto, el mar, el mercado modelo y los antiguos edificios de la ciudad baja. Luego me pareció distinguir el tranvía-elevador que desciende hacia esa zona, y de pronto la iglesia del Señor de Bon-fin comenzó a avanzar hacia mí desde la colina donde se halla emplazada. A sus puer-tas unas mujeres lavaban las escalinatas mientras cantaban loas a Oxalá, el orixá(1) creador de la vida. Luego la iglesia se esfumó y me encontré en el interior de un terreiro de candomblé, donde un par de mujeres que bailaban frenéticamente me invitaron a incorporarme a sus danzas. Lo hice en medio de un violento retumbar de tambores mientras las mujeres bizqueaban sus ojos y de sus bocas comenzaba a salir una baba espesa y gris. Mientras mi cuerpo se contorsionaba, sentí como si mis ojos quisieran salirse de sus órbitas. Los otros asistentes reían a carcajadas y daban gritos que ignoraba si eran de reprobación o aliento, pero poco a poco los gritos y las risas fueron menguando hasta desaparecer. Entonces regresé al Pelourinho.

(1) Orixá; dioses de los negros.

Los asistentes a la iglesia de los negros comenzaban a salir, contoneándose al son de los tambores. Busqué ansiosamente a mi ocasional compañera, pero me resultó imposible localizarla. Continué vagando por el faro de la Barra, por Campo Grande y por otros lugares de la ciudad, hasta que volví a tomar conciencia cinestésica de mi cuerpo frente a la fachada de la iglesia San Francisco. El enigma de los signos masónicos volvieron entonces a intrigarme, pero más lo hicieron el profundo cansancio y los dolores musculares y articulares que percibí. Como ráfagas de un pasado lejano, pero nítidas y acuciantes, pasaron por mi mente las visiones del candomblé y sus danzas. En las calles había poca gente, y sólo se oía el lejano repique de un tambor y una canción de Vinicius que emergía del oscuro interior de un bar. La noche había pintado de negro las coloridas fachadas del casco histórico.

Cuando regresé al hotel, era cerca de la medianoche. Mi mujer no sólo no creyó una palabra de mi relato, sino que intentó echarme de la habitación. Por suerte, al final se apiadó de mi lamentable estado y me permitió acostarme a su lado. En mi agitado sueño continuaron repicando los tambores.

 

EUROPA

CARLO

 

En ese verano del año 1926, mientras el barco avanza lentamente, los ojos de Carlo van descubriendo en el horizonte chato, pobre, con sólo algún edificio alto y la Torre de los Ingleses irguiéndose como solitario vigía, el puerto de Buenos Aires. Lo compara con el puerto de Génova, desde donde ha zarpado hace dieciocho días con su mujer y sus dos hijos, y no puede evitar sentir nosalgia de su bella bahía, rodeada de colinas cubiertas con edificios ocres y anaranjados de cinco y seis pisos. Pero es una nostalgia suave, indolora, porque aunque allá en Turín hayan quedado su hermano y otros parientes, en Italia el clima político se había tornado tan opresivo y asfixiante que le había urgido la decisión de regresar a la Argentina después de cinco años de permanencia en su tierra natal.

Mientras observa el paso de un tranvía y de algunos carruajes tirados por caballos, Carlo recuerda su anterior estadía, primero en la provincia de Córdoba, donde trabajara en labores de campo, y luego en el sur de la provincia de Buenos Aires. En Córdoba, la distancia anímica con la lejana Italia se achi-caba a través del dialecto, las costumbres y las canciones que, entonadas a coro en las reuniones nocturnas con sus vecinos, lo trans portaban de nuevo a su patria. Pero después de un tiempo se trasladó al sur de la provincia de Buenos Aires, donde vivía un pariente lejano, para instalar una fonda. Y allí las cosas cambiaron. En ese pueblo no había italianos, sino criollos. Y los criollos no cantaban canciones del Piamonte, sino tristes estilos y melancólicas zambas acompañados por alguna solitaria guitarra. Los criollos eran parcos, callados, pero cuando el aguardiente y la caña envenenaban las ideas y los sentimientos, salían a relucir cuchillos y revólveres. A pesar de su baja estatura Carlo era valiente, y más de una vez sacó a empujones y puñetazos a algún parroquiano envalentonado por el alcohol. Pero temía por Ángela, su mujer, y por sus hijos Giuseppe y Felipe. Giuseppe había nacido en Italia, y aún era un bebé de pecho cuando él decidió ir a la Argentina, donde, a poco de llegar, nació Feli-pe. Aunque los separaba apenas un año de edad, uno era italiano y el otro argentino.

Aunque el negocio era rentable, no terminaba de adaptarse a esa vida dura y peligrosa. Además, no le gustaban los criollos, y solía opinar de los nairs -como los llamaba en piamontésque “el más bueno mató a su padre”. Por eso un día, sin consultarlo previamente con ella, le comunicó a Ángela que regresaban a Italia. Liquidó sus bienes, adquirió los pasajes y en el verano del año 21 volvió a embarcarse para Europa. Un mes después ya había abierto otra fonda en Vinobo(1), su pueblo natal aledaño a Turín.

(1)          Hoy convertido en un barrio más de Turín, engullido por la expansión de la capital piamontesa.

 

El frío de nieve con que lo despidiera Piamonte ya se ha convertido en recuerdo cuando el calor húmedo y sofocante de Buenos Aires golpea el rostro de Carlo asomado a la baranda de la cubierta del “Giulio Césare Augustus”. Un casi imperceptible temblor interno persiste en su cuerpo como consecuencia de los dieciocho días de navegación, pero ni se compara con la omnipresencia de los mareos y náuseas que reaparecían diariamente después de cada mala comida servida en la tercera clase del barco. Sólo se esfumaban un tanto cuando los cánticos y el nostálgico sonido de un acordeón tocado por uno de los inmigrantes lo regresaban por un instante a Turín. Con su melodiosa voz Ángela acompañaba los acordes del instrumento para que los mareos y las náuseas desaparecieran de los cuerpos de Giuseppe y Felipe.

Carlo solía permanecer algo apartado, rememorando los sucesos que lo habían urgido a abandonar nuevamente Italia. La taberna de Vinobo pronto había sido reemplazada por otro negocio similar en pleno Turín, no muy lejos de la céntrica plaza Castello, rodeada por el palacio Real, el palacio Madonna y las estatuas de importantes personajes piamonteses. Una sonrisa aflora a los labios de Car-lo cuando recuerda las caras de asombro de

 

Giuseppe y Felipe al conocer el ícono de Turín, la imponente Mole Antoneliana, que albergaba el Museo del Resorgimento También la Porta Palatina, de la época romana, los había sorprendido, al igual que tantos otros edificios y monumentos.

La fonda seguía redituable, como las anteriores, cuando en marzo del 21 Mussolini desfiló en Milán al frente de miles de “camisas negras”(2) que reclamaban el gobierno y el poder. En mayo fue elegido diputado, y en octubre del año siguiente se produjo la marcha sobre Roma de cuarenta mil camisas negras y una multitud que se iba agigantando a medida que se acercaban a la capital. El rey Vittorio Emmanuele III no tuvo entonces otra alternativa que encomendarle la formación de un nuevo gobierno, con lo cual Mussolini obtuvo al fin el poder total.

Los hechos de violencia contra los opositores al régimen comenzaron a reiterarse, y aunque en Turín los mismos eran aún esporádicos, en octubre del 24 asesinaron a diputado socialista Matteoli. Como respuesta a las protestas de sus correligionarios, la violencia de los squadri(3) se acrecentó y se esparció por toda Italia.

 

(2)Camisas negras: Integrantes de los “fascios” grupos de choque del régimen fascista.

 

En las primeras épocas del régimen Carlo aún se animaba a emitir sus opiniones contrarias a Mussolini, pero a medida que a re-presión aumentaba, juzgó prudente callar. Sin embargo, sus ideas eran conocidas por sus vecinos fascisfas, comenzó entonces un hostigamiento que se fue acentuando rápidamente. Los camisas negras le hacían bromas pesadas, consumían sus bebidas sin pagarlas, lo agredían verbalmente. Y aunque nunca lo hicieron físicamente, algunos amigos o vecinos opositores o simples clientes de la fonda, sí recibieron atropellos y hasta verdaderas palizas. Y cuando finalmente dictadura se tornó implacable, las agresiones ya no terminaron en palizas sino en la muerte del opositor. Carlo y su familia vieron cómo eran abatidos a balazos frente a su negocio tres personas, uno de ellos cliente habitual y amigo de Carlo. También presenciaron la denigrante ingesta obligatoria del temido aceite de ricino a uno de los parroquianos, a quien mantuvieron inmovilizado hasta que excrementos empaparon sus pantalones. “Para que evacúe las ideas hostiles al fascismo”, exclamaron entre risotadas.

(3) Squadri: fascios

Giuseppe y Felipe ya eran adolescentes de quince y catorce años cuando finalmente dos camisas negras abordaron a Carlo exigiéndole que, al menos uno de los muchachos, se enrolara como balila(4). Aunque Carlo no tuvo más remedio que pedirle a Giuseppe que se ofreciera como voluntario, no permaneció mucho tiempo como balila porque ya la tolerancia de Carlo hacia el régimen había llegado a su límite. En ese otoño del 26 decidió volver a la Argentina, y aunque tuvo que aportar un sinfín de explicaciones para que le otorgaran el pasaporte, al fin pudo obtener los pasajes que lo embarcarían a él y a su familia en el “Giulio Césare Augustus”.

Liquidó el negocio a precio vil, y con su mujer, sus hijos y unas pocas pertenencias, bajó por el sinuoso camino que atravesaba la verde campiña hasta Génova, donde embarcaron hacia Argentina. Lloviznaba, y un frío viento del norte sacudía su abundante y encrespada cabellera mientras el lúgubre ulular de la sirena del barco lo llenaba de nostalgia. Y cuando finalmente la nave zarpó, aunque la promesa de su hermano de seguirlo al poco tiempo le atenuaba un tanto la pena, sintió que una dolorosa premonición le estaba afirmando que ya no volvería a ver a su querida Italia.

(4) Balila: jóvenes adolescentes brigadistas de los camisas negras.

 

El temblor interno ya ha desaparecido de su cuerpo cuando Carlo recuerda que, a pesar del mareo, las náuseas y la monotonía del perenne ondular del mar, el viaje había transcurrido con bastante normalidad. Su mujer y sus hijos se habían divertido observando cómo, en Dakar, los niños senegaleses se lanzaban al mar para recoger las monedas que los pasajeros del barco les arrojaban. Después de sumergirse -a veces a gran profundidad los muchachos emergían sonrientes con la moneda entre los dientes mientras que, frente al puerto, la isla de Gore recordaba su siniestro pasado esclavista, cuando en ella se hacinaban los africanos que serían enviados a distintos lugares de América. El cruce del Ecuador les había deparado también otras alegrías al festejar el hecho con cantos, sones de acordeones y algunos vasos de vino. Y el verde lujurioso que rodeaba el puerto de Santos y algunos veleros que ponían el toque exótico en esa América que los acogerían, fueron también un bálsamo para los ojos cansados de contemplar el gris del mar.

Pero ahora estaba de nuevo, como la primera vez, contemplando el anodino puerto de Buenos Aires desde la cubierta del Giulio Césare Augustos. Contradictorios senimientos lo embargan al reflexionar que esta tierra era en parte su salvación, pero también su destierro. Un destierro que presentía sería definitivo, porque una dolorosa certeza le estaba anunciando que ya nunca más volvería a Italia, y que sus huesos reposarían para siempre en este rincón de América.

 

Nota final: Carlo volvió a instalar otra posada en el sur de la provincia de Buenos Aires, donde finalmente se adaptó a las costumbres y a los habitantes de la zona. Sus hijos crecieron junto a los lugareños y llegaron a convertirse en dos criollos más, aunque nunca dejaron de hablar entre ellos el dialecto piamontés. Después de algunos años regresó a la provincia de Córdoba, donde sus hijos formaron sus propias familias. Felipe fue mi padre.

 

EL TÚNEL

Había estado nevando toda la noche en Sarajevo. Pero no era la nieve mansa que suele caer cuando el cielo gris parece desplomarse lenta, morosamente, y una quietud silenciosa invade la ciudad cubriéndola con un manto blando. Ahora nevaba con la furia de un cataclismo cósmico, con un viento ululante que clavaba sus puñales blancos sobre las cosas y las almas.

Harum arrebuja su cabeza con la bufanda y eleva los hombros para que el capote suba por su cuello hasta las orejas. A su lado, Walid intenta sonreír bajo la gorra de plástico al ver la embozada figura de su compañero, pero la sonrisa queda petrificada en sus labios congelados por la nieve. Unos pasos atrás, Maya siente desfallecer su piernas a ateridas por el frío y por un momento cree que no podrá seguir avanzando, pero sobrepone y apura el paso para que los dos hombres no se alejen demasiado.

Han venido caminando desde la ciudad durante la noche, y ahora la claridad de la aurora, aún difusa pero a cada instante menos tenue y más lacerante, les irrita los ojos y los mantiene abiertos a pesar del sueño que pugna por bajarle los párpados. Saben que deben apurarse porque pronto la claridad se hará más intensa y la visibilidad de los francotiradores que acechan al pie de las colinas y la de los artilleros que vigilan el valle desde las cimas descubrirán ese blanco móvil que avanza sobre la nieve.

Walid gira la cabeza y conmina a la muchacha para que se apresure. Después aguza la vista en busca de la edificación salvadora que ya debe estar cerca. De repente comienzan a oírse lejanos disparos de fusil, y un momento después las primeras salvas de artillería los asusta y los obliga a correr dificultosamente sobre la nieve. Aunque por unos minutos vuelve a reinar el silencio, los disparos de fusil se reinician y la explosión de una bala de cañón lanza al aire una multitud de minúsculas partículas blancas muy cerca de ellos. Pero logran llegar a una casa tras cuyas paredes se refugian, y los disparos vuelven a cesar.

Las chatas casas de ese suburbio los confunden todavía un rato, pero saben que pronto arribarán a la casa desde cuyo patio se inicia el túnel. Aunque el tío de Walid, Mohamed, les ha dibujado un rústico plano, no necesitan desplegarlo porque sus indicaciones han sido claras y precisas. Guareciéndose tras las casas, ahora más próximas entre sí, continúan avanzando cautelosamente y por fin descubren, a unos cien metros, la fachada de dos pisos que les ha descripto Mohamed.

Para llegar a ella deben atravesar un descampado, y titubean unos momentos antes de decidirse. Finalmente lo hacen, y durante unos metros sólo el silencio acompaña su lento transitar sobre la nieve. Pero otra salva de artillería los obliga a arrojarse al piso y a cubrirse la cabeza con las manos. Sin embargo, la explosión se ha producido lejos, en otro descampado que han dejado atrás hace varios minutos. Ningún sonido nuevo interrumpe el silencio que los acoge al llegar al patio. Pero entonces el ambiente cambia; un hombre con vestimenta militar y un fusil ametralladora en sus manos los hace ingresar apresuradamente en una especie de antesala del túnel propiamente dicho. Allí, algunos hombres de uniforme y otros de civil están desplegando una febril actividad: acomodan bolsas de arena, apilan granadas, sacan baldes con agua que se ha ido acumulando en el interior del túnel…

Maya toma del brazo a su hermano Harum, le susurra algo al oído y mira a su novio Walid, que está explicándole las peripecias vividas a uno de los hombres. Después se levanta y se dirige hacia Walid. “Necesito orinar”, le dice en voz baja. Pero su novio responde “tendrás que aguantar, ya vamos a cruzar el túnel”. Maya baja la vista, pero el hombre que está con Walid y ha oído el pedido, le indica con un gesto una puertecita que está a un costado, donde hay una letrina. Cuando Maya sale, el hombre empuja levemente el hombro de Harum y le dice “ahora”.

 

Maya lo sigue. “Del otro lado los estarán esperando”, concluye palmeando a Walid, que también entra en el túnel.

El agua, que al principio les cubría los pies, comienza a disminuir su altura, y el piso, aunque aún está húmedo, es ahora firme. Agachados -Maya casi nada, pero Walid bastante encorvado van atravesando lo más deprisa posible el estrecho túnel de un metro de ancho y uno y medio de alto. En la oscuridad, sólo atenuada a trechos por algunas bombillas eléctricas, van avanzando silenciosos, por momentos jadeantes, ateridos de frío, hasta atravesar los ochocientos metros que los separa del aeropuerto. Al salir, la claridad lechosa de la nieve les golpea los ojos ya casi acostumbrados a la semioscuridad.

Un hombre se aproxima y los ayuda a salir. Parpadeando, ven que a unos cien metros un gran avión de transporte apoya su enorme panza sobre la pista. Otro hombre les indica que caminen hasta allí, y antes de llegar descubren las letras “U.N:” en uno de los costados. Varias personas están al lado de la escalerilla, y pronto los tres comienzan a subir junto con los demás. Cuando el avión carretea y se eleva lentamente, alcanzan a distinguir la enorme extensión nevada en que se ha convertido Sarajevo.

 

Nota aclaratoria: Miles de bosnios murieron durante el sitio más largo de la historia de la4

 

humanidad, que las fuerzas serbias mantuvieron sobre Sarajevo desde 1991 hasta 1995. Pero muchos lograron salvarse cruzando el túnel que, partiendo de una vivienda familiar, llevaba a los refugiados hasta el aeropuerto de la ciudad, donde aviones de las Naciones Unidas los evacuaban. A pesar de que los serbios conocían la existencia de un túnel que cumplía esa función, el mismo nunca fue descubierto hasta el final de la guerra.

 

EL VENADO

Esa mañana de 1182, don Fúas Roupinho salió contento de Puerto Mos, donde era alcalde, para una partida de caza con sus amigos. El día amaneció radiante, y cuando el sol comenzó a elevarse en el horizonte, los nobles caballeros y la jauría de perros comenzaron a internarse en el bosque para comenzar la cacería.

Después de un rato en el que no apareció ninguna presa, a Fúas Roupinho le pareció ver las largas astas de un venado escabulléndose entre los árboles. Sin avisarle a sus compañeros se fue alejando en pos del todavía invisible animal, pero seguro ya de haberlo divisado. Las astas del venado aparecían y desaparecían tras los troncos de los árboles; cada vez que Fúas creía entrever las astas, estas se esfumaban.

Continuó un largo trecho en esa insólita persecución. En algún momento llegó a preguntarse si no estaría viendo visiones, pero enseguida desechó la idea. Él era un bravo guerrero que había combatido más de una vez junto a su amigo Alfonso I Henríquez, el rey de Portugal, en la lucha contra los moros por la reconquista de la península ibérica. La alcaldía de Puerto Mos le había sido adjudicada por Alfonso I precisamente como recompensa por la derrota infligida al rey moro de Mérida, Gadir, que ocupaba temporariamente ese puerto. Fúas había salido del castillo de Leyría con sus hombres y, una vez derrotado el rey moro, lo llevó prisionero a él y a su ejército a Coimbra, donde el rey lo nombró Alcalde Mor de Puerto Mos. Y ahora estaba gozando de un período de descanso para dedicarse a su pasatiempo favorito, la caza.

Los árboles se fueron haciendo cada vez más ralos a medida que avanzaba y de pronto, en un claro del bosque, lo vio. Era enorme, y lucía con prestancia sus imponentes y bellas astas. Cuando aminoró la marcha de su cabalgadura, el venado se detuvo y giró la cabeza para mirarlo. Fúas pudo entonces entrever en el brillo de sus ojos una enigmática expresión de desafío que lo impulsó a reanudar de inmediato la persecución. En esos momentos el sol, hasta entonces radiante, fue cubierto por unas oscuras nubes que habían aparecido poco antes en el horizonte. El venado reinició entonces la fuga y volvió a desaparecer.

Apartado de sus compañeros, dudó un instante entre regresar junto a ellos o continuar la persecución, pero de inmediato se decidió por la última opción. La niebla que ahora lo envolvía casi no le permitía ver hacia donde se dirigía, pero siguiendo la dirección en la cual el venado había escapado, pronto se encontró fuera del bosque y entonces pudo volver a distinguirlo: se dirigía hacia el poniente, allí donde se suponía que debía estar el mar. Espoleó su cabalgadura, y a medida que se aproximaba parecía que el animal aminoraba la marcha, como esperándolo. Pe-cuando estuvo lo suficientemente cerca el venado reinició su huida a toda velocidad y desapareció de su vista. Fúas siguió cabalgando, convencido ya de que pronto lo alcanzaría. Aún vio al venado un par de veces corriendo airoso, y poco más adelante comenzó a entrever, en la lejanía, el gris del mar.

Se santiguó al pasar junto a la antigua ermita que cobijaba la imagen de Nuestra Señora de Nazaré, venerada ya desde las primeras décadas de la cristiandad en la ciudad galilea y traída finalmente a Porrugal luego de un sinnúmero de peripecias y estadías en distintos lugares. Pero cuando volvió a mirar hacia el frente, la sangre se le congeló: a los pies del altísimo acantilado que estaba transitando se abría, inconmensurable, el abismo hacia el mar. Alcanzó a ver que el venado saltaba hacia él, y sabiendo que ya era imposible detener su cabalgadura, desesperado invocó a Nuestra Señora de Nazaré. Entonces en el cielo, majestuosa, radiante y aurolada, la imagen de la virgen le sonrió beatíficamente, al tiempo que el caballo clavaba sus patas traseras en la roca y levantaba las delanteras deteniendo su marcha. Con la piel erizada, Fúas alcanzó a ver, allá abajo en el abismo, cómo el venado convertía en un humo negro con la ominosa forma del diablo.

Jadeando, Fúas prometió mentalmente levantar una nueva iglesia que albergara la imagen de nuestra Señora de Nazaré. Desmontó, y entonces pudo ver, grabada en la roca, la marca de las pezuñas traseras de su caballo.

 

Nota aclaratoria: En la actualidad, los habitantes del pueblo pesquero Nazaré, extendido a orillas de la playa al pie del acantilado, suelen acompañar a los visitantes a “El sitio”, el lugar donde Fúas Roupinho hizo levantar la capilla en el siglo XII y donde aún permanecen en la roca, indelebles, las marcas de las pezuñas de su caballo.

 

BÁLTICO

Después de superar la mole del puente de hierro, la lancha que transporta a Wilbur Torgen por el Neva se dirige raudamente hacia el embarcadero situado frente a la fortaleza de Pedro y Pablo. La alta aguja de la catedral y la esbelta torre del Almirantazgo reflejan sus siluetas en las pupilas achicadas por la nostalgia de Torgen. Ha cruzado el Báltico en el ferry que zarpara de Helsinski, y al encontrarse de nuevo en la capital fundada por Pedro el Grande, los recuerdos se agolpan en su cerebro. La última vez que estuvo en la ciudad, hace casi veinte años, la causa de su visita había sido muy distinta de la actual; había venido a visitar a Maia, la muchacha rusa que conociera días antes en Estocolmo. Ahora en cambio, aunque el dulce recuerdo de Maia pugne por ahuyentar el motivo por el cual se encuentra de nuevo en la ciudad, no logra hacerle olvidar el asunto: ha venido a buscar un hombre para matarlo.

Mientras pasa frente a la plaza de los Decembristas, con la estatua ecuestre de Pedro I y la catedral de San Isaac al fondo, repasa mentalmente los pormenores de su misión. Para lograr su objetivo, lo primero que tiene que hacer es encontrar al hombre. Sabe que Henrik Baldres es escurridizo, pero confía en que los datos que le han dado en Helsinski sean correctos. Le han dicho que suele reunirse con algunas personas en un bar de la avenida Alejandro Nevski, y que posiblemente se hospede en el hotel al que ahora se dirige, frente a la plaza de los decembristas, Pero cuando pregunta en el lobby, recibe la primera decepción: no se hospeda allí, y nunca lo ha hecho.

Él está acostumbrado a las decepciones; en su trabajo casi nunca los datos que le comunican son veraces, y debe procurarse por sus propios medios las informaciones que necesita. Lo que sí sabe con certeza es que Baldres espiaba en los países escandinavos para la KGB durante la guerra fría pero que, al concluir ésta, con los contactos que tenía en Rusia y con el conocimiento de algunos secretos que poseía sobre la nación euroasiática, cambió de bando y empezó a espiar para Occidente. Lo que Torgen no sabía -ni tampoco lo sabían sus jefes hasta pocos díases que Baldres, aun espiando para Occidente, continuaba pasándole información a Rusia. Ese espionaje a dos puntas había sido descubierto recientemente por la CIA, para la cual Torgen trabajaba, y entonces le habían encomendado la misión de encontrarlo y eliminarlo.

Se dirigió al bar de la calle Nevski, y la información que allí obtuvo, apelando a la identidad de un ciudadano estonio amigo de Baldres, le produjo la segunda decepción: según creía el dueño del bar, había regresado0

a Tallin, su residencia habitual. Luego de disipar la desconfianza de uno de los mozos que solía atender a Baldres cuando visitaba San Ptersburgo, éste le confirmó que tres días antes había regresado a la capital estonia. Luego de consultar con sus jefes, a Torgen no le quedó otra opción que tomar un tren para viajar a Tallin, ciudad en la que había estado sólo un par de veces. La identidad de turista finlandés que adoptó para cruzar la rígida frontera ruso estonia, le permitió hacerlo sin problemas. Los aviones rusos que había observado sobrevolando la zona mientras viajaba en el tren, al cruzar la frontera pronto fueron reemplazados porque Torgen ultramodernos cazas de la OTAN.

Le habían dicho que Torgen vivía cerca del precioso casco medieval de Tallin. También le habían dicho que estaba casado y que tenía dos hijos, circunstancia que le desagradó sobremanera. Pero sabía que en su trabajo no cabían los sentimentalismos, y se dispuso a concretar su misión. Con los rasgos de Baldres minuciosamente memorizados, Torgen se apostó cerca del domicilio indicado. Al poco tiempo vio llegar a una mujer que, supuso, sería la esposa, llevando de la mano a un niño y una niña. La mujer era muy joven, aunque los niños debían tener ya unos ocho o nueve años, y seguramente la madre habría ido a buscarlos a la escuela. Nadie más salió de la casa hasta la noche, por lo que Torgen regresó al hotel a esperar el día siguiente.

En la mañana temprano, Baldres salió de su casa y se dirigió en su vehículo a la puerta de entrada en las murallas que circundan el casco histórico medieval, seguido por el automóvil alquilado por Torgen. Desde allí continuó a pie, y en varias oportunidades Torgen estuvo a punto de perderlo de vista en el laberinto de callejuelas. Y cuando finalmente llegó cerca de la plaza del Ayuntamiento, Baldres terminó por esfumarse en la marea de turistas que arriban a Tallin en los crucecos,

A la tarde, apostado nuevamente frente al domicilio de su presa, Torgen esperó un largo tiempo hasta que Baldres volvió a salir para dirigirse, por la avenida que pasa frente a la alta torre del castillo, hacia la zona donde se levantan los modernos rascacielos. Luego de aparcar el coche, tocó el timbre en una de las pocas casas de una planta que aún permanecen en pie. Una hermosa mujer salió a recibirlo con un beso en la boca, y ambos se introdujeron en el interior de la casa.

No muy sorprendido -Baldres era bastante apuesto- Torgen decidió que sería el lugar ideal para concretar su misión. Por el lugar circulaba poca gente, y para llegar al aparcamiento debía caminar un par de cuadras. Comprobó el funcionamiento del arma y se dispuso a esperar su salida. Pero se hizo la noche, las horas siguieron pasando y Baldres no salía. Cerca de la medianoche comenzó a preguntarse si no habría otra salida por la parte posterior, y a las dos de la madrugada abandonó momentáneamente la misión.

A la mañana siguiente volvió a apostarse frente al domicilio de Baldres, suponiendo que ya habría vuelto a su casa; pero sólo vio salir a su mujer, quien pronto regresó portando una bolsa con mercaderías. Después del almuerzo volvió a salir con los dos niños y regresó sola, y al atardecer lo hizo de nuevo, para volver al cabo de un rato con los niños. Baldres no apareció en todo el día. La mujer parecía tranquila y relajada, por lo que dedujo que no le parecía extraña la ausencia de su marido. “Sigue con la otra mujer”, se autoconvenció.

A la mañana siguiente volvió a la casa de la amante. Recién cerca del mediodía la puerta se abrió, y salió la mujer con el rostro demudado para alejarse apresuradamente. Torgen dudó entre seguirla o esperar la salida de Baldres para cumplir su misión, y se decidió por lo último. Esperó cerca de una hora, y entonces aparecieron dos vehículos policiales que estacionaron frente a la casa. Varios policías entraron, y poco después Torgen oyó la sirena de una ambulancia, de la que bajaron dos hombres con guardapolvos blancos llevando una camilla. Los policías fueron saliendo, y después llegó otro automóvil del que bajaron tres hombres de civil. Entonces Torgen ya no tuvo dudas: Baldres estaba muerto. Lo embargó un sentimiento parecido al alivio, y esperó todavía un largo rato hasta que los hombres de blanco salieron llevando la camilla con un cuerpo tapado. Para asegurarse, preguntó a un policía: “Una riña de amantes”, fue la respuesta. “Ella nos avisó”.

Le informó a sus superiores y, ya relajado, se dirigió a un mirador de la parte alta de la ciudad para contemplar la bellísima vista que se extendía a sus pies: las torres de las murallas, la alta aguja de la iglesia San Olaf, las cúpulas de las otras iglesias elevándose sobre los tejados rojos, y al fondo, el mar Báltico. Ese mar que debería cruzar para regresar a Helsinski, aliviado por no haber tenido que ser él quien tuviera que matar a un padre de familia, pero también algo frustrado por no haber podido concluir su misión.

 

EL ACUERDO

-…también podría ser Jerusalem -comentó Gregory Wilson.

El “Café de la Paix” estaba colmado. En la mesa contigua un grupo de homosexuales observaba a través de los vidrios del bar, con mirada atenta y codiciosa, el lento transitar de algunos turistas latinoamericanos deslumbrados por la luces de París.

Vladimir Osianski entrecerró los ojos irritados por el humo que acababa de exhalar y frunció los labios en un gesto de duda.

-Está muy trillado, como Corea o Irán. Sería más conveniente algo en Sudáfrica, o en los Balcanes, por ejemplo.

-El lugar es lo de menosse impacientó Gregory -lo importante es concretar el acuerdo previo -Lu Shi Chan, el otro asistente, permaneció callado.

El ruido que producía la vajilla con su implacable tránsito circular sobre bandejas y mesas molestaba a Vladimir, quien lanzó en derredor una fugaz mirada de disgusto antes de tomar un sorbo de café y afirmar sin mucho entusiasmo:

-Yo ya tengo el visto bueno del presidente.

-Entonces no hay problemas -respondió Gregory -Mi presidente también está totalmente de acuerdo. Falta comunicárselo al gabinete, pero descontamos que lo aprobarán. Además -prosiguió con un gesto elocuente- no tienen otra alternativa. Por cierto que al parlamento no será enviado, ahí sí sería rechazado.

-El nuestro tampoco será consultado. Aun-que hay mucha gente consciente del peligro, los problemas ético-morales que plantea su ejecución resultarían insoportables para la mayoría.

-El Consejo de Estado también está de acuerdo. Sólo tienen algunas reservas con la logística.

-Les repito -insistió Gregory -lo importante es adoptar una resolución conjunta previa; para los detalles técnicos hay tiempo.

-No crea que demasiado. El Consejo Ecológico decidió que, de llevarse a cabo, tiene que ser antes de fin de año. Estamos en abril concluyó Lu, mirándolo interrogativamente por encima de sus gruesos anteojos.

-Las crisis se fabrican en un instante le restó importancia Gregory, acomodándose con la mano un mechón de pelo lacio y rubio que le caía sobre la frente. -Nuestro equipo ecológico ya tiene analizados y computados prácticamente todos los datos. Creemos que seiscientos u ochocientos millones de personas serán suficientes.

-Nosotros nos inclinamos más bien por mil -aclaró Lu.

Gregory hiso un gesto de duda, pero admitió:

-Puede ser. Además, en estas cuestiones nunca se puede estar seguro.

-Mil millones significa una reducción del déficit del orden del trece por ciento-insistió Lu.

-Y aunque no se llegue a esa cifra, siempre estaremos por encima del diez.

-Sin contar con que, por exceso de celo, también podría superarse el estimado…sonrió Vladimir mirándolo entre divertido y cínico. Gregory le sostuvo la mirada, serio, y después afirmó:

-Una tonelada de alimento significa cuatro millones de calorías…

-Cien millones de toneladas más a repartir anualmente significa mil calorías diarias “per cápita” -analizó Lu -Con eso estaríamos casi cubiertos por tres décadas.

-En efectoasintió Vladimir -Lo que considero dificultoso es el logro de una correcta distribución de la “eliminación del déficit”- subrayó.

-Para mi país es un ítem bastante manejable -afirmó Lu. Pero otra cosa muy distinta es la India. Y no debemos olvidar, por supuesto, a África.

-Creo que nosotros podremos manejar la cuestión India -aseguró Gregory -En cambio África…

-¿No les parece que podríamos delegar esa solución en Francia o Gran Bretaña? Al fin y al cabo fueron sus colonias durante tantos años -intervino Vladimir.

Sí, quizá sea factible. No creo que esa zona genere en ellos demasiados escrúpulos.

-¡En cambio esta gente…!exclamó Vladimir con gesto de agobio.

-Es el precio, Osianski -afirmó resuelto Gregory, modelando en su rostro falsamente adolescente un gesto duro y adusto. -Si no tocáramos Europa resultaría demasiado sospechoso. Por otro lado, peor es lo de nuestros compatriotas -Vladimir asintió sin hablar, sólo estirando los labios -Qué le vamos a hacer, es preferible la amputación a la descomposición total, no?

-Sí, sí…Pero Vladimir estaba realmente compungido. Luego de un breve silencio preguntó: -¿Cómo será la evacuación de ustedes?

-Por avión, en las superfortalezas de vuelo permanente. Sólo irán los integrantes del gabinete, los altos mandos y sus familiares y amigos más íntimos. Y por supuesto, el equipo ecológico. Nadie más será avisado, para limitar en lo posible futuras infidencias. ¿Y ustedes? -dirigiéndose a Lu.

-Nosotros no tenemos problemas. Los altos mandos se dispersarán por nuestros vastos territorios.

Gregory miró a Vladimir, que contestó la muda pregunta:

-Un tiempo en Siberia. Habrá que sufrir un poco…se resignó. Luego se interesó: -¿Qué ciudades?

-New York, y quizás Chicago, o Detroit.

-Nosotros pensamos en Kazán y Volvogrado. Moscú tiene demasiadas alertas, no lo creerían. Y San Petersburgo… los edificios, las tradiciones…La mirada de Vladimir se había tornado nostálgica.

-¡Pero para nuestros países sólo emplearemos la N…! –se sorprendió Gregory.8

-Es cierto -reaccionó Vladimir, animándose -La H podemos emplearla en Piongian, o El Cairo, que son feas.

Los dos miraron a Lu, que permanecía callado.

-Shangai, sin dudas. Es la más nueva y fácil de reconstruir. Quizá Shenzhen…

-Habrá que preservar los monumentos de París, eh, Osianski? -le guiñó un ojo Gregory.

-Por supuesto -sonrió, ya relajado -En un par de décadas volverá a estar repoblado.

-Bien -afirmó Gregory, sacando dinero de su billetera para pagar los cafés –Entonces ¿aceptan en principio el acuerdo?

-Acepto -respondió Vladimir. Lu sólo afirmó con la cabeza, sin responder.

-Habrá que empezar cuanto antes a preparar la crisis desencadenante. Mañana a primera hora le comunico el acuerdo al presidente.

Lanzaron suspiros de tímida resignación, y salieron.

Afuera, la primavera jugueteaba con los guiños de los letreros luminosos, se embriagaba alternativamente con el perfume de las flores y el olor de los combustibles, acrecía en míticas proporciones el murmurante pulso de la ciudad. Las notas de una canción moderna que un improvisado conjunto de jóvenes extraía de sus instrumentos se confundió con el nostálgico acorde que una brisa cálida y vital traía desde un lejano acordeón.

Vladimir aspiró con intensidad el aire, sonrió beatíficamente y tomó del brazo a ambos.

-¿Qué les parece si vamos a Montmartre a comer algo y a tomar un buen vino francés? Después podríamos hacernos una escapadita hasta el Follies, o hasta Pigalle…

Gregory dudó un instante, pero luego se excusó:

-No… no tengo hambre.

Lu también negó con la cabeza.

Caminaron unos pasos en silencio, y finalmente Vladimir reflexionó:

-Sí, a mí también se me fue el apetito -Y entrecerrando sus ojitos de miope elevó la mirada a la noche para agregar: -Es más, creo que estoy empezando a sentir un poco de náuseas.

 

 

LA ROSA DE TURAIDA

 

Era la anoche de San Juan. En el bosque de Sigulda, en el centro de Letonia, se bailaba, se bebía cerveza o aguardiente de los frutos del bosque, y las parejas se amaban. Más temprano, las típicas hogueras había iluminado la oscuridad, y las brujas, duendes y hadas habían acompañado las rondas y danzas de los asistentes. Nadie debía regresar a sus hogares antes de la salida del sol, porque esos nocturnos habitantes del bosque0

podían tomar represalias.

Maija, bella como una Rosa, con su corona de tilo y flores silvestres -símbolo de femineidady Viktor, con la suya de roble, atributo masculino, habían pasado la noche juntos, entremezclados con los demás habitantes de la zona. En los campamentos militares cercanos, los soldados suecos y polacos, enfrentados en una guerra por la posesión de Letonia, también festejaban a su modo la noche de San Juan. Cuando el sol asomó tras los árboles del bosque, todos regresaron a sus casas. Víktor a la granja donde era jardinero, y Maija a su hogar aledaño al castillo de Turaida. Algunos nobles habitantes del castillo habían pasado también la noche en el bosque, pero la mayoría permaneció tras los gruesos muros de la construcción, bajo la tutela de la alta y cilíndrica torre que oficiaba de atalaya. Muchos de esos nobles codiciaban la joven belleza de Maija, pero ella continuaba fiel a su Víktor, que la amaba tanto como ella lo amaba a él.

Corría el año 1601, y Letonia había sido invadida -una más de las tantas invasiones que había sufrido y seguiría sufriendo la pequeña nación- por suecos y polacos, que se disputaban entre sí su posesión. En los campamentos diseminados por Sigulda pululaban soldados hambrientos de sexo, y las muchas muchachas de la zona -salvo las que se entregaban voluntariamente- debían cuidarse de las posibles agresiones.

Olaf era uno de los soldados que había sucumbido a los encantos adolescentes de Maija. Conocedor de los sentimientos que unían a Víktor y de las citas que los amantes solían concretar en la cercana gruta de Gutmana, fraguó un plan para conseguir a la joven. Usurpando la identidad de Víktor, le envió a Maija una carta con un niño para que ella lo esperara al día siguiente en la cueva.

El día amaneció brumoso, con una leve llovizna. El verde césped del bosque parecía más verde, y en las hojas de los árboles las gotas de agua semejaban brillantes lágrimas. Maija se encaminó alegre hacia la gruta, esperanzada en la dicha que la esperaba. Su sorpresa fue mayúscula cuando, en lugar de Víktor, apareció en la entrada la apuesta figura el soldado Olaf. Aunque un mal presentimiento la estremeció, procuró mantener-se tranquila y aplomada. Olaf la trató con deferencia y le declaró cuánto la amaba, le juró sus buenas intenciones y hasta le propuso matrimonio. Maija, sin alterarse, se negó amablemente aduciendo su amor por Víktor. Pero entonces el deseo fue transformando al soldado, y de devoto enamorado fue convirtiéndose en prepotente macho dominante que exigía la entrega incondicional de su presa. Presintiendo su derrota, Maija intentó convencerlo de que, si la dejaba ir, ella le entregaría un pañuelo mágico que lo protegería de cualquier herida en combate que pudiera provocarle la muerte. Aunque Olaf no le creyó e insistió en la inmediata entrega, aun conociendo a lo que se exponía ella le propuso una prueba definitiva: que la atravesara con su espada para probarle el poder protector del pañuelo. El soldado dudó un instante, pero luego concretó su pedido y la atravesó con su acero. Al comprobar que el supuestamente infalible hechizo había fallado y que Maija había preferido la muerte a la deshonra, huyó del lugar y desapareció en el bosque.

Cuando el cuerpo de Maija fue encontrado, todas las acusaciones apuntaron a Víktor, que fue detenido y encarcelado. Sólo un tiempo después, el niño que había llevado la carta testificó a su favor, y Víktor fue liberado. Posteriormente el soldado fue apresado y condenado a la horca, sentencia que se cumplió a los pocos días.

Desde entonces, el martirio de Maija se fue convirtiendo en leyenda, y hoy las parejas de amantes y los recién casados suelen visitar la Turaida, que yace en un sencillo y austero sepulcro a la sombra de un tilo, en medio del lujurioso bosque de Sigulda.

 

ABISMO

 

Después de concretar el encargo por el cual la empresa lo había enviado a Dubrovnik, Vieko cruzó de nuevo la frontera bosnia y regresó a su patria. Bajó -y subió…los ochenta escalones que le permitieron contemplar de cerca, en todo su esplendor, las bellas cascadas de Kravice, y después se detuvo en Mostar para comprobar la restauración del histórico puente de piedra destruido por los croatas durante la guerra de los Balcanes en 1993. Luego prosiguió su camino hacia Sarajevo bordeando el Neretva.

En la zona donde los partisanos de Tito libraron la “batalla del Neretva” contra los nazis, allí donde las cumbres nevadas encajonan las verdes aguas del río, fue que la vio. Estaba sentada sobre el parapeto que resguarda a los automovilistas del profundo precipicio que se abisma a un costado del camino, y aunque ella no le hizo ninguna señal para que se detuviera, Vieko presintió que debía ofrecerle su ayuda. “¿Qué estará haciendo esa mujer allí, vestida de esa manera?”. Clavó los frenos y retrocedió los metros que la separaban de ella para preguntarle si necesitaba que la llevara a algún lado. La mujer se levantó y sin pronunciar palabra, sólo con una leve sonrisa, subió al coche.

A Vieko le extrañó que estuviese vestida con esa larga túnica blanca que dejaba al descubierto su cuello y sus hombros a pesar del frío. Su piel extremadamente clara y su larga cabellera rubia contrastaban notoria-mente con las características raciales de las mujeres de la zona. Sus mansos ojos grises parecían contener el paisaje circundante, reflejándolo. Le preguntó qué hacía allí, en ese solitario lugar, y ella le respondió: “quizás estaba esperándote”. Una sonrisa entre burlona e incrédula se dibujó en los labios de VIeko, pero no respondió. Sólo al cabo de un largo silencio volvió a preguntar: “¿adónde vas?”. Ella respondió, encogiéndose de hombros: “no muy lejos, sólo hasta donde quieras… o puedas”.

Vieko estaba preguntándose si no habría cometido un error al levantar a esa loca, pero al mirarla de soslayo y corroborar su innegable belleza, desechó las dudas e intentó un avance erótico. Con un gesto sugerente recalcó: “¿hasta donde yo quiera…?”. Había cierta tristeza oculta tras la sonrisa de la mujer cuando reiteró: “…o puedas”.

El gesto de Vieko ya se había tornado adusto cuando comentó, algo molesto: “¿y qué es lo que no podría…?”. Estaba mirándola, esperando una respuesta que tardaba en llegar, cuando al entrar en una curva casi choca de frente con otro vehículo que circulaba por el angosto camino de cornisa. La mujer giró la cabeza y lo miró con sus extraños ojos grises, y Vieko pudo entrever entonces la respuesta que lo inquietaba.

Trató de concentrarse en el manejo, pero una curiosa e irresistible atracción lo compelía a desviar a cada instante la mirada hacia ella para tratar de descifrar, en su enigmático rostro, algún indicio sobre su extraña presencia. Pero sólo lograba entrever ese inefable gesto entre dulce y triste que permanecía inalterable en ella.

Cuando finalmente giró la cabeza para mirarla a la cara y hacerle la pregunta que le estaba conturbando el espíritu, tras las rocas de una cerrada curva del camino apareció un camión que le cerró el paso. Vieko alcanzó a girar el volante para evitar chocar de frente, pero su coche se desvió y saltó sobre el parapeto precipitándose en el abismo. En los vertiginosos remolinos que lo envolvieron alcanzó a percibir unos tristes y dulces ojos grises que parecían sonreír. Después lo envolvió la oscuridad.

 

“¿Qué estará haciendo esa mujer allí, vestida de esa manera?”, se preguntó Goran. Y clavó los frenos.

 

GNOMOS

 

En ese sórdido gulag siberiano, una nostalgia mansa le aprieta el corazón a Bartosz Gomulka al recordar cómo empezó lo de los gnomos. Fue al poco tiempo de conocer a Anieta -o quizás un poco antes, ya no puede precisarlo a causa del trabajo excesivo y la desnutrición que han ido minándole las neuronas y la memoria- pero cree que fue a comienzos o a mediados d los 80, cuando Alternativa Naranja se convirtió en el ala radicalizada del sindicato Solidaridad dirigido por Lech Walesa. Claro que esa radicalización consistía apenas en expresar sus protestas contra el régimen por medio del absurdo, a través de grafites, pinturas, poemas y otras ingenuas expresiones que no le permitiera al gobierno encarcelarlos. Él era partidario de acciones más directas, incluida la violencia, pero Anieta no, ella sólo sabía reír con su incrédula risa cristalina cuando él le manifestaba sus propósitos.

Wroclaw -o Breslau, como la llamaban los alemanes desde siempre, aunque los polacos dijeran que les pertenecía a ellos- comenzó a llamarse así desde 1945, cuando los aliados la liberaron y se la entregaron a Polonia. Los polacos recluídos en el campo de concentración cercano fueron liberados y reemplazados por los nuevos prisioneros nazis, y todos los alemanes de la ciudad fueron deportados. Wroclaw, destruida primero por los bombardeos aliados y luego por los alemanes en su huida, comenzó entonces la lenta recuperación de su antigua belleza. Los hermosos edificios de distintos estilos que rodean la plaza del mercado empezaron a restaurarse, y los dos ayuntamientos -el viejo y el nuevo- volvieron a adquirir la espléndida belleza de antaño.

Pero a causa del reparto de Europa acordado por los aliados, Polonia cayó bajo la órbita soviética y quedó atrapada tras la “cortina de hierro”. La otrora orgullosa capital de la Baja Silesia pasó entonces de estar bajo la opresión nazi a padecer el autoritarismo comunista. Aunque la majestuosidad edilicia se iba restaurando, la vida de sus habitantes continuó siendo opaca, gris, cubierta por un halo de mediocridad que sólo comenzó a rasgarse cuando hizo su aparición el sindicato Solidaridad. Sin embargo, a pesar de los reclamos y las protestas de éste, la opresión de sus habitantes -fundamentalmente de los intelectuales-  continuó, y sólo algunas expresiones artísticas a través del absurdo fueron abriendo grietas e infiltrando algunas ráfagas de alegría.

Bartosz era pintor, y escultor, pero sentía que sus protestas por medio del arte no eran suficientes, y una amarga desesperanza comenzó a invadirlo a medida que el tiempo transcurría. Cuando conoció a Anieta, sus dídías y sus noches se iluminaron, pero su rebeldía no se disipó. Su influencia en el sindicato no era importante, y cuando algunos artistas e intelectuales crearon Alternativa Naranja, adhirió a ella sin reservas. Pero pronto comprendió que tampoco esa forma de protesta lograba cambiar la férrea posición del partido gobernante, y comenzó entonces a preconizar medidas de acción directa. Las huelgas de Solidaridad, aunque importantes y masivas, tampoco obtenían ningún resultado. Como su prédica de protesta violenta no lograba adeptos, para atenuar su impotencia se le ocurrió lo de los gnomos. Hizo la primera estatuita y la colocó frente a una casa del centro, y al poco tiempo aparecieron otras en diversos lugares. Anieta estaba encantada. Su alegría contagió a Bartosz, quien poco a poco fue perdiendo su gesto adusto y su mirada torva, y él también se alegró y rio con ganas junto a su amada. Las estatuillas se fueron multiplicando, y todo el mundo se enteró de que provenía de la supuestamente secreta Alternativa Naranja.

El gobierno no se inmutó. Aunque conocía su origen, como no podían encarcelar a nadie por esas inocentes expresiones las toleró, pero no cambió un ápice sus características autoritarias. Entonces Bartosz y algunos amigos comenzaron a imprimir panfletos incendiarios. Anieta se alarmó y le pidió que abandonara esa actitud, pero él la tranquilizó asegurándole que el gobierno no haría nada al respecto, y continuó imprimiendo los panfletos.

Como Anieta lo amaba, su preocupación se agigantó cuando finalmente el gobierno ordenó detener a Bartosz y a dos amigos, quienes fueron juzgados y condenados a cinco años de prisión por actividades subversivas. Sin embargo, al poco tiempo, quizás por la presión de Solidaridad o quizás porque en la Unión Soviética Gorbachov había proclamado la perestroika, fueron liberados

El reencuentro de los enamorados fue todo lo apasionado que sus jóvenes cuerpos le reclamaban. Pero a pesar de los ruegos de Anieta, las actividades de Bartosz, en lugar de cesar, no sólo continuaron sino que fueron adquiriendo mayor virulencia. Ya no fueron sólo los panfletos, sino que comenzó a arengar públicamente a la población, causando el desasosiego de su amada. Y aunque la “cortina de hierro” ya amenazaba con descorrerse, el gobierno volvió a detenerlo y esta vez lo envió a Siberia.

Anieta no lo supo hasta varios días más tarde. Primero se desesperó y los reclamos a las autoridades fueron asiduas y vehementes; pero poco a poco se fue acostumbrando a su ausencia. Siguió militando en Alternativa Naranja, y junto a sus amigos siguieron pintando grafites y construyendo gnomos. Pero su fogosa juventud pronto le reclamó nuevas presencias, y la noche en que una muchedumbre asaltó finalmente el muro de Berlín, la bella plaza del mercado de la vieja Breslau la encontró festejando con sus amigos y con su nuevo amor.

A Bartosz Gomulka en cambio, ignorante de cuanto ocurría en el mundo, esa noche la nostalgia le oprime el corazón y un cansancio que por momentos amenaza con ser definitivo lo postra en el frío camastro del barracón a la espera del duro trabajo del día siguiente. El impiadoso frío siberiano que sigue abatiéndose sobre el gulag ignora también los cálidos amaneceres de incipientes perestroikas.

Nota: En la actualidad, para beneplácito de los turistas, más de 150 estatuillas de gnomos adornan las calles de Wroclaw.

 

CRIMEN EN EL TOUR

 

Cuando Susana entró en su habitación almohada, supo que el abismo se había abierto bajo sus pies. No necesitó entrar al baño para comprobar lo que ya otras gotas de sangre en el piso le estaban confirmando: caída al lado de la bañera yacía Verónica, con heridas punzantes en el cuello ensangrentado.

El tour había partido de Praga, y juntos a los otros turistas las dos amigas se habían deslumbrado con el imponente castillo real, el icónico puente Carlos, las sugerentes agujas góticas de la catedral de Thin… Se habían detenido brevemente en Bratislava, la antigua capital húngara del siglo XVI a orillas del Danubio, y habían visitado luego la bella Budapest, con su legendario puente “de los leones” y el castillo de Buda en la colina frente al Danubio, para llegar después a Belgrado, donde ayer visitaran la medieval fortaleza de Kalemagdán y a la noche concurrieran, junto a Iván y Magda, a un coqueto restaurante donde una cantante de quejumbrosa y profunda voz los había deleitado con sus canciones. Y hoy habían llegado a Nis, la antigua ciudad con reminiscencias turcas, donde en la tórrida siesta se habían mezclado y bailado junto a los concurrentes a una boda con danzas locales y acordeones.

Al caer la noche había sucedido. Susana fue a comprar vituallas para cenar en la habita-2

ción, y al llegar encontró a Verónica muerta. El guía ya se había retirado a descansar, y cuando Susana comunicó el hecho en la conserjería, un revuelo de integrantes el tour colmó la recepción del hotel.

Aunque Susana y Verónica eran amigas casi desde la infancia, esa amistad no había estado signada por la asiduidad. Sus trabajos eran distintos, y sus entornos también. Y aunque la juvenil belleza de Verónica nunca había despertado la envidia de Susana, la diferencia de actitud resultaba notoria: al agradable pero recatado aspecto de Susana, se oponía la glamorosa presencia Veróni-nica. Fue recién cuando ésta le comunicó la decisión de hacer ese viaje que Susana le propuso acompañarla y de ese modo aprovechar para abaratar costos.

La juvenil belleza de Verónica nunca había despertado la envidia de Susana, pero aunque los años que ésta le llevaba eran pocos, las distintas actitudes resultaban notorias. Al agradable pero recatado aspecto de Susana, se oponía la glamorosa presencia de Verónica

Aunque no hubiese ningún motivo para recelar, pronto las sospechas de homosexualidad pronto se fueron instalando en varios de los integrantes del tour, quienes comenzaron a tomar una relativa distancia de ambas. Sólo la pareja compuesta por Iván y Magda dieron desde el comienzo muestras de simpatía hacia ellas, y juntos habían recorrido algunos de los puntos turísticos más interesantes.

Por cierto que las sospechas sobre el presunto asesino de inmediato se dirigieron hacia Susana. La primera en ser interrogada por la policía local fue también ella, pero al no existir indicios ciertos de su culpabilidad no fue detenida. Sí se le prohibió, lo mismo que a los demás integrantes del tour, la salida el hotel, pero todos permanecieron libres para deambular por el mismo, aunque bajo la vigilancia de un par de policías apostados en la recepción. Luego de las pericias fotográficas, el cuerpo de Verónica fue finalmente derivado a la morgue.

Desde el primer momento Susana tuvo conciencia de que la principal sospechosa sería ella, y que debería extremar su agudeza para recabarle a su memoria los datos que pudieran revelarle algún indicio sobre el autor del crimen. Estaba segura de que debería ser alguien del entorno, y se concentró en recordar los mínimos detalles de los hechos que habían sucedido durante el viaje. Incluso buceó en algunas circunstancias relacionadas con la continuidad del mismo, que debía dirigirse a Grecia para desde allí pasar a Italia en ferry.

El móvil del robo no la convencía. Si bien se había comprobado que a Verónica habían sustraído ochocientos dólares en billetes de cien que, a Susana le constaba, su amiga guardaba para sus próximos gastos, ningún otro objeto de valor faltaba, ni siquiera el celular. Por otro lado, la saña con que había sido apuñalada en el cuello descalificaba esa presunción.

Empezó por analizar cada una de las actitudes de los integrantes del tour hasta ese momento del viaje. Recordó la animosidad de Sara, y algo menos de su marido Pedro, hacia los gestos desenvueltos y hasta algo provocadores de Verónica. La pareja de chilenos, bastante mayores, habían sido de los primeros en propagar los rumores sobre el presunto lesbianismo de las amigas. Rememoró después el gesto desdeñoso de Gustavo. cuando Verónica se negó a acompañarlo a recorrer el Moldava en barco. Aunque desde entonces casi no le había dirigido la palabra, su actitud no justificaba un asesinato. Evaluó también las miradas duras de Magda ante la melosa amabilidad de Iván hacia Verónica mientras recorrían juntos el Bastión de los Pescadores en la colina de Buda, e incluso anoche, en el restaurante de Belgrado. También le pareció extraña la insistencia con que la colombiana Gloria, que viajaba con su hermana, parecía vigilar el manipuleo de la cartera de Verónica cada vez que ésta debía pagar algo. Y la indiferencia casi desdeñosa con que las trataban ese grupo de jóvenes españoles bulliciosos y maleducados, y hasta la evidente molestia con que reaccionaba el guía Carlos ante cada retraso de Verónica en las partidas del bus. Pero ninguna de esas actitudes justificaba la consumación del crimen, salvo que se aceptara como móvil el robo: alguien había intentado robarle los dólares, y al ser reconocido por Verónica aquél la había matado. “Críminis causa”. Pero continuaba resultando ilógica la saña con que la habían apuñalado.

Por otro lado, el arma asesina no parecía un cuchillo, sino más bien un estilete, o algo parecido. ¿Quizá una pequeña tijera? Susana recordó haberle visto una a Magda en un necesaire. ¿Quizá la espada de adorno en miniatura que Gustavo había comprado en la calle Celetná de Praga? De pronto volvieron a incrustársele en la memoria las duras miradas que Magda solía lanzas tanto a Verónica como a Iván. Recordó también que Magda nunca llevaba dinero, y que siempre era Iván quien pagaba. Ahora, mientras descansaba en6

el sofá de la recepción, volvió a mirarlos detenidamente, y un extraño y nervioso bailoteo en los ojos de Magda y un leve temblor en sus manos terminó por convencerla. Se levantó y disimuladamente se acercó al llavero donde colgaba la llave con el número de la habitación de la pareja, y ya con ella se ti-jera en el necesaire y luego los euros en el cajón de la mesita de noche.

Cuando volvió a la recepción y le dijo a uno de los policías de custodia que quería hablar con su jefe, una creciente seguridad se había apoderado de su ánimo. Todavía faltaba confrontar las huelas digitales en los billetes para probar que pertenecían a Verónica y las pruebas de luminol para comprobar la sangre en las tijeras, pero ya tenía la certeza de que sólo la furia de una mujer despechada podría haber inducido a la autora a cometer ese crimen con tanto ensañamiento.

 

 

EL PLAN

 

A Gunter se le ocurrió la idea una tarde de avanzada primavera, cuando el sol parece demorarse a propósito en desaparecer tras la puerta de Brandemburgo para fundirse con las sombras que van invadiendo la verde arboleda del Tier Garden. A esa hora, tras abandonar su trabajo en la Alte National Gallery, Gunter suele cruzar los jardines que rodean la imponente estatua ecuestre de Federico Guillermo IV para dirigirse, pasando entre las altas columnas dóricas que rodean los edificios de los museos, hacia el puente que cruza el río Spree. Desde allí, desde la ribera opuesta a la verde catedral luterana de Berlín, comienza a caminar en dirección a la Alexanderplatz observando lenta, casi morosamente, las embarcaciones de paseo que transportan a los turistas alrededor de “la isla de los museos”.

Gunter suele dejar entonces volar su imaginación en busca de ideas, proyectos, sueños, que le hagan ganar dinero para poder evadirse de esa vida mediocre y gris, condicionada por el magro sueldo que le pagan como personal de limpieza del museo; en los negocios, trapisondas e incluso acciones delictivas que le permitan acceder a una vida que, según él, sus cualidades personales merecen. Porque, a sus cincuenta años, su vida dista mucho de ser agradable y placentera. Su temperamento apocado y solitario lo ha confinado a ese monótono trabajo en el museo, y8

única y excluyente distracción es la pintura. Casi todas sus horas libres las dedica a ese arte que, reflexiona orgulloso, domina a la perfección y que, por lo tanto, debería brin-darle muchas más satisfacciones pecuniarias que las que habitualmente obtiene. Muy de vez en cuando, por intermedio de algunos asiduos asistentes a la galería, logra vender algún cuadro. Pero los beneficios obtenidos con la transacción, pronto se diluyen en la compra de ropa, algunas solitarias borracheras o el esporádico y frío encuentro con una prostituta.

Pero esta tarde primaveral, mientras pasea por la ribera del Spree, pasando al lado de las estatuas de bellas bañistas colocadas sobre el muro de la vereda, finalmente se le ha ocurrido la idea que, aun sin ser demasiado original, piensa que podrá ser llevada a la práctica. El plan consiste en quedarse todos los días un rato después del trabajo haciendo bosquejos de alguna obra que le permitan después ir completándola en su casa con la ayuda de alguna fotografía. Posee la técnica necesaria para ello, y los últimos días piensa quedarse más tiempo para darle los toques finales. Nadie sospechará de él, porque en el museo todos saben que es pintor.

Elige mentalmente “El jardín de invierno”, de Manet, y decide que cuando la copia esté terminada sustraerá el original para suplantarlo por la falsificación. Pero para no despertar sospechas dejará pasar varios días sin quedarse frente a la obra después el trabajo; recién cuando todos se hayan olvidado de su presencia frente a ella, concretará la sustitución. Cuando se den cuenta de la maniobra, él ya estará en un país vecino y habrá vendido la obra original.

Pero mientras está maquinando el plan, un exceso de autosuficiencia le cambia el rumbo del mismo. Decide entonces que en lugar de huir con la pintura, con el riesgo de que lo detengan antes que pueda venderla, le conviene más continuar haciendo otras copias de la primera que, está seguro, quedará perfecta. Claro que para eso necesitaría tener el original un par de días en su casa para verificar la textura de la tela, comprobar los detalles del reverso, confirmar los trazos de la firma y otros pormenores que confirmen la autenticidad de la copia. Por otro lado, piensa que convendría simular el robo de “El jardín de invierno” para que los potenciales comprado-res de la obra se convenzan de que lo que están comprando es auténtico. Para ello un 0

día, después del trabajo, tendría que descolgar el original y esconderlo entre las demás obras no exhibidas que posee el museo. Claro que al final, cuando se descubra la maniobra, él será uno de los principales sospechosos, y la confrontación con los otros empleados podría no resistir su negación del hecho…

Piensa entonces que quizá sería conveniente terminar la copia y, luego de sustituirla por el original, llevar ésta a su casa para realizar varias copias más con tranquilidad. Incluso por un momento piensa en compartir la tarea con algún falsificador experimentado, pero su orgullo herido desecha casi de inmediato la posibilidad, negándose a compartir el crédito: él solo es capaz de hacer varias copias perfectas. Claro que cuando se descubra la sustitución, él volverá a ser el principal sospechoso… Pero ese día podría demorarse mucho tiempo, y entonces él ya habría vendido las copias. Sin embargo, seguía existiendo un problema insoluble: ¿cómo sacar el cuadro del museo sin que lo vieran? Piensa que si Vincenzo Peruggia pudo sacar “la Gioconda” del Louvre sin problemas, también podría hacerlo, pero aun así…

Cuando cruza la Gendartstrasse para ingresar a la Alexnderplatz, está pensando que lo mejor sería terminar la copia y después hacer otras réplicas de la misma y venderlas sin preocuparse por los detalles de autenticidad que podrían tener si él poseyera el original. Pero si el cuadro no había sido robado ¿cómo podría estar a la venta…? Cuando llega a la entrada del U Bahn (*) su cerebro es un volcán a punto de estallar. Pero a medida que va descendiendo las escaleras, su imaginación se va aquietando, y cuando llega al andén de su línea una imperceptible sonrisa asoma a su boca. Al subir al vagón, ya está imaginando otro importante plan para conseguir dinero.

(*) Metro de Berlín

 

LA CUEVA

 

Cuando Lazlo y Myriam bajan del auto y se dirigen caminando hacia el pie de la colina donde, les han explicado, está la cueva, el sol aún brilla con intensidad, pero ya su lenta declinación ya va dibujando sombras en los valles encajonados por las montañas nevadas de Eslovenia.

La joven pareja había partido de Lubliana, y después de conocer el parque nacional de Plitvice en la vecina Croacia, ya de regreso en su patria decidieron visitar la famosa gruta de Postonja. Plitvice los había deslumbrado con su impresionante cascada mayor y los lagos a distinta altura que van derramando sus aguas en pequeños saltos festoneados de verdes prados atravesados por largas pasarelas de madera, y aún conservaban en sus pupilas esas bucólicas imágenes cuando ingresaron en la gruta de Postonja. Entonces el deslumbramiento fue superlativo. A medida que el trencito que los iba introduciendo en la profunda caverna, el descubrimiento de las bellas estalactitas y estalagmitas que crecen en las paredes y el techo los llenó de asombro; pero cuando llegaron a la inmensa recámara que está al final del recorrido comenzaron a transitar los senderos que se elevan y descienden sobre los pétreos abismos poblados por fantásticas formaciones de distintos colores y consistencias modeladas por el milenario depósito de minerales que el agua fue vertiendo sobre la piedra, el asombro se esfumó para dar paso a una mágica sensación de felicidad.

Estuvieron una hora maravillándose con las fantasmagóricas construcciones tenuemente iluminadas en la penumbra de la cueva. Y antes de salir, deslizándose suavemente en las aguas de un arroyuelo, descubrieron a los pequeños proteus anguinus, fuente de mitos y leyendas. La pareja se había interiorizado sobre la presencia en la gruta de esos pequeños reptiles de treinta centímetros de longitud, piel similar a la humana, cuatro patas y sin ojos. Los habitantes de la zona los llaman “peces humanos”, por la piel, o “pichones de dragón”, por el parecido con esos míticos animales. Cuando estaban observándolos y comentando animadamente sobre su existencia, un viejito de larga barba blanca que se apoyaba en un bastón, les comentó sonriendo que los sorprendentes animalitos carecían de importancia comparados con otros similares que, según él, habitaban otras cavernas diseminadas por los alrededores. “Esta es famosa por sus formaciones pétreas, pero para ver proteus más grandes es mejor ir a las otras”. Ante la aceptación de su invitación, les indicó cómo llegar a una que estaba a pocos kilómetros de allí. “Pueden ir caminando”, los animó, “el paisaje es hermoso”.

Cansados de tanto andar, desoyeron la sugerencia del viejo y subieron al auto. El trayecto era bastante irregular, lleno de piedras y pozos, y al final la senda descendía bruscamente hasta el estrecho cauce de un arroyo. Mientras se dirigían al lugar, habían visto a la orilla del camino a un extraño animal, parecido a un gran lagarto pero sin patas, que se arrastraba como una serpiente. Y ahora, al llegar a la cueva, vieron como en la cima de la colina se recortaba contra el sol que se iba escondiendo tras ella, la figura de otro animal desconocido, parecido a un puma pero más grande. “¿No será un leopardo?”, aventuró Miryam, temerosa. Lazlo negó terminantemente: “por aquí no hay leopardos”, mientras intentaba sonreír para demostrar aplomo; pero el gesto fue apenas un rictus. “¿Volvemos?”, preguntó ella. Lazlo sonrió, ahora sí despreocupadamente, mientras la alentaba a entrar y comentaba: “¿No será una cueva donde hacían experimentos los nazis? Como en la gruta de los bosque de Viena ¿te acordás?, donde fabricaban los Messerschmitt”. Ella lo miró de reojo, sin contestar, y comenzó a avanzar cuidadosamente hacia el interior.

Apenas traspuesta la entrada vieron, en un pequeño curso de agua que brotaba de la tierra y que desaparecía unos metros más adelante en una pequeña oquedad, a un par de proteus bastante más grandes que los que vieran en Postonja. No se sorprendieron demasiado, porque los animales eran similares a los que conocieran antes. Pero al avanzar unos pasos más, allí donde la luz exterior comenzaba a refundirse con una ostensible penumbra, desde la profundidad de la cueva vieron aparecer otro de un par de metros de largo, que levantó su cabeza sin ojos hacia ellos. Aunque en un primer momento se asustaron un poco, al comprobar que el animal comenzó a retroceder hasta desaparecer en la oscuridad, Lazlo tranquilizó a Myriam comentando “los otros eran pichones, este es un adulto”. Myriam urgió “volvamos, eh?”, pero Lazlo extrajo una linterna que llevaba en su campera y avanzó unos pasos enfocando hacia la oscuridad. Y entonces los vieron: eran tres, y medían el doble del otro que acababan de ver. Cuando elevaron sus cabezas hacia ellos, Lazlo y Myriam comprobaron que sus enormes bocas se entreabrían. Dieron media vuelta y emprendieron precipitadamente la huida hacia el exterior, pero entonces, desde una entrada lateral de la gruta que no habían visto, apareció un nuevo animal aún más grande que los otros que les bloqueó el paso hacia la salida. Paralizados por el terror, casi no sintieron la embestida de los animales. Y ya estaban inconscientes cuando estos comenzaron a deglutirlos.

Afuera, una tenue claridad que se iba transformando en penumbra alumbraba aún la entrada de la cueva. Los pájaros emitieron los últimos gorjeos del día, y después todo fue quietud en las bellas quebradas eslovenas bordeadas de pinos. Sólo la carrocería de un ya inútil automóvil lanzó sus últimos destellos antes de que la oscuridad total fuera cubriendo el valle.

 

ZAIRA

 

Un penetrante perfume mezcla de sándalo, zumak, cardamomo, canela…. estimula los jóvenes sentidos de Zaira colmándola de voluptuosas sensaciones. Sus exultantes diecisiete años han ido modelando un cuerpo a la vez mórbido y esbelto, y el candente brillo de sus ojos negros, del mismo color que su lacio y largo pelo, parece estar reclamándole a la cálida tarde primaveral urgentes presencias masculinas. Claro lo que el deseo de Zaira reclama no son simples presencias de jóvenes clientes del mercado de especias de esa Constantinopla bullente y vital, ni de muchachos compañeros de los puestos que atiborran el mercado, ni siquiera de algún apuesto caballero que de vez en cuando suele aparecer por la cercana mezquita Nueva a la hora de la oración vespertina; lo que ella sueña es convertirse en la favorita del sultán, o al menos en una de las integrantes del harén,

Ha nacido en la ciudad vieja, y se ha criado entre la abigarrada multitud de transeúntes que satura la margen izquierda del Cuerno de Oro, aspirando el salado y acre olor de los pescados que los vendedores ofrecen frente al puente mientras admira, allá en la colina de Gálata, la maciza torre medieval. Pero Zaira ha ido creciendo, y su agreste infancia y su desgarbada pubertad se han ido concvirtiendo en lujuriosas turgencias. Y ahora que es una joven apetecible que exacerba el deseo de tantos hombres, sus padres la han obligado a atender ese puesto de especias en el mercado, en ese mercado donde no sólo se venden hierbas, frutos y semillas, sino también joyas de oro, plata y piedras preciosas con las que sueña adornarse para poder atraer la atención de ese sultán que, allá en el palacio de Topkapi, frente al azul mar de Mármara, mora entre el lujo y los placeres de su corte.

Zaira sabe que sueño es prácticamente irrealizable, porque el sultán muy raras veces condesciende a visitar los barrios populares, y cuando ello ocurre lo hace siempre de incógnito, amparándose en los disfraces que lo ocultan entre la muchedumbre. Pero esa es precisamente la esperanza de Zaira, quien imagina que un día el sultán visitará el mer. cado, se fijará en esa bella muchacha y ordenará que la lleven al palacio. Si ese fuera el deseo del sultán, nada, ni la oposición de sus padres, podría impedir que ella ingresara al harén y pudiera convertirse, quizá, en su favorita.

Inmersa en esas ensoñaciones, muchas veces desatiende a los clientes, ganándose la reprimenda de sus padres, quienes deben aaicatearla para que cumpla con sus obligaciones. Esa tarde, mientras se halla refugiada en sus lucubraciones, de pronto le llama la atención la actitud de n pequeño grupo de cuatro o cinco individuos que, deteniéndose en algunos puestos para mirar la mercadería, permanecen sin embargo atentos y obser-vando disimuladamente tanto a puesteros como a transeúntes. Aunque llevan ropas sencillas y sus cabezas están cubiertas con n que enmascaran sus rostros, Zaira intuye que no son clientes comunes y que están buscando algo más que especias o joyas.

Cuando llegan frente a su puesto, descubre con sorprendida emoción que la mirada de uno de los hombres se detiene en ella y comienza a recorrer morosamente su cuerpo. Ella nunca ha visto al sultán, y mal puede entonces conocerlo, pero una alegre sospecha que no todavía no es certeza pero que ya empieza a parecérsele, le aguijonea el espíritu y le grita que ese hombre de espeso bigote negro y tupida barba es el más amado y más temido por todos los súbditos del imperio. Y cuando el hombre se vuelve hacia uno de sus acompañantes y levantando las cejas le hace un escueto gesto de asentimiento, Zaira comprende que, por fin, sus sueños se han hecho realidad.

Siente que uno de los hombres la toma del brazo y la levanta, y luego la va acercando al otro hombre, quien continúa observándola con el deseo bulléndole en los ojos. Siente que el hombre que la tiene aferrada del brazo la tironea y la sacude para acercarla al sultán, pero entonces abre los ojos y comprueba decepcionada que su padre la está zamarreando para que despierte porque se ha quedado dormida.

ÍNDICE

 

ÁFRICA

LA FILMACIÓN

ASIA

EL MERCADER

AMÉRICA

INCERIDUMBRE

BAHÍA

EUROPA

CARLO

EL TÚNEL

EL VENADO

BÁLTICO

EL ACUERDO

LA ROSA DE TURAIDA

ABISMO

GNOMOS

CRIMEN EN EL TOUR

EL PLAN

LA CUEVA

ZAIRA

 

Los cuentos de este nuevo volumen de Carlos E. Gili, como en los restantes tomos de Otros cielos, transcurren en distintos ámbitos geográficos de cuatro continentes y en ellos transitan espías en los países Bálticos, un mercader ruso del siglo XV, la leyenda de la Rosa de Turaida en Letonia, un turista envuelto en misterios místicos en Salvador de Bahía, un actor extra en el desierto de Marruecos, una pareja en medio de un hipotético holocausto nuclear, jóvenes bosnios escapando del asediado Sarajevo, un inmigrante icprovisada detective aclarando un crimen en un tour por los Balcanes…

Con un maduro discurso narrativo Gili transporta al lector a exóticos lugares para impactarlo con los misterios y fantasías o con el más crudo realismo de los personajes y sus circunstancias.

 

CARLOS E. GILI