REFLEXIONES

LA SUPRESIÓN DE CIERTAS LIBERTADES

 En política resulta muy difícil definir los límites que demarcan las libertades de pen- samiento, de expresión y de acción, con la consiguiente dificultad que supone justificar o rechazar la supresión de algunas de esas libertades.

 La libertad de pensamiento de cada individuo, por ejemplo, es un acto natural e ina- lienable que no puede ser conculcado por nadie pero que, por otro lado, no modifica en absoluto la realidad política de una sociedad. Mientras que la libertad de expresión, en cambio, que parte de un acto volitivo consciente, sí puede modificarla, al comunicar ideas que pueden resultar perturbadoras para el poder -o no, según el grado de perturbación y de tensión ideológica que conlleven-. Y la que sin duda modifica esa realidad es la libertad de acción, ya que a eso es precisamente a lo que tiende: a cambiar una realidad y a sustituirla por otra.

 Con respecto a las coerciones políticas que se puede ejercer sobre estas libertades, la de pensamiento no se puede suprimir, ya que a nadie se le puede obligar a pensar de otra manera que como lo hace. Aunque se puede argüir que por medio de imágenes o discursos reiterados, mensajes subliminales, etcétera, se puede cambiar la forma de pensar de un individuo -como, de cierta manera, pareciera probarlo la manipulación de masas efectuada por los distintos poderes dictatoriales del siglo pasado- en realidad no es así. Sólo si el individuo posee una estructura mental débil, muy permeable, eso puede llegar a suceder. Pero a un individuo racional, lúcido, seguro de su entereza mental, nadie podrá cambiarle sus íntimas convicciones. Como no sea, obviamente, por medios coercitivos violentos, invasivos, como pueden serlo los electrochoques, la introducción compulsiva de drogas, etcétera. Pero de no ser así, la libertad de pensamiento resulta inviolable, y no se la puede suprimir.

 A la libertad de expresión, en cambio, obviamente el poder puede suprimirla, ya que éste sólo necesita amenazar a periodistas, secuestrar ediciones, volar imprentas, etc., para que esa libertad sea coartada.

 Y por cierto la libertad de acción también es eliminable, y muchas veces esa supresión se consigue a costa de suprimir la propia vida de quien pretende ejercerla.

 Pero ¿qué derecho tiene el poder político de intentar suprimir esas libertades? (Demás está aclarar que todas estas consideraciones se refieren sólo al derecho de poderes legítimamente constituidos por métodos democráticos que impliquen su elección pacífica a través de la mayoría de los ciudadanos. Los sistemas totalitarios autoimpuestos no deberían gozar de ningún derecho, ni de censura ni ningún otro.)

 El poder político no tiene obviamente ningún derecho a influir en la libertad de pensamiento, puesto que ella no puede modificar los basamentos del poder. La supresión de la libertad de expresión, en cambio -y aunque el rechazo a este accionar aparezca como axiomático para la mayoría bienintencionada- resulta mucho más difícil de analizar, puesto que existen casos en que, al ejercer esa libertad, se amenaza directamente los basamentos del poder legítimamente obtenido al incitar a la libertad de acción, incitación que puede estar propugnando precisamente la destrucción y la sustitución del poder establecido. Mientras cualquier individuo simplemente manifieste sus ideas -aunque ellas sean totalmente opuestas a las que sostiene el poder-, resulta obvio que no existe ninguna justificación para intentar suprimirlas. La duda surge cuando esa libertad de expresión propugna la destrucción lisa y llana del sistema que está en el poder, circunstancia que quizá justificaría su supresión, apelando al derecho de legítima defensa.

 Y donde por cierto no existen dudas de su justificación es con respecto a la libertad de acción. Si un grupo armado de individuos -terroristas, comandos, guerrillas, ejércitos- están ejerciendo su libertad de acción para derrocar y destruir el poder establecido, resulta lógico que éste intente suprimir esa libertad haciendo uso de la legítima defensa.

 De manera entonces que no siempre resulta ilegítimo el accionar del poder legalmente constituido en pos de suprimir algunas libertades de la sociedad que gobierna.

 INTELIGENCIA E INGENIO

 Muchos confunden la inteligencia con el ingenio, pero obviamente no es lo mismo; no se es inteligente por el simple hecho de ser ingenioso. La inteligencia implica siempre profundidad conceptual, mientras que el ingenio muchas veces suele rozar la super- ficialidad. Quizá podría aceptarse que el ingenio es una de las formas de la inteligencia, pero una cosa no implica la otra. Se puede ser muy inteligente y al mismo tiempo bastante aburrido o, por el contrario, muy ingenioso y divertido pero frívolo y superficial.

 El ingenio tiene que ver más con la originalidad, la rapidez de pensamiento, la inmediatez. La inteligencia, en cambio, se relaciona con la hondura, el raciocinio, lo medular del pensamiento. Por eso difícilmente alguien pueda ser un gran científico o filósofo si no es inteligente, mientras que se puede ser -y de hecho muchos lo son- un gran escritor teniendo sólo ingenio. Por cierto que también hay grandes escritores no demasiado ingeniosos -como Tolstoi o Dostoiewski- pero muy inteligentes y, por el contrario, grandes científicos -como Einstein- que también son ingeniosos.

 También es cierto que el mero ingenio no suele ser garantía suficiente de gran escritor: inventar palíndromos y anagramas o utilizar hipálages, anáforas, etcétera, puede ser una auténtica muestra de ingenio, pero no necesariamente de inteligencia. Y por otro lado, se puede carecer de ingenio y hasta ser una personalidad torturada y contradictoria -como Robert Oppenheimer- y sin embargo desarrollar una bomba atómica. (Claro que, en este último caso, cabría preguntarse: ¿fabricar una bomba atómica es realmente ser inteli- gente….?)

 EL HOMBRE FRENTE A LA MUERTE

Con respecto a la forma de imaginar y sentir la propia muerte, existen etapas de la vida que pueden considerarse fijas y que son similares para casi todos los seres humanos.

Descartando la infancia -época en la cual el concepto de muerte aún no ha sido fijado racionalmente por el cerebro y durante la que sólo existe una inconsciente noción ontogénica de ella-, el primer período a considerar es el que abarca la adolescencia y la juventud. Durante esta etapa de la vida el individuo no sólo no le teme a la muerte, sino que coquetea con ella, se burla y, en ocasiones, hasta la enfrenta en una inconsciente búsqueda de la misma. Ello sucede porque el joven, en virtud de su expansión corporal, de su vitalidad, se halla imbuido de un indefinido sentido de inmortalidad. Ve y siente que su cuerpo crece, mejora día a día, se optimiza, y por consiguiente intuye la muerte como una posibilidad demasiado remota, casi imposible de concretar. Salvo raras excepciones -fallecimiento de un familiar directo, etc.-, por lo general la muerte no emerge en la mente del joven como algo temible, como el final de todo, sino como algo natural pero muy lejano. Más aún, no sólo no le teme sino que, en muchas ocasiones, hasta llega a sublimar su presencia deseándola y, en casos extremos, buscándola con- cretamente -no es una casualidad que, junto a los períodos terminales de la vida, ésta sea la etapa en que mayores suicidios se producen-. E incluso sin llegar al intento de su concreción, es al menos la época en que con mayor asiduidad se sienten los desengaños de cualquier tipo como una confirmación de que la vida no es gran cosa y que, en última instancia, no vale demasiado la pena vivirla. Pero en general, en esta etapa de la vida, la muerte se avizora extraña y lejana.

Se arriba luego a otro período -que podría fijarse arbitrariamente alrededor de los treinta y cinco o cuarenta años- en el cual el enfoque frente a la muerte cambia casi abrup-tamente. De pronto el individuo se encuentra lleno de responsabilidades, peleando a brazo partido por su propia subsistencia y, en la mayoría de los casos, también por la subsistencia de sus hijos. Como tiene conciencia de que la muerte es algo que significa no sólo un peligro para él mismo, sino que además amenaza en forma indirecta a la prolongación de su vida -los hijos-, su temor hacia ella se agiganta. Además de verse invadido por una necesidad acuciante y obsesiva por lograr la obtención de bienes materiales que aseguren la subsistencia y el porvenir de sus hijos, el individuo siente también el temor de perder súbitamente todo lo atractivo que la vida le está brindando en esos momentos: la plenitud de su cuerpo, el goce del amor, el vital combate por realizarse como ser humano. Pero sobre todo teme que la muerte lo sorprenda sin haber logrado su misión principal: la de asegurar el desarrollo y el porvenir de su descendencia, es decir, la concreción del mito de la perdurabilidad de la sangre.

Pero una vez que ese objetivo se ha logrado -alrededor de los cincuenta y cinco o sesenta años-, cuando ya los hijos no sólo se han criado sino que, en la mayoría de los casos, han formado su propia familia y han tenido sus propios descendientes, lenta e imperceptiblemente el individuo comienza a perder el temor a la muerte. Por cierto que el deseo de sobrevivir para poder disfrutar los bienes obtenidos persiste, pero ya es un deseo atenuado, módico. Presiente el ocaso y comienza a vislumbrar la muerte como algo si no próximo, al menos posible. Hace un balance de su vida e independientemente de que el saldo haya sido positivo o negativo, presiente que su misión -la que fuere- está cumplida. Los días comienzan a transcurrir en medio de una plácida pendiente y la muerte, si bien aún no es su amiga, ya no es intuida como una acérrima enemiga.

Pero otra vez bruscamente -alrededor de los setenta o setenta y cinco años- la posibilidad cercana de la ausencia definitiva vuelve a adquirir una vigencia y una dimensión alarmantes. El individuo presiente que, ahora sí, la muerte no es más sólo una posibilidad, sino una concreta probabilidad que con el correr de los años, los meses y los días, se irá trocando en certeza inevitable. Entonces intenta de nuevo luchar desesperadamente por sobrevivir, como lo hiciera treinta o cuarenta años antes, pero ahora no ya por lo que vendrá, sino por el presente; no ya por su descendencia, sino por su propia y única vida. Siente que esa vida se va y trata de aferrase a ella por todos los medios, sufriendo padecimientos físicos, angustiándose, pero intentando por todos los medios sobrevivir.

Hasta que al final -si ha logrado esa supervivencia durante un tiempo prudencial-, cuando toma conciencia de que el plazo está fatalmente cumplido, la lucha cesa. Se entrega mansamente porque comienza a sentir la muerte, ahora sí, como una verdadera amiga. Sabe que todas las argucias son inútiles y que el ciclo vital se ha cerrado, y entonces no sólo ya no le teme sino que, quizá como lo hiciera en la adolescencia, pero ahora en forma total y definitiva, vuelve a desearla, a ansiarla y a buscarla plácida y amigablemente.

Por cierto que los límites indicados para cada una de estas etapas varía de un individuo a otro de acuerdo a sus características culturales, sicoemocionales e incluso físicas. Pero la cronología suele ser bastante inmutable, salvo las lógicas excepciones que confirman la regla.

 CRONOS

El problema filosófico y existencial que plantea el transcurrir del tiempo no está refe- rido a la fugacidad del mismo -fatal e inevitable-, sino a su sorpresiva manifestación, fruto de una discontinua toma de conciencia de la erosión que su transcurso va produciendo sobre nuestras vidas. Si nuestra noción de su paso fuera constante, envejeceríamos naturalmente, día a día, minuto a minuto, sin experimentar esos de- sagradables impactos que nos sacuden cada vez que nos damos cuenta del tiempo que ha pasado desde una determinada circunstancia hasta el presente.

Aunque sepamos que hoy tenemos setenta años -u ochenta, o noventa…-, si al mismo tiempo pudiéramos recordar absolutamente todo lo que sentíamos ayer, cuando teníamos sesenta y nueve años y trescientos sesenta y cuatro días -y lo mismo antes de ayer, y antes de anteayer-, tendríamos tal sensación de nuestro envejecimiento que no nos afectaría en lo más mínimo. Lo que nos golpea desagradablemente es la sorpresa con que un buen día descubrimos abruptamente la edad que tenemos. Sorpresa producida por la endeblez de la memoria humana que nos impide rememorar, en forma continuada pero a la vez global, los sentimientos que nos agitaron durante cada uno de los instantes de nuestras vidas.

 ¿CONTINUAREMOS HABITANDO EL PLANETA TIERRA?

 Hace casi medio siglo, nos preguntábamos angustiados cómo sería el mundo dentro de 20 o 30 años: ¿Continuaría existiendo nuestro planeta tal como lo habíamos conocido, o el “invierno nuclear” -producido por una guerra nuclear entonces tan cercana, tan probable…- acabaría con él? Y ahora, en el 2022, nos seguimos preguntando temerosos cómo será el planeta dentro de 20 o 30 años. ¿Sobreviviremos al calentamiento global producido por el cambio climático inducido por nosotros? Y la respuesta no parece ser otra que: sí. El planeta seguirá existiendo, al menos por un largo tiempo, y nosotros en él, porque el ser humano, con todos sus defectos -egoísmo, ambición, agresividad…- tiene también una cualidad que lo hará perdurar: la inteligencia. Esa inteligencia que le ha permitido derrotar -y sojuzgar…- a todos los otros seres vivientes del planeta, incluido sus congéneres menos aptos, como los Neanderthal, por ejemplo. Esa in- teligencia que le ha permitido también, en última instancia, sortear con éxito el inminente peligro de una hecatombe nuclear. (Aunque esa inteligencia se hubiera manifestado entonces sólo en una de las partes en conflicto, porque la otra estaba dispuesta a desatar esa hecatombe.)

 Y así también ahora, ante el peligro del calentamiento global, es probable que el ser humano utilice esa inteligencia, quizás no para detener la contaminación -ya que le resulta muy difícil deshacerse de su egoísmo y afán de poder- pero sí para manipular la tecnología de tal modo que pueda revertir tal cambio.

 El ser humano es falible y lleno de defectos. Pero hasta ahora lo ha salvado de la autodestrucción su inteligencia, y es muy probable que el planeta Tierra continúe habitado aún durante mucho tiempo por la raza humana. Aunque, por cierto, más tarde o más temprano despareceremos de él como tantas especies animales que antes lo habitaron.