PEDRO DE LOS MILAGROS

Mientras iba entrando en el territorio de la novela PEDRO DE LOS MILAGROS de Carlos Gili, descubría que no solo estaba leyendo un libro sino que, al mismo tiempo, permanecía viendo una película, tal es la destreza visual que el autor va desplegando desde la primera a la última página.

Para quienes fuimos contemporáneos de los trágicos años 60 del siglo XX en una desgarrada Latinoamérica infectada por dictadores y asesinos, tanto como para los jóvenes lectores de hoy, la novela de Gili es un rápido resumen, un paseo por aquellos años en los cuales se desenvuelve el destino de los personajes centrales, el del humilde colla Pedro y el del agente de la CIA que se oculta bajo el falso nombre de Jorge Valdez Sanders.

Como en algunos de sus impactantes cuentos, Gili va armando una prolija y atrapante trama que nos obliga a continuar leyendo siguiendo los pasos de los protagonistas, sus vidas y sus trabajos hasta el impactante final. Sin descanso.

JUAN COLETTI


 

PEDRO DE LOS MILAGROS

De repente la garúa se ha esfumado. Pronto volverá, inevitablemente, para uniformar de gris el azul del cielo, el verde de los árboles y el señorío de las fachadas limeñas. Pero por ahora brilla un sol a la vez punzante y opresivo, ajeno a ese otoño ya avanzado, un sol que refunde el sudor de los cuerpos con la humedad del ambiente empapando la ropa de los promesantes que marchan por el jirón Unión en dirección a la Catedral, donde ya una multitud de fieles y curiosos se apiña alrededor de los devotos que hacen bailar a la Virgen sobre el palio.

Muy pronto también el mar volverá a adquirir ese melancólico tono grisáceo que, observado desde Barranco, parece fundirse en la lejanía con los promontorios de la costa para simular el lomo de un gigantesco monstruo marino. Y el Puente de los Suspiros envuelto en la bruma volverá a enternecer la mirada de los enamorados que, tomados de la mano, recorren la Bajada de Baños hacia las arenas de la playa, y toda Lima parecerá adormilarse bajo los indoloros puñales de la garúa, la llovizna que no moja.

Pero lo que preocupa a Jorge Valdez Sanders mientras  recorre apresuradamente el jirón Unión, no son esas  románticas variaciones atmosféricas, sino los detalles del plan que debe trazar para llevar a cabo la misión que le han encomendado. La transpiración viscosa adherida a la piel le produce una desagradable sensación de suciedad que, sumada a la presencia de esos miles de individuos que deambulan parsimoniosamente de la mano de sus chibolos al ritmo de valsecitos y huaynos emitidos por las casas de música instaladas a lo largo de la calle mientras mastican sus papas fritas, trozos de pollo, masitas, y beben sus gaseosas o cervezas, le produce una indefinida pero concreta aprensión  que le hace apresurar la marcha hasta abrirse camino casi a codazos entre la muchedumbre.

Debe hacer un par de llamadas telefónicas desde el hotel donde se hospeda, y luego irá a la compañía aérea para adquirir su pasaje a Cuzco. Necesita interiorizarse sobre lo  que está sucediendo en Ayacucho, y nada  mejor que estar  cerca de los acontecimientos para certificar la veracidad de los informes que ha recibido. Éstos indican que la guerrilla está efectuando progresos en el área, y que incluso algunos cuadros podrían estar operando en Bolivia.

Desde Cuzco  piensa  entrar a  la nación ve vecina por  tierra  con  el fin  de evitar  los controles  aduaneros  del  aeropuerto paceño. No es  que le  preocupen  demasiado  esos controles; sabe que cualquier problema  será rápidamente solucionado por la embajada de su país.

 Pero como para concretar exitosamente su misión lo mejor es pasar inadvertido, y como sus cabellos rubios, sus ojos azules y un resabio de acento norteamericano tornan poco convincente su pasaporte peruano, no ha dudado en tomar esa decisión.

Luego de permanecer un mes en Honduras, y tras una breve escala en Panamá para una visita a la Escuela de las Américas, había llegado a la capital peruana hacía apenas un par de semanas, lapso que sin embargo resultó suficiente para desasosegarle el espíritu.

Lo que más le molesta ahora es que no puede atribuir esta ansiedad a ninguna circunstancia determinada. La gente lo ha tratado bien, no ha tenido ninguna clase de inconvenientes, y a pesar de ello, una inexplicable inquietud lo mantiene alerta, desconfiado y por momentos hasta agresivo.

Mientras va eludiendo bruscamente la multitud de torsos y brazos que le obstaculizan el paso, de pronto tiene la sensación de que una aguda mirada se halla clavada en su nuca. Sin embargo, aunque gira la cabeza con premura, sólo percibe una infinitud de rostros color canela que lo ignoran totalmente.

Una especie de vacío en el vientre que suele aquejarlo cuando su olfato habituado al peligro comienza a intuir vagas acechanzas flotando en el aire lo obliga a apresurar el paso, pero finalmente atribuye el desasosiego al calor, húmedo y sofocante, y poco a poco se va tranquilizando.

Sin embargo, al llegar a la compañía aérea para sacar su pasaje a Cuzco, la mirada esquiva del empleado, la opresiva sensación de encierro producida por la estrechez del local o quizás alguna extraña vibración ajena a su habitual fisiología, de repente le hace pronunciar un nombre distinto al previsto:

-A Puerto Maldonado, por favor.

Mientras regresa al hotel, momentáneamente tranquilizado, trata de autoengañarse razonando que los contactos brasileños en esa ciudad le serán más útiles que los datos que podría obtener en la antigua capital incaica. Pero por más que lo intenta, una amarga certeza le está gritando que ese súbito cambio de destino no obedece a ninguna razón lógica, coherente, sino a una sombría premonición, a un oscuro presentimiento que no es angustia, ni desazón, ni miedo, pero que es al mismo tiempo la conjunción de todos ellos.

Porque presiente que en las majestuosas alturas incaicas lo están esperando reencarnados fantasmas de carne y hueso, espectros justicieros de pétreas caras milenarias y férreos puños apretados que están husmeando la sombra de sus pasos con la perseverancia de lobos hambrientos.


 

2

  -Valdez Sanders no bajó, pasó directamente a Puerto Maldonado- Pedro Saracho acepta la información sin responder, apretando apenas los labios. El secular fatalismo de su raza le ha tallado en el rostro un gesto austero, ensimismado, y sólo en la profundidad de sus pupilas de carbón podría descubrirse algún rasgo de desencanto. -Casi seguro, de Puerto Maldonado irá a Juliaca. Tú vuelve a Puno, y busca a esta mujer.

-¿Y qué le digo?

-Nada, sólo preséntate. Ella te informará sobre lo que hayamos averiguado.

Con la cabeza enhiesta y la mirada lejana atravesando los antiguos muros cuzqueños, los cerros verdes, ocres y marrones que rodean la ciudad, las áureas entrañas de la madre tierra, continúa recibiendo las órdenes: -Si no anda por allí, tendrás que ubicarlo en La Paz-  Antes de despedirlo, su interlocutor suaviza el tono para advertirle: -Ten cuidado; es hombre astuto, peligroso- Pequeños surcos tajean apenas las comisuras labiales de Pedro en señal de agradecimiento por la advertencia.

Mientras desciende la cuesta de San Blas en dirección a la Plaza de Armas, el rostro se le va dulcificando. Aunque es consciente de que mientras más rápidamente cumpla con su cometido, su tranquilidad espiritual será mayor y más duradera, no puede dejar de experimentar una sensación de bienestar al sentirse momentáneamente liberado de esa obligación. El encalado de las paredes restallando bajo el sol, que a ratos resplandece al asomarse tras las oscuras nubes de tormenta, le hacen achicar los ojos y estirar los labios en un esbozo de sonrisa. Allá abajo, las torres de la Catedral y de la Compañía emergiendo majestuosamente sobre la chatura rojiza de los tejados parecen querer recordarle que esa suprema autoridad está por encima de las humanas obediencias. Por un instante su espíritu se agita y una incipiente duda pretende invadirlo. Pero se desembaraza rápidamente de ella agilizando el paso y rememorando el rostro de su mujer y sus dos hijos. Los labios se le van distendiendo y el esbozo ya es una sonrisa franca cuando llega a la Plaza de Armas. El sol se ha vuelto a esconder tras las nubes, y pronto los primeros goterones le refrescan la cara elevada al cielo.


 

3

  La mesa de ese bar de Juliaca está sucia y percudida, lacerada por las brasas de innumerables cigarrillos, y en el aire flota un vaho acre y espeso que Valdez Sanders no duda en identificar como proveniente de orina humana. Pero se equivoca; aunque los omnipresentes orines peruanos se le han incrustado tan profundamente en las mucosas nasales que las terminaciones nerviosas de su cerebro confunden cualquier olor desagradable con las emanaciones del amoníaco, lo que ahora engaña su olfato es simplemente una mezcla de frituras, humo de cigarrillo, sudor y moho envejecido. Pide un café y se dispone resignadamente a esperar el transcurso de las dos horas de atraso que trae el tren proveniente de Cuzco.

Desde la semijungla de Puerto Maldonado, donde no obtuvo ninguna información importante, había volado directamente a Juliaca, en pleno altiplano, y desde allí, en tren, se dirigiría a Puno para proseguir luego en un vehículo hasta La Paz.

Al mirar distraídamente a través de la ventana a los hombres y mujeres que, apoyados en la pared de la estación o sentados en el cordón del andén,  parecen  hallarse  sumergidos  en  un oscuro e indescifrable mundo interior, una sonrisa aflora a sus labios mientras recuerda las extrañas circunstancias que lo obligaran a cambiar de itinerario. Aunque reconoce lo absurdo de que un hombre como él  hubiera  tenido que ceder ante las compulsivas órdenes emanadas de entidades misteriosas y desconocidas, no había podido evitarlo. Como tampoco aquella otra vez, en su ya lejana infancia californiana, había podido evitar la similar sensación producida por la penetrante mirada de un joven negro.

El estaba acostumbrado a cruzarse en Los Ángeles con una multitud de gente de color, y ni les temía ni le producían desconfianza. Incluso algunos de sus mejores amigos eran negros.  Pero esa vez, mientras se dirigía hacia su casa, la insignificante figura de un hombre que venía caminando por la misma acera pero en dirección opuesta a la que él llevaba, se fue agigantando de tal manera a medida que se acercaba que, cuando estuvo a pocos pasos, una irresistible atracción lo obligó a elevar la mirada hacia él. El negro lo miró rectamente a los ojos, sin signos de agresividad o amenaza pero tampoco sin el menor asomo de simpatía o cordialidad. Y aunque era un cálido atardecer, suavizado apenas por una leve brisa que realzaba el bello ocaso rojizo sobre el mar, de repente sintió un escalofrío.  Desvió bruscamente  sus pasos para bajar a la calle y cruzar a la acera de enfrente, y aunque prosiguió su marcha sin darse vuelta, una aguda certeza interior le confirmó que el hombre sí había girado la cabeza, y que esos duros ojos negros continuaban persistentemente fijos en su nuca.

Quizá como consecuencia del repentino recuerdo, talvez por las complicadas circunstancias de su viaje o simplemente porque el azar suele ser un duende juguetón que se introduce cuando y donde menos se lo espera, a medida que los rostros aindiados del andén se le van incrustando en las retinas, una inexplicable aprensión comienza a reptar inexorablemente por su piel hasta tornarle insoportable esas presencias. Sin que pueda evitarlo, comienza a sentir que desde la cumbre de esos cuerpos magros, cubiertos por jirones viejos y desteñidos, mil ojos vengativos le están disparando premonitorias oscuridades. Un frío similar al de hace treinta años vuelve entonces a recorrerle el cuerpo, obligándolo a desviar la mirada.

Paga apresuradamente el café, sale del bar casi agitado y detiene un taxi. De pronto ha decidido no esperar el tren, suspender el viaje a Puno y retornar a Lima en el primer avión.


 

4

  Mientras el tren que lo lleva a Puno bordea un río cristalino y atraviesa pueblitos formados por casas de adobe semiderruidas por el tiempo, Pedro Saracho deja vagar su mirada ausente sobre los indios que labran la tierra con arados de mancera y sobre la manada de llamas, vicuñas, alpacas y guanacos que pueblan idílicas cuestas de amarillentos pajonales. En las puertas de los ranchos mujeres de ajada piel cetrina, ataviadas con coloridos y amplios faldones, destrozan meticulosamente en los morteros el maíz y la cebada, mientras otras van acarreando sobre sus espaldas encorvadas fardos de quinoa o papa. Oscuros niños desarrapados elevan sus ojos mansos y profundos hacia un cielo puro, doradamente azul.

Pero aunque  Pedro mira el paisaje, en realidad no lo está viendo. Su mirada está dirigida hacia adentro, hacia un tiempo ya lejano pero siempre omnipresente, siempre doloroso. Un tiempo de amarga yuca devorada con desesperación -cuando había…-, o de agudos vacíos que encendían lacerantes hogueras en el estómago y que sólo eran mitigados por el lento rumiar de las hojas de coca.

Desde siempre, todo en Pedro había sido lento. Desde el parto mismo, cuando su retraso en ver la luz de este mundo casi le produce la muerte. Pronto se recuperó, y aunque no le quedaron  secuelas importantes, su cerebro sintió de tal manera los rigores de la falta de oxígeno que tardó mucho más de lo habitual en comenzar a conectar adecuadamente sus neuronas. Sin embargo, y a pesar de que sus respuestas a los estímulos y al aprendizaje continuaron siendo lentas, su comprensión de las cosas nunca fue anormal. Sólo algunas rarezas de conducta y su lentitud en responder simularon para muchos cierto retraso mental.

Pero Pedro comprendía. Cuando algún amiguito le decía opa, o tonto, él estiraba sus labios en una beatífica sonrisa que parecía justificar el apelativo. Pero cuando alguien pretendía, como esa vez el Rulo, tironearlo o empujarlo, sus labios se apretaban y sus pequeños ojos achinados se contraían hasta convertirse en dos abismales y oscuras líneas.

Habían estado jugando a las escondidas, y cuando el Juanjo lo descubrió enseguida detrás del escuálido tronco de un árbol próximo, el Rulo le gritó riendo: “¡Opa, por qué te escondes ahí?”. Pedro no borró todavía la sonrisa de sus labios, pero sus ojos comenzaron a disparar aceros. El Rulo se acercó y volvió a decirle “eres opa, Pedro”, mientras el Juanjo y otros dos niños se aproximaban también, mirándolo socarronamente.  Aunque Pedro permaneció firme en su lugar, el Rulo se puso detrás con rapidez y le dio un empujón, pero suave, casi amigable. Entonces Pedro giró y su empujón ya no fue como el del Rulo, sino vehemente y agresivo; el Rulo cayó de espaldas. Mientras se levantaba, uno de los chicos tironeó a Pedro del brazo dándolo vuelta, y el Rulo aprovechó para lanzarse sobre él. A pesar de su corta estatura, Pedro tenía una sólida contextura física, y su embestida fue más rápida y más violenta que la del Rulo. Este volvió a caer, y ya no intentó levantarse. Pedro ama- gó agredir a otro de los niños, pero éste retrocedió junto a los demás, que habían permanecido expectantes. Pedro abracó a todos con una mirada desafiante mientras los otros, incluido el Rulo, bajaban las suyas, temerosos. Recién entonces, poco a poco, la sonrisa volvió a instalarse en sus labios.

Por  eso, a pesar de las pullas y los insultos  verbales, sólo algún momentáneo olvido de su fuerza permitía que algún chico se atreviera a agredirlo físicamente.

Mientras su mirada se desliza sobre los hombres y mujeres que trabajan la tierra, el súbito recuerdo de su padre le introduce en el alma un sentimiento agridulce. Lo ve de nuevo reclinado sobre el surco, plantando los trozos de papa que harían brotar los nuevos turbérculos, o recolectando el maíz o la quinoa.

Rufino Saracho era argentino, de Tafí del Valle. De padres bolivianos, había nacido y se había criado allí, entre los bellos cerros ocres y grises que coronan la selva tucumana. Y aunque con el tiempo sus padres -los abuelos de Pedro- regresaron a Bolivia, él ya había introducido sus raíces profundamente en el suelo natal.

El paisaje donde vivían era parecido al del altiplano boliviano de donde provenían sus padres, pero pocos kilómetros más abajo emergía esa jungla verde, carnal y palpitante, tan distinta a los pelados cerros que en invierno se cubrían con el manto blanco y frío de la nieve. La selva era cálida, como esas pletóricas muchachas morenas que, más abajo aún, trabajaban o deambulaban por los extensos cañaverales. Sus besos y sus caricias, saboreados por Rufino desde la temprana adolescencia, eran dulces como la caña que cosechaban, y Rufino no pudo -o no quiso- desprenderse de su embrujo cuando sus padres decidieron regresar a su patria. El tenía apenas diecisiete años, pero prefirió el arraigo a su tierra natal antes que el trasplante a la patria de sus mayores. La promesa de prontas y recíprocas visitas no impidió que una vaga sombra le acongojara el alma y que una lágrima tercamente contenida brotara al fin, liberada, el día que sus padres se marcharon. Pero vio partir el tren de la estación de Tucumán sin rever la decisión que había tomado.

Sólo la muerte de su padre, algunos años más tarde, y el prematuro agravamiento de su madre producido por la soledad, lo obligaron a retornar a Bolivia. Allí conocería a Rosalba, y allí la amaría para que naciera Pedro.


 

 5

  Al descender del avión ya Valdez Sanders está invadido por el arrepentimiento. Durante el vuelo a Lima había estado masticando una rabia impotente que no dejaba de conturbarlo, porque a pesar de tener conciencia de hallarse inmerso en una situación anómala, casi absurda, no podía hacer nada para revertirla. Hubiera deseado ordenarle al piloto que regresara a Juliaca, o que algún inconveniente atmosférico impidiera al avión proseguir su vuelo, que algo, en fin, aunque no supiera qué, aventara el oprobio que sentía por haber cedido a la presión sicológica impuesta por aquellas miradas que él presintiera amenazadoras pero que, ahora estaba seguro, sólo habían sido fantasías creadas por su imaginación.

Mientras se dirige a la salida del aeropuerto, no deja de reprocharse esa debilidad que ha permitido que una persona como él, con su experiencia y conocimiento de la gente, sucumbiera a oscuros e inciertos augurios provenientes de los habitantes de una tierra secularmente sojuzgada y oprimida. Un hombre como él, reflexiona con suficiencia, ciudadano del norte altivo, dominador, de ese norte que en un par de siglos se había erigido en guía de los pueblos del orbe y que había asumido el liderazgo del mundo con la férrea convicción de su propia grandeza, no podía dejarse intimidar por unas estúpidas y ambiguas premoniciones.

Mientras le ordena con firmeza al taxista la dirección de su destino, se reconforta al sentirse un auténtico representante de ese norte vital, agresivo, que ha logrado desplegar en todo el mundo la más formidable fuerza que pueblo alguno haya soñado jamás. Es alto, rubio, atlético, de aspecto duro y decidido, y sólo en lo más profundo de la mirada podría detectarse esa inquietud, esa incertidumbre que le hace mover permanentemente los ojos en busca de enemigos reales o imaginarios.

Pero ha sido el tiempo el que ha ido modelando ese estereotipo. En su infancia, cuando el nombre Jorge Valdez Sanders aún le era extraño y lejano, Ronald Princeton había sido un niño tranquilo, quizás hasta algo apático físicamente. Su mente, en cambio, siempre fue ágil, lista para responder a cualquier es- tímulo en las más diversas circunstancias.

Cuando las playas de Santa Mónica, en su  Los Ángeles natal,  no eran aún lo que luego llegarían a ser -un exótico muestrario de bailarines, videntes, físicoculturistas, bohemios, patinadores…-, él solía pasearse por las arenas doradas y bañarse en las cálidas aguas en compañía de niños amigos hasta el anochecer, cuando el sol rojizo engullido por el horizonte bruñía el mar con sus agónicos reflejos.

Un domingo de finales de otoño en que estaba descansando bajo una palmera, frotándose distraída y pausadamente el bajo vientre, de pronto oyó los gritos de la gente al final de la playa:

-¡Japón atacó nuestra flota en Hawai!

El tenía vagas nociones de que había una guerra en Europa, y que a causa de ello mucha gente estaba muriendo. Pero en su casa no le daban demasiada importancia a esas noticias, y sólo de vez en cuando solía escuchar a su padre refunfuñar al respecto:

-No sé que está esperando Roosevelt para entrar en la guerra.

A lo que su madre susurraba para sus adentros palabras de agradecimiento a Dios por haberle enviado a su esposo esa renguera, producto de una poliomielitis  infantil, que no le permitía un  correcto desplazamiento pero que tampoco le impedía trabajar en una oficina del gobierno ni efectuar las labores habituales en su casa.

-No hay mal que por bien no venga- sentenció ese día su madre en voz baja- Gracias a Dios, a ti no te van a reclutar.

Su padre frunció el ceño y contestó de mal humor:

-¡Me cago en Dios! Sabes bien que me gustaría enrolarme, con o sin renguera. Así, me siento un inútil.

-Tú no eres un inútil- protestó ella-; realizas tu trabajo como cualquier otro. Pero una cosa es trabajar y otra hacerse matar sin motivos.

-¡Defender la patria es un motivo más que suficiente para morir, si fuera necesario!- contestó él levantando la voz.

Finalmente su madre, mientras trasladaba con dificultad su voluminoso cuerpo hacia la cocina, clausuró la discusión concediendo:

-Está bien, no te enojes- “Total, en el Ejército no te van a aceptar”, se consoló en silencio.

Ronald miró a ambos sin comprender demasiado, y luego salió a jugar con sus amigos.

A su padre no lo reclutaron, por lo que siguió trabajando normalmente en la oficina. Su madre continuó agradeciendo en voz baja a Dios por la discapacidad de su esposo, y su hermana mayor continuó yendo al colegio secundario y coqueteando con sus compañeros como de costumbre. Pero desde el día en que oyó los gritos en la playa, él tuvo conciencia de que la palabra “guerra” adquiría otra dimensión en su todavía inmadura comprensión de la vida.

Años más tarde, muchas veces se interrogaría sobre las reales motivaciones de las guerras. Pero ahora, mientras el taxi avanza hacia el centro de Lima, Jorge Valdez Sanders poco a poco se va serenando y una renovada paz interior lo va invadiendo. Ha decidido dirigirse cuanto antes a La Paz en avión, despreocupándose de los posibles inconvenientes que tal actitud pudiera ocasionar.  Cuando el taxi  deja atrás

el elegante Paseo de la República y desemboca en la concurrida plaza San Martín, siente que las recién encendidas luces de la ciudad y los alegres acordes de una marinera le están augurando una placentera estadía.


 

6

  Mientras el avance del tren se va tornando cada vez más dificultoso a causa de las empinadas cuestas, también el pensamiento de Pedro parece acompañar el lento traqueteo de los vagones. Pero aunque una somnolencia que suele invadirlo cuando debe viajar en tren o en ómnibus intenta aposentarse en su mente, se resiste sacudiendo la cabeza y se levanta del asiento.

Prefiere -desea, necesita…- pensar para poder llevar a buen término el trabajo encomendado. Por otro lado, filtrándose por algunos resquicios de su conciencia, fulguraciones de un pasado aún no demasiado lejano pero hace tiempo relegado a oscuros rincones del subconsciente se empeñan por momentos en hacerle olvidar el presente y retrotraerlo hacia una infancia apenas registrada, casi sólo presentida.

Porque la de Pedro había sido sólo un remedo de infancia. En la edad en que otros niños piensan únicamente en jugar y divertirse, él había tenido que trabajar para contribuir al sustento de su familia. Iba a la escuela, es cierto, pero apenas terminaba la clase debía ayudar en las tareas de siembra y recolección de los frutos de la tierra o en el pastoreo y ordeñe de las cabras. Quizá por eso -o simplemente porque su coeficiente intelectual no era de los más elevados- tuvo que repetir algunos grados de la escuela primaria.

Pero esa carencia de agilidad mental era suplida por una perseverancia rayana en la tozudez.  Cuando se proponía algo -se tratara de construir un tosco juguete, trepar una escarpada cuesta o cazar algún pájaro o pequeño animal-, aunque el objetivo supusiera grandes dificultades al final siempre lograba lo que perseguía.

Además, ya desde los primeros años había manifestado esa singular cualidad que muchas veces le permitía intuir lo que iba a suceder en las más variadas circunstancias. Podía prever con exactitud los colores que tendrían los cachorros de una perra, o el día que llovería, o la enfermedad o accidente que aquejaría a algún familiar o condiscípulo. Aunque ya de por sí era retraído, ensimismado, en esas ocasiones permanecía unos segundos con la vista fija en el aire como si estuviera viendo a través de los obstáculos que se interponían ante su mirada, y de pronto, con una infinita beatitud inundándole el rostro, pronunciaba las certeras palabras:

“La Guacha tendrá tres perritos; uno marrón y blanco, uno negro y blanco y el otro blanco solo”. O “mañana va a llover mucho, mucho”. O bien, preocupando a sus padres, que ya habían aprendido a tomar en serio sus premoniciones, “el Walter se va a torcer un pie y no podrá caminar por varios días”. Casi nunca se equivocaba.

Fue el día de su séptimo cumpleaños cuando por primera vez se produjo lo que, para casi todos, fue un milagro, y para el doctor que iba al pueblo todas las semanas, una simple coincidencia. El cura, que también iba una vez por semana pero cuyas visitas, por las dudas, nunca coincidían con las del médico, sólo se limitó a enarcar las cejas y a sentenciar:

-Los designios de Dios son inescrutables…

Efraín, un vecinito algo mayor que Pedro, comenzó a sentir fuertes dolores de garganta y a tener elevada temperatura. El médico, llamado con urgencia por la gravedad del caso, diagnosticó difteria y recomendó trasladarlo a la ciudad.

Cuando Pedro se enteró, de inmediato se dirigió a la casa de su amigo. En presencia de los padres de Efraín y de su hermano mayor, posó su mano derecha sobre la frente hirviente del enfermo que lo miraba con los ojos muy abiertos, y con una dulce sonrisa le dijo simplemente:

-Tranquilo, Efraín, ya estás curado.

Cuando Pedro lo visitó era cerca del mediodía. Una hora después, Efraín dijo “tengo hambre” y comió con buen apetito. A media tarde, mientras esperaban el vehículo que lo trasladaría a la ciudad, la fiebre cedió por completo y dejó de sentir dolores.

Sus padres, que habían presenciado los acontecimientos, se negaron entonces a trasladarlo y corrieron agradecidos a contarle lo sucedido a Rufino y Rosalba Y aunque nadie pudo establecer con certeza si la mano supuestamente sanadora de Pedro produjo algún efecto beneficioso en el niño, o si el diagnóstico del médico había sido equivocado y los antibióticos que le dio a la mañana tuvieron tiempo de actuar sobre una simple angina roja en lugar de una difteria, lo cierto es que la noticia se esparció por el pueblo como una indetenible mancha viscosa y se fue introduciendo por la amplias brechas de la credulidad hasta lograr que una sola palabra resonara en los oídos y en el alma de la gente: “¡Milagro, milagro!”

-Es un milagro de la naturaleza- escucha Pedro que comenta la turista que está en el asiento de atrás, al referirse a las fumarolas y los borbotones de agua caliente que brotan de la tierra a un costado de las vías.

El tren se ha detenido, y lo recuerdos de Pedro también. Algunos pasajeros descienden para contemplar el fenómeno. Pedro, ajeno al espectáculo, permanece sentado, concentrado en el futuro de su misión.


 

7

  -Jorge Valdez Sanders… -lee lentamente el empleado de la aduana-¿Ocupación?

-Comerciante. Materiales electrónicos.

El empleado lo observa un instante entre curioso y desconfiado, y continúa preguntando.

-¿Tiempo de estadía en Bolivia?

-Depende- Antes de que el otro pregunte “de qué”, agrega: -Un mes como máximo- Finalmente el funcionario, con caras de pocos amigos, le entrega el pasaporte.

Mientras el taxi que lo lleva al centro de La Paz avanza en medio de un hormiguero de gente y de un tránsito caótico y enloquecedor, el vértigo de ahora se mezcla con las agitadas sensaciones que lo perturbaran durante los últimos días para proyectarse hacia otros vértigos, otros caos. El color oscuro de los rostros indígenas y mestizos se funden y transmutan con los de los negros, mulatos, latinos…

Cuando él era adolescente, aún había pocos latinos en su país. Negros había muchos, pero él sabía -o creía saber, o presentía- que no eran tantos. Sin embargo, cuando veía los noticieros sobre la guerra, parecían ser más que los blancos. Le intrigaba esa proporción- o mejor, desproporción-, porque si bien no los apreciaba especialmente, tampoco los despreciaba ni mucho menos. Sentía que eran simples seres

humanos, iguales a los blancos o a esos morenos mejicanos que habían comenzado a llegar a Los Ángeles en busca de trabajo. Lo que no entendía era porqué, si en su país había dos o tres negros por cada diez blancos, en todas las imágenes bélicas que exhibían los noticieros siempre había una gran cantidad de negros.

Cuando lo comentó con sus compañeros de la secundaria, sus explicaciones lo desconcertaron:

-Son vagos, no les gusta trabajar. Para lo único que sirven es para pelear, por eso los mandan al frente- opinó alguien -Pero sólo pelean bien si alguien los dirige- acotó otro -¿Has visto algún negro que sea capitán, o general?

-Son brutos, no hay más que mirarles la cara. ¿Cómo no los van a mandar al frente a ellos en lugar de nosotros?

-Además, son cobardes. Un blanco vale por tres negros, por eso mandan tantos de ellos.

Aunque él no estaba del todo de acuerdo, poco a poco fue aceptando la opinión de la mayoría.

Por otro lado, y aunque morigerados, las reacciones de sus padres no diferían demasiado de la de sus compañeros.

-Es cierto que todos somos iguales -aceptaba su padre con reservas cuando él le preguntaba-, pero cada cual debe ocupar su lugar. Yo siempre estuve en desacuerdo con la esclavitud, y por eso admiro a Abraham Lincoln; pero nosotros estamos destinados a mandar, y ellos a obedecer. Siempre ha sido así, y aunque pueda haber algunas excepciones, continuará siéndolo.

Cuando la guerra terminó, para Ronald, como para cualquiera de sus compatriotas, los soldados norteamericanos adquirieron el rango de héroes. Fueron entonces para él míticos seres superiores, semidioses que de pronto y sin previo aviso se habían aposentado para siempre en el Olimpo constituido por las creencias y la imaginería popular. Todos eran valientes individuos que habían sabido cumplir con su deber, mutilando y despanzurrando a otros potenciales héroes que no habían llegado a serlo simplemente porque tuvieron la mala suerte de que las balas o las bayonetas que cruzaban con sus enemigos llegaron primero a sus cuerpos que a los de sus oponentes.

Un buen día se dio cuenta con sorpresa que todos esos héroes eran blancos. Por cierto que en las filmaciones de los victoriosos desfiles también aparecían algunos soldados negros, o de piel más oscura. Pero todas las entrevistas, los homenajes, las medallas, eran siempre para los blancos. De lo cual comenzó a deducir -y luego a no tener dudas- de que los blancos eran superiores a los negros.

Aunque lo confundía un poco esa ecuación que invertía las cifras de los soldados blancos y negros que iban al frente y los que volvían después de las batallas, no se detenía  demasiado a pensar que los negros eran  sólo soldados rasos,  carne de cañón, y los blancos, oficiales, suboficiales o administrativos. Lo único que él advertía era que los que volvían, los héroes, eran  blancos. Y aunque al principio todavía dudara y se resistiera un poco ante las contundentes apariencias, poco a poco fue aprendiendo que los negros eran inferiores.

Esa percepción de la superioridad blanca no permaneció estática y referida sólo a la gente de color, sino que se fue extendiendo también a otras minorías. El primitivo desprecio por los alemanes se hizo extensivo a sus aliados italianos y japoneses, y finalmente adquirió tal dimensión que sus sentimientos amistosos quedaron reducidos a poco más de un centenar de millones de individuos: sus compatriotas blancos. Todos los demás, los cuatro mil millones que habitaban el planeta, pasaron a ser considerados por su reductiva visión si no como escoria humana, al menos como seres poco dignos de ser tenidos en cuenta.

Esta postura adquirida poco después de terminada la guerra no le duró mucho tiempo, y  paulatinamente sus exacerbados sentimientos nacionalistas fueron cediendo hasta adecuarse a la nueva situación social nacida de la posguerra. Pero aunque volvió a contactarse con antiguos compañeros negros, itálicos o mejicanos, un recelo indefinido permaneció desde entonces agazapado y al acecho de potenciales enemigos. Poco tiempo después, el comienzo de la guerra fría y la brusca irrupción de Joseph Mc Carthy en la escena política norteamericana le brindarían la respuesta subconscientemente esperada.

Ahora el recelo se le renueva al observar a esas cholas que despliegan sus altos faldones sobre las veredas y a esos indígenas de puntiagudos gorros de lana y ponchos desgastados que ofrecen sus productos a los transeúntes en el centro de La Paz.

Pero es sólo un instante. Ya el taxi se está deteniendo frente al lujoso hotel donde se hospedará. Luego de dejar una generosa propina, se encamina resueltamente hacia la entrada.


 

8

  -¡Qué bonitou!- oye Pedro que exclama, con inocultable acento inglés, la muchacha que regresa para ocupar su asiento al otro lado del pasillo. Es rubia, pecosa, de cara regordeta. “Yanqui”, piensa. -¿Tú eres de aquí?- se interesa ella.

-Soy boliviano.

-Es lo mismo, no?- duda la chica.

-Sí- responde, mientras piensa: “Pero ellos tienen el mar, y nosotros no”.

-Muy bonitou Sudamérica -insiste la muchacha. Pero al comprobar que Pedro sólo efectúa un leve gesto con la cabeza, abandona el intento y dirige su atención hacia la pareja de ancianos que viaja a su lado.

“Sudamérica”, piensa Pedro. “¿Qué es Sudamérica? Los genoveses y gallegos de Buenos Aires, los negros de Bahía, los ingleses y alemanes del sur de Chile… No. Nosotros, los aborígenes, somos Sudamérica. Nosotros somos los dueños de estas tierras, y por eso tenemos que defenderla”, se afirma.

El tren va adquiriendo mayor velocidad, y los pensamientos de Pedro también. Pero mientras la lo- comotora y los vagones avanzan, su memoria está retrocediendo. Salteando y recomponiendo etapas sus recuerdos se deslizan, se enroscan, entrechocan. Las manadas de llamas que pastan en las laderas de los cerros se confunden con las de su época de pastor, allá en el altiplano de su patria.

Como las llamas eran un lujo, sus padres sólo tenían cabras. Sus balidos eran los únicos sonidos que rompían ese silencio macizo perennemente aposentado en los cerros; los balidos y el ulular de ese viento frío que soplaba impiadoso entre los pajonales de ichu, curtiéndole la piel todavía suave, todavía niña.

El frío siempre fue para él un compañero inseparable. De día le aguijoneaba los ojos, la nariz y hasta las orejas, a pesar del uncho. Y de noche se le metía bajo las mantas para reptarle por la piel e introducirse en su carne, en sus arterias, en sus huesos.  Cuando por fin el frío huía derrotado, empujado por el torrente de su sangre joven, y un sueño de cálidos soles rojizos le deslizaba en el rostro placenteras quietudes, ya su madre lo estaba despertando con suaves sacudidas.

-Vamos, Pedro, hay que ordeñar las cabras.

Entonces el frío reaparecía por entre las semitinieblas de la aurora para posesionarse nuevamente de su cuerpo, y ya no desaparecía mientras se dirigía al corral, ni cuando ordeñaba las cabras, ni siquiera cuando el ansiado disco amarillo comenzaba a asomar tímidamente tras las aún oscuras crestas de los cerros. El disco se iba tornando más claro y la luz por él emitida más potente, y recién cuando su parábola ascendente lo ubicaba justo sobre su cabeza, una suave tibieza siempre añorada, siempre esperada, espantaba por un par de horas el temido fantasma del frío. Pero éste siempre volvía para acecharlo, cercarlo y finalmente vencer su resistencia. “No es cierto que uno se acostumbra al frío”, pensaba entonces, arrebujándose en sus pobres y escasas ropas mientras permanecía sentado sobre alguna piedra con las manos en los bolsillos, oteando el horizonte donde pastaban las cabras.

Pero cuando el frío se hacía insoportable, cuando los músculos se le contraían y los dientes empezaban a castañetear, Pedro acudía al fin a sus reservas extraordinarias. Concentrándose con fuerza en su propio cuerpo, invocaba al sol pidiéndole que lo calentara. Y aunque el sol estuviera oculto por las nubes o su posición en el cielo impidiera que los rayos cumplieran su benéfica acción, Pedro comenzaba a sentir que el frío se escurría de sus entrañas y que una tibieza primero tenue, aún esquiva, pero cada vez más definida y precisa, iba invadiéndole el cuerpo hasta lograr que sus músculos se relajaran y sus dientes dejaran de castañetear.

Después de un tiempo el frío volvía, por cierto. Pero por unos momentos él se sentía bien, seguro de sí mismo, casi omnipotente. Con la íntima certeza de  haber realizado un milagro.

Aunque ahora brilla límpido el sol, el milagro lo está efectuando otra fuente de calor: la calefacción del tren. El sopor que lo había invadido desaparece de pronto cuando la muchacha del otro asiento, mirando por la ventanilla, exclama en voz alta:

-¡Mira, mira, qué “bonitou”! ¡Nieve!-

Los picos nevados de La Raya empinan hacia el cielo sus cumbres nevadas. Quizá por una inconsciente reminiscencia, por un instante Pedro siente un leve escalofrío.

Entonces llama al mozo que recorre el pasillo con su carrito de comidas y le pide una taza de caliente y bien picante sopa de ajo.


 

9

  El mensaje no le había causado demasiada preocupación, pero lo dejó intrigado. En la conserjería le informaron que un hombre había llamado para preguntar si allí se hospedaba Jorge Valdez Sanders. Cuando la telefonista intentó conocer el nombre de la persona que llamaba, el otro respondió “no tiene importancia”, y cortó.

Mientras se sienta en un sofá y se sirve el último trago de güisqui que queda en la botella, piensa que de haber sido alguien que conociera previamente su ubicación, lo normal hubiera sido que dejara un mensaje, o al menos su nombre. Pero luego piensa que el llamado también pudo haberlo efectuado alguien en nombre de algún conocido, o incluso algún funcionario de la embajada que necesitara saber en qué lugar se hallaba hospedado.

Su relación con funcionarios de su país se remontaba a mucho tiempo atrás, ya casi ni recordaba cuánto. Tampoco se acordaba si había existido  algún contacto antes de que John le presentara a aquel agente de la CIA, Roger Douglas.

Nunca pudo saber si el encuentro había sido casual, o planeado por John. Eran los primeros tiempos de la guerra en Vietnam, y los hippies habían hecho su irrupción en la sociedad norteamericana, primero en forma casi subrepticia pero luego cada vez más notoriamente, hasta adquirir un importante rol social en la vida del país. Su proverbio “haz el amor y no la guerra” convocaba no sólo a los jóvenes sino también a hombres y mujeres de todas las edades, razas o creencias que se oponían a la injerencia estadounidense en Vietnam.

Pero por el contrario, él no sólo adhería a la guerra, sino que estaba convencido de que los buenos muchachos norteamericanos debían masacrar y destruir definitivamente a esos pigmeos amarillos comunistas que estaban empeñados en expandir su ideología por todo el sudeste asiático.

Hacía muchos años que había aprendido a odiar a los comunistas. Quizá desde la guerra de Corea, o incluso antes. Ya en esa época la focalización de su incipiente xenofobia se había dirigido más a la cuestión ideológica que al aspecto puramente racial. Sus compatriotas acababan de derrotar completamente a a los dos demonios mayores, y resultaba imprescindible sustituir cuanto antes al enemigo para mantener en vigencia la mística de la superioridad norteamericana. Y como todos en su entorno se quejaban del inminente peligro comunista que había sentado sus reales en media Europa, la elección resultó axiomática.

En esa época ser comunista en Estados Unidos no significaba necesariamente ver con buenos ojos a la Unión Soviética -eso ya constituía traición a la patria- sino que era suficiente con tener algún elemental sentimiento pacifista y no estar de acuerdo con el gigantesco rearme de la posguerra ni con la prosecución y acrecentamiento de las pruebas nucleares.

En el colegio, los comentarios despectivos de sus compañeros dejaron de tener como objetivo a los negros para dirigirse ostensiblemente hacia los comunistas.

-Los rusos son unos monstruos. Son caníbales, y hasta se comen a sus hijos.

Ronald sonreía, todavía incrédulo.

-Bueno, quizás eso no sea cierto- contemporizaba alguien, -pero que ejecutan a todos quienes no son comunistas, no hay ninguna duda.

-Y que piensan invadirnos en cualquier momento, tampoco- agregaba otro -Son más bestias que los alemanes y los japoneses juntos.

Poco a poco a Ronald se le iba borrando la sonrisa incrédula hasta quedar serio y reconcentrado.

El era un buen ciudadano, y no le gustaba para nada la idea de que su país pudiera ser invadido. Por eso comenzó a tornarse retraído, desconfiado, y empezó a ver en cada desconocido a un potencial enemigo. Seleccionaba escrupulosamente a sus compañeros de colegio y hasta comenzó a mirar con desconfianza a sus propios vecinos, alentado por los comentarios de sus padres:

-Hay que estar atento, hijo- le decía su padre -Las apariencias engañan y uno nunca sabe lo que los otros pueden estar pensando o planeando. Mira los Johnson, que parecían tan honestos. Tony, el mayor, estuvo varios días preso, investigado por comunista.

-Tantas salidas al down town de noche, hijo- reforzaba la madre -pueden terminar mal. El centro se está poniendo muy peligroso.

Espació sus habituales idas al down town, al Sunset Strip y a cuanto sitio pudiera considerarse peligroso. Pero como su retraimiento no era consecuencia del temor sino tan sólo de la desconfianza, en lugar de abroquelarse en sí mismo y en su círculo íntimo, lo que hizo fue comenzar a ejercitar su astucia y su agudeza metal en busca de acrecentar sus innatas capacidades defensivas.

Poco a poco fue aprendiendo a conocer a las personas, a descifrar sus intenciones, a anticipar sus decisiones. Como lo está haciendo ahora, mientras trata de deducir la procedencia de ese llamado telefónico a la conserjería  del  hotel. Pero como no encuentra ninguna respuesta válida, y como por otro lado se considera un individuo práctico, finalmente decide abandonar la búsqueda para concentrarse en la tarea que debe llevar a cabo. Pide otra botella de güisqui, se sirve una generosa medida y se dispone a efectuar algunas llamadas.


 

10

  Pedro no ve los picos nevados de La Raya, ni siente el lento jadeo del tren que acompaña las asfixias humanas cuando supera los cuatro mil metros de altura. El está rememorando otros jadeos, otras asfixias, padecidos durante la prematura adultez de su adolescencia triste y gris, allá en los lóbregos socavones de Potosí. En las oscuras sepulturas vivientes del frío infierno minero, Pedro había descubierto un día, con estremecida ansiedad pero también con esperanzado asombro, el nacimiento de una conciencia hasta entonces ignorada: la de su propia condición humana.

También recuerda otros sufrimientos, más recientes, menos difusos: el dolor punzante de la electricidad, el sordo de los golpes, el lacerante de la brasa del cigarrillo, el congestivo de los plantones. Y emergiendo entre todos ellos, el angustioso dolor de la impotencia.

Había empezado a trabajar en la minas cuando tenía quince años y todavía la revolución obrera y campesina liderada por Paz Estensoro no estaba totalmente desvirtuada. El salario era magro y el trabajo duro, pero al menos existía cierta dignidad, cierta solidaria calidez que ayudaba a soportar el gélido aliento de las entrañas del cerro. Pero después de que asumiera el poder Siles Suazo, poco a poco el hálito revolucionario que había insuflado esperanzas en el ánimo de los mineros se fue diluyendo inexorablemente hasta desaparecer por completo.

-Hay que volver a hacer la revolución, Pedro. Esta ya ha muerto definitivamente- le dijo un día un compañero, sorprendiéndolo -Están volviendo los latifundios, en el gobierno no dejan de robar, y mira cómo nos tratan a nosotros los capangas. Peor que a animales.

Pedro dejó de trabajar y apoyó la herramienta en el suelo. Miró el rostro tiznado de su compañero, que parecía más oscuro aún debido a la luminosidad que esparcía la lámpara apoyada sobre su frente, y preguntó con una firmeza que ya implicaba la aceptación:

-¿Y qué podríamos hacer?

-Tú sabes, ellos tienen las armas, la fuerza. Lo único que tenemos nosotros es la dinamita. Por eso, lo que tenemos que hacer es empezar a ponerles bombas a la empresa, a los ejecutivos, a la gente del gobierno. Y si hace falta, liquidar a unos cuantos dirigentes vendidos que nos están traicionando en cada huelga que hacemos. Por cada paro que ellos levantan, se llevan montones de plata que les da el gobierno.

Pedro lo estaba escuchando atentamente.  Cuando el otro dejó de hablar, lo miró a los ojos sin pestañear durante unos segundos y luego le dijo, volviendo a tomar la herramienta:

-Tienes razón- Echó una palada en el carrito y recabó: -¿Qué quieres que haga?

-Por ahora nada. Sólo ven a las reuniones con los demás compañeros.

Pedro asistió a varias. Como todos estaban al tanto de sus supuestos poderes, comenzaron a hacerle bromas:

-Tendrás que hacer algunos milagros, Pedro-

-Para empezar, deberías sacarnos de los túneles-

-Sí, y que se queden a trabajar allá los capangas- reían.

Juan, el que lo había incitado a concurrir a las reuniones, los interrumpió:

–No se burlen, cumpas. Pedro hará lo que haya que hacer, y lo hará bien. ¿Verdad, Pedro?

Recién entonces la sonrisa volvió a su rostro. Era una sonrisa parca, apenas esbozada; casi triste.  Sólo respondió, pero con firmeza:

-Sí.

Poco tiempo después, sus compañeros tuvieron oportunidad de constatar los poderes de Pedro. Le dieron la misión de colocar los cartuchos de dinamita en la puerta de la casa de un gerente, pero justo cuando estaba encendiendo la mecha escuchó el silbido de advertencia del campana, y las luces de un automóvil lo iluminaron por un instante, distrayéndolo. Aunque el coche pasó sin detenerse ni efectuar ninguna maniobra sospechosa, la distracción le hizo perder unos segundos y cuando volvió a mirar, ya la viborilla chispeante de la mecha estaba llegando al paquete. Tuvo tiempo de saltar a la calle, pero un ruido ensordecedor le bloqueó los oídos y un viento huracanado lo lanzó sobre el asfalto. A pesar de ello, luego de un instante de aturdimiento se levantó y comenzó a correr; no tenía el más mínimo rasguño. En el momento en que las luces de la casa se encendieron y comenzaron a oírse algunos gritos, ya Pedro estaba doblando la esquina para alejarse velozmente del lugar.

Cuando el que había oficiado de campana le contó a sus compañeros, entre excitado y admirado, los detalles del hecho, el gesto de la mayoría no fue de burla sino de sorprendida admiración. Sin embargo, alguien rompió finalmente el encantamiento comentando con sorna:

-Éste debe ser un gato. Todavía le quedan seis vidas…

Pedro también sonrió, pero en su interior estaba seguro de que había producido otro milagro. Un murmullo de aliento surgió de entre sus compañeros, parecido al que ahora, en su duermevela, cree percibir mientras el tren pasa por Juliaca. Sólo que ahora el susurro semeja un coro de ángeles cobrizos que crece en intensidad al mismo tiempo que va apagando, hasta esfumarlo, el asustado gemido de una sombra fugitiva.


 

   11

  El sol había planeado lentamente sobre El Alto y ahora se está deslizando detrás del chato caserío en procura del helado regazo andino que, allá en el horizonte, empina sus níveas moles hacia un cielo que va virando de un profundo azul cobalto hacia un celeste esfumado, opaco y grisáceo.

El abismal pozo de La Paz se está oscureciendo rápidamente y las primeras luces del centro comienzan a encenderse. Un cuarto de luna blanca con sus cuernos hacia arriba presagia en vano una lluvia que seguramente no llegará. Lo que sí está llegando es el frío.

-¡Cómo ha crecido!- se admira Valdez Sanders, extendiendo la mirada hacia la ciudad mientras atrae a la mujer pasándole el brazo sobre los hombros.

-Hasta a mí me sorprende- responde ella -Hace mucho que no venía por aquí.

Allá abajo, en lo más profundo del cráter paceño, se eleva un enjambre de altos y modernos edificios. Visto desde El Mirador, el gigantesco acantilado que rodea la ciudad parece querer protegerla de la inmensa soledad que se extiende, más allá de sus bordes, hacia el altiplano infinito.

-Cuando la vi por primera vez desde aquí sólo era un caserío pobre, intrascendente. Había dos o tres torres, y nada más. ¡Lo que es la inversión de capitales extranjeros! Hay que preservar a toda costa este crecimiento- asegura convencido. La mujer lo mira de reojo, brevemente, sin contestar.

-Pensar que toda Latinoamérica, si quisiera, podría crecer así.

-¿Conoces mucho de Latinoamérica?

-Mucho, y muy bien. Hace más de diez años que la recorro.

-¿Tú qué haces?

-Varias cosas- sonríe.

La mujer es esbelta, morena; bella. Sólo algo resignado en el fondo de sus ojos oscuros puede delatar algún étnico parentesco con la masa anónima de sus compatriotas.

En el hotel había pedido: “Si es posible, que no sea muy estúpida; pero sobre todo, que sea bonita”. Ni bien vio su cara en el book, afirmó con seguridad: “Ésta”.

Siempre las eligió bonitas. No sólo ahora, que paga por elegir. Antes también, desde muy joven. No le interesaba demasiado que fueran inteligentes, simpáticas, sensibles. Sólo las quería bonitas. Especialmente, después de que conoció a Mildred.

Pero Mildred, además de bonita, poseía también, precisamente, esas otras cualidades. Por eso se enamoró de ella como nunca lo había hecho antes. Tenía dieciocho años, y él veinte. Y aunque ya se había acostado con varias chicas, lo de Mildred fue un flechazo.

Mientras la pálida y escueta luna de ahora se va iluminando lentamente, otra luna amarilla, grande y plena, rotunda, estalla en la memora de Valdez Sanders. Entonces era primavera, había palmeras y la brisa del anochecer,  cálida y palpitante, las agitaba. Pero sobre todo era esa gigantesca luna llena que comenzaba a asomar tras los cerros del valle de San Fernando esfumando las estrellas más próximas, lo que hacía vibrar el alma y bullir la sangre del joven Ronald. Los labios de Mildred se abrieron, oferentes, y él se extravió en ellos como en un dulce laberinto del que, estaba seguro, ya no podría escapar.

Lamentablemente para Ronald, Mildred tenía unos padres que, si bien no eran millonarios, poseían no sólo un buen pasar, sino también algunos capitales. En cambio los de Ronald eran, calificados con optimismo, modestos. El sueldo del padre era tan escaso que resultaba imposible pensar que sus hijos pudieran concurrir a una universidad. Por eso, cuando terminó la secundaria, Ronald no tuvo más remedio que entrar a trabajar en una tienda, por lo que sus perspectivas económicas distaban de ser brillantes.

Al principio los padres de Mildred no se opusieron al noviazgo de su hija, aunque, obviamente, tampoco lo alentaron. Supusieron que el tiempo iría decantando los ardores de la pareja y que otras relaciones, otros vínculos, irían poco a poco desviando el afecto de Mildred por Ronald hacia jóvenes más codiciables, de mejor porvenir.

Pero los lazos afectivos de Mildred y Ronald, en lugar de aflojarse, se fueron consolidando hasta que, al comprobar la ineficacia del transcurrir del tiempo, los padres de Mildred le urgieron una determinación. Ronald nunca pudo saber si la voluntad de su novia fue demasiado débil, la decisión de sus padres demasiado compulsiva o si su amor sencillamente nunca había sido tan sólido como para resistir tal determinación. Lo cierto es que otra noche, sin luna pero con una infinita Vía Láctea que parecía derramar sus estrellas como lágrimas sobre el afligido espíritu de Ronald, Mildred le dijo, seria y segura de sí misma:

-Tenemos que dejar de vernos.

Ronald abrió la boca y los ojos, incrédulo:

-Pero, ¿por qué?- protestó -¿Qué ha pasado, acaso ya no me quieres?

-No, no es por nosotros, pero tú sabes… mis padres no quieren que sigamos viéndonos

-¿Y a ellos qué les importa? ¡Nosotros nos queremos!- Mildred bajó la vista sin contestar. Entonces el rostro de Ronald, que trasuntaba súplica y desesperación, se puso serio, al acecho. Le buscó  las pupilas con las suyas y, más que preguntar, afirmó: -¿Nos queremos, Mildred?

-No sé…- vaciló -ya no sé qué pensar. Lo único que sé es que no podemos seguir. Ellos no quieren- No había lágrimas en sus ojos, y su voz continuaba firme.

La tenía tomada de los hombros, y de pronto la soltó.

-Es porque somos pobres, verdad?-  masculló. Después de unos segundos de silencio, su voz se endureció: -Está bien. Consíguete un chico rico, que vaya a la universidad, y cásate con él, aunque no lo quieras- Mildred seguía callada  -Pero acuérdate bien de esto: nunca te vas a poder olvidar de mí. Y sobre todo, nunca te vas a poder olvidar de que lo que me estás haciendo ahora es muy feo, muy bajo.

-Ronald…

-Yo, en cambio, siempre me acordaré bien de tí, de tu persona, y en el fondo siempre te seguiré queriendo. Pero tampoco podré olvidarme nunca de esto que me haces, que me hacen tus padres, sólo porque soy pobre y no puedo ir a la universidad-  Con gran amargura continuó: -Pero bueno, así somos en este país: tanto tienes, tanto vales.

-Perdóname; yo hubiera querido seguir, pero…- Recién entonces su voz se presintió quebrada.

Ronald masticó sus palabras:

-No te preocupes, habrá que ser como tus padres quieren; como todos quieren- Sonrió con sarcasmo: -Por algo somos los mejores, no?, los más poderosos.

-¡Ronald! ¿Al menos seguiremos siendo amigos?

La miró un rato a los ojos fijamente, serio, y después, con tono neutro, le dijo casi indiferente:

-Adiós, Mildred.

Y se alejó sin volverse. El cielo continuaba espléndido, con sus miles de millones de blancas lágrimas derramándose en la oscuridad de la noche.

Ahora no hay tantas, pero son más brillantes, y es la Cruz del Sur la que comienza a marcar un incierto camino.

– Sí, hago varias cosas- vuelve a murmurar, acercándola a su cuerpo con un ademán entre displicente y protector.

-¿Nos vamos?- pregunta ella -Está empezando a hacer frío.

-Sí, basta ya de La Paz, de Bolivia… Sólo quiero estar contigo en el hotel, bien calentitos.


 

12

  El altiplano estalla de pronto ante los ojos adormilados de Pedro. El monótono traqueteo del tren lo había lanzado ya varias veces dentro del sombrío pozo del inconsciente, y otros tantas había emergido de ese inocuo simulacro de la muerte que es el sueño con el espíritu sobresaltado e inquieto.

Pero ahora, la reiterada visión de los pajonales chatos y grises extendidos hacia el infinito le produce un efecto sedante. Antes de volver a apoyar la cabeza en el respaldo del asiento, mira de reojo hacia el otro lado del pasillo y termina de tranquilizarse: la joven duerme plácidamente con la boca abierta, y los dos ancianos, tomados de la mano, miran hacia adelante sin ver, con la vista persiguiendo quién sabe qué fragorosas o dulces remembranzas.

Pedro siente que un torbellino de recuerdos danzan frenéticamente en su cerebro. Finalmente, desde el vórtice del torbellino emerge nítida, vital, la imagen de su hermano Walter vestido de minero, con el rostro tiznado bajo el casco amarillo y su amistosa mirada protectora.

Casi nunca estaba con él, porque ambos trabajaban en distintos túneles. Y como cumplían turnos diferentes, tampoco en la casa sus estadías solían coincidir.

Walter era menor que él, pero su rostro siempre atento y sus gestos vehementes y apasionados le hacían parecer mayor. Y también su actitud hacia él, entre preocupada y vigilante, lo sindicaba, ante los ojos de los demás, como su hermano mayor.

Mientras su padre estuvo con ellos, Walter fue un chico alegre, travieso y despreocupado. Pero desde que Rufino Saracho se esfumó en la espesura de la selva tucumana persiguiendo los sensuales fantasmas morenos que lo llamaban desde los cañaverales, su actitud cambió bruscamente.

Pedro tenía once años cuando su padre los abandonó, y Walter diez. Desde entonces, Walter pasó a ser el jefe de la familia. Mientras Pedro continuaba pastoreando las cabras, Walter,  junto a su madre, se dedicaba a las tareas más pesadas de la casa: arar, sembrar, cortar leña. Rosita, con sus inocentes cinco años, seguía jugando con los perros y sus muñecas.

Pero el Walter que Pedro está evocando ahora no es el niño-hombre que se puso al frente del hogar ante el abandono de su padre, sino el joven dirigente minero que con su prédica apasionada arengaba a sus compañeros en cada reclamo o en cada huelga que el gremio disponía. Lo ve de nuevo, con su gesto altivo y su mirada penetrante, lograr con sus palabras escuetas pero certeras la adhesión de los trabajadores.

Ya varias veces había sido detenido por la policía, pero nunca había sido juzgado ni condenado. Después de varios días preso la policía lo dejaba salir -en ocasiones con el recuerdo de algunos golpes, pero nunca muy violentos- para encarcelarlo nuevamente cuando su participación gremial volvía a tornarse demasiado activa y peligrosa.

Pedro recuerda ahora, mientras el sol va declinando lentamente tras los cerros, que Walter nunca había intentado incorporarlo a la militancia. Más aún, cuando se enteró de que otros dirigentes habían logrado comprometerlo en esas actividades, le advirtió:

-Pedro, hermano, ten cuidado con lo que haces. Una cosa es una huelga, y otra jugarse la vida. Tú eres bueno, no sabes de estas cosas. Pueden hacerte daño.

-A ti también- respondió serio -Y tú no tienes miedo.

-Pero esto es parte de mi trabajo, Pedro. Yo soy un dirigente, ya estoy jugado. Tú no, tú no debes

arriesgarte.

Pedro sonrió y lo miró con ternura, agradecido. Pero lo tranquilizó diciendo:

-No te preocupes. No olvides que yo hago milagros.

Walter le escudriñó un rato los ojos, estudiándolo, y cuando estuvo seguro de que Pedro no estaba bromeando, con un gesto elocuente sacudió la cabeza y lo palmeó en el hombro. Antes de irse, volvió a advertirle:

-Igual cuídate, hermano.

-Tú también.

Sus ojos brillaban mientras Walter se iba alejando, lo mismo que brillan ahora, humedecidos ante el recuerdo, aunque adjudique el repentino parpadeo a esos últimos rayos solares que se reflejan en la ventanilla del tren.

En cambio no había excusas para aquel otro parpadeo que no lograba contener unas lágrimas porfiadas que rodaban por sus mejillas mientras permanecía erguido frente al rústico féretro.

Cuando le dijeron que Walter estaba preso, no se preocupó más que otras veces. Pensó que pronto lo soltarían, como solía suceder. Sin embargo, un presentimiento extraño lo embargó cuando se enteró de que lo habían trasladado a un cuartel militar en la ciudad. Pero aunque Juan le advirtió: “Con esos no se juega, son peligrosos”, él finalmente siguió confiando en que pronto lo liberarían.

Su preocupación volvió a acrecentarse cuando se enteró, por medio de otro dirigente torturado y luego liberado, que a Walter también lo estaban torturando para que delatara a sus compañeros activistas. Y el día que Juan, con el gesto severo y mirándolo a los ojos, le dijo simplemente: “Lo mataron”, casi ni se sorprendió. Sin embargo, sintió en el pecho una asfixia infinitamente más grande que la que solía aquejarlo dentro de los túneles, y las sienes se le oprimieron como cuando la bomba casi le estalló en las manos. Siguió trabajando como siempre, aunque comenzó a rumiar un rencor sordo, amargo.

Desde aquél lejano y semifrustrado atentado con la bomba la situación social del país se había estabilizado, y a él no le encargaron más ningún trabajo. Después se casó y se fue a vivir algunos años al pueblo de su mujer, por lo que perdió todo contacto con los sindicalistas mineros. Y desde que volvió a las minas tampoco realizó ninguna actividad proselitista -las que, por otro lado, resultaban imposibles debido a sus carencias oratorias y persuasivas-, por lo que su vida laboral continuó transcurriendo sin sobresaltos.

Por eso le sorprendió que un día dos policías lo interceptaran cuando salía de su casa para dirigirse al trabajo.

-Tú eres Pedro, el hermano de Walter Saracho, no?- lo increpó uno de ellos. Pedro asintió -Ven con nosotros.

-¿Por qué?- sólo atinó a preguntar con tranquilidad, sin sentir miedo.

-Ya te lo dirá el jefe.

Lo subieron a un vehículo donde había otros dos policías fuertemente armados. Entonces de golpe le vino a la memoria el recuerdo de un Walter torturado y finalmente asesinado, y por primera vez en su vida supo lo que es el miedo.

Lo pusieron en una celda pequeña, oscura y fría, y recién a la noche lo sacaron para llevarlo a otro cuarto. Allí, mientras el policía que lo había detenido le sujetaba los brazos a la espalda, un atlético hombre de civil comenzó a golpearlo en el estómago y las costillas mientras le decía:

-Para que no se te ocurra hacer lo que tu hermano- Interrumpió un momento el castigo, y acercando su cara a centímetros de la de Pedro agregó riendo con sarcasmo: -Si lo haces, ya sabes lo que te espera.

La oscuridad va cayendo sobre el altiplano y sobre los párpados de Pedro. Un dolor agudo le brota de las entrañas y mil rostros violentos le lanzan a la cara grotescas carcajadas mientras la voz de Walter implora desde la lejanía: “¡Pedro, Pedro…!”.

Recién cuando el reflejo tembloroso de las luces de Puno reflejándose en las aguas de la bahía del lago comienzan a ganar la batalla contra la muriente luz del crepúsculo, Pedro parpadea sobresaltado y la pesadilla busca refugio en algún sombrío rincón de su alma.


 

   13

  Valdez Sanders confirma los horarios de las citas en su agenda y se distiende. Ha despedido temprano a la joven, y se dispone a repasar las distintas alternativas del proyecto.

Durante la noche recibirá las visitas de un fuerte terrateniente cochabambino, el cónsul  argentino  en  La Paz y uno  de los asesores  militares de  la embajada de su país. Ya había receptado las primeras impresiones, se habían bosquejado algunas ideas, y recién ahora, si hay coincidencias, se trazarán los planes concretos para llevar a la práctica las teorías expuestas.

Al principio habían surgido algunas reservas que fueron aumentando paulatinamente hasta tornarse intrincadas, complejas, tanto que en algún momento hasta simularon tornar el plan definitivamente impracticable. Pero él sabe  que al final, con paciencia, diplomacia y la necesaria presión sicológica, todos terminarán por aceptar, con mayor o menor complacencia, las resoluciones adoptadas por sus jefes.

Desde que recuerda, siempre ha sido así, y está seguro de que continuará siéndolo. Con la excepción de Fidel, claro. Fidel nunca le cayó simpático, pero al principio tampoco le pareció un ogro. Eso sí, desde el primer momento en que lo vio por televisión, con ese estrafalario birrete y esa exagerada gestualidad triunfando sobre la negra barba que le cubría el rostro, tuvo la certeza de que el gobierno de su país se había equivocado. Que no era un simple buscador de fama momentánea que desaparecería de la escena tan pronto como su gobierno lo dispusiera, sino un tipo realmente peligroso.

Pero como en esa época resultaban prestigiosos y redituables los guiños y gestos democráticos hacia los pobres mulatos isleños que soportaban desde hacía mucho tiempo una férrea dictadura, su gobierno había decidido aplaudir y alentar el avance de esos sucios barbudos a través de la selva y los montes caribeños.

Sin embargo, desde un principio, él había desconfiado de Fidel. Y más aún de ese argentino, aparentemente tranquilo y aplomado, que se permitía la incongruencia de insertar un tosco habano en la seductora sonrisa, entre sarcástica y angelical, que por momentos afloraba a sus labios.

Cuando vio a los barbudos, alegres y bullangueros, avanzar hacia el centro de La Habana encaramados en esos vetustos camiones mientras levantaban sus puños y estandartes, no los depreció, ni los odió, pero se dio cuenta de que, tarde o temprano, serían enemigos de su país. Comprendió enseguida que poseían una cuota demasiado alta de vehemencia y rebeldía como para aceptar imposiciones que recortaran parte de su libertad.  Y como esas imposiciones  resultarían muy pronto inevitables, intuyó de entrada el conflictivo sesgo que adquirirían las relaciones entre ambos países.

El se sentía -y lo era- un auténtico patriota. Por eso, cuando presintió el inminente peligro que esas barbadas presencias suponían para su país, tuvo conciencia de que, desde ese mismo momento, también eran sus enemigos.

Por esa época trabajaba como viajante en la venta de artefactos eléctricos. Había dejado la casa de sus padres para alquilar un departamento pequeño cerca del Sunset Boulevard, y le iba bastante bien. Por cierto que entre las dos horas que demoraba el viaje de ida y vuelta hasta Glendale -donde estaba el negocio- y el incalculable tiempo que perdía en visitar comercios, los días y los meses transcurrían con monótona rapidez. Pero el sueldo era bueno, y hasta podía darse algunos pequeños lujos. Se había comprado un Cadillac de apenas dos años de uso, vestía a la última moda y nunca le faltaban unos cuantos dólares en los bolsillos.

Con esos atributos, agregados a su natural apostura, no le resultaba difícil acceder a hermosas mujeres. Sin embargo, aunque su físico vigoroso soportaba sin mayores problemas el trajín -laboral y erótico- y las pocas horas de sueño, un día decidió, irrevocablemente, cambiar de trabajo porque el tiempo ya no le alcanzaba para nada. Su país gozaba de una economía floreciente y las tasas de desempleo eran mínimas, por lo cual conseguir otro trabajo no resultaba dificultoso. El problema consistía en que cualquier empleo cuya remuneración fuese similar a la actual, le insumiría también similar cantidad de tiempo.

Se estaba debatiendo entre las insolubles dudas que le planteaban las distintas perspectivas, cuando se acordó de John Willington, un ex compañero de colegio que trabajaba en una dependencia estatal. John no le prometió nada, pero le aseguró que si se enteraba de algún empleo con horario fijo se lo haría saber de inmediato.

Habían pasado muchos días sin que tuviera novedades y ya se aprestaba a desechar su irrevocable decisión de abandonar el trabajo, cuando una noche, mientras tomaba un café en un bar del Westwood junto a John, un hombre de mediana edad se acercó a la mesa para saludar a su amigo.

-¡Roger!- se alegró John -Siéntate; él es Ronald Princeton. Roger Douglas…- le presentó al recién llegado.

El rostro era agradable, y los gestos y la sonrisa parecían espontáneos; únicamente los ojos tenían una escrutadora fijeza que conturbó por un instante a Ronald. Pero le sostuvo la mirada y respondió con firmeza el apretón de manos.

-¿Cómo andan tus cosas?- preguntó John.

-Como siempre- respondió Roger mientras pedía un café- Trabajar para el gobierno no es nada divertido.

-Depende del trabajo que hagas- interrumpió Ronald.

-Por supuesto, pero yo estoy todo el día metido en mi oficina. Por cierto que si trabajara para el F.B.I., o para la C.I.A.-  miró de reojo, escrutadoramente, a Ronald -sería distinto. Ahí sí se divierten.

-Pero me parece que también debe resultar más peligroso que estar sentado detrás de un escritorio, no?- acotó Ronald.

-No creas. La gente supone que los espías, o los agentes secretos, son tipos especiales. Y no es así. Cualquiera puede serlo, siempre que sepa cumplir lo que se le ordena- Su mirada continuaba recorriendo por instantes el rostro de Ronald.

-No sé si yo preferiría ser espía o estar sentado detrás de un escritorio- dudó Ronald, -pero lo único que sé es que estoy cansado de recorrer negocios para tratar de venderle a los dueños cosas que ellos no quieren comprar porque ya las tienen en el stock.

-¿Y por qué no dejas ese trabajo y buscas otro?

-¡Qué te parece! Es lo que estoy tratando de hacer, pero no consigo ninguno. Todos los trabajos son más o menos lo mismo; no te queda tiempo para nada.

Ronald había captado ciertos cruces de miradas, ciertos gestos cómplices entre los dos hombres, pero no se había atrevido a certificar sus presunciones. El era amigo de John desde hacía mucho tiempo, y atribuyó las dudas a su natural desconfianza.

John comentó, dirigiéndose a Roger:

-Hace bastante que Ronald anda buscando otro trabajo para dejar el que tiene. Yo he tratado de conseguirle algo más tranquilo, pero no hay caso. De modo que ya sabes; si te enteras de algo, avísanos. Quién te dice que por ahí aparezca algo a nivel estatal.

-Puede ser, por qué no?

El rostro de Ronald se iluminó.

-¡Eso sería muy bueno!

A los pocos días John lo llamó por teléfono.

-Roger me dijo que quiere hablar con contigo. Parece que tiene novedades.

-¿No me digas? ¿Dónde?

-No sé, eso te lo tiene que aclarar él. ¿Puedes esta tarde?

La curiosidad, la esperanza y el recelo pugnaban por prevalecer en la mente de Ronald mientras esperaba en la mesa del bar. Cuando llegó Roger, su actitud distendida no parecía ser portadora de grandes novedades. Aunque el recelo se insinuaba como ganador de la pugna en el cerebro de Ronald, finalmente venció la curiosidad:

-¿Y, me conseguiste trabajo?- sonrió.

Roger tardó en contestar, y en el gesto de ambos apareció una seriedad que no estaba acorde con la situación. Finalmente dijo:

-Algo hay, pero no sé si te interesará.

-Todo me interesa. Que lo acepte es otra cosa.

-Claro.

-Mientras no haya que matar a algún tipo…- trató de bromear.

Roger estiró los labios y dejó ver los dientes, pero la mirada tenía la fijeza de siempre.

-¿Te acuerdas lo que te dije los otros días sobre la C.I.A., o el F.B.I.?- A Ronald se le congeló la sonrisa, y aunque los labios permanecieron entreabiertos, también en su mirada había ahora una dureza extraña. -Bueno, de eso se trata- Y le clavó la vista en los ojos.

-¿Me estás hablando en serio?- La adustez de Roger era una respuesta afirmativa. Después de unos segundos, agregó con aplomo: -Todo me interesa. Es cuestión de ver las condiciones.

La tensa seriedad de los rostros comenzó a distenderse, y reaparecieron las sonrisas. El que habló fue Roger:

-Por supuesto, no te garantizo nada. Tendrás que hablar con varias personas, te harán pruebas, tests sicológicos…

-Me imagino- respondió.

Pero no se lo imaginaba. Las entrevistas de esta noche serán apenas unas más de las tantas que había tenido que concretar desde entonces. Sólo que ahora la tensión y la presión sicológica que él había soportado la tendrán que padecer los otros, porque él ya está insensibilizado para ese tipo de situaciones.

Lo único que le preocupa un poco es esa llamada anónima al hotel. Aunque desde que llegara a La Paz ningún tropiezo había empañado su estadía, algún recóndito temor, alguna mínima desconfianza seguía filtrándole desasosiegos a través de los resquicios de su aparente aplomo. Tampoco puede olvidar del todo los oscuros vaticinios que le hicieran cambiar de rumbo antes de partir de Lima. Sin contar que, desde su paso por Juliaca, unos flacos fantasmas cubiertos con ponchos harapientos, de maxilares salientes, grandes dientes rectangulares y estáticos ojos negros, se están negando obstinadamente a abandonar su cerebro.


 

   14

  Las ondas del agua declinan lentamente hacia los pies de Pedro. Sentado sobre una piedra, abrazándose las rodillas, deja flotar su mirada sobre esa inmensidad azul, cortada a trechos por el verde de las totoras que se hunden en el fondo del lago, un par de metros debajo de las transparentes aguas. Las ondas se multiplican y se agigantan a medida que el yate que trae a los turistas desde las islas va girando para dirigirse al embarcadero.

Pedro destraba sus manos, toma una piedra y la arroja al agua. Los minúsculos circulitos que se forman en la superficie son un ridículo remedo de las otras ondas, las verdaderas. Así se siente él por momentos: un minúsculo circulito dentro del gran oleaje que lo rodea.

Pero no siempre ha sido así. Algunas veces -varias, muchas- se ha sentido importante, necesario. Como cuando le pedían milagros. O cuando los hacía, aunque en esas ocasiones no estuviese muy seguro del valor de sus actos.

Ahora, después de repasar la dirección de la mujer y guardar el papel en un bolsillo, han reaparecido las dudas que suelen acongojarlo cuando los acontecimientos se dispersan, morosos, sin ofrecer una perspectiva concreta a corto plazo.

Siempre le molestaron las dudas, las indecisiones. Aunque es lento para decidirse, una vez que  lo hace quiere terminar el cometido. Así como sabe obedecer, le gusta cumplir, y rápidamente. Pero ahora la situación se está diluyendo demasiado, y por eso se siente intranquilo, nervioso. Casi como cuando conoció a María.

El tenía unos tíos maternos en un pueblito perdido no muy lejos de Potosí, y desde que murió su madre, cuando él tenía diecisiete años, cada cuatro o cinco meses los tres hermanos se trepaban a algún desvencijado camión y se dirigían hacia allí para pasar el fin de semana con ellos.

Pedro no era como Walter, quien, igual que su padre, desde jovencito se había sentido fuertemente atraído por el sexo opuesto. Como era simpático y desinhibido, Walter nunca había tenido problemas para relacionarse con las muchachas.

Pedro en cambio, además de poco agraciado, era tímido. Juan lo había llevado un día a la casa de unas putas amigas, y allí Pedro había accedido a una prosaica iniciación sexual. Pero a pesar de su juventud y de su normal virilidad, no se desvivía por tener relaciones con las mujeres. Sólo ante la insistencia de Juan, de Walter o de algún otro amigo, aceptaba volver a la casa de sus iniciadoras o a algún otro burdel de mala muerte. Pero nunca había tenido novia, o alguna muchacha por la que se sintiera realmente atraido. O si la tuvo -al menos en su pensamiento- sus amigos nunca se enteraron. Cuando sus pulsiones sexuales eran demasiado intensas y  no tenía dinero o voluntad para ir de putas, se entregaba a los placeres solitarios como lo había hecho desde siempre. En su temprana adolescencia, incluso alguna cabra o alguna llama habían servido para desfogar sus apremios sexuales.

Por eso se sintió desconcertado el día que conoció a María. Aunque ya la había visto de lejos, no había percibido en ella nada que la destacara del grupo de amigas que charlaban y reían mientras se dirigían al pozo de agua a lavar la ropa, o a traer leña, o simplemente se sentaban en la puerta de alguna casa para conversar. Pero en una de sus visitas al pueblo, cuando él pasó a su lado y se dio vuelta para mirarla, ella también lo hizo y, además, le sonrió. Pedro desvió la vista desconcertado, sin responder al gesto, pero el rostro de naciente luna llena de María con sus labios abultados entreabiertos en la sonrisa, enmarcado por su lacio pelo negro recogido en el rodete bajo el sombrerito colla, se le incrustaron en la retina y en el cerebro para desde allí apurarle obstinadamente los latidos de su corazón.

Intentó en vano aproximarse a María. Ella per- manecía casi todo el tiempo en su casa, y cuando salía, siempre lo hacía en compañía de algunas amigas, las que parecían formar alrededor de ella un férreo círculo protector.

Pedro no se dio por vencido, y lo consultó con Walter.

-Pregúntale con los espejos- le aconsejó.

Pedro sabía que en algunos pueblos se utilizaba ese ardid para solicitar la aceptación por parte de la muchacha deseada, pero no estaba al tanto del método.

-¿Y cómo es eso?

Walter le explicó:

-Tienes que reflejar el sol en un espejo y mandarle las señales. Si le gustas, ella te aceptará contestándote de la misma manera. Si es de noche, se usa una linterna.

-¿Y si no contesta?

-Hermano, si no contesta, olvídate de ella.

Pedro no podía olvidarla, y decidió que aunque no le contestara las señales, igual hablaría con ella.

Pero no hizo falta poner en práctica la decisión. En la próxima visita al pueblo, le pidió un espejo a su tía.

-¿Para qué lo quieres?- se sorprendió.

Pedro hizo un gesto de vergüenza, pero insistió entre dientes:

-Tú préstamelo-

La tía comprendió de pronto, y sin responder, mirándolo de reojo con una sonrisa cómplice, descolgó un pequeño espejo enmarcado que colgaba en su habitación, y se lo dio.

Semiescondido entre unas rocas, con el corazón golpeándole las sienes, Pedro esperó que María llegara al pozo de agua con sus amigas. Un sol amarillo reverberaba la tarde cuando sacó el espejito del bolsillo. Luego de permitir que el astro se reflejara en él, lo dirigió hacia el grupo mientras, con breves movimientos intermitentes, le enviaba su señal de amor.

Pedro vio los gestos de picardía y oyó las risitas entrecortadas, pero no hubo ninguna respuesta. Vio también que las muchachas cuchicheaban, y que luego una de ellas se alejaba corriendo. Esperó, entre ansioso y decepcionado, viendo las miradas furtivas que los ojos sonrientes de María y su amiga le lanzaban por momentos. Sin saber qué hacer, reiteró las señales y volvió a esperar, cada vez más seguro de que María no le contestaría. Pero al cabo de unos minutos que le parecieron eternos, la otra chica regresó corriendo, y momentos después unas milagrosas luciérnagas refulgentes volaron a su encuentro para acariciarle el rostro y el cuerpo con sus esperanzados reflejos.

Se quedó mirándolos con la vista fija, como hipnotizado, convencido de que había producido otro milagro. Después de llenar sus baldes las muchachas emprendieron el regreso, y Pedro permaneció todavía unos momentos embelesado, viendo cómo María volteaba a trechos la cabeza para mirarlo con esa sonrisa de chispas amarrillas en sus pequeños y achinados ojos negros.

El corazón continuó golpeándole el pecho un buen rato, y aunque ahora no siente sus latidos, una inquietud extraña le está produciendo una sensación similar a la de entonces. Similar, pero a la vez opuesta, porque ahora lo que le sacude el pecho no es la esperanza sino algo parecido al temor o a la angustia.

Por un momento piensa cómo serán los ojos de la mujer, si serán negros y achinados  como los de María o grandes y  azules  como los de esas bellezas  blancas y rubias que suele ver en el cine, o como los de esas jóvenes turistas que ahora están bajando del yate. Después se pregunta, reprochándose, qué tienen que importarle a él sus ojos, y se pone de pie lentamente. Camina un par de cuadras, se para frente a la puerta y toca el timbre.


 

  15

  Santa Cruz es otra cosa. También hay casas coloniales como en La Paz, galerías con arcadas y varias iglesias antiguas. Pero aquí hay mucha vegetación: chirimoyos, gomeros, mangos, flamboyanes… El clima es cálido y la gente es alegre, sensual. Tiene otro ritmo, aunque haya algunos recostados en sus hamacas con el sombrero sobre la cara, como los mejicanos. Además, las mujeres son preciosas. Aunque la mayoría son morenas, los genes alemanes que abundan en la región han permitido la eclosión de muchas pieles blancas, ojos azules y cabellos dorados, como la que Valdez Sanders tiene ahora bajo su cuerpo robusto y vigoroso.

En los labios de la mujer hay una media sonrisa congelada, y sus ojos permanecen bien abiertos mientras el hombre se contrae en el último espasmo y emite un largo suspiro. El rostro de la mujer continúa inalterable cuando Valdez Sanders se desliza hacia un costado, toma un sorbo de güisqui y se dispone a prender un cigarrillo.

A ésta la había sacado de un club nocturno porque el hotel donde paraba no tenía book, pero además porque había querido elegirla él mismo, como lo hacía antes, cuando no estaba tan ocupado como ahora. Igual tendría que pagarle, porque no disponía de tiempo como para buscar alguna mujer que aceptara una relación más personal y humanizada. Pero por lo menos había podido observarla, charlar un rato con ella mientras tomaban una copa y simulaban una conquista que, aunque supiera que era sólo un remedo de seducción, al menos no tenía la extrema frialdad de una simple fotografía estampada en un papel.

Luego de exhalar la primera bocanada de hu- mo, deja el dinero convenido sobre la mesita de luz y la mira de soslayo, con curiosidad. De repente le pregunta:

-¿Nunca has sentido culpa por ejercer la prostitución?

Ella le responde algo sorprendida:

-En absoluto. ¿Por qué habría de sentir culpa?

-No sé…- vacila -la sociedad siempre ha marginado a las putas, o no?

Después de pensar un instante, le responde con seguridad:

-Yo nunca me he sentido marginada. Éste es un trabajo como cualquier otro, como el tuyo, como el de cualquiera. Lo que yo hago no daña a nadie; me controlo, estoy completamente sana. Y no sólo no perjudico a nadie, sino que produzco placer a la gente. ¿Por qué habría de sentirme mal, o marginada? En cambio hay otros trabajos -subraya irónicamente- que sí perjudican a la gente, y sin embargo nadie los ve mal. Como el de los políticos, por ejemplo.

“¿O como el mío?”, duda un momento Valdez Sanders. Pero de inmediato desecha el pensamiento.

-Quizá tengas razón. Sin embargo, no puedes negarme que es un trabajo mal visto por la sociedad.

-¡La sociedad! ¡Qué me importa a mí la sociedad! ¿Quién alimentaría a mis padres y educaría a mi hija si yo no hiciera esto? ¿La sociedad? Parece que tú vivieras en el aire- da vuelta la cara.

-¿Pero no se supone que el amor no tiene precio, que debe entregarse generosamente…?- sonríe irónico.

La mujer frunce el ceño y lo mira a los ojos, seria.

-¿Tú eres casado?

-No.

-Te salvas entonces. Porque si fueras casado, seguro que estarías pagándole a tu mujer por tener sexo con ella. Y le pagarías muy bien, alimentándola, vistiéndola, manteniéndola. Si fueras casado tu mujer también te cobraría, como te cobro yo. Sólo que a eso nadie lo vería mal, y en lugar de puta a ella la llamarían señora.

-¿No crees que eso es resentimiento?

-De ninguna manera. No tengo nada contra las amas de casa; pero quisiera que ellas tampoco tuvieran nada contra mí. Yo vivo muy feliz con mi trabajo, y espero poder seguir ejerciéndolo durante mucho tiempo.

“Tiene agallas la rubita”, piensa divertido. Luego concede:

-Ojalá.

Por supuesto que él hubiera preferido estar con algunas de sus amigas de Washington, o de New York. Pero el asunto es demasiado serio como para permitirse el lujo de cargar con un lastre que podría significar, además de una pérdida de tiempo, una complicación suplementaria a la ya de por sí delicada situación.

Mañana tendrá que entrevistarse con dos de esos latifundistas brasileros que, lenta pero persistentemente, han ido adquiriendo tierras dentro del territorio boliviano hasta casi lograr esfumar la frontera; o, más precisamente, desplazarla en la práctica hacia el interior de Bolivia. También estará el cónsul brasileño en Santa Cruz y el comandante del destacamento militar de la región.

Pero eso será recién mañana, cuando el recuerdo de la mujer que ahora se está levantando para ir al baño se haya esfumado para siempre de su memoria sin dejar el menor rastro, como tampoco lo han dejado otras decenas o cientos de momentáneas presencias.

Sin embargo, a pesar de ese apuro por relegar al olvido las fugaces ráfagas carnales que pasaron por su vida, hay una -además de la inolvidable e implacable Mildred- que ha permanecido clavada como una dulce espina en su memoria.

Jeniffer no sólo era una belleza esplendorosa, sino que además pertenecía a una familia que en un par de décadas había logrado reunir una importante fortuna en negocios de hotelería. De modesto mozo de restaurante, su abuelo se había convertido rápidamente en maitre y luego en propietario del local donde trabajaba. Al poco tiempo ya poseía tres establecimientos del ramo y un hotel, con cuyas rentas hizo estudiar a su hijo marketing y turismo en la universidad. Una vez recibido, éste le hizo liquidar a su padre los negocios que tenía para invertir el dinero en el incipiente boom hotelero de Las Vegas. Cuando Ronald conoció a Jeniffer, la familia Morando ya era una de las más prósperas de la ciudad en ese ramo.

Por esa época, Ronald ya había superado todas las pruebas y tests a los que había sido sometido por la C.I.A., y finalmente había entrado a trabajar en la central de inteligencia americana, aunque para ello tuvo que mudarse a Miami. Sus tareas eran limitadas, y se reducían a mantener contactos con los exiliados cubanos que procuraban organizar una invasión a la isla. La guerrilla contrarrevolucionaria había estado actuando en las sierras de Escambray, y el gobierno de Kennedy suponía que una invasión por mar terminaría por derrocar a Castro, quien, ya alineado con la U.R.S.S., se había atrevido a retar abiertamente a los Estados Unidos.

Su sueldo era variable -de acuerdo al trabajo que realizara- y aunque nunca resultaba demasiado importante, los viáticos y los gastos especiales le permitían moverse con bastante comodidad en ámbitos antes vedados a sus posibilidades económicas.

A pesar de vivir en la Florida, viajaba seguido a Los Ángeles para visitar a su familia. A Jennifer la conoció en una fiesta de inauguración de un hotel en el down town, propiedad de un amigo de su padre. En Miami, además de los cubanos, había conocido también a varios descendientes de italianos -etnia a la que pertenecía Joe Morando, el padre de Jennifer-, y uno de ellos lo había invitado a la fiesta.

Aunque había aprendido bastante a dominar sus sentimientos, cuando vio a Jennifer la conmoción fue tal que lo obligó a invitarla a bailar, sin medir las posibles consecuencias del acto. Ella lo había mirado un par de veces, aparentemente sin mucho interés, pero cuando le pidió que bailara con él, aceptó de inmediato. Uno de los hombres que integraba el grupo en el que estaba Jennifer lo miró de mala manera, pero no dijo nada. Los otros tampoco.

-¿Es su novio?- le preguntó Ronald al percatarse del gesto.

-¿Freddy?- sonrió, dudando -No… es sólo un querido amigo.

-¿Muy querido? -remarcó. Ella se puso seria y lo miró a los ojos -Perdóneme- se disculpó -no debí preguntar eso.

El rostro de ella se distendió.

-¿Siempre es tan impulsivo?

-Casi nunca. Sólo cuando alguna mujer me atrae demasiado.

Volvió a mirarlo a los ojos, pero esta vez con curiosidad, profundamente, como buscándole los más íntimos pensamientos. Él le sostuvo la mirada hasta que ella desvió la suya. Aunque Jennifer permaneció callada, Ronald tuvo la certeza de que ella también se sentía atraída por él.

Bailaron un rato sin hablar, lanzándose sólo por momentos furtivas miradas. Pero cuando finalmente los labios de Ronald se separaron para comentar, con su rostro casi pegado al de ella, “bonita fiesta”, los de Jennifer también se entreabrieron. Y aunque permanecieron mudos, el intenso brillo de sus ojos oscuros le advirtieron a Ronald que ya las palabras eran sólo excusas.

Cruzaron todavía varias banalidades, pero cuando Ronald la acompañó hasta el grupo de amigos los dos sabían que algo visceral, profundo, había estallado en sus carnes y en sus sentimientos.

Bailaron una vez más, y al otro día se encontraron para amarse apasionada, furiosamente. Las entrañas de Jennifer eran un volcán explotando y lanzando ardiente lava sobre la enhiesta roca de Ronald. Ninguno sabía nada del otro; apenas sus nombres. Pero cuando se despidieron, ambos sabían que un huracán los había arrasado, y que ya no serían los mismos.

La relación le permitió a Ronald conocer a gente importante no sólo por sus patrimonios económicos, sino también porque sus posiciones políticas les brindaban un cercano acceso al poder. Incluso le presentaron a un individuo muy allegado a los tenebrosos y herméticos personajes que, allá en la Sicilia natal de la familia Morando, regían desde las sombras los destinos de una buena parte de la sociedad americana.

Se vieron y se amaron todavía unas cuantas veces, hasta que, como suele suceder, sus caminos se bifurcaron. Cuando Ronald regresó a Miami estaba en plena ejecución el plan de Bahía Cochinos. Demoró varios días en volver a Los Ángeles, y cuando llegó, Jenniffer  se había  a Las Vegas con sus padres.  Viajó de  inmediato  hacia  allí, pero al llegar, Jennifer estaba con una fuerte gripe. Llamado con urgencia desde Florida, llegó justo a tiempo para asistir a la partida de los cubanos que iban en busca de sus tumbas o las cárceles de la Revolución.

Cuando el fracaso le estalló en las manos a la C.I.A., los jefes se desesperaron y comenzaron a buscar chivos expiatorios. Aunque Ronald era un agente de poca monta y su actuación pasó casi inadvertida, igual debió viajar seguido entre Miami y Washington, y el tiempo fue pasando sin que pudiera regresar a Los Ángeles. Cuando finalmente lo hizo, Jennifer había emprendido un viaje hacia Italia para visitar a sus parientes sicilianos.

Contemplando el Etna ancestral, quizás haya relacionado las tenues fumatas que sobrevolaban la cima con su ya aquietada pasión por Ronald. Pero debió de saber también que, lo mismo que en las del volcán, en sus entrañas  permanecería para siempre la potente furia pasional que la uniera a su amante. A ese Jorge Valdez Sanders que ahora está mirando indiferente cómo la mujer se viste, se retoca el maquillaje y se dispone a partir. La compara con el ardiente recuerdo de Jennifer -como sucede casi siempre que termina de hacer el amor con alguien-, y no puede evitar sentir la nostálgica sensación de una dulce espina hurgándole la piel hasta perderse en sus entrañas. Y como siempre también, termina por recordar que, aunque sea rubia y de ojos claros, ésta no deja de pertenecer a un pobre país sudamericano de indios.


 

 16

 -De Juliaca volvió a Lima, y todavía no sabemos qué hará-  La muchacha es morena, de ojos claros, y tiene la voz cálida y dulce. Santacruceña, sin dudas. Mientras habla, Pedro la mira embelesado. Sólo las ha visto tan bonitas en las películas, y le gustaría seguir charlando un rato con ella. Mejor dicho, escuchándola, porque él es de pocas palabras, y no sabría qué decir  -Tendrás que volver a La Paz.  Allí te informarán- Pedro permanece en silencio, elevando por momentos su vista hacia el rostro de la mujer, y por momentos bajándola.

Al comprobar que Pedro no hace ningún gesto indicador de una despedida, ella le mira un instante intrigada, y luego le sonríe.

-¿Quieres un café?

-Bueno.

Seguramente estará de paso, como él, piensa Pedro, y quizás aceptaría pasar un rato juntos. La mira alejarse contoneando sus caderas esbeltas, enfundas en un jean que le resalta los glúteos altos, las firmes columnas de sus muslos. Hace un esfuerzo pensando qué puede decirle, pero cuando ella regresa con el café, una garra implacable continúa oprimiéndole la garganta, y sólo atina a decir “gracias”.

Ella continúa estudiándolo con curiosidad, sonriente, mientras le sirve azúcar.

-¿Tú no eres de La Paz, verdad?

-No, soy de Potosí- miente -Pero ahora trabajo en La Paz.

-En “Metalsur”.

-Sí- se sorprende -¿Cómo lo sabes?

-Es necesario que lo sepa… Pedro -y subraya el nombre con una sonrisa amable. La nueva sorpresa acrecienta su seriedad. Ella prosigue: -Tú eres sólo una pieza del engranaje, por eso no tiene importancia que conozcas ciertas cosas. Pero los que ordenan ese engranaje y lo echan a andar, tienen que conocer todos los detalles- El tono de su voz sigue siendo cálido, profundo.

-¿Tú eres de esos que ordenan?- pregunta dudando.

-No- ríe ella-, yo soy sólo otra pieza.

Pedro se distiende mientras toma su café. Se da cuenta de que si quiere derivar la charla hacia un terreno más  íntimo  debe apurarse,  debe decir algo convincente  de  inmediato. Pero sabe también que, como siempre, finalmente se quedará callado y se marchará sin atreverse a hablar.

Con María estaba seguro de que sí se habría atrevido, aunque el recurso del espejo hubiera fallado. Pero lo difícil para Pedro era el comienzo. Ésta, como María, también parece dulce. Pero María no lo intimidaba con su belleza, su seguridad, su prestancia. Y sobre todo no lo intimidaba porque entre ellos existía una comunión étnica, ancestral, definitiva: María, como él, era colla. Si bien él no lo era del todo, porque su padre tenía una gran parte de ascendencia europea, su madre había conservado casi intacta su raíz indígena. Aparte de su menospreciada condición femenina, arrastraba además un vasallaje racial de cuatro siglos.

Aunque no tan callada y sumisa como la madre de Pedro, tampoco María podía ocultar, tras sus ojos chispeantes y su risa cristalina, la característica esencial de su raza. Sin embargo, tenía  su carácter, y Pedro  debía obedecer, a veces a regañadientes, algunas órdenes que hubiera preferido no acatar. Pero siempre terminaba aceptándolas porque, a la firmeza de sus pedidos, María sabía agregarle una pizca de dulzura y de falsa súplica. Como cuando lo urgió a casarse. Y no era que Pedro se negara a hacerlo; él también lo deseaba. Pero era indeciso, y quién sabe cuánto tiempo habría pasado si ella, en parte por voluntad propia y en parte instigada por su madre, no lo hubiera presionado.

Aunque el noviazgo ya llevaba dos años, el tiempo real que habían estado juntos resultaba escaso. Pedro la visitaba esporádicamente, y sus estadías en el pueblo eran muy breves. Por otro lado, el contacto personal se reducía a las visitas que Pedro efectuaba a la casa de María, siempre con la vigilante presencia de los padres. Sólo en algunas oportunidades, a la hora de la siesta, las amigas que la acompañaban a traer agua del pozo o a efectuar algún mandado, solían apartarse algunos minutos para permitir a la pareja una breve y furtiva intimidad, que ellos aprovechaban para besarse recatadamente detrás de las rocas o de alguna pared cómplice. Los mayores momentos de intimidad tenían lugar durante algunos atardeceres en que los padres de María autorizaban a los novios a dar algunas vueltas por el pueblo o a tomar unas gaseosas. En esas ocasiones, la demora en el regreso permitía que la incipiente oscuridad se convirtiera en cómplice abrigo para sus efusividades. Pero ni aun así, al reparo de indiscretas miradas, los besos y las caricias traspasaban los púdicos límites impuestos por ellos mismos.

Pedro deseaba con toda su alma desbordar esos límites y profundizar la relación erótica hasta que la misma culminara en el natural desenlace impuesto por su joven virilidad. Varias veces pensó en proponerle sirviñacu, pero las dificultades que imponían los posibles lugares de residencia, un ancestral recato y el acatamiento a una secular tradición católica que obliga a la mujer a llegar virgen al matrimonio, frenaba sus impulsos haciendo que la relación se prolongara sin que la anhelada culminación se produjera.

Por eso, y aunque en ese momento no estuviera conscientemente en sus propósitos, para él fue casi una liberación el día en que María le comentó tímidamente, luego de acotar los bríos eróticos de Pedro:

-Algún día tendremos que casarnos, no?- Pedro se quedó con la boca abierta, todavía con el inefable gusto de los labios de María en los suyos. Demoró unos segundos en contestar, mientras la miraba dubitativamente. Por fin asintió, pero sólo con el gesto, cerrando la boca y mordiéndose el labio -Mamá dice que ya es tiempo.

-Sí…- articuló finalmente. Pero la duda seguía presente en la afirmación.

-¿Tú no quieres?

-Claro que quiero. Pero…

– ¿Pero qué?

-Es que no sé, no me imagino casado.

María lo miró con ternura y le acarició la cabeza.

-Va a ser lindo, seguro que te va a gustar- lo alentó, besándolo suavemente.

-¿Tú crees?

-¡Sí! Además… ya sabes, no tendremos que escondernos para estar juntos.

Recién entonces a Pedro se le animó el gesto. Pero de nuevo se le ensombreció el rostro cuando volvió a dudar:

-¿Y cómo viviríamos? ¿Dónde?- María se encogió de hombros -Yo gano muy poco allá en la minas. ¿Tus padres te van a dejar venir conmigo?

-Yo iré donde tú vayas. Aunque…- lo miró furtivamente, antes de bajar la mirada y agregar: -mamá dice que podrías venir a vivir aquí.

-¿Aquí?- se sorprendió -¿Y qué podría hacer yo aquí?

-Podrías ayudarle a papá con los animales. Tú sabes de eso. Y en la casa hay lugar para que vivamos.

Pedro se quedó un rato meditando. Después volvió a dudar:

-¿Y la Rosita? ¿Y el Walter?

Ella lo miró con un gesto escéptico.

-Sabes bien que Walter no te necesita. Y tu hermana… que siga viviendo con Walter.

Pedro le prometió pensarlo, pero cuando los dulces labios de María volvieron a abismarlo en un deseo cada día más ardiente y reiterado, ya había decidido sucumbir a la insinuación de su novia.

Se casaron en abril, cuando el sol del mediodía aún enardece las pieles con su fuego y sus rayos tornan más diáfano el profundo cielo azul del altiplano. El padre Federico, un cura fortachón y pelado, de prominente nariz enrojecida por los soles y las heladas y por los incontables litros de sagrado vino ingerido alternativamente para refrescarse y calentarse, los unió para siempre en uno de esos casamientos colectivos que se celebran dos o tres veces al año -para ahorrar el tiempo del cura y el dinero de los desposados…- en cada uno de los pueblos perdidos de la vasta y desértica altiplanicie boliviana.

En la fiesta concelebrada se comió chuño, picante, rocoto, tunta, ají de lengua…, y se bebieron litros y litros de cerveza al natural y chicha -la deliciosa y fuerte chicha boliviana,  muy distinta de la suave chicha morada peruana-,  siempre derramando previamente un chorrito sobre la tierra para apagar la sed y tener contenta a la antigua diosa aymara, la Pacha Mama.

Los novios, padrinos e invitados, ataviados con sus mejores vestimentas -los hombres con sus ajustados pantalones, sus ponchos coloreados y sus oscuros sombreros aludos en forma de cúpula, y las mujeres con sus coloridos faldones superpuestos, sus abrigos de lana de cordero y sus moños rematando las trenzas negras-, bailaron, al son de sikus, flautas y quenas, aletargantes danzas quechuas y aymaras y también alegres huaynos y carnavalitos.

Cuando los vahos alcohólicos de músicos e invitados -incluido el cura- comenzaron a presagiar el ocaso de los sones y las danzas, Pedro y María se escabulleron hacia las rocas que rodeaban el pozo de agua. Unas brillantes luciérnagas -frías, lejanas e infinitas- activaron en la memoria de Pedro el recuerdo de aquel otro brillo, cálido y amigo, que despedían las chispeantes luciérnagas emitidas por el mágico espejo de María.

Convencido de que estaba viviendo otro milagro, le prometió a su flamante esposa que, pasara lo que pasara, siempre la amaría.

Y cumplió su promesa, a pesar de que algunas veces, más por complacer a los amigos que por voluntad propia, se hubiera acostado con alguna prostituta o con una ocasional y anónima compañía. Como la que ahora tiene enfrente, sin saber qué hacer o qué decirle. Pero claro, las otras habían sido sus pares, cholas o mestizas de su mismo rango; o incluso alguna “blanquita”, pero puta. En cambio ésta se nota que no lo es. Y aunque no sea blanquita sino morena, tiene los ojos claros, y unos labios rojos y sensuales, y unos pechos firmes y unas altas caderas en las que se presienten indómitos corcovos.

Por eso se queda perplejo, sin saber qué responder, cuando ella le dice, mirándolo a los ojos con simpatía:

-Ojalá tengas suerte, Pedro.

El está seguro de que la tendrá, como siempre. Pero una cosa es la suerte para lo demás, y otra muy distinta la que hace falta para decirle que todavía no quiere irse, que quiere quedarse y aproximarse a ella, rodearla con sus brazos y besarla en esa boca sensual que le sonríe amigablemente cuando continúa diciéndole “hasta cualquier momento” mientras le extiende la mano.

Siente bajo la tosca piel de su mano la otra piel, suave y caliente, y sólo atina a decir:

-Quizá volvamos a vernos.

-Quizá, Pedro, por qué no?  Nunca se sabe.

-¿Cómo te llamas?

-Violeta.

-Violeta- repite -Casi como el color de tus ojos.

-Casi- asiente ella, mientras cierra la puerta.


 

17

    Valdez Sanders aprieta el control remoto por enésima vez, y al comprobar que no hay ningún programa que le interese,  apaga la televisión y  se dirige al pequeño refrigerador. Prepara un gin tonic y lo va bebiendo lentamente, mientras contempla desde el balcón de su habitación del décimo piso las luces encendidas de las torres circundantes. A lo lejos, en El Alto, una miríada de minúsculas pupilas eléctricas escrutan atentamente el bullicioso caos del centro de La Paz.

Aunque está soberanamente aburrido, ha decidido que esta noche no llamará a ninguna mujer, ni tampoco saldrá a buscarla. No es que se sienta cansado físicamente, a pesar del ajetreo impuesto por los viajes aéreos y las entrevistas que ha debido efectuar. Pero una extraña abulia, que no es habitual en él, lo ha invadido desde que llegó a Bolivia. Y aunque por momentos la atribuye a la altura, tiene conciencia de que las otras veces que había estado aquí nada le había sucedido, salvo un leve decaimiento y una pesadez cefálica que fueron combatidos eficazmente con cafeína y reiterados tés de coca. Durante estos días ha hecho lo mismo, y el cansancio físico también ha desaparecido rápidamente.

Pero lo que ahora experimenta no es precisamente cansancio, sino aburrimiento, hastío. Y aunque le cuesta explicarse de qué, puesto que la organización de los detalles del plan lo ha mantenido ocupado y atento durante todo el tiempo, finalmente ha comprendido -mejor, ha percibido con un malestar casi físico- que lo que lo ha cansado son las mujeres. Ese tipo de mujeres con las que ha debido acostarse durante los últimos tiempos, cuando las misiones abundaban y tenía que recorrer ciudades y países con una frecuencia y una celeridad que le impedían cualquier relación más o menos estable, duradera.

Él siempre fue mujeriego, y desde joven había sentido una especie de admiración por quienes también lo eran. A Kennedy, por ejemplo, lo admiró de entrada porque se dio cuenta de que era un “duro” como él, y que con esa natural y arrolladora simpatía debía de ser,  inexcusablemente, un empedernido seductor. Pero más que por esa condición, lo admiró por la firme actitud frente al comunismo que puso de manifiesto ni bien asumió la presidencia de su país. Y esa admiración aumentó aún más cuando tuvo conocimiento de que el gobierno de Kennedy estaba preparando una invasión a Cuba. El furioso anticomunismo que en él se había estado gestando encontraba por fin  -o así lo suponía- un convalidante paralelismo en el más alto nivel del poder.

Sus contactos con los exiliados cubanos se multiplicaron y su exaltación fue creciendo a medida que la fecha se aproximaba. Pero cuando finalmente las paupérrimas huestes anticastristas fueron diezmadas por las bien organizadas defensas cubanas, a la decepción producida por el contraste se sumó una sensación de estupor al enterarse de que, a último momento, el gobierno de Kennedy había dejado sin cobertura aérea a las tropas invasoras.  Él sabía que,  conjuntamente con el desembarco, aviones norteamericanos camuflados deberían proceder a bombardear las defensas costeras de los castristas para facilitar el ulterior avance de los invasores hacia el interior de la isla. Por eso, cuando se enteró de la deserción norteamericana, no pudo dejar de considerar el hecho como una simple y vil traición.

Por más que sus jefes intentaron explicarle la sensatez de la decisión, invocando el peligro que suponía el descubrimiento de la maniobra para la estabilidad de la guerra fría, le quedó un regusto amargo y una torva inquina hacia el presidente, que sólo cedió en parte cuando, meses después, se produjo la “crisis de los misiles”. La firmeza demostrada por Kennedy en esos dramáticos días en que el mundo estuvo al borde de un cataclismo nuclear, elevó un tanto el alicaído concepto que el presidente tenía en el sentimiento de Ronald.

Pero cuando finalmente las balas de la conjura hicieron estallar en Dallas, junto con la cabeza de Kennedy, la confianza del pueblo norteamericano en el sistema de seguridad de su país, Ronald no pudo dejar de alegrarse y sentirse invadido por una mezcla de sensaciones entre las que prevalecía nítidamente el oscuro sentimiento de la revancha.

Porque él no podía entender cómo un tipo con la cualidades de Kennedy, lleno de energía y con  toda la fuerza que le confería la creciente popularidad entre sus conciudadanos, hubiese demostrado ser tan blando en aquella desdichada cuestión de Bahía Cochinos. Y aunque después se reivindicara ante sus ojos con la cuarentena impuesta a Cuba seguida de la supuestamente vergonzosa capitulación de Kruschev, se había convencido, a través de sus propias conclusiones y de las medias palabras con las que sus compañeros de trabajo en la CIA analizaban el desenlace, de que una de las causas fundamentales por las cuales Kennedy había sido asesinado -además de los encontronazos con la mafia y los elementos eróticos que condicionaban  esta relación- era su actitud demasiado conciliadora con los rusos. Estos, a pesar de la derrota que habían sufrido en la “crisis de los misiles”, continuaban su avance ideológico y militar en muchas partes del mundo. Y como su mente no podía aceptar de ningún modo que ello sucediera, estaba firmemente convencido de que al comunismo había que derrotarlo de cualquier modo y en cualquier lugar, incluida la Unión Soviética si era necesario, pero fundamentalmente en Cuba y en toda América Latina.

Lentamente Ronald Princeton había ido a- prendiendo a optimizar ese vapuleado pero poderoso sentimiento que es el odio. Había asimilado que éste -lo mismo que la venganza- es un sentimiento puramente humano, inherente al género y natural en cada uno de los individuos que lo componen. Los animales, reflexionaba, podrán sentir ira, temor, deseo, sumisión… quizás hasta amor. Pero el odio y la venganza sólo podían sentirlos los seres humanos.

Por más que desde niño había oído decir que no se debe odiar, que el odio es un veneno que corroe el alma y el corazón de los individuos, existían circunstancias que parecían desmentir abiertamente esas afirmaciones. Porque, por ejemplo -se preguntaba- ¿cómo alguien podía dejar de odiar a los nazis, conociendo las barbaridades que habían perpetrado? ¿Era moralmente legítimo permanecer indiferente, o incluso perdonar, esas atrocidades? Por otro lado, los nazis habían matado a miles de compatriotas suyos, y por consiguiente eran también sus enemigos. Y como a los enemigos, reflexionaba, hay que destruirlos de cualquier manera, resultaba inevitable tener que odiarlos para poder proceder luego a su destrucción. Sin odio es imposible matar a un semejante, pensaba Ronald Princeton en esa etapa de su vida. Y como era consciente de que, debido a su trabajo, no resultaría extraño que un día tuviera que hacerlo, procuraba por todos los medios centrar su odio en un enemigo que le brindara la necesaria justificación para concretar ese trascendente y definitivo acto.

Como el comunismo, a principio de los sesenta, era el tenebroso fantasma que se cernía sobre la autista personalidad de su compatriotas, no tuvo más alternativa que odiar a esos comunistas porque intuía que, tarde o temprano, sus compatriotas -quizás él mismo- tendrían que destruir a ese enemigo.

No comprendía aún -como lo comprendería después, cuando ya fuera demasiado tarde- que el hombre es un animal de costumbres y que, así como se acostumbra a robar y estafar, a engañar y traicionar, también puede acostumbrarse a matar sin sentir odio. Tuvo que transcurrir bastante tiempo para darse cuenta de que, cuando los actos se reiteran hasta transformarse en rutina, los individuos terminan insensibilizándose, sin que importe la magnitud de esos actos. Aprendió también que, aunque sólo una personalidad eminentemente patológica es capaz de matar por primera vez sin sentir algún tipo de remezón en su espíritu, cuando se mata -como cuando se tortura- dos, tres, cuatro veces, los sentimientos pueden no sólo adormecerse hasta convertirse en indiferencia sino también transformarse y mutar. Y así, en lugar de sentir arrepentimiento, asco o terror, pudo llegar a experimentar alegría, orgullo y hasta placer frente a la muerte del prójimo. Sin contar que, al ejecutar esos actos a través del acatamiento de una orden, se veía además liberado del inevitable sentimiento de culpa que embarga al matador voluntario y consciente que actúa movido por sus propios impulsos y su libre albedrío.

En esa época de su vida, Ronald Princeton aún tenía la capacidad de odiar con toda sus fuerzas. Ahora, en cambio, lo que lo embarga es el hastío, la indiferencia. Aunque esa indiferencia, ese trabajo rutinario que realiza desde hace bastante tiempo, produzca más muertes que si tuviera un arma en la mano.

Termina de tomar su tercer gin tonic, echa un último vistazo desganado hacia las titilantes pupilas de El Alto y, bostezando, se dirige lentamente a la cama.


 

18

  Con los ojos claros de Violeta iluminándole el alma, Pedro se dirige lentamente hacia el hotelucho cercano a la estación de trenes donde ha tomado una habitación. Al doblar una esquina, de pronto se encuentra en medio de una procesión; es el “entierro” de la fiesta del Velacuy Cruz, y un grupo de gente, algunos con máscaras y otros portando velas y una mixtura de objetos religiosos y paganos, tocan instrumentos típicos y ensayan algunos toscos pasos de baile. Es una procesión pobre, carente de boato; acorde con la ciudad. Se detiene un momento para contemplar su paso, pero tan rápidamente como ha aparecido, la procesión dobla la esquina y, desandando la misma calle que él transitara, se esfuma en la noche.

Sensibilizado por el encuentro, comienza a deambular por las calles semidesiertas y finalmente entra en el único barcito acogedor que encuentra a su paso. Un conjunto folklórico está interpretando quejumbrosas y melancólicas canciones nativas del altiplano, de ese altiplano que incluye parte de Bolivia, Perú y Argentina. El sordo lamento de los sikus se superpone a la nostálgica melodía de las quenas y el monótono retumbar de las cajas, y sólo algún acorde de guitarra convoca por momentos a la alegría, a la luz.

Pide un pisco sauer, y mientras lo bebe intenta en vano encontrar alguna diferencia esencial entre esas canciones. Y así como no encuentra distingos  entre ellas, tampoco los encuentra entre los habitantes de esa región. Todos son hermanos, piensa; hermanos en la pobreza, en el desamparo, en la incertidumbre de un destino de sombras. Pero también -se dice con firmeza- hermanos en la cotidiana lucha por la esperanza.

Él, su esposa y sus hijos son bolivianos; un hermano de su madre es peruano, de Juliaca, y su padre era argentino. Aquel padre temporalmente ya lejano que un día regresara para siempre a su tierra, cuando él era casi un niño.

Nunca supo los motivos reales de ese alejamiento. Cuando se lo preguntaba a su madre, ella lo envolvía con una mirada triste, pero continuaba callada. Sólo a veces, cuando su insistencia o la de Walter le urgían una respuesta, solía decir, con la mirada ausente cargada de una melancolía que se parecía mucho a la indiferencia:

-Puede que algún día vuelva…

Otras veces, la puerilidad de la respuesta desconcertaba a Pedro:

-Nunca le gustó el frío. Él es de sangre caliente, como la tierra donde nació- Y eso era todo.

Sólo le habían quedado un par de fotografías; su padre agachado para abrazarlos a él y a Walter mientras Rosita lanzaba una mirada furtiva desde su cabecita inclinada, y una foto carné con el rostro inusualmente serio, el negro pelo lacio aplastado por la gomina y el bigotito simpático, atrevido, llegando apenas a las comisuras.

Aunque Pedro también quería a su madre, ese amor estaba impregnado por otro sentimiento que se parecía mucho a la piedad, a la lástima. La veía trabajar callada, replegada en su interior profundo e insondable, siempre con una sombra de resignación velándole los ojos. Estaba seguro de quererla, pero no anhelaba de ella una caricia, una sonrisa o una palabra amable, una mirada tierna. Lo que su madre le inspiraba eran unos inmensos deseos de ayudarla, de protegerla, aun intuyendo que eso resultaba imposible debido a su edad.

A su padre, en cambio, lo quería con admiración, con respeto, y a veces hasta con un poco de temor. Pero lo que nunca se le hubiera ocurrido es que Rufino Saracho pudiera necesitar ayuda de él, aunque fuese una ayuda hipotética y remota. Por el contrario, lo que deseaba era precisamente que su padre se fijara en él, que lo protegiera. Sin embargo, a pesar de que a veces un abrazo apresurado o una leve caricia en la cabeza lo colmaran de una tierna felicidad, él se daba cuenta de que el interés y las atenciones de su padre estaban casi exclusivamente dedicados a Walter. Y aunque no sintiera demasiados celos de su hermano y se conformara con lo que su padre le dedicaba, pequeños estoques de amargura solían invadirlo cuando los veía reír juntos y divertirse aunque no tuvieran motivos. A él, en cambio, la risa le resultaba esquiva, y una sensación de impotencia le atenaceaba el pecho cuando no lograba hacerla aflorar a su boca.

A pesar de todo, Pedro quería con toda el alma a su padre, y por eso su pena fue enorme cuando supo que se había ido para no volver. Sin embargo,  la esperanza anduvo  rondándolo  por  mucho tiempo, empujándole la pena en procura de aventarla. Y siempre siguió recordando los relatos que Rufino les hacía de aquellas lejanas y misteriosas tierras que habían sido su hogar durante tantos años.

-¿Saben, changos? Algún día los llevaré a conocer Tucumán. Van a ver qué linda es la selva, con esos árboles tan grandes que no dejan pasar el sol. Y los ríos de agua fresca para aplacar el calor, ¡porque allí sí que hace calor!  A uno le dan ganas de andar en cueros, pero el sol quema tanto que te obliga a ponerte ropas.

-Pero si hay tantos árboles, a la sombra no debe hacer calor- objetó Walter.

-También hace, porque el calor brota de la tierra, de las hojas caídas que se pudren, hasta del sudor que se pega al cuerpo.

-¿Y hay pájaros?

-¡Muchísimos! De todos los colores, y con unos cantos que alegran el alma.

-¿Y duendes?- se animó Pedro en voz baja.

Rufino lo miró algo sorprendido, pero luego respondió sonriendo:

-Sí… también hay duendes.

-¿Buenos o malos?

Su padre se quedó contemplándolo un rato con la sonrisa congelada y dubitativa, y luego comenzó a inventar:

-Hay malos y buenos. Los buenos son como los ángeles; ayudan a la gente que se pierde a encontrar el camino, le hacen ver las frutas de los árboles cuando tienen hambre, les indican donde está el arroyo cuando tienen sed…

-Hacen milagros- afirmó Pedro con la mirada embelesada y los labios entreabiertos -Como yo.

-Sí…- confirmó Rufino dudando, para agregar de inmediato: -Pero también hay otros que son malos; hay uno petiso, con un sombrero muy grande, que asusta a las chicas a la hora de la siesta.

-Pero ése no hace milagros…

-No, ése no.

-¿Y los cañaverales?- interrumpió Walter, cambiando de tema. -¿Cómo son?

-¡Los cañaverales!- volvió a sonreír Rufino, con la mirada nostálgica retornando al sur. -Son como una Puna verde y blanda moviéndose igual que las olas del mar.

-¿Qué es el mar?- se asombró Pedro.

Rufino volvió a ponerse serio y se rascó la cabeza.

-Es mucha, mucha agua…, mucha más que la que hay en el Titicaca.

-¿Hay mar en Tucumán?- preguntó Walter.

-No, pero yo lo conozco, de una vez que fui a Buenos Aires. Cuando uno mira adelante, no ve más que agua.

-¿Dónde queda Buenos Aires?- se interesó Walter.

-Lejos, mucho más lejos que Tucumán.

-Y en Bolivia, ¿hay mar?- volvió a intervenir Pedro.

-No, ahora no. Antes había…

-¿Qué pasó, se secó?

-No, hijo, no se secó. Pero ahora Bolivia no tiene mar- cortó Rufino, serio. Y continuó, retornando a Tucumán: -No creas que allá todo es selva; también hay montañas. Más arriba de la selva están los cerros, que son parecidos a éstos de aquí. Y en invierno también tienen nieve.

-¿Nieve, con ese calor?

-Sí, hijo; así de lindo es Tucumán. Desde Tafí el camino parece un hilito perdido en el tajo de la quebrada que va hasta Amaicha. Y más allá está el pucará de los indios quilmes, y…

Al ver que su padre callaba y su mirada se alejaba, extasiado en sus recuerdos, los chicos también permanecieron un momento en silencio; pero luego, intercambiando miradas cómplices, abandonaron al padre y se fueron a jugar.

“¡Qué lindo sería poder jugar con Walter como entonces, con el tata contándonos cosas y la mama rondando y mirándonos de reojo!”, piensa Pedro. Pide otro pisco, y después un carajillo. Como no está acostumbrado a beber, el alcohol le agudiza el dolor de los recuerdos. Recién cuando sale al aire intensamente frío de la noche, el pesado sopor que envuelve su cerebro se va desvaneciendo.

Llega hasta la desierta Plaza de Armas y se sienta en un banco, de frente a la Catedral. De pronto se ha sentido irremisiblemente solo y desamparado, y lo que es peor, totalmente confundido sobre la validez de sus actuales acciones.  Entonces se arrodilla, junta las manos y eleva una mirada ansiosa hacia la cúpula iluminada y resplandeciente. Pero sólo logra percibir que atrás, en la infinita oscuridad de la noche, un cielo de invisibles estrellas le está escamoteando todas las respuestas.

De regreso al hotel, ni un alma se cruza en su camino.


 

19

 Las pupilas Valdez Sanders en la oscuridad son como dos luciérnagas que giran y revolotean hasta permanecer de pronto quietas, tensas y expectantes.

Hace media que hora que se ha acostado, y el sueño continúa esquivo. Reprochándose a sí mismo por no ser capaz de dormirse, enciende el velador y se incorpora. Parpadea malhumorado,  permanece un rato con el gesto contraído y finalmente vuelve a pulsar el control remoto. Las imágenes que emite el canal porno, en lugar de excitarlo placenteramente lo único que hacen es exacerbar su malhumor.

Prende un cigarrillo y se dirige a la heladera para preparar otro trago, pero desiste al reflexionar que el alcohol no le inducirá el sueño y que, por el contrario, si insiste, el despertar será desastroso. Cambia de canal, y el rostro serio y concentrado del presidente de Bolivia, general Juan José Torres, le hace esbozar una sonrisa de condescendiente suficiencia.

Los años y las circunstancias le han enseñado a menospreciar a esos hombrecitos morenos, con reminiscencias indígenas o negroides -muchos de ellos con cortos y supuestamente viriles bigotitos negros- que, amparándose en los galones de sus charreteras, se han encaramado en el poder de muchos países latinoamericanos. Aunque es cierto que casi todos han aceptado sumisamente lo que les ha ordenado el gobierno de los Estados Unidos, favoreciendo de ese modo los intereses de su país, igual no puede tolerarlos. Porque si bien hay algunos cuyos bigotitos no son negros sino rubios y exhiben además, orgullosamente, sus apellidos centroeuropeos, para su particular óptica la mayoría de ellos son mestizos, o casi.

Más desagradables aún que los generalitos morenos les resultan esos otros mandatarios supuestamente progresistas y con aires intelectualoides que, pretendiéndose democráticos y liberales, lo único que hacen es seguirles el juego a los comunistas. Pero a los que con más fuerza desprecia son precisamente a estos militares que, como Torres o Velazco Alvarado en Perú, además de sumar a sus condiciones castrenses la de ser semimestizos, deshonran sus uniformes declarándose poco menos que marxistas y actuando como tales. Que lo hagan un Castro o un Guevara, piensa, desembozados civiles comunistas, vaya y pase. Pero militares como este Torres, quien además parece haberse olvidado de que fue uno de los generales a los que no les tembló la voz ni el pulso cuando hubo que ordenar el asesinato del Che… Por cierto que también hay algunos, se consuela, como el general Onganía en Argentina, por ejemplo, que honran sus rangos actuando de acuerdo a lo esperado. Pero en general, concluye disgustado, toda Latinoamérica se está volviendo peligrosamente izquierdista.

Sumido en esas desesperanzadas reflexiones, comienza a recordar aquel viaje que efectuara por Sudamérica en los primeros tiempos de su trabajo en la CIA. Luego de solicitar infructuosamente a sus superiores que le permitieran desarrollar sus tareas en Vietnam, finalmente le habían encomendado esa gira de reconocimiento por el sur del continente. Era una simple misión de sondeo, de semiclandestina infiltración en ciertos ámbitos políticos y gremiales de algunos países sudamericanos donde existía el peligro de un avance izquierdista a causa de la contaminación ideológica producida por la revolución cubana.

Para llevarla a cabo decidieron cambiar su verdadero nombre por el de Jorge Valdez Sanders. Aunque su castellano era bastante rudimentario, un curso intensivo antes de partir le permitió dominarlo satisfactoriamente. Y una vez en su destino, en contacto con la gente de habla hispana, aprendió rápidamente muchos giros y modismos idiomáticos que tornaron veraz su versión -sustentada además por su fraguado pasaporte peruano- de que, aunque había vivido desde chico en Estados Unidos, por lo cual persistía su marcado acento inglés, en realidad era peruano.

Su primera parada fue en Panamá. Si bien esa nación no formaba parte de los destinos de su misión, se detuvo en ella para contactarse con algunos soldados veteranos que custodiaban el Canal, y que por ello ya estaban familiarizados con el idioma castellano. Tras una breve pero intensa práctica, llegó a dominarlo bastante bien, además de aprender las formas coloquiales de comunicación.

Su próximo destino fue Venezuela. Allí gobernaba Rómulo Betancourt, un político popular que ya formaba parte de la historia del país. Había obtenido la presidencia por segunda vez luego de que la junta militar que derrocara al dictador Marcos Pérez Jiménez permitiera su acceso al poder a través de elecciones. Pero así como Betancourt era depositario de una multitud de adhesiones, también generaba muchos rechazos. A la CIA no le preocupaba demasiado el descontento de la derecha -aunque ésta hubiera ya intentado asesinarlo en un atentado financiado por el dictador de Santo Domingo, Rafael Leónidas Trujillo- sino la violenta oposición de la izquierda, que ya había lanzado al monte los primeros focos guerrilleros y que había producido además dos fracasados  levantamientos  militares de esa tendencia en Carúpano y Puerto Cabello. Y precisamente para tratar de averiguar qué posibilidades de éxito podrían tener en el futuro esos movimientos era que lo habían enviado a Venezuela.

Cuando el húmedo y sofocante calor de La Guayra casi lo asfixió al salir del aeropuerto, lo asaltó la primera duda sobre la conveniencia de haber aceptado esa misión. Podría haberse negado aduciendo múltiples razones, y probablemente a la larga hubiera logrado su primitivo objetivo. Pero de pronto lo había invadido una acuciante curiosidad por saber cómo eran y qué pensaban esos desconocidos habitantes de un subcontinente extraño y contradictorio. Con los vietnamitas no habría tenido dudas; sabía que eran comunistas, que querían dominar el sudeste asiático para más tarde atacar a su país, y que lo único que había que hacer con ellos era perseguirlos y matarlos. Por eso había pedido que lo designaran allí, para ayudar a su gobierno a derrotarlos. Pero esta otra parte del mundo, de la que sólo tenía escasas y parciales versiones de algunos conocidos que la habían visitado, le despertó tal curiosidad que terminó por aceptar su designación sin más vacilaciones.

Sin embargo, mientras se dirigía a Caracas atravesando los verdes cerros del parque Ávila cubiertos de nubes plomizas anunciadoras de tormenta, volvió a preguntarse si el viaje valía realmente la pena. Pero cuando el taxi comenzó a descender la pronunciada cuesta hacía la capital venezolana, Caracas le causó buena impresión. Parecía una ciudad moderna, en pleno desarrollo urbanístico. Y como Betancourt había adherido sin retaceos a la “Alianza para el Progreso” propuesta por el presidente Kennedy, se autoconvenció de que había que hacer todo lo posible para afianzar su gobierno y ayudarlo a derrotar los intentos comunistas.

Su misión no tenía carácter decisorio, sino sólo informativo. El debía recabar la mayor cantidad de datos que pudiera y luego elevarlos a sus jefes lo más objetivamente posible, sin permitir que en el informe se trasuntaran sus opiniones o sus sentimientos. Pero a pesar de ello, no podía evitar que en lo más íntimo de sus convicciones afloraran su simpatía por el gobierno y los fervientes deseos de que éste lograra, con la ayuda de su país, desbaratar cualquier intento de la izquierda.

El primer contacto tuvo el aparente carácter de una ingenua coincidencia, pero en realidad había sido cuidadosamente premeditado. Aunque sólo le habían dado el nombre y una fotografía del presidente de la Federación de Estudiantes de Medicina, no le resultó difícil detectarlo y luego contactarse con él.

Roberto Licastro no tuvo motivos para sospechar cuando Valdez Sanders, junto a otro joven estudiante con el que había trabado relación al entrar al comedor estudiantil, pidió permiso para compartir con él y con otro estudiante que lo acompañaba, la mesa comunitaria del comedor.

-Podemos…?

A Licastro le pareció algo mayor para ser estudiante, pero como había tantos “crónicos” -y él mismo ya pasaba de los treinta- no se sorprendió. Lo único que le extrañó fue el acento.

-¿De dónde eres?

-Peruano. Lo preguntas por el acento, no?  Es que viví mucho tiempo en los Estados Unidos.

-¿Y qué haces por aquí? -preguntó intrigado. Aunque frunció el entrecejo, su tono no era agresivo, ni desconfiado.

-Recién le comentaba a José Luis -señaló al joven- que mi familia ha tenido que trasladarse a Venezuela porque mi padre es técnico en perforaciones y el estado lo contrató para trabajar en Maracaibo. Y yo me vine a Caracas a inscribirme en Medicina.

Licastro sonrió entre sorprendido e incrédulo, estudiándolo unos segundos, pero no dijo nada. El otro acompañante cambió una mirada cómplice con Licastro y luego le preguntó a Valdez Sanders:

-¿Cuántos años tienes?

-Treinta- mintió.

-Un poco tarde para empezar, no?

Sus ojos relampaguearon, atentos, pero contestó con seguridad:

-Bueno, tú sabes cómo es esto. Primero me gustaba psicología, y en California cursé dos años. Pero después dejé, y me puse a trabajar. Y ahora que había empezado medicina y en Lima ya estaba cursando el segundo año, justo a mi padre lo trasladan a Venezuela.

Los otros permanecieron en silencio mientras comían. Sólo por un instante las miradas de Licastro y Valdez Sanders, que estaban sentados enfrente, se cruzaron, fulgurantes. Finalmente Valdez Sanders comentó, sin dirigirse a nadie en particular:

-Me dijeron que aquí la carrera no es tan brava…

-La anatomía y la fisiología son iguales en todas partes- respondió con cierto sarcasmo el amigo de Licastro.

-A mí, que recién empiezo- comentó sonriendo José Luis, el jovencito que aún no había hablado -todo me parece muy difícil.

-No sé… me dijeron que aquí no hay tantas exigencia con el estudio, que hay más tiempo para hablar de otras cosas. Allí, en California, si quieres avanzar, tienes que estar todo el día pendiente del estudio. No te queda tiempo para nada.

-¿Ni para fuck?- preguntó el amigo de Licastro con un gesto elocuente.

Todos rieron, distendidos.

-No me refería a cachar -tradujo Valdez Sanders-, para eso siempre hay tiempo, es igual en todas partes. Aunque en cantidad, ya sabes; allá, con la liberación sexual, no hay ningún problema. No sé aquí, pero supongo que tampoco.

-No te olvides que los caribeños somos más calientes que los yanquis- afirmó Licastro con algo de desdén.

-Puede ser, pero yo no soy yanqui- replicó Valdez Sanders, serio.

Licastro lo miró a los ojos, también serio.

-Sin embargo, lo pareces.

Valdez Sanders le sostuvo la mirada unos segundos, pero finalmente desvió la vista y comentó con una leve sonrisa, mirando el plato:

-Por lo que veo, no te gustan mucho los yanquis.

-No me gustan nada- respondió amoscado -Ellos son los responsables de que los países latinoamericanos estén como están.

-A mí me parece que Venezuela no está tan mal. Caracas es una bonita ciudad…

-Pero muchos otros sí lo están- lo interrumpió Licastro. Y prosiguió con vehemencia: -Mira las islas caribeñas, o Bolivia, o Nicaragua. Mira lo que habían hecho de Cuba.

-Tienes razón- concedió -Pero en la mayoría de esos países, si no hay una dictadura, hay anarquía. ¿No te parece que con una democracia podrían estar mejor?

-Depende de qué tipo de democracia- intervino el amigo de Licastro. José Luis sólo escuchaba, serio y con los ojos bien abiertos.

-Bueno, Kennedy ha dicho que con la “Alianza para el Progreso” los países que tengan democracias…

-¡Al carajo con Kennedy! ¡Cómo se ve que vienes de allá! ¿No te das cuenta de que esa famosa “alianza” no es sino una fachada para seguir explotando a América Latina? ¿Leíste el discurso del Che en Punta del Este?- Valdez Sanders hizo un gesto ambiguo, sin negar ni afirmar, y Licastro continuó enfervorizado: -Los yanquis te ayudan siempre y cuando los gobiernos “democráticos”- subrayó despectivamente -acepten sin chistar las recetas económicas que ellos ordenan para defender sus intereses y poder seguir manteniendo a los pueblos en un nivel de mera supervivencia.

-Guevara ya vaticinó el fracaso de la alianza, y verás que el tiempo le dará la razón- apoyó el amigo.

-Pero entonces, qué solución ves para nuestros pueblos?

-No sé para el tuyo- respondió irónico Licastro -pero para el mío quiero un gobierno que se preocupe por los que menos tienen, no por los privilegiados de siempre.

-¿Como el de Castro?- arriesgó Valdez Sanders, cauteloso.

-Como el de Castro.

-La revolución.

-Sí, la única forma de lograr un gobierno igualitario es por medio de una revolución.

-¿No te parece un poco difícil hacerla en un país como Venezuela?  En Cuba fue fácil porque estaba Batista…

-La revolución se puede hacer en cualquier país del mundo. Sólo hacen falta voluntad y huevos.

-Pero ¿qué métodos emplearías?

Licastro lo miró a los ojos y luego respondió sorprendido:

-Oye, me estás interrogando?

Valdez Sanders sonrió apocado y bajó la vista.

-No, sólo pretendía saber cómo están las cosas por aquí.

-Las cosas por aquí andan mal, compañero- Y agregó molesto: -Pero me parece que tú no entiendes nada. O te haces el que no entiendes.

-¿Por qué?- intentó defenderse.

-Por nada, no te preocupes -Miró el reloj y le dijo a su acompañante, cambiando de tema: -A las tres teníamos que ver a Ricardo, no?

-Sí.

-Yo también tengo que irme- anunció Valdez Sanders, levantándose. Y dirigiéndose a José Luis: – No pierdas mi teléfono, y no te olvides de llamarme.

José Luis asintió sólo con el gesto, mientras terminaba el postre.

-Nos vemos- dijo Licastro, y se levantó. Su amigo sólo hizo un breve gesto de despedida con la mano.

Mientras salía del comedor, Valdez Sanders sonrió al pensar en el número falso que le había dado a José Luis, pero volvió a ponerse serio al tomar conciencia del peligro que significaban las ideas del presidente de la Federación, debido a su ascendiente sobre tantos estudiantes dispuestos a escucharlo. Más allá de su propia opinión sobre Licastro, que en cierta manera le había caído simpático, debía informar a sus superiores que era un sujeto sumamente peligroso para los intereses norteamericanos. Como sin duda lo es también este ceñudo miliquito Torres que ahora se está despidiendo de los bolivianos desde la retransmisión del mensaje originariamente emitido por la televisión durante la tarde.

Luego de unos segundos de reflexiva duda, finalmente Valdez Sanders apaga el televisor y se dirige a la heladera para prepararse otro gin tonic.


 

20

  La visión del profundo azul del Titicaca no alcanza a purificar los pensamientos de Pedro. Se ha despertado tenso, preocupado, y no sabe si atribuirlo al alcohol, al que no está acostumbrado, o a las angustiosas incertidumbres padecidas la noche anterior.

Mientras el ómnibus lo va acercando a su patria, no puede alejar de su mente imágenes sombrías, dolorosas. Pedro piensa en la muerte. En la muerte impersonal, genérica, y en la suya propia. En las provocadas y en la evitadas. Pero aunque cuantifica y cualifica, no halla respuestas válidas.

El es profundamente católico y trata por todos los medios de respetar los mandamientos. Pero piensa en la muerte natural de sus abuelos, de su madre, y en la violenta de su hermano en la cárcel. Y las comparaciones no encajan.

Sin embargo, tiene conciencia de que la vida es el bien supremo del hombre, y que nadie debería tener derecho a suprimirla. Pero entonces ¿por qué otros pueden tener ese derecho, y él no? ¿Por qué la vida de los mineros, de los obreros de las fábricas, vale tan poco? ¿Por qué tantos secuestrados, torturados? ¿Y los muertos por el hambre? Por un momento vuelve a sentir en su piel las descargas, los golpes, las quemaduras. ¿Por qué la vida de los ricos, de los poderosos, de los intocables, ha de valer más que la suya? La vida es la misma para todos, piensa. Y mientras lo hace, un sinfín de imágenes y sonidos rememorados  vuelven a incrustarle en el ánimo apremiantes dudas. Imágenes en las que el polvo producido por las explosiones cubre los rictus agónicos de los rostros, sonidos de secos disparos que ahogan lúgubres ayes de dolor. Imágenes y sonidos de hombres, de semejantes suyos, abatidos en un instante por milagros inescrutables.

Pero junto a esos recuerdos también se entremezclan otros, dulces y apacibles. María le había dicho:

-Voy a tener una guagua.

La cara habitualmente inexpresiva de Pedro se iluminó con una luz angelical, prodigiosa. Permaneció unos segundos con la boca abierta, la sonrisa bailándole en las comisuras, las mejillas, los ojos. Le acarició apenas el pelo y se quedó mirándole el vientre, como si esperara ver surgir de allí una milagrosa protuberancia.

-¡Va a ser un chango!- afirmó.

-¿Y por qué no una guainita?

-No, ha de ser machito, como yo y como el Walter.

María lo miró a los ojos, sonriente, lo besó rápidamente en la boca con un beso furtivo, casi robado, y se dirigió al interior de la casa.

Pedro se volvió lentamente hacia el este,  hacia ese rotundo sol que se elevaba en la mañana a medio camino de su cenit. Abrió los brazos en cruz, inclinó la cabeza hacia atrás y cayó de rodillas. Dejó que los rayos se le introdujeran por la piel, por la sangre, por el alma, hasta que un calor anhelado desde siempre le produjo esa grata sensación de bienestar que él atribuía a un siempre reiterado milagro. Sólo que esta vez, para su mayor dicha, los milagros serían dos.

Pedrito nació en enero, cuando el sol curtía las pieles y los cerros y el cielo se incendiaban con su luz en los ocasos. Y en el otro otoño nació Marita, culminando la felicidad de Pedro.

Pero la escuálida hacienda de su suegro era cada vez más escasa, y las bocas para alimentar se habían duplicado. Por eso Pedro decidió regresar a las minas, en las que aún seguía trabajando Walter. Rosita había concluido el colegio secundario y se había convertido en una bonita mujer.

Walter acogió su decisión con alegría, pero con cierta prevención.

-Aquí las cosas no andan bien, Pedro. Se trabaja mucho y se gana poco, como siempre, pero además se está volviendo muy peligroso. La Junta Militar se ha puesto muy dura, y dos por tres los milicos hacen una redada.

Pedro bajó la vista, meditó unos segundos y luego le puso una mano sobre el hombro.

-Pero estaremos todos juntos otra vez.

Walter lo miró con ternura y lo abrazó.

-Sí, Pedro, estaremos juntos- Luego, al separarse de él, le dijo algo preocupado: -La Rosita anda medio loca, piensa irse a vivir a La Paz. Dice que aquí no tiene futuro, que quiere trabajar allá para poder estudiar.

Pedro se sorprendió:

-¿Y vas a dejar que se vaya?

-No sé. Aunque apenas tiene diecinueve, está empecinada. Lo que pasa es que por aquí anduvo un blanquito de la capital visitando a unos parientes, y parece que estuvieron hablando.

-Y que se venga él para acá.

-No puede, trabaja en un banco- Después lo palmeó riendo despreocupadamente:-Ya  veremos qué pasa con la niña. De todos modos, me alegra mucho que estés de vuelta. Mañana voy a hablar con Jaime, el capataz, para que te confirme el trabajo.

Lo confirmaron, y Pedro volvió a sumergirse en la vorágine de picos, barrenos y vagones. Hubo nuevas redadas, trabajadores que volvieron con algunas marcas y otros que nunca regresaron. Como Walter.

Ahora, mientras el ómnibus caracolea en los cerros, siente que los espíritus de sus compañeros muertos le están reclamando a su espíritu vivo urgentes e inclaudicables decisiones. Al sentirse de nuevo en su tierra, rodeado por la fría inmensidad azul del Titicaca y con la cumbre del padre Illimani emergiendo en la lejanía por entre las cimas nevadas, ya no tiene dudas. Desde sus respectivas alturas, esos dos símbolos geológicos de su patria le están suplicando y a la vez ordenando.

Ya de noche, al iniciar el vehículo su descenso hacia el cráter de La Paz iluminado a sus pies, presiente una infinita zambullida en la eternidad.


 

  21

   El gin tonic no hace más que exacerbarle los resentimientos. No sólo contra el general Torres, Bolivia y los bolivianos, sino contra todos los que habitan al sur del río Grande.  Esos pueblos mezclas de indios, negros y latinos, piensa, sólo merecerían ser colonias de su país. Todos son vagos consuetudinarios, ignorantes y borrachos, incluso los habitantes del cono sur, esos pedantes gesticuladores y gritones que se creen superiores sólo por ser descendientes de europeos. Al menos los pueblos andinos, aunque sean sucios y vagos, son humildes y aceptan resignadamente la escala social que les ha tocado ocupar en la vida. Y los caribeños o brasileros, aunque tengan en sus genes el estigma  de los esclavos negros, por lo menos son alegres, despreocupados, y también aceptan sin chistar la supremacía nórdica y sajona. Salvo Castro, claro, pero ése es sólo un español grandilocuente y fanfarrón, igual que esos argentinos y uruguayos, mezcla de andaluces y calabreses que para lo único que sirven es para jugar al fútbol, ese  ridículo deporte que los enloquece.  Se  creen  muy vivos, pero no se se dan cuenta de que siempre serán subalternos nuestros, porque ellos son católicos, y la católica es una religión de esclavos. En cambio nosotros, los sajones, por ser protestantes nos hemos criado dentro de una cultura del trabajo, del esfuerzo y de la superación individual. La historia ha demostrado que sólo nosotros, los blancos arios y sajones, somos los destinados a gobernar el mundo, porque no esperamos las recompensas que nos puedan brindar en otras vidas, como hacen los católicos o esos estúpidos vietnamitas que creen en el nirvana, la reencarnación y esas pelotudeces. A nosotros Dios nos recompensa en esta vida, por nuestro esfuerzo y nuestro tesón, y por eso estamos destinados a liderar el mundo y a mandar sobre los otros pueblos. Aunque algunos piensen que, disfrazados de libertadores, estemos destinados a sembrar la miseria en el mundo. Pero llegará el día en que sean ellos mismos quienes vengan a pedirnos que los protejamos y los ayudemos económicamente, porque son tan inútiles que siempre están necesitando un caudillo o padre autoritario que los tutele y los reprima, o un corrupto lisonjero que los engatuse con falsas promesas. Son como malvados niños traviesos a los que hay que estar poniéndolos permanentemente en vereda. Y para eso estamos nosotros, para ayudarlos con buenos consejos o para intervenir directamente si las circunstancias así lo indican.

Como en Santo Domingo, por ejemplo, recuerda con una cierta nostalgia que interrumpe los resentimientos. Allí de nada valieron los consejos, las argucias ni las veladas o abiertas amenazas. La verdad es que esos mulatos tenían los huevos bien puestos, se ve obligado a conceder con disgusto. Si no hubiera sido por los marines… No como esos charlatanes cholos peruanos, que mucho cumpa, mucho hermano, pero cuando pueden te la dan por el culo. O estos apáticos collas bolivianos, que se las pasan haciendo revoluciones de juguete hasta que llega algún generalito y se acabó la revolución.

De pronto la sonrisa despreciativa se le borra de los labios y el gesto se le endurece. Aunque ha tratado por todos los medios de olvidar -y en gran medida lo estaba logrando- los equívocos derroteros que fuera obligado a seguir por unos absurdos e injustificados temores, muy de vez en cuando, como ahora, indeseados aguijones vuelven a desasosegarlo.

Pero el malestar le dura sólo un instante, ya que de inmediato el recuerdo se desplaza hacia Quito, la siguiente ciudad que visitó luego de abandonar Venezuela para proseguir su viaje por Sudamérica.

En Ecuador estuvo apenas unos días, porque la junta militar que había derrocado hacía poco al presidente Arosemena ya se había afianzado, y la represión y la censura eran lo suficientemente duras como para aventar cualquier posibilidad de sobresaltos. Aprovechó entonces para conocer a fondo la bella capital colonial, serena y quieta a pesar de la siempre amenazadora presencia del volcán Pichincha. Se sintió extrañamente conmovido al pisar el “centro del mundo”, en la línea del ecuador, pero más tarde se decepcionó en la visita que efectuó a los artesanos indios otavalos. “¡Indios! Todos son iguales: feos e ignorantes”.

Después fue a Colombia. Sus jefes ya habían enviado allí a gente especializada porque la situación sociopolítica no admitía errores de apreciación y porque, a pesar de la experiencia adquirida a través de sus contactos con los exiliados cubanos, él no dejaba de ser un novato. Pero igual fue, sobre todo para investigar las andanzas de un curita sociólogo llamado Camilo Torres, que andaba soliviantando a los pobres con sus prédicas sobre la “teoría de la liberación”, adoptada por una parte de la Iglesia Católica.

La guerrilla campesina ya no era por entonces esa dispersa multitud de desordenados grupúsculos que, desde el “bogotazo” del año 48, vagabundeaban por el interior colombiano asolando y saqueando poblados  para obtener dinero y víveres que les permitiera seguir subsistiendo; últimamente se estaban organizando en procura de constituir un mando unificado que englobara las distintas fracciones guerrilleras para de ese modo intentar el acceso al poder.

Primero se reunió con algunos gremialistas y políticos de poca monta, y luego se entrevistó con el párroco de una comunidad indígena asentada en los suburbios de Bogotá. El curita Urigoytía era un joven vasco tercermundista, y Valdez Sanders había conseguido que lo recibiera fingiéndose miembro del Opus Dei peruano.

-¿No crees que a algunos curas se les está yendo la mano en su apoya a la guerrilla?

-Mira –respondió cautelosamente Urigoytía- todo depende de cómo lo veas. La gente de las FARC(1), el ELN(2) y otras organizaciones pretenden constituir una sociedad más justa, en la que los pobres sean menos pobres y los ricos menos ricos. Y ello no está reñido con el Evangelio, por el contrario, es lo que predicaba Cristo: “Bienaventurado los pobres, porque de ellos será el reino de los cielos”.

-Pero Cristo predicaba también la paz, y estaba en contra de la violencia…

– La paz que predicaba Cristo era una paz basada en la justicia, y no en la prepotencia y la soberbia de los ricos; esa paz que pretenden para Colombia sus actuales dirigentes. Sin olvidarnos de los mercaderes del templo… -sonrió socarronamente el cura.

-Pero la iglesia oficial de Colombia, los obispos y las demás jerarquías, condenan el accionar de las guerrillas. El mismo Juan XXIII es un acérrimo defensor de la paz entre los pueblos.

-Sí, pero no te olvides de la Mater et Magistra. Allí defiende claramente un orden social más justo.

-Sin embargo –insistió Valdez Sanders- es indiscutible que la Iglesia siempre ha defendido la legalidad política, la estabilidad social, y estos guerrilleros lo único que hacen es sembrar el caos. ¡Si hasta se comenta que los están financiando los narcotraficantes…!

El cura volvió a sonreír.

-Los que fabrican y trafican la droga financian a cualquiera que les resulte útil. ¿O tú crees que no hay gente del gobierno, políticos importantes, que los están protegiendo siendo a la vez protegidos?

-Entonces ¿tú crees que la única salida es la vía violenta?

-Yo no dije eso –se apresuró a replicar Urigoytía, algo molesto- Lo que sí afirmo es que la sociedad colombiana, como muchas otras de Latinoamérica, es una sociedad injusta en la cual los pobres no tienen acceso a los más mínimos beneficios sociales mientras que los ricos, los hacendados, los terratenientes, los industriales, cada vez tienen más dinero. Incluso el rol de las mujeres es denigrante en esta sociedad. No me gustaría tener que darles la razón a quienes afirman que el celibato impuesto por la Iglesia es sólo un medio para impedir que las fortunas de los clérigos pasen a manos de sus esposas y sus familias, pero… Por eso muchos de nosotros, basándonos en la encíclica Mater et Magistra, estamos propiciando un cambio que contemple esta situación.

Luego de dudar unos segundos, Valdez Sanders preguntó:

-Entre esos sacerdotes está un tal Camilo Torres, no?

-Camilo es uno de los que luchan por una mayor igualdad social, sí. Pero hay muchos más en toda Latinoamérica.

Valdez Sanders volvió a permanecer en silencio unos instantes, y luego opinó:

-Ojalá Juan XXIII dure muchos años, pero no estoy muy seguro de que quien lo reemplace vaya a ser tan contemporizador. Al fin y al cabo, el clero siempre ha sido nuestro aliado… de los poderosos, quiero decir- rectificó de inmediato.

Urigioytíua lo miró irónicamente extrañado.

– ¿Tú eres de los poderosos, acaso…?

La carcajada de Valdez Sanders pretendió ser espontánea, pero sonó falsa, forzada.

-Sabes bien que no -El cura estaba examinándole el rostro, serio.

-Bueno, me voy –le extendió la mano Valdez Sanders, levantándose –Te agradezco mucho tus opiniones. Se las haré conocer a los amigos peruanos.

Urigoytía le indicó a un par de nativos que lo acompañaran hasta la salida de la comunidad.

“¡Indios! Son todos iguales: feos e ignorantes”, vuelve a pensar ahora, cuando el sueño continúa huyendo tras una espiral de recuerdos. “No hay caso, estos pueblos sólo existen para ser sometidos. No saben gobernarse, son como los niños”. Un relámpago de desconcierto lo desubica por un instante al acordarse de Santo Domingo, pero luego su atención vuelve a concentrarse en este presente de insomne hastío. “¡Y ahora hasta los curas se han vuelto comunistas! No sé lo que informarán los otros, pero lo que es yo, recomendaré tener mucho cuidado con ellos”.

Deja el vaso sobre la mesa y se acuesta, sabiendo que ya no podrá dormir.


 

22

  Una sonrisa casi tan luminosa como la soleada mañana resplandece en la cara de Pedro. Al sentirse otra vez entre su gente, la angustia y las dudas se han esfumado para dar paso a una agradable sensación de confianza, de seguridad. Mira con simpatía no sólo a las cholas que con parsimonia o ficticia premura deambulan por la plaza San Francisco, o a los artesanos que sin demasiado interés ofrecen sus trabajos en oro y plata a los escasos turistas, sino también a sus compatriotas de la clase alta, a esas mujeres vestidas a la última moda, meticulosamente peinadas y maquilladas, y a esos hombres impecablemente trajeados que transitan presurosos portando sus lujosos maletines de cuero.

Aunque hace apenas tres años que vive en La Paz, Pedro ha aprendido ya a distinguir a las damas y caballeros de la clase alta de sus pares proletarios, obreros y empleados que conforman la mayoría de la población paceña. Y no siente ningún resentimiento hacia aquellos, ningún recelo; los acepta simplemente como lo que son: sus superiores sociales. Al fin y al cabo, piensa, todos son bolivianos. Unos con más, otros con menos, todos son integrantes de la misma nación.

Pedro se sienta a la mesa de un bar y pide un café. Mientras lo paladea, recuerda de pronto otro café saboreado no hace mucho en otro bar cercano al de ahora, en compañía de Atahualpa Cachizumba, un delegado gremial amigo.

Atahualpa observaba con mal disimulado desprecio el paso de esos hombres y mujeres con inocultable aspecto de pertenecer a la clase alta.

-¡Míralos… mira a ese huevón y a esa conchuda, que seguro le pone unos cuernos así de grandes! ¡Y él tan creído…! Así son todos estos pendejos.

-¿Y tú cómo lo sabes? –preguntó Pedro sonriendo ingenuamente, pero traspasado de pronto por un relámpago de duda: “¿No me pondrá los cuernos María, ahora que yo estoy lejos?”.

-Porque así son todos estos ricachones. Todos llenos de plata, pero sin ningún escrúpulo. Con tal de tener más son capaces de entregar su mujer a cualquiera.

Pedro se tranquilizó al pensar que él quedaba afuera de esa calificación. Después opinó:

-Yo no creo que sean todos así. Algunos buenos habrá, también, como hay malos entre nosotros-El otro lo miró de reojo sin contestar, como desaprobando, y siguió bebiendo su café con la mirada fluctuando sobre la gente  que  pasaba, tratando de  ubicar los objetivos de su desprecio.   -Todos somos bolivianos, Atahualpa.

-Sí, pero unos queremos a Bolivia, y otros no. Esos que no la quieren sólo deben merecer nuestro odio. ¿Tú acaso no los odias?

Pedro permaneció en silencio, pero en su interior tuvo que reconocer que existían algunos compatriotas a los que no sólo no toleraba, sino que había aprendido -le habían enseñado, individuos como Atahualpa- a odiar: políticos, militares, ejecutivos de empresas estatales y privadas…, todos quienes, pensaba, explotan a la clase trabajadora. Y aunque su simpleza ignorara lo que es el odio, en el fondo de su espíritu sentía que sí, que sin duda los odiaba, porque de lo contrario no habría hecho lo que realmente hizo. Pero a pesar de esta certeza, en su corazón no anidaba la ira, ni el deseo de venganza; sólo sentía un vago pero visceral rechazo hacia ellos que lo obligaba a no quererlos como quería al resto de sus compatriotas.

-No lo sé, pero creo que sí, que los odio…

-¡Claro, Pedro; debes odiarlos para que puedas seguir luchando!

-Yo igual puedo, aunque no los odie.

Estaba seguro de que si hasta ahora había podido llevar a cabo lo que le habían pedido, había sido más que nada por solidaridad, por compañerismo o, en última instancia, por obediencia; por ese acatamiento al mando que su etnia llevaba incorporada en la conciencia colectiva desde hacía siglos. “Porque Pedro Saracho –pensó con orgullo- siempre ha sabido cumplir con lo que le han ordenado”.

Atahualpa terminó su café y se despidió algo bruscamente:

-Nos vemos.

Pedro se quedó pensativo, masticando la afirmación que hiciera: “Siempre he cumplido con lo que me han ordenado; en casa, en el trabajo y en esto otro, que no sé bien cómo llamarlo”.

Aventó los malos pensamientos y se sintió contento, como lo está ahora mientras camina lentamente por la plaza San Francisco con una amplia sonrisa que le ilumina el rostro y que hace que algunos transeúntes lo miren extrañados cuando pasan a su lado.


 

23

  Los recuerdos revolotean en la mente de Valdez Sanders. Por más que lo intente, no logra dormirse. Sabe que no tiene por qué preocuparse, que todo saldrá bien, como siempre. Sin embargo, punzantes aguijones continúan clavándole en el insomnio oscuros presagios. Trata de poner en práctica todos los artilugios que le han aconsejado y los que él mismo ha experimentado para tratar de dormirse, pero los fantasmas del pasado –que se entremezclan con los del presente- se empeñan en mantenerlo despierto.

Continúa recordando aquél viaje por Latinoamérica cuyos sucesos tanto lo marcaran. El próximo destino después de Colombia había sido Perú. El país estaba convulsionado, porque luego de que Raúl Haya de la Torre ganara las elecciones por escaso margen de votos sobre Fernando Belaúnde Terry, los militares habían dado un golpe de estado para seguidamente volver a convocar a elecciones. En el Cuzco, Luis de la Puente Uceda había formado los primeros cuadros guerrilleros procastristas, y siempre estaba presente el fantasma de que algunos militares nacionalistas dieran un nuevo golpe, pero esta vez de tinte izquierdista.

Sin embargo, los informes que recogió fueron bastante alentadores, porque los sondeos eleccionarios favorecían ahora a Belaúnde Terry, quien ya había enviado tranquilizadores mensajes a Estados Unidos en materia económica. “Todo está atado, y bien atado”, como decía Francisco Franco y pensaba Valdez Sanders, de modo que también aquí se dedicó a visitar los bellos balcones limeños, sus iglesias coloniales y los dos museos que ponen de manifiesto las inocultables contradicciones del alma humana: el deslumbrante “del oro”, en el que se evidencia todo el refinado sentido artístico de una fenecida civilización americana, y el espeluznante “de la Inquisición”, que descubre al visitante las ocultas llagas abiertas de una de las más degradantes y trágicas facetas de la religión católica romana.

También fue a Cuzco, donde, a pesar de sus reticencias raciales, no pudo dejar de reconocer la belleza de las ruinas de Pisac, la sólida majestuosidad de la fortaleza Sacsayhwamán, la misteriosa imponencia del inconcluso templo de Ollantaytambo, con sus macizos bloques de piedra de varias toneladas enclavados en la cumbre de un monte de empinadísimas laderas.

Finalmente fue a Machu Pichu. Luego de escalar el pequeño Hauyna Pichu, permaneció un largo rato sentado en su cima, contemplando absorto desde la altura las ruinas de la ciudad que albergara a las vírgenes del sol, asombrado y al mismo tiempo confundido por tener que reconocer la capacidad creativa de una raza que él consideraba inferior.

Pero la admiración le duró poco, porque viajando en el tren que lo llevaba de Cuzco a Puno volvió a constatar  la apatía y la falta de  higiene de esos cholos y cholas que observaban con respeto y hasta con envidia, pero al mismo tiempo con desconfianza y resentimiento, su apuesta figura de hombre blanco. Y la indiferente tolerancia con que los había mirado hasta entonces volvió a trocarse en despectiva arrogancia cuando, ya en territorio boliviano y a bordo de un desvencijado ómnibus que lo llevaba a La Paz, tuvo que soportar el contacto físico con la gente del lugar.

El disgusto había comenzado cuando el chofer y su acompañante fueron acomodando, tanto en la bodega como en el techo del vehículo, un sinnúmero de bártulos, cajones con verduras y aves de corral;  creció al tener que sentarse junto a un indígena cubierto con el típico poncho y el uncho de los collas, y se acrecentó sobremanera cuando su sensible olfato no tuvo más remedio que percibir los vahos odoríferos que exhalaban las axilas del individuo y las misteriosas profundidades ocultas bajo las amplias polleras de las collas sentadas en el piso del ómnibus. Pero cuando realmente adquirió ribetes de clímax fue cuando una de ellas, que viajaba parada con su hijo de meses en brazos, sin mediar palabra alguna le depositó el niño sobre la falda. Quizá por la sorpresa, o talvez por la enigmática mirada que la mujer le dirigió acompañando el gesto entre displicente y autoritario, Valdez Sanders no atinó a rechazarlo y permaneció con el niño sobre sus muslos, sin tocarlo pero sin atreverse tampoco a devolvérselo a su madre o al menos a efectuar algún gesto de protesta. Se quedó mirándolo con la boca abierta, respirando superficialmente para evitar aspirar el mal olor que despedía. Cuando la mujer terminó de efectuar algunas maniobras en su ropa y en un cesto con comida que había depositado en el piso, sin darle las gracias y sin brindarle algún mínimo gesto de agradecimiento retiró a su hijo de la falda de Valdez Sanders como si lo hubiera hecho directamente del asiento sin que él estuviera presente y lo colocó en su espalda dentro del kepe.

Recién entonces Valdez Sanders salió de su asombro lanzando a la mujer una fulminante mirada de impotente indignación, aunque sin formular ningún tipo de queja. Sólo se quedó mirándola, esperando alguna respuesta, pero ella permaneció indiferente, con la mirada ausente perdiéndose en el lejano azul del Titicaca que se desplazaba velozmente a través de la ventanilla.

Antes de llegar a La Paz, el ómnibus se detuvo en un puesto de control, y dos uniformados subieron al vehículo. Al pasar junto a él, los hombres intercambiaron miradas de interrogación, pero finalmente se dirigieron sin vacilar hacia uno de los asientos traseros donde, luego de increpar al pasajero que viajaba del lado de la ventanilla, lo hicieron levantar bruscamente y casi a empellones uno de ellos lo fue llevando por entre las collas que permanecían sentadas en el piso hacia la puerta delantera del ómnibus, mientras el otro sacaba de bajo del asiento varias madejas de lana que su dueño estaba contrabandeando.

“¡Qué gente, por Dios!”, pensó Valdez Sanders. “¿Qué se puede esperar de ellos?”. Pero mientras lo hacía, uno de los uniformados regresó hasta dónde él estaba y con gesto hosco le solicitó:

-Pasaporte.

-Soy peruano…- intentó aclarar.

El hombre pareció no entender, sorprendido como si ya hubiera dado por sentado que no lo era.

-Documento, entonces.

Como Valdez Sanders no lo tenía, aunque estaba en un país limítrofe no tuvo más alternativa que mostrar su pasaporte. El otro lo revisó brevemente y le ordenó:

-Acompáñeme.

Valdez Sanders se tragó el “¿por qué?”, y de mala gana lo siguió hasta bajar del ómnibus.

El uniformado le mostró el pasaporte a su colega, aparentemente su superior quien, luego de revisarlo detenidamente, se lo devolvió con un esbozo de sonrisa bajo sus bigotitos negros. “Algún día a éstos también habrá que disciplinarlos”, pensó rencoroso mientras recibía el pasaporte.

-Puede continuar- Y antes de que Valdez Sanders subiera al vehículo agregó: -Discúlpenos, pero hay mucho ilegal peligroso por aquí.

“¡Ilegal peligroso… la puta que te parió!” -insultó interiormente.

¡La puta que los parió!, engloba ahora a todos los latinoamericanos. Hace más de dos horas que continúa intentando dormirse, sin lograrlo. Se revuelve en la cama, se tapa la cabeza con la almohada y al fin se consuela pensando que mañana tendrá la reunión con el coronel Villarroel y los otros, y que ya falta poco para que esto termine y pueda volver a casa.


 

 24

   Casi sin darse cuenta ha llegado caminando hasta la plaza Murillo, y como está algo cansado, se sienta en un banco. Allí, de cara al edificio desde el que se rigen los destinos de su país, se ha puesto a reflexionar, y de nuevo lo han invadido algunas dudas, algunas ambigüedades. Aunque tiene la certeza de que, como lo ha hecho siempre,  finalmente terminará por cumplir con su misión, esta vez, quizá por ser distintas las circunstancias y porque sus sentimientos también son diferentes, siente que le cuesta más llegar al fin de su trabajo. Nunca antes había tenido que actuar fuera de su país, nunca la misión se había demorado tanto ni tampoco unos ojos casi violetas se le habían incrustado en el recuerdo como lo han hecho ahora.

Aunque no es la primera vez que ha salido de Bolivia, en la otra oportunidad no lo había hecho para cumplir un encargo, sino para satisfacer una antigua y  omnipresente curiosidad que lo impulsaba a una búsqueda que presentía inconclusa pero que no dejaba de acuciarlo desde el día en que su madre, antes de apagarse tan calladamente como había vivido, le dijo en un susurro que ya casi era silencio: “Algún día trata de buscar a tu padre; él siempre te quiso mucho”.

Pedro tenía entonces quince años, y no existía ninguna posibilidad de llevar a cabo lo que su madre moribunda le pedía. Pero ni bien cumplió su mayoría de edad, a pesar del disgusto de Walter y de la sorpresa de María -a quien ya conocía-, se subió a un ómnibus y luego a un tren  que, después de recorrer los alucinantes salares de Uyuni donde el rojo y el blanco se reflejan y refunden en el infinito horizonte, atravesar parte del polvoriento altiplano y pasar frente a las imponentes catedrales de piedra  roja de Tupiza, lo depositó finalmente en Villazón, en la frontera con Argentina.

Mientras atravesaba las agrestes y desoladas alturas del norte argentino, su ansiedad iba en aumento a medida que se preguntaba cómo sería esa nación que la mayoría de sus compatriotas miraban con admiración pero también con el recelo que produce la envidia hacia los pueblos cultural y económicamente más avanzados. Pero para Pedro Argentina no era el granero del mundo, el pueblo más alfabetizado de Latinoamérica ni el de mayor ingreso per cápita de la región; para él era sólo la calurosa selva tucumana, sus cerros pelados y nevados en el invierno y, sobre todo, el mar, esa inabarcable extensión salada de la que Bolivia carecía. Y su población sólo significaba para él, además de las bonitas muchachas que su padre solía mencionarles a veces, entre sonrisitas y desperdigadas palabras medio en broma y medio en serio, una vaga rememoración de sus propios ancestros.

Rufino Saracho les había contado historias de los incas y de los indios quilmes, la tribu que habitara una ciudad al norte de Tafí del Valle y cuyas ruinas él visitara en una oportunidad. Y también le había descrito, aunque sólo lo conocía por referencia de su propio padre, la majestuosa belleza del pucará de Tilcara. Por eso Pedro decidió detenerse primero allí, para conocer la legendaria fortaleza.

Mientras caminaba con precaución, tratando de no estropear su calzado y de no desgarrar sus ropas en los cardones que abundaban en el lugar, su mirada tropezó de pronto con un viejo indio que se hallaba sentado en una especie de apacheta. La piel dura y apergaminada de la cara del hombre, en la que se hundían unos ojos apagados por el tiempo y una boca que más que orificio parecía la antigua cicatriz de un tajo, le atrajo de tal modo la atención que, sin apartar la vista de ella, se fue acercando hasta quedar frente al viejo. Las débiles voces de algunos turistas se habían ido esfumando en el manso gemir del viento al herirse en las espinas de los cardones, y en el cielo un cóndor -¿águila, buitre…?- dibujaba un lento, planeado e invisible círculo.

-Hola- se animó finalmente Pedro. El viejo sacudió apenas la cabeza en señal de saludo y sus labios, que por un instante parecieron querer despegarse, volvieron a configurar una sellada herida -Frío, no?

Por fin la mirada del hombre, que había permanecido lejana, sobrevolando los cerros, se posó en el rostro de Pedro. El silencio se hizo espeso y se solidificó, cristalizando el escaso  metro de distancia que separaba los cuerpos.

-¿Hablas quechua?- preguntó de pronto el viejo. Pedro negó con la cabeza -Pero eres quechua- afirmó. Un leve encogimiento de hombros precedió la respuesta:

-Soy boliviano.

-Eso no importa. Yo nací aquí, en Argentina, pero soy omaguaco, diaguita. Y tú eres quechua, descendiente de los incas- Pedro sonrió sin saber qué responder.  Un esbozo de curiosidad asomó en las abismales cuencas del viejo -¿Qué haces por aquí?

-Vine a conocer Tucumán. Mi padre era de ahí.

-¿Murió?

-No sé. Se volvió de Bolivia cuando yo era chico.

-Y ahora vienes a buscarlo…- Pedro asintió bajando la mirada -No lo vas a encontrar.

-Quién sabe- se animó a contradecirlo Pedro, levantando de nuevo la vista y mirándolo a los ojos.

-Es inútil. Si se fue por su propia voluntad, porque era su deseo, no lo vas a encontrar nunca.

Luego de unos segundos, Pedro comentó:

-No sé por qué se fue. Quizás algo lo obligó…-

-Cuando un padre abandona a su hijo, éste nunca más lo encuentra. Aunque vuelva a verlo, y hasta a hablarle.

Pedro permaneció en silencio, meditando.

-Quizás era muy joven y no se dio cuenta.

-La juventud es un defecto que se corrige con los años; si hubiera sido sólo por eso, después habría vuelto. No, sería un milagro que lo encontraras y te reconociera.

Pedro lo envolvió con una mirada dulce, y afirmó con seguridad:

-Yo hago milagros.

El viejo achicó aún más sus hundidos ojos y sus finos labios se extendieron, acentuando las profundas arrugas de las mejillas.

-Ya lo sé.

Pedro se quedó algo sorprendido, pero la sonrisa no se le disipó.

-Creo que si lo busco con fe, lo voy a encontrar.

El viejo meditó unos instantes, dudando, y finalmente le dijo:

-Si vas a Tucumán, pregunta en Amaicha por el Inti Choque. Él es mi hermano menor, y es chamán; quizá pueda ayudarte a encontrar a tu padre. Vive cerca del pucará de los quilmes, y allí es donde oficia. Yo soy el Chispe-

-Inti Choque- recordó lentamente Pedro.

-Pero la verdad,  creo que ni siquiera él será capaz de encontrarlo.

Pedro le agradeció y se marchó despacio, volviendo a ratos la cabeza para comprobar que el indio no se había esfumado en el aire límpido del atardecer. Recién cuando la silueta de la restaurada pirámide del pucará ocultó definitivamente su figura, comenzó el descenso de la colina abrazada por el río.

Ahora mira a su alrededor, y la multitud de rostros aindiados que lo rodea se refunden en uno sólo. Se acuerda de las palabras del viejo y de su posterior deambular por los cambiantes paisajes tucumanos, y aunque la nostalgia pretende por momentos escamotearle la alegría de estar nuevamente en su patria, entre su gente, se afirma a sí mismo que todo saldrá bien, que tiene que salir bien.

Se levanta, mira con orgullo el palacio presidencial y se siente más boliviano que nunca.


 

25

  -Todo marcha sobre rieles- informa Valdez Sanders -Faltan algunos detalles, pero en general el plan está listo.

-¿Qué porcentaje de éxito le asignan?- pregunta el cónsul chileno.

-Coronel Villarroel…- traslada la pregunta Valdez Sanders.

-Ustedes saben que en estas cosas nunca se puede estar seguros -explica el coronel-, pero si no surgen imprevistos y todo se cumple de acuerdo a lo pactado con Banzer, yo diría que casi no hay posibilidades de fracaso. El único riesgo, aunque mínimo, es la actitud que pueda tomar la C.O.B. (3) y, sobre todo, los mineros.

-¿Creen que pueda haber riesgo de guerra civil?- insiste el cónsul -Porque esto tendrá mucho que ver con lo que está sucediendo en mi país.

-Yo no lo creo- interrumpe Patiño -Los sindicalistas de mis minas están bien infiltrados, y pueden ser neutralizados rápidamente. Ya se sabe que sin líderes…

-Pero ¿habrá que suprimir a algunos?

-No creo que haga falta- responde Villarroel -Pero, de ser necesario…

-Les repito que hay mucha gente infiltrada, dispuesta a actuar sin contemplaciones- reitera Patiño.

-Por otro lado -agrega Villarroel-, la  postura  de Lechín y del P.R.I.N.(4), de oposición frontal al gobierno, nos favorece, aunque estemos en las antípodas ideológicas.

-¿Y cuál es la posición de su gobierno? -pregunta el terrateniente López Ovando a Valdez Sanders.

-El embajador me comunicó ayer que tiene el okey del Departamento de Estado. Nixon preferiría que fuera incruento, pero si hay resistencia dará carta blanca para actuar, incluso con apoyo efectivo.

-Seguramente no podrá ser incruento -afirma el coronel Villarroel -Ya sabemos que si actúa la aviación, los muertos serán inevitables.

-Y necesarios… -agrega Valdez Sanders sonriendo levemente.

Se levanta, se sirve más güisqui y da unos pasos alejándose del grupo. Mientras mira distraídamente los cuadros que adornan las paredes, escucha todavía al cónsul que comenta: “Yo sigo temiendo una guerra civil”. Luego se abstrae en sus propios pensamientos, y ya no oye las opiniones que continúan emitiendo los otros.

La guerra civil, se afirma a sí mismo, es la única guerra válida, y hasta podría decirse justa, porque en ella se mata al auténtico enemigo: el conocido al que se odia. En la guerra civil cualquiera puede asesinar impunemente al vecino que le miró de mala  manera a su mujer, al que lo difamó o incluso al que, sin ser su enemigo, se le tiene envidia por su posición social,  económica,  o incluso simplemente  por su apostura física.  En ella se mata enemigos de verdad, no como en las guerras convencionales, en las que los que se matan son desconocidos y anónimos individuos que, si se los llegara a conocer, hasta podrían resultar amigos. En la guerra civil uno decide a quien matar, no a quien le ordenan. El estudiante puede matar al profesor que lo aplazó, o al policía de la otra cuadra que lo golpeó durante la toma de la facultad; y el policía puede a su vez secuestrar, torturar y matar al poeta buen mozo que le robó la novia. En cambio, en la guerra entre naciones no hay odio, ni rencor, ni resentimiento; se mata porque sí. O se evita matar, concluye su reflexión, mientras piensa en el mulato de Santo Domingo.

Su misión en la República Dominicana debía ser sólo de inteligencia y apoyo logístico. Todos  -incluso él-  pensaban  que la intervención  iba a ser un simple paseo sin demasiadas complicaciones. Pero cuando las tropas del general Caamaño Deñó, a las que se unieron gran cantidad de civiles armados, comenzaron a ofrecer una fuerte resistencia a los primeros marines que desembarcaron en la isla, Valdez Sanders tuvo que informar de urgencia a Washington sobre la necesidad de una masiva invasión que actuara con todos los medios a su alcance.

Aunque la aviación y las tropas del general derechista Wesin y Wesin castigaban intensamente los barrios populares, la población civil armada, junto a las sublevadas tropas de Caamaño, continuaban ofreciendo una encarnizada resistencia, y en algunas zonas de la capital hasta habían conquistado nuevas posiciones.

Si bien el menosprecio de Valdez Sanders por los pueblos centro y sudamericanos seguía incólume, su sagacidad lo obligaba a aceptar, aunque a disgusto, que algo debía de existir en el sentimiento de esa gente para  que empuñara un arma contra la más poderosa maquinaria de guerra existente sobre el planeta. Su raciocinio le permitía comprender sin problemas que los vietnamitas, por ejemplo, lucharan contra su país, porque además de estar peleando por su territorio, ellos eran comunistas, y el enfrentamiento ideológico entre los comunistas y su país tornaba inevitable la lucha entre ambos bandos. Pero esta gente no sólo no estaba peleando por una ideología opuesta, sino que incluso lo hacía por los mismos valores que su país preconizaba como forma de vida para todas las naciones: la democracia. Porque lo que Caamaño Deñó y su gente estaba tratando de lograr era el restablecimiento en el poder del presidente Juan Bosch, elegido democráticamente un tiempo atrás y derrocado luego por una junta militar.

Pero aunque la duda lo obligaba por momentos a replantear sus ideas sobre estas cuestiones,  finalmente optaba  por desecharlas  empujado por su ferviente xenofobia. Por otro lado, ninguna duda podía desviarlo del deber patriótico que se había autoimpuesto de ayudar a consolidar la supremacía de su país en todo el mundo.

Por ello no dudó ni un segundo en dirigirse a las líneas de fuego cuando le ordenaron conectarse con el jefe de una división que avanzaba por uno de los barrios más poblados de Santo Domingo. Él podría haber enviado a un emisario, o comunicar lo que le habían ordenado a través del comando central de la invasión. Pero decidió hacerlo personalmente, un poco para comprobar in situ la realidad de la situación, pero más aún para involucrarse de una vez por todas en un auténtico enfrentamiento armado donde se pudiera percibir el olor de la sangre y se presintiera la omnímoda presencia de la muerte. Sus misiones siempre habían sido de inteligencia, y si en alguna oportunidad algún peligro lo había rondado, había sido sólo porque existía la posibilidad de ser descubierto, pero nunca había estado realmente comprometido en acciones de fuerza donde pudiera ser herido o incluso muerto. Por eso, cuando el jeep que lo transportaba comenzó a internarse en la zona de lucha y el ruido de los disparos de ametralladoras y obuses que lanzaban los marines le indicaron  que por fin se aprestaba a actuar decisivamente en defensa de su país, aunque sólo llevaba al cinto una pistola con un cargador, la sensación mezcla de euforia y temor que lo invadió fue lo más parecido que se puede sentir ante una verdadera entrada en combate.

Todo se había desarrollado de acuerdo a lo previsto y el mensaje y las órdenes habían sido trasmitidos cuando, ya de regreso, varios civiles armados con fusiles y una metralleta atacaron el vehículo desde un callecita perpendicular a la que transitaban. Lo único que sintió fue una sacudida y una leve quemadura en el hombro. Ordenó al conductor que acelerara pero el jeep, con los neumáticos perforados, zigzagueó y luego se incrustó en una de las paredes que bordeaban la estrecha calle. Y al saltar a tierra para intentar protegerse de los tiros fue que la pierna izquierda le flaqueó, haciéndolo rodar sobre el empedrado.

Mientras retiraba de la zona de la ingle su mano empapada en sangre, sintió que lo tomaban de las axilas y lo arrastraban hacia la calle lateral. Pudo ver al conductor y a uno de los soldados quietos sobre el vehículo, el conductor con la cabeza ensangrentada sobre el volante y el otro despatarrado boca arriba sobre el asiento trasero. El tercero estaba con los brazos en alto al lado del jeep, y cuando la figura desapareció de su vista ocultada por la pared de la esquina hacia la que era arrastrado, alcanzó a ver el brazo y el hombro de un civil que empuñaba una metralleta sacudidos por la seguidilla de tiros. El hombre, un moreno bajo y musculoso, volvió junto a los otros.

-Ése era el que le dio a Jorge- afirmó despectivamente, señalando la pared de la esquina.

Otro individuo, en mangas de camisa y cubierto por una gorra, le estaba palpando el cuello a un compañero caído.

-Está muerto- dijo, y se quedó mirándole la cara joven y pecosa con una expresión ausente.

Otro de los hombres, señalando a Valdez Sanders con la barbilla, le preguntó a un mulato alto y atlético que parecía ser el jefe:

-¿Y éste?

Valdez Sanders se rozó la cintura con el brazo sano; la pistola ya no estaba.

-Soy peruano, de la O.E.A(5).- se apresuró a mentir.

Todos se sorprendieron al oírlo hablar español.

-¿De la O.E.A….? – desconfió el mulato. -¿Tienes credenciales?

-Tengo mi pasaporte peruano.

   -¡Pero tú eres yanqui!- lo increpó al comprobar su acento.

-No, no… soy peruano.

-¡No mientas!- le gritó otro de los hombres, un flaco de pelo enrulado y fino bigotito negro.

Sin saber por qué, Valdez Sanders pensó admirado: “¡Todos tienen bigotito negro!”. Luego sintió que iba a desmayarse.

-Está perdiendo mucha sangre- se preocupó el mulato, examinándole las heridas.

-¡Mátalo de una vez!- le dijo el flaco.

Reaccionando de su mareo y haciendo un gran esfuerzo, Valdez Sanders miró al mulato a los ojos. En su mirada no había odio, ni temor, pero tampoco un pedido de clemencia. Era sólo una mirada vacía, resignada. Supo que  moriría, y le causó extrañeza que no le importara. No pensó en su familia, ni en Susan, su último amor, ni en sus amigos y camaradas. Sólo deseaba una definición, porque no podía soportar la duda entre ser o no ser.

El mulato le sostuvo la mirada, que tampoco era de odio, pero menos aún de compasión; aunque en sus labios faltaba la sonrisa, era más bien una mirada irónica.

-Dime le verdad, ¿eres yanqui?

Pensó que  ya no valía la pena mentir.

-Sí.

El otro permaneció unos segundos mirándolo, decidiendo. Finalmente dijo:

-Debería matarte, pero no lo haré- Los demás lo miraron sorprendidos. Bajando la voz, agregó: -De todos modos, lo más probable es que igual te mueras- Volvió su mirada hacia los otros. -No puedo matar a un tipo a sangre fría, desarmado.

-¿Qué tú no ves que tenía una pistola?

-Pero no estaba combatiendo. ¿Verdad que no estabas combatiendo? -casi lo incitó.  (1) Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia

-No- alcanzó a murmurar.

-¡Mátalo, Porfirio! ¡Es un puto marine!

-Vamos, compañeros- ordenó, asomándose a la calle donde estaba el jeep. Los otros lo siguieron de mala gana.

Antes de que un trozo de cielo azul plomizo se desplomara, girando, sobre él, Valdez Sanders alcanzó a oír que se reanudaban los tiroteos. Cuando despertó, lo primero que vio fue el frasco de plástico con el suero. No sentía dolores, sólo el golpetear del vehículo rodando sobre la calle de adoquines. Después el golpeteo se aceleró hasta transformarse en un agradable ronroneo que devino en susurro, y su conciencia volvió a desaparecer.

Cuando volvió a despertar, sintió que estaba a bordo de un buque. El espacio era pequeño, las paredes y las sábanas limpias, y el frasco de suero seguía colgado a su lado.  Pero supo que no estaba  en un hospital  porque su cuerpo apoyado sobre  el rígido almohadillado de la camilla se mecía suavemente. Además, aparte del hombre con guardapolvo blanco que permanecía a su lado, en el lugar había también un individuo con el uniforme y el gorro de la armada norteamericana, y en el vano de la puerta vio recortarse la silueta de un marinero.

Miró al oficial -ya pudo comprobar que era un oficial- y abrió la boca para preguntar cómo estaba, pero sus labios no emitieron ningún sonido.

-Está mejor- adivinó el oficial -Le extrajeron las balas, y se va a curar. Una le atravesó la vena femoral, y perdió mucha sangre. Menos mal que la patrulla que venía detrás de ustedes vio lo que ocurría.

-¿Los agarraron?- alcanzó a balbucear.

El oficial hizo un gesto de extrañeza.

-¿A los que lo hirieron?

Valdez Sanders asintió con la cabeza.

-¿Para qué quiere saber? No sé, creo que no.

-Era un mulato grande, fornido – se agitó.

-Tranquilícese.

-Me gustaría saber…- Se interrumpió porque el sopor volvía, y porque un dolor punzante le tironeó el hombro.

El otro sonrió.

-No se preocupe, lo importante en el combate es salir con vida- Después reflexionó como para sí mismo: -En la guerra, los americanos siempre queremos enterarnos hasta de los más mínimos detalles, porque somos muy nacionalistas, hacemos la guerra porque realmente la sentimos- Su mirada se había perdido en el vacío cuando agregó: -No como los europeos, que la hacen sólo por una atávica cuestión cultural, casi como un pasatiempo- Se levantó, le palmeó el hombro sano y, antes de retirarse sonriendo, elevó apenas su mano derecha hacia el gorro en un simulacro de saludo militar. El hombre de blanco, sin pronunciar palabra, salió tras él.

“Hacemos la guerra porque la sentimos….”, piensa ahora Valdez Sanders, dudando. Aunque él nunca antes de Santo Domingo había estado en un combate, siempre había deseado la guerra, había creído en su inevitable necesidad.  Pero con el tiempo, al comprobar cuales eran las funciones que a él le tocaba desempeñar en los hechos de fuerza en que, directa o indirectamente, intervenía su país, el ansia de comprometerse se le fue debilitando en la misma medida en que iba creciendo su eficiencia. Con cada nuevo éxito con que coronaba su misión, con cada nuevo método -aunque fuera el más aberrante- con el cual  lograba su cometido, las ganas de seguir involucrándose se le fueron agotando hasta que sus trabajos llegaron a convertirse en simples actos de rutina. Como esta misión de ahora, que ya lo tiene cansado y con el ánimo ansioso de que se produzca cuanto antes el desenlace para poder regresar de inmediato a su país.

Cuando el contenido del vaso se acaba y deja de mirar el último cuadro en el fondo de la sala, uno de sus ayudantes bolivianos está diciendo:

-…y siempre hay tiempo de sumar otros elementos. Al señor Valdez Sanders, por ejemplo, lo han citado para ofrecerle la ayuda de un grupo de civiles armados. Por otro lado, Prado confirmó su apoyo. Y Banzer, ya saben que regresó a Bolivia. Está en Santa Cruz.

-También la Falange (6) está preparada- observa Patiño.

Valdez Sanders mira con detenimiento a cada uno de los presentes, quienes en ese momento ignoran su presencia enfrascados en sus propias observaciones. Una mueca entre amarga y cínica le contrae los labios, e interviene para afirmar con ficticia firmeza:

-Señores, creo que ya está todo dicho, por lo que sería conveniente dar por terminada la reunión. Fijemos la próxima para el miércoles, que supongo será la última.

-Sí, yo también creo que está todo dicho- asiente el coronel Villarroel- Señores…-

-Hasta le miércoles.

Uno a uno se van despidiendo y salen de la sala de conferencias, en el décimo piso del hotel. Valdez Sanders vuelve a llenar su vaso. No sabe si atribuir el leve mareo que le entrecierra los ojos al alcohol o a las luces de la ciudad que, a través del ventanal, están titilando a sus pies. Aunque su mirada planea sobre los edificios, lo que está viendo se halla muy lejos, en dirección al norte.


 

26

      La sonrisa se esfuma de los labios de Pedro cuando abren la puerta.  Él esperaba ver a Rosita, pero quien se asoma es una jovencita de impecable delantal blanco y una toca como de enfermera. No es muy distinta de Rosita, piensa Pedro. Quizá más joven, pero tan linda como ella.

El departamento está en el cuarto piso, y ha debido subir  por el ascensor. El vacío en el estómago que siempre se le produce cuando debe hacerlo -las pocas veces que lo ha hecho- se le ha magnificado ahora por la ansiedad de ver a Rosita.  “No sé  por qué no ha salido ella”, reprocha en silencio. El se había anunciado por medio del portero, y por eso el gesto de extrañeza y decepción cuando la mucama le franquea la entrada.

El living es más bien pequeño, pero amoblado con buen gusto. “Ya viene la señora”, le ha dicho amablemente la chola. “¡La señora…!”. Siente que la gastada campera de tela desentona en el lugar, pero enseguida se arrepiente del sentimiento. Rosita es su hermana, y no se va a andar fijando en esos detalles. Pero aunque la cara de Rosita irradia alegría cuando finalmente aparece, algo frío y distante en su mirada, algo entre despectivo y compasivo a la vez, le enturbia su propia alegría. Sin embargo, al beso y al abrazo los presiente sinceros, cálidos; todo lo cálidos que sus costumbres le permiten a una recatada y pudorosa relación entre hermanos de distinto sexo.

Desde que vino a La Paz, muy pocas veces había visto a Rosita y a Rolando, su marido; y esta es la primera vez que viene al departamento. Antes ellos vivían en Miraflores, y él en las últimas estribaciones de El Alto, por lo que debía disponer de cierto tiempo para poder visitarlos. En los casi tres años que vive en La Paz, sólo un par de veces Rosita había ido a su casa. Y Rolando, ninguna. Las excusas eran siempre las mismas: exceso de trabajo en el banco, el necesario descanso de los fines de semana, algún paseo extra… Pero Pedro sabe que el único motivo por el que Rolando nunca ha ido a la modesta casa que él comparte con un  matrimonio y sus  tres hijos, es porque lo menosprecia.  Como en Bolivia trabajar en un banco es estar ubicado dentro de la alta burguesía, siempre le ha disgustado tener un cuñado que sólo sea un simple obrero de fábrica. Como tampoco nunca ha podido asimilar que su esposa sea la hermana de un activista muerto en la cárcel. Pero claro, Rosita es su mujer, y no tiene más remedio que aguantar. En cambio su cuñado…

Por otro lado, Pedro tampoco había tenido demasiado tiempo para visitarlos. Con su agotador trabajo en la fábrica de laminados y con su otra actividad, las horas se le escapaban y siempre llegaba cansado a su casa. Pero ni bien le sobraba un tiempo solía hacerse una escapada para ir a visitarlos, aunque a él tampoco le agradaba Rolando. “Ser pobre no es ninguna virtud”, le había dicho su cuñado un día en que Pedro defendió una huelga de los trabajadores de la fábrica donde trabajaba. “Pero tampoco es un defecto”, le había respondido él, “más bien es una desgracia”. Rolando había insistido despectivamente: “Ser pobre no da derecho a nada”. Y él: “A exigir alimentos, ropas y un techo, sí”. Finalmente su cuñado se había vuelto de espaldas, dando por terminada la cuestión.

Atildado, circunspecto y ceremonioso, Rolando era el prototipo de burócrata de rango medio que se cree imprescindible y que por consiguiente pretende que se lo trate como tal.

El recuerdo le hace preguntar:

-¿Cómo está Rolando?

-Bien- responde Rosita, desviando la mirada como si le disgustara hablar de él con su hermano. -¿Y cómo están María, y los chicos?- cambia de tema.

-Espero que bien, hace como dos meses que no los veo. Ya no puedo viajar tan seguido como antes- La nostalgia le entristece el gesto, y permanece callado.

A pesar de todo,  Pedro tiene la certeza de que su hermana lo quiere como él la quiere a ella, y que quizá desearía ser más demostrativa. Pero los años de matrimonio con Rolando y una vida social en común, evidentemente la han cambiado. Ya no ve en ella a la chiquilina reconcentrada pero siempre sonriente que jugaba con sus amigos invisibles en su mundo de fantasía, ni a la adolescente pizpireta que ya era asediada por los muchachos, ni siquiera a la jovencita decidida y segura de sí misma que vino a la gran ciudad en busca de su destino. Ahora la ve -y se lamenta de ello- sólo como un indeseado apéndice social de Rolando.

Sin embargo es su hermana, aún es Rosita.

-¿Y a ti, como te va?

-Bien, bien- No está nerviosa, pero tampoco contenta.

-Lindo el departamento…

-Un poco chico, pero para nosotros dos está bien.

-¿Y para cuando las guaguas?

La risita ahora sí es nerviosa.

-Ya vendrán… Tú sabes, hasta que no termine la facultad…

El presente se le va entremezclando a Pedro con los recuerdos de la otra Rosita, la niñita que él y Walter ayudaron a criar cuando su padre… ¡Su padre! Y su madre, y Walter… Pero ahora sólo queda Rosita, esta Rosita que se va alejando, lenta pero irremisiblemente, de su vida. Y entonces desea con todas sus fuerzas retenerla, regresar a aquel tiempo en que eran una familia. Esa familia que sufrió la primera pérdida definitiva con la muerte de su madre, pero que él trató de reconstruir ni bien pudo, viajando a la Argentina en busca de su padre.

Había parado un día en Jujuy, y luego, cruzando las fantasmagóricas formaciones rocosas ocres y rojizas de la Quebrada de la Concha, desde Salta había llegado a Cafayate. Después, en Amaicha del Valle preguntó por el Inti Choque.

Lo encontró en su rancho, camino al pucará de los quilmes. Era gordo, de mediana estatura, con largo y duro pelo negro. Se cubría con un típico poncho norteño, y en su boca refulgía un diente de oro.

-Me manda el Chispe, su hermano de Tilcara.

-¿El Chispe? -se asombró- ¿No se había muerto el Chispe?

-No…creo que no…

-¿Y que querés vos?- lo interrumpió. El gesto era duro, hosco.

-El me dijo…- Calló un momento, y luego afirmó: -Ando buscando a mi padre.

El otro lo miró a los ojos profundamente, como queriendo extraerle el más recóndito de los secretos.

-Seguí.

-Se vino de Bolivia para aquí, para Tucumán, cuando yo era chico.

-Seguí.

Dudando, Pedro sacó las fotos del bolsillo y se las mostró.

-Es lo único que tengo de él.

-Y los recuerdos…

-Y los recuerdos, claro.

El Inti Choque miró las fotos y lo interrogó:

-¿Cómo era él?

Pedro empezó despacio:

-Cholo, pero casi blanco. Sencillo, pero despierto. Bastante hablador.

-¿Venía con plata?

-No creo; era pobre. Éramos pobres- subrayó.

-Vamos a ver.

Comenzó a poner hierbas en una ollita que hervía sobre el rescoldo, mientras fumaba un gran cigarro de hoja.

-¿Y vos, tenés plata?

-Algo- respondió, y lo miró de reojo.

La ollita continuaba hirviendo. Empezó a pasar sus manos sobre el vapor, entrecruzándolas, mientras exhalaba grandes bocanadas de humo. Después de un rato, murmuró:

-Ya lo veo- y volvió a callar.

Aunque Pedro no demostraba impaciencia, estaba ansioso. Después de otro largo rato de fumar y mover las manos sobre la olla, de repente se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, y afirmó:

-Está muerto. Lo siento.

Pedro no supo si esto último se refería a la percepción o al sentimiento. Lo embargó la decepción, pero no la pena.

-¿Está seguro?

-Sí; no vale la pena que lo sigás buscando. Está muerto.

Ambos permanecieron en silencio, hasta que Pedro lo miró, receloso; era evidente que no le creía. Aunque continuó callado, estaba seguro de que su padre seguía con vida.

-Volvete a Bolivia, muchacho. Vas a perder tiempo y plata al pedo.

Pedro sonrió levemente y ambos se pusieron de pie. Sus rostros estaban muy próximos, y el fétido aliento mezcla de alcohol, hierbas y tabaco que salió de la boca del chamán, le hizo retroceder un paso.

-¿Cuánto le debo?- preguntó.

-Cien.

-Tome- Lo miró a los ojos fijamente -Le pago, pero no le creo. Yo sé que está vivo, y lo seguiré buscando.

El chamán exhaló otra gran bocanada de humo sobre el rostro de Pedro, y tomando el dinero le dijo despectivamente:

-Hacé como quieras. Vos sabrás- Le dio la espalda y se dirigió al interior del rancho.

Más tarde, Pedro fue hasta el pucará de los quilmes, donde le habían dicho que el Inti Choque oficiaba sus rituales. Las ruinas, salpicadas por grandes cardones, le produjeron sentimientos encontrados. Por un lado, lo emocionaba la vaga y fantasmal presencia de esos seres que habían luchado contra los ancestros de su raza, pero por otro estaba decepcionado por la actitud del chamán. Elevó su mirada más allá del cerro en el que se recuesta la antigua fortaleza, y pidió un milagro: encontrar a su padre. Porque sabía que esta vez el milagro no dependía de él, sino del destino.

En Tafí del Valle, rodeado por la belleza gris y austera de los cerros, interrogó infructuosamente a los megalitos y apachetas  indígenas que custodiaban el lago, y luego descendió hacia el umbrío verdor de la selva. En cada recodo del sinuoso camino, tras cada añoso tronco o escondido en el tupido follaje de los árboles, imaginaba ver el sonriente rostro de su padre. Pero a medida que descendía hacia la llanura, la furtiva sombra paterna se fue desdibujando, y cuando llegó a los cañaverales lo único que quedó de él fueron las fotografías.

“No vale la pena que lo sigás buscando. Está muerto”. Aunque intentaba con ahínco desechar las palabras del Inti Choque, se le habían incrustado tozudamente en el cerebro y en el alma. A medida que preguntaba en Concepción, en Monteros, en Simoca, la esperanza de la supervivencia del padre se fue debilitando hasta que de la primitiva certeza sólo le quedó un regusto amargo. Y no sólo por la decepción producida por la infructuosa búsqueda y la consiguiente  imposibilidad del reencuentro, sino también por la impotencia de no poder concretar el milagro que su fe necesitaba para desvirtuar las terminantes palabras del chamán.

Cuando ya desesperaba de encontrar algún dato positivo, en un boliche de Simoca donde unos paisanos disputaban una reñida partida de truco, al mostrarles las fotografías al final de la disputa, uno de los hombres, luego de mirarlas detenidamente, afirmó sonriendo:

-Sí…es el Rufino- A Pedro le retembló el espíritu y la esperanza reapareció, intacta. Pero casi de inmediato volvió a replegarse hasta quedar agazapada, al acecho. -Me acuerdo muy bien de él, trabajamos un tiempo juntos. Conque tu viejo, eh? Mirá vos… ¡Era un loco lindo este Rufino!

-¿Era…?- sufrió Pedro, mientras el hombre le estudiaba la cara con simpatía -¿Hace mucho que no lo ve?

El otro se puso serio, y con un gesto vago comentó:

-Mirá, yo no te puedo decir mucho, sólo que trabajó un tiempo conmigo en la zafra, cuando recién se vino de Bolivia. Me supo contar que tenía familia allá, pero que no sabía si iba a volver. Que le gustaba más Tucumán, que acá se ganaba más, pero que si le iba bien quizá con el tiempo hiciera venir a la familia.

-Pero, no lo vio más?- se le estrujó el corazón a Pedro.

El hombre lo miró a los ojos, serio.

-No, muchacho, no lo vi más.

Las lágrimas no eran un componente de la fisiología de Pedro que habitualmente se pusieran de manifiesto. Y aunque tampoco esta vez lo hicieron, el húmedo brillo de los ojos evidenció que allí estaban, latentes e inquietas, prontas a salir.

-¿Tampoco supo más nada de él?

El hombre meditó un momento antes de responder, sopesando la conveniencia del anuncio. Finalmente se decidió, aunque todavía dudando.

-Qué te puedo decir. No fue nada concreto, sólo un rumor. Otro compañero se enteró por mentas que lo habían herido fiero en una pelea. Pero ya te digo, fueron sólo comentarios, y yo concretamente nunca supe más nada de él- Pedro permaneció en silencio, mirando el piso de tierra. -Lo siento, muchacho. Tomate una ginebra, yo pago.

-Gracias- negó con el gesto. Guardó las fotografías, hizo un vago ademán de despedida y se levantó.

-¿Qué vas a hacer ahora?- le preguntó otro de los hombres antes de que se retirara. Cuando se dio vuelta y los miró, una chispa de esperanza brillaba en sus ojos.

-Seguir buscándolo.

Los otros intercambiaron miradas en las que se mezclaban la ironía y la compasión, y Pedro salió al caliente vaho de la noche. Una luna grande y blanca derramaba su pálida luz sobre el chato caserío y sobre sus encontrados sentimientos. Su esperanza y su fe le urgían continuar la búsqueda, pero su raciocinio le estaba gritando que ya no valía la pena, y que era hora de volver.

Se quedó un rato mirando la luna con la ansiedad de un licántropo, sintiendo que la cálida brisa primaveral se le metía en la sangre haciéndola bullir.

Volvió al boliche. Una pertinaz y pícara idea había comenzado a rondarle el deseo. Los parroquianos lo miraron algo sorprendidos, pero volvieron a acogerlo con simpatía.

-¿Y, te decidiste a tomar la ginebra?

Luego de negar con la cabeza, con timidez y como dudando preguntó:

-¿No habrá por aquí alguna guaina que… que quiera venir conmigo?

Los hombres terminaron de sorprenderse, pero de inmediato uno de ellos interrogó con la mirada a sus amigos y con sus tácitos asentimientos afirmó: “la petisa”.

-Mi padre siempre decía que las argentinas… las tucumanas, son muy lindas.

-La petisa te va a gustar. ¿Tenés plata?- Ante su afirmativa, instó con sorna: -Acompañalo vos, Julián, que la conocés bien.

La casita quedaba en la otra cuadra. Era pequeña y modesta, pero Pedro olió la limpieza. Y la chica que salió a atenderlos, casi una adolescente, también olía a limpio, a flores silvestres.

-Aquí te dejo a un amigo que viene de lejos, de Bolivia. Atendélo bien- le recomendó antes de retirarse.

-¿Cómo te llamás?- preguntó ella luego de entrar a la habitación.

-Pedro, y tú?

-Margarita.

-Como las flores- sonrió Pedro.

La muchacha le devolvió la sonrisa entre irónica y divertida.

-¿Te parezco una flor?

Pedro la miró de arriba a abajo, y afirmó con la cabeza. Era menuda, morena, con un resplandeciente pelo negro que le llegaba casi a los hombros. Ella le tomó la mano y lo hizo sentar en la cama.

-¿Ya querés?- Un leve encogimiento de hombros le indicó a la muchacha que quizá fuera preferible esperar -Sos medio tímido vos, no?

Entonces una seriedad casi agresiva se instaló en el rostro de Pedro. La tomó de los hombros e intentó recostarla bruscamente sobre la cama, pero ella se resistió riendo:

-¡Pará, pará…! ¿Te salió el indio de golpe?

-Soy indio- subrayó, todavía serio -Colla- Luego el rostro volvió a serenarse -Mi madre era colla, pero mi padre no; el nació aquí, en Tucumán- La mirada se le volvió nostálgica y voló hacia la noche, hacia los cañaverales -Yo lo ando buscando.

La chica le dijo lentamente, con una leve ironía:

-Aquí no lo vas a encontrar- El tono de voz era insinuante pero a la vez dulce. La mirada también.

Pedro volvió a empujarla sobre la cama, y a- hora ella no se resistió. Sólo le pidió:

-Dejame sacar la ropa.

Pero el deseo de Pedro era una marea que cre-cía y crecía, indetenible. Le pasó la mano bajo la falda y sin transición, casi con un solo movimiento, le palpó los glúteos, le bajó la bombacha y se abrió el cierre. Como un felino liberado, el miembro saltó para buscar refugio en esa caverna húmeda y oscura que le ofrecía un generoso abrigo donde dormir, o morir. Cuando el vaivén se tornó frenético y un bramido interior le aviso a Pedro que el estallido estaba próximo, no quiso permitir que el felino se durmiera sin antes probar esas dulzuras que, presentía, eran las responsables de la ausencia de su padre. Y cuando sus labios se posaron finalmente sobre los rojos y turgentes de la muchacha, comprobó que el azúcar de miles de cañaverales se le metía en la sangre a través de la boca. El felino rugió, enfurecido, y luego, aún encabritado pero ya vencido, se fue durmiendo lentamente.

La chica, que había permanecido quieta, casi sin tiempo para ayudarlo, no sólo no rehuyó el beso, sino que cuando Pedro ladeó la cabeza para  que descansara junto a la suya, volvió a levantársela y tiernamente, como una madre haría con su hijo recién nacido, apoyó sus labios sobre los él. Antes de abrir los ojos,  Pedro ya sabía que había realizado otro milagro.

Cuando, después de levantarse el cierre, le preguntó cuánto era, la chica bajó la mirada y se encogió de hombros.

-Lo que vos quieras.

Pedro le extendió un billete.

-¿Está bien? Ya me queda poco…

 

 

-Sí, sí- respondió ella casi con disgusto, como con vergüenza.

Pedro dejó el billete sobre la mesita y después de un silencio largo anunció, mientras ella terminaba de arreglarse la ropa:

-Bueno, me voy.

-¿No querés quedarte un rato?

Luego de otro silencio en el que Pedro estuvo meditando, se decidió:

-No, mejor me voy. Pero nunca me voy a olvidar de ti… Margarita.

Todavía se quedó unos días más en Tucumán, compartiendo el vino y el asado de los zafreros mientras recababa en alguna comisaría, registro civil o boliche alguna noticia sobre su padre. Pero ya sabía que era inútil, y que aunque ello le causara una gran desazón, debía reconocer que el Inti Choque había tenido razón.

De Tucumán se fue a Salta. Allí tomó el tren carguero que serpenteaba entre los pelados cerros ocres y grises tras los cuales, a trechos, asomaban los níveos penachos de los nevados andinos, y luego de pasar por el solitario San Antonio de los Cobres llegó finalmente a Socompa, ya en Chile.

Después, en un camión que transportaba granos, recorrió la desolada y fantasmagórica Puna chilena rumbo a Arica. Cerca de Iquique, como un espejismo del desierto, aparecieron ante su vista un par de casitas abandonadas pero aún bien conservadas.

-¿Qué son?

-No sé- respondió el conductor del camión -Siempre que paso las miro para ver si hay alguien, y no. Pueden haber sido de algún minero de Iquique, pero tan lejos… no pue’. La verdad, no sé.

De pronto los envolvió una comanchaca, y cuando la niebla desapareció tan súbitamente como había aparecido y el cielo volvió a resplandecer, límpidamente azul, sólo el desierto se extendía por todas partes. Pedro miró hacia atrás, sorprendido.

-No están…

-No, ya no están- murmuró el hombre, escupiendo por la ventanilla. Luego ambos permanecieron en silencio, serios, durante un largo rato.

Durante la noche, mientras la cinta asfáltica iba quedando atrás plateada por una luna grande y fría a medida que ascendían, Pedro volvió a pensar en Tucumán. “Tenía razón el viejo. ¡Qué lindo es!”. Y una ternura extraña, desconocida, volvió a llenarle el recuerdo de nostalgia.

Por la mañana, mientras transitaban las áridas cuestas de la Puna antes de sumergirse en el oasis de la eterna primavera de Arica, el chofer le comentó:

-Oye, cabro, ¿sabías que esto antes era de los peruanos?

-No-

-Sí, se lo quitamos a los cholos hace años- rió el hombre, bien moreno y de abundante pelo rizado pero de rasgos europeos, mediterráneos -Ustedes también antes tenían salida al mar, allá por Antofagasta- continuó el conductor, escrutándolo de reojo.

“El mar”, siguió pensando Pedro, sin contestar. “El viejo supo decirnos que antes Bolivia tenía mar”.

-¿Y por qué ahora no tenemos?- pensó en voz alta.

-¿Mar? Pue’, porque lo perdieron.

-Nos lo quitaron…

-Bueno, así es la guerra, compadre. Unos ganan, otros pierden.

-Nosotros siempre perdemos- se dolió Pedro.

-No creai, compadre. Cuando pelearon con Paraguay, fue como un empate- volvió a reír.

“¡Tantas guerras! Con razón los yanquis hacen lo que quieren con nosotros”. Después se alentó: “Pero algún día vamos a ganar”.

-Mira, pue’- interrumpió sus pensamientos el otro, señalando hacia abajo -Ahí está el morro de Arica. Y el mar.

Pedro se quedó mirando hacia la lejanía, achicando los ojos para ver mejor.

-Parece el Titicaca, sólo que más grande.

-Mucho más grande, compadre; mucho.

Así fue como, un poco decepcionado, Pedro conoció el mar. Después volvió a La Paz y de allí a su casa para recibir la ansiosa y algo recelosa requisitoria de Walter y el alborozado y jubiloso cariño de Rosita. Pero ahora no hay alborozo ni júbilo en el rostro de su hermana cuando, mirando inquieta su reloj pulsera y revoleando los ojos, dice:

-¿No te enojas si te dejo un momento? Tengo que arreglarme un poco porque ni bien llegue Rolando vamos a salir.

-Sólo vine para saludarte, ya me voy.

-¡Pero no, quédate!- protesta ella -Es un momento.

El ruido del picaporte sobresalta a Pedro, que se pone de pie. La sorpresa detiene por un instante la entrada de Rolando cuando Rosita le abre la puerta, pero luego saluda a Pedro cortésmente:

-¿Qué haces por aquí?- Sin embargo, la sonrisa es fría, y el apretón de manos también.

-Vine para saludarlos, pero ya me iba.

Rolando permanece callado, sin intentar retenerlo.

-Le dije a Pedro que teníamos que salir, pero aún es temprano…

-No, no, ya me voy. Tengo que hacer algunas cosas.

-Como quieras- corta Rolando. Aunque luego agrega por compromiso: -Pero si deseas tomar un café, o un aperitivo…

-No gracias. Además, no me siento muy bien.

-¿Qué te pasa?- se preocupa Rosita.

-Nada, es como si me faltara un poco el aire- Luego agrega rápidamente -Pero ya se me va a pasar. Hasta pronto, Rosita- se despide con un beso.  -Rolando…- le extiende la mano.

-Cuídate.

-Cuídate tú también- En los labios de Pedro hay una sonrisa angelical que vela la ironía cuando agrega en voz baja: -No sabes lo peligrosa que se está poniendo La Paz…


 

 27

  Valdez Sanders exhala el humo del cigarrillo en el tubo del teléfono mientras escucha la respuesta a su pregunta:

-Somos un grupo de civiles que queremos ayudar. Quizá para la toma de alguna emisora, o algo por el estilo. O para lo que sea necesario; tenemos buen material.

-¿Y por qué me llaman a mí?

-Porque conocemos de su misión en Bolivia por Quiroga Paz, su ayudante- “El Chino”, piensa. “Raro, justo ahora que lo mandé a Washington”.

-¿Y qué es lo que quieren?

-Entrevistarnos con usted lo más rápidamente posible. Sabemos que queda poco tiempo…

“Saben mucho”, continúa pensando. “Lástima que el Chino ya esté regresando y no lo pueda llamar para verificar. Es tarde para poder ubicarlo”. Finalmente se decide:

-Está bien. ¿Cuándo pueden venir al hotel?

Tras un breve silencio, la voz del otro lado responde:

-Preferiríamos que no fuera en el hotel. Puede ser peligroso, tanto para nosotros como para usted.

-¿Peligroso? ¿Por qué?

-Los servicios nos conocen. Si vamos allí y nos siguen, ponemos en peligro el plan- “Tienen razón” -Mejor se encuentra usted solo con uno de nosotros en un lugar público. Nos parece más seguro- “¡Seguro! ¡Seguridad en esto…!”, ríe para adentro. Pero accede a medias:

-Está bien. Déjenme pensarlo hasta mañana y les contesto.

Luego de otro breve silencio dubitativo la voz solicita con cautela:

-Sería mejor que no pasara tanto tiempo. Ya no queda mucho…

Ahora el que permanece en silencio es Valdez Sanders. “Es cierto, ya no hay tiempo”.

-Llámenme en un par de horas ¿Les parece bien?

-Sí, está bien.

“Con estos bolivianos nunca se sabe”, reflexiona. “Pero si lo mencionan al Chino…”

Quiroga Paz es su colaborador desde hace apenas tres años, pero es como si lo conociera desde siempre. Su lealtad ha sido probada varias veces, y nunca lo defraudó. Su  mano derecha en Bolivia es como una sombra sigilosa siempre dispuesta a escabullirse; ni su familia conoce sus actividades, y si ahora se lo mencionan es porque en realidad lo conocen.

Lo habían contactado con él desde la embajada, y la primera muestra de lealtad la dio cuando lo de Guevara. “Los del Partido lo han abandonado definitivamente, señor, aunque públicamente afirmen lo contrario. Está casi solo, y muy enfermo. Queda apenas un grupito que anda por la Quebrada del Yuro”.

Ya se lo habían confirmado desde la embajada, pero quiso cerciorarse con los altos mandos.

-Si, los rangers ya los tienen ubicados, aunque todavía no han hecho contacto-

-Necesito estar allá cuando suceda.

-Puede ir en avión hasta Santa Cruz, y desde allí le ponemos un helicóptero.

-¿Están seguros de que él comanda ese grupo?

-Totalmente seguros. Barrientos no quiere dar demasiados datos para no alertarlos, pero aunque se divulgara la noticia, están tan aislados que ni se enterarían- sonrió con sarcasmo el militar.

-Yo no estaría tan seguro- replicó -Ustedes no lo conocen tan bien como nosotros; incluso estando solo es un peligro- Hizo una pausa y luego reflexionó en voz baja: -Salvo que haya decidido suicidarse…

Unos días después Quiroga Paz le había comunicado:

-Lo tienen, señor.

-¿Vivo?

-Sí. Está herido, pero levemente.

-Consígueme de inmediato un vuelo a Santa Cruz. No de línea, del ejército. Habla con los de la Special Force.

En el aeropuerto de Santa Cruz lo esperaba un oficial con su ayudante.

-¿Dónde está?

-En la Higuera, en la escuela.

-¿Quién está a cargo allá?

– Creo que el capitán Gary Prado -duda- Él comandaba el pelotón que lo apresó.

Un rostro de gestos nerviosos y una mano no demasiado firme lo reciben cuando baja del helicóptero en La Higuera.

-Soy Ronald Princeton, de la CIA.- Ante el gesto de sorpresa del otro, aclara de inmediato: -Para ustedes, Valdez Sanders. ¿Cuál es la situación?

-Coronel Centeno -se presenta- Estoy esperando órdenes del general Ovando.

-Las órdenes ya están dadas, coronel- masticó lentamente las palabras- Las dio Barrientos.

-Pero yo dependo del general Ovando…-dudó.

-Y Ovando de Barrientos. Y Barrientos…- interrumpió la frase con una sonrisa cómplice. Pero después concedió. -De todos modos, si quiere esperar… Aunque cuanto más rápido se resuelva esto, mejor para todos.

-¿Adónde lo llevarán?

Valdez Sanders lo miró fijamente a los ojos:

-No habrá traslado, coronel. Al menos, no antes…

Centeno le sostuvo la mirada, pero parpadeando. Finalmente preguntó:

-¿Qué vamos a hacer?

-¿Qué podemos hacer, coronel?- extendió las palmas de las manos hacia arriba y estiró los labios en una sonrisa irónica.

Centeno desvió la vista y meditó un momento. Pero sólo fue un momento.

-Que venga el suboficial Terán- ordenó a un soldado. Cuando llegó el subordinado, levantó la barbilla en dirección a la escuela -Es tuyo, “Reque”- El suboficial abrió los ojos y la boca, sorprendido -Tómate unos tragos antes, si quieres, y hazte acompañar. Pero hazlo rápido.

Terán se apartó y le pidió a un soldado: “Tráeme aguardiente, una botella entera”, mientras los músculos de su rostro viraban alternativamente  de la angustia al temor.

Valdez Sanders caminó hasta la puerta y se detuvo en el vano. Permaneció un rato con la mirada fija hacia adentro, como fascinado, y aunque en un momento dio la impresión de querer hablar, continuó callado. Después bajó la vista, dio media vuelta y se dirigió hacia donde estaba el coronel Centeno manipulando un radio. El oficial pareció liberarse de un enorme peso cuando al cabo de un rato anunció:

-El general Ovando me acaba  de confirmar lo que usted dijo- Después gritó: -¿Y, Mario, qué están esperando?

El tiempo se detuvo cuando Terán, medio tambaleante por el alcohol y el miedo, se dirigió seguido del otro al interior del rancho que servía de escuela. Un silencio pesado rodó por la selva circundante, deteniendo el trino de los pájaros y el misterioso sonido de las alimañas. Después, el silencio se quebró en mil pedazos destrozado por la ráfaga de la metralleta.

-Listo, se terminó- dijo Valdez Sanders levantándose -Es increíble lo prosaico que suele ser el final de una leyenda. Ahí adentro no hay ahora un héroe, ni un mártir, ni nada que se le parezca; sólo un hombre muerto- Y concluyó en voz baja: -La mejor situación en la que puede estar un enemigo.

Mientras Terán y su acompañante salían con los ojos desorbitados y las bocas abiertas, Valdez Sanders los hizo a un lado y penetró en la casa seguido por Centeno.

-Ahí lo tiene, capitán- le dijo palmeándolo -Los laureles son todos suyos- Después se acercó al cadáver sucio, barbudo y ensangrentado que yacía despatarrado en el suelo, le miró un instante a la cara y meneó la cabeza.

-¡Pelotudo! -murmuró  -¡Querer enfrentarte a nosotros!- Cuando sintió  la mirada dura de Centeno en su nuca aclaró de inmediato, alzando la voz: -A todos nosotros, por supuesto. A Estados Unidos y sus aliados…

Una vez afuera, le dijo al coronel:

-Habrá que ponerlo presentable. Ahora sí tendrán que trasladarlo a un lugar donde lo puedan ver los periodistas, para que todo el mundo conozca el fin del famoso Che.

-Lo llevaremos a Valle Grande, si le parece bien- Y agregó presuroso: -Si lo autoriza el general Ovando, claro.

-Claro, coronel, claro….

Cuando el cuerpo magro, lleno de heridas como si fuera un descendido Cristo crucificado, fue expuesto en el hospital de Valle Grande, Valdez Sanders dio una vuelta a su alrededor en muda despedida. “Ni tu rastro quedará, muchacho. Desaparecerás, y pronto serás olvidado. Es el destino de los supuestos héroes. Lo único que perdura es el poder, y el poder lo tenemos, y lo tendremos siempre, nosotros”. Se quedó mirando el rostro ya afilado pero aún bello,  inundado por una  serenidad  que trascendía  la muerte y que era totalmente ajena a su agitada vida. “Aunque, quien sabe, el poder es tan fluctuante que a veces el de un muerto puede ser más poderoso que el del más poderoso de los vivos”.

Al salir del hospital, le dijo a su ayudante Quiroga Paz:

-Listo, Chino, misión cumplida. Me vuelvo a Washington.

Pero ahora el que debe volver de Washington es el Chino, mientras él sigue aquí, anclado en esta Bolivia que lo tiene cansado y fastidiado. “Con estos bolivianos nunca se sabe…  Pero no hay modo de verificarlo. El Chino ya debe estar abordando el avión, y estos quieren una respuesta en dos horas. La verdad, nunca vienen mal algunos refuerzos. Por otro lado, conociendo mi dirección, si planearan algo raro me podrían haber interceptado sin problemas y sin tener que ponerse primero en contacto conmigo. Debe ser cierto que lo conocen al Chino. Lo mejor será llamar a Villarroel, y si ellos no ponen objeciones, me encontraré nomás con su contacto. Lo único que quiero es descansar, irme de vacaciones a una playa y dejar de una vez por todas este frío, estas alturas y esta aridez que rodea la ciudad por todas partes.” Mientras mira distraídamente el teléfono se queda pensando: “Qué raro, después de tanto tiempo, justo ahora venir a acordarme de Santa Mónica”.


 

28

  -¿Recuerdas bien todos los pasos? Si no te acuerdas de algo, dilo.

-No, está bien- Los ojos mansos de Pedro miran casi sin mirar al grupo de hombres que rodea la mesa.

-¿Seguro, Pedro?- se interesa, serio, otro de los compañeros -Mira que esto es muy importante…

-Ya sé, no te preocupes; todo va a salir bien.

-¿Estás seguro de que no quieres que te vigilemos, por las dudas?- insiste el que ha hablado primero. Tiene la piel cetrina, los ojos achinados, los labios gruesos. Cholo.

-Prefiero ir solo, me siento más tranquilo. Siempre voy solo- subraya, recordando.

Juan le había dicho entonces, riendo:

-¿Te acuerdas de cuando te explotó la bomba antes de tiempo?

-Me acuerdo.

-Fue un milagro que no te pasara nada.

-Sí, un milagro.

Juan se puso serio, y comenzó a explicarle:

-Tú has visto cómo se han vuelto a poner las cosas. De nuevo se ha encarajinado todo con esta junta militar de mierda, represora y asesina- Pedro se acordó vagamente de Walter. Juan le puso la mano sobre el hombro: -Hay que volver a la lucha, hermano, no nos queda otra solución.

La imagen de Walter se le fue nitidificando hasta que refulgió, sonriente, en su memoria.

-¿Quieres que haga algo?

Juan lo miró a los ojos.

-Tienes que ayudarnos. Nos estamos organizando de nuevo.

Y Pedro volvió a ayudar. Pero no se distrajo como aquella vez, y el trabajo resultó impecable. La bomba destruyó parcialmente la casa de un empresario minero, y no hubo víctimas.

Después los encargos se sucedieron, y en poco tiempo varios objetivos fueron atacados. Pero no siempre los resultados fueron tan limpios como en el primero. Nunca hubo muertos, pero sí heridos. En uno fue una niña de 11 años, y en otro una mujer de 50 a la que tuvieron que amputarle un brazo.

Pedro buscó entonces apartarse de la militancia. Pero Juan y los otros eran persuasivos.

-Es la lucha, Pedro; en la guerra vale todo. Mira lo que le hicieron los milicos a González, a Vargas Luna, al Pablito Vázquez. ¿Y al Walter?- “¡Walter!”, sollozó por dentro, aunque sus ojos permanecieron secos, rígidos -Y hasta a ti te golpearon, sólo por ser su hermano- Pedro bajó la vista en muda concesión  -No hay que aflojar, compadre; con la lucha las cosas van a cambiar, ya verás. Pero hay que ser constantes, no debemos aflojar. Hay que seguir…

-…haciendo milagros- se adelantó Pedro.

Luego de unos segundos en los que el rostro de Juan estuvo fluctuando entre la curiosidad, la duda y el disgusto, finalmente preguntó, preocupado:

-Oye, ¿por qué llamas milagros a estas acciones?

Pedro lo miró de reojo, y luego se quedó pensando un rato.

-Quizá porque siempre salgo vivo, y a lo mejor no debería.

-¿Y por qué no deberías?- se sorprendió.

-Porque en el fondo yo no quiero hacerlo, aunque sé que debo. Y si uno hace algo que no le gusta y le sale bien, es porque es un milagro.

-No está mal lo que tú haces, huevón- se amoscó Juan-, y no necesitas andar justificándote diciendo que son milagros.

-No es por justificarme, no sé por qué es. Siempre creí que muchas cosas que hacía, o que me sucedían, eran milagros. Ahora ya no sé- Su gesto se había vuelto tristísimo.

-Allá tú con tus milagros- se desentendió Juan, palmeándolo -Pero hay que seguir luchando. Tú lo harás, verdad?

Y Pedro continuó con su misión dinamitera. Hasta que un día Juan le dijo, cauteloso:

-Estamos cambiando de métodos, cumpita, y pensamos que tú serías más útil en La Paz que aquí- Pedro lo miró sin comprender -Ven esta noche al gremio, allí los compañeros te explicarán mejor.

Sólo estaban presentes Juan y dos hombres más. El que habló, con voz firme, gesto aplomado y un acento paceño que hasta podía ser peruano del sur, comenzó a explicarle:

-Tú sabes que en La Paz están los grandes. Allí se hacen todos los arreglos, y se cometen también las grandes traiciones. Y nosotros tenemos que castigar a los traidores. Todos sabemos que una parte de la C.O.B. está en manos de unos corruptos que a la primera  de cambios nos venden las huelgas para  llenarse de plata. Entonces, creemos que hay que darles una lección para ver si se asustan y aprenden- Lo miró fijo a los ojos, con una mirada dura, definitiva -Hay que liquidar a un par de traidores, hermano. Y aquí el compañero opina que tú, para eso, eres el mejor.

Pedro abrió grande los ojos.

-¿Yo…?

-Tú, Pedro… Pedro te llamas, no? Sabemos lo bien que has cumplido las misiones que te han dado hasta ahora, pero ya no son suficientes las bombas. Se acabaron las advertencias, ahora hay que actuar directamente sobre los traidores- Permaneció callado, esperando la respuesta de Pedro. Una respuesta que tardó en llegar, y sólo en forma de duda:

-Pero ¿cómo voy a ir a La Paz? ¿Y mi familia? Tengo una guagua de meses…

-Por eso no te preocupes, tu familia irá contigo. Allí te conseguiremos trabajo, ganarás más que aquí. También te haremos delegado gremial, así podrás moverte con más comodidad.

-Pero ¿qué tendré que hacer?

-¿Aparte de tu trabajo…?- Pedro asintió -Ya te dije, liquidar a un par de traidores.

El gesto de Pedro se volvió hosco, acechante. Buscó los ojos de Juan, pero éste bajó la vista. Miró a los otros dos, dubitativo.

-Una cosa es poner bombas y otra…

-Es lo mismo- afirmó el que parecía ser quien decidía -En los atentados también puede morir gente.

-Pero nunca murió nadie…

-Por pura casualidad.

“Por puro milagro”, pensó Pedro. Todavía intentó resistirse:

-Yo sé manejar las mechas, la dinamita… ¿pero armas…?

-Te enseñaremos, verás que es fácil.

Seguía sin convencer. Se dirigió a Juan, casi suplicante:

-Hermano, luchamos por mejorar la vida de los compañeros, pero no somos asesinos, terroristas.

-Mira pues cojudo- se enojó Juan -La palabra terrorista no quiere decir nada; sólo depende de quien la esté diciendo. Si la dice Johnson, los terroristas son los vietcongs, pero si la dicen Ho Chi Min o Mao, los terroristas son los “boinas verdes” yanquis.

-Pedro- intervino el jefe pausadamente-, el terrorista no es más que un combatiente que está perdiendo. Pero si llega a ganar, de repente se convierte en un gran estadista, como Menajen Beguin o Jomo Kenyata- “¿Y ésos quiénes son?”, pensó Pedro -Claro que si mueren, aunque sean mártires, para quienes los asesinan siempre serán terroristas.

-O no- afirmó el que aún no había hablado -Mira a Lumumba, ahora es un mártir.

-¿Y el Che, qué me cuentas del Che?- apoyó Juan -Primero fue terrorista, después estadista, más tarde otra vez terrorista, y ahora héroe y mártir.

-Para nosotros… -se atrevió tímidamente Pedro.

-Para nosotros y para todo el mundo, ya lo verás- afirmó Juan. Y bajando la voz: -Menos para los yanquis, claro; para ellos nunca dejará de ser un terrorista.

-¡Hay tantos que hoy son terroristas y que mañana pueden llegar a convertirse en estadistas o héroes!- exclamó el jefe, tratando de convencer definitivamente a Pedro, ya casi convencido -Mira a Mandela en Sudáfrica, por ejemplo. Ahora es un terrorista que está preso, y probablemente lo seguirá estando por mucho tiempo- aclaró -¿Pero quién puede asegurar que no llegará a ser un gran estadista si algún día se acaba el apartheid?

-¿Y Yasser Arafat?- volvió a intervenir Juan -¿Qué crees que es Arafat para sus hombres, un terrorista? Para ellos es su comandante, el hombre que  mañana será el líder de los palestinos.

-Los irlandeses que lucharon por su independencia hace unos años y la lograron- agregó el jefe -no eran menos terroristas que los del Ulster que hoy luchan por la suya. O los vascos, y tantos otros casos.

“Yo no sé nada de lo que están hablando, pero si ellos lo dicen…”, pensó Pedro. Permaneció callado, ya sin resistencia. Sólo se le ocurrió agregar:

-Pero la vida es sagrada…

-La nuestra también lo es, y sin embargo en cualquier momento los milicos pueden quitárnosla sin que se les mueva un pelo.

Se volvió a acordar de Walter, y ya no dijo nada más. Los otros lo miraron un rato en silencio, y finalmente el jefe preguntó:

-Entonces, Pedro, nos ayudarás?  ¿Irás a La Paz?

-¿Y cómo la convenzo a María?

-Dile la verdad sobre tu trabajo. Que te conseguiremos un empleo en una fábrica donde trabajarás menos y ganarás más. Por supuesto, de lo otro, ni una palabra.

Pedro la convenció a María, y se fue a La Paz. Pero solo.

-Al principio es mejor que no vaya tu familia- le dijeron -Vivirás un tiempo en una pensión, para pasar desapercibido. Después podrás tener un departamento donde puedas vivir con tu mujer y tus hijos.

“¿Qué estarán haciendo María y los chicos?”, piensa ahora. Porque el viaje de la familia se fue postergando, y él siguió solo en La Paz. Primero fue “espérate un poco más, ya pronto vendrán”. Después del primer milagro grande, “por ahora no es conveniente que vengan, tiene que pasar un tiempo”. Y al final, el definitivo “no pueden venir aquí, Pedro, puede ser muy peligroso para ellos. Total, tú puedes viajar seguido, sin problemas, y ellos también pueden venir de vez en cuando”.

Por eso siguió solo en La Paz. Trabajando, añorando a su familia y haciendo milagros por encargo.

-Sabemos que siempre has trabajado bien solo, pero mira que éste es un pez gordo…

Pedro sonríe, sin contestar. “Seguro que a esta hora María ya se habrá acostado. Y las guaguas ya estarán durmiendo. ¿Qué pensaría María si supiera lo que estoy haciendo? Seguro que no le gustaría. Pero así es la guerra, como dicen los compañeros. Lo único que cuenta es ganar, lo demás no importa. Y cuando Pedrito y Marita sean grandes, ¿qué pensarán de su padre? ¿Justificarán lo que estoy haciendo? Sí, seguro que van a estar orgullosos de que haya podido ayudar a que en Bolivia exista más igualdad y más justicia. ¿Y el viejo?” La sonrisa se le amplía al contestarse a sí mismo que a su padre seguramente no le interesaría demasiado lo que estuviera haciendo, que seguramente lo único que le importaría sería poder continuar gozando de las dulzuras tucumanas.  “Él también estuvo solo,  como yo; sin familia. Pero claro, a él no le deben haber faltado compañías femeninas. En cambio yo…”. La sonrisa se le va esfumando hasta quedarle en los labios sólo una mueca nostálgica y en los ojos una triste opacidad de ausencias.

-Bueno, Pedro….- Todos se van poniendo de pie.


 

29

  -Es raro, sí. Pero yo creo que no se pierde nada con ir; como usted dice, si tuvieran alguna mala intención, no lo citarían, lo atacarían directamente. Además, lo protegeremos desde muy cerca, por supuesto.

-Gracias, Villarroel. Les pediré que su contacto me espere en el bar de la plaza San Francisco. A esa hora estará lleno de gente, no creo que haya problemas.

-Seguro que no. Pero si prefiere que lo protejan gente de ustedes… la C.I.A., la Special Force… ¿Por qué no lo consulta con sus agregados militares?

-Trataré de comunicarme con Mc Allister. Donovan está en Santa Cruz, con Banzer, y Squire creo que está jugando un torneo de tenis. No le haría mucha gracia que lo interrumpiera por esto- ríe apenas, bajando el tono de voz. El breve silencio del otro lado del teléfono le indica que también Villarroel está sonriendo -De todos modos, creo que un par de agentes de los servicios será suficiente. Por las dudas les indicaré que el contacto vaya solo.

-Como usted prefiera.

-Cuando confirme el lugar y la hora, lo vuelvo a llamar. Ah, y no se olvide que yo también sé cuidarme, coronel- concluye irónico.

-No lo dudo, amigo.

“¿Sabré cuidarme?”, piensa, mientras cuelga el teléfono. “Quién sabe. Hasta ahora siempre me fue bien, pero la verdad es que nunca estuve en peligro. O casi nunca”, corrige, pensando en Santo Domingo. “Siempre me tocó la parte fácil, siempre fueron los enemigos los que estuvieron en peligro. Al cuero lo ponían ellos, yo sólo ponía la picana o la pistola. Y la verdad, la pistola la puse tan pocas veces… Aquél chico en la cárcel de Lurigancho, después de la muerte de De la Puente Uceda, o el viejo aquél, el supuesto guía de los guerrilleros que al final no tenía nada que ver, ¡collas boludos!  La picana sí, la tuve que aplicar varias veces. Y al principio costaba, ¡vaya si costaba! Uno veía a esos pobres tipos, impotentes, entregados… Pero los jefes siempre insistían con eso de “lo primero es la patria”, y tenían razón. Claro que también decían “es por el bien de nuestro sistema democrático, occidental y cristiano”, y ahí mucho no me lo creía. Pero había que obedecer, y seguir aplicándola. Y también usar la pistola, como con el mejicanito, cuando lo de Tlatelolco. Bueno, eso fue completo, porque primero tuve que aplicar también la picana. ¡Pobre pendejo! ¿Pero qué se podía hacer? Hacía como dos meses que estaban jodiendo con marchas y protestas porque el ejército había tenido que cerrar indefinidamente la Universidad Autónoma y el Politécnico Nacional. Ya con la “marcha del silencio” se veía que el asunto tenía que terminar mal. Trescientos mil tipos en el zócalo no es joda. Había que detenerlos, y por eso el ejército tuvo que ocupar la Ciudad Universitaria y días después, con el apoyo de casi medio millar de carros blindados, entrar a balazo limpio en el Politécnico. ¿Qué otra cosa se podía hacer? Si seguían así, los zurdos no paraban hasta  voltear a Díaz Ordaz, y cuando nos descuidáramos íbamos a tener otro gobierno comunista del otro lado de la frontera. No, no podía ser. Por eso le tuvimos que avisar a Nixon que suspendiera el viaje a Méjico porque se armaba la podrida. Y al otro día se armó, nomás. Me acuerdo de que cuando vi las bengalas que arrojaba el helicóptero pensé:

“Igual que en Vietnam; cuando marcan, es para atacar”. ¡Qué ruido infernal el de las ametralladoras! Y a mí que me gusta el silencio, la tranquilidad… Este principio de sordera seguro que empezó allá. Los muertos fueron como quinientos, pero el gobierno sólo informó veinticinco. Y a los familiares que fueron a retirar los cadáveres los trataron de traidores a la patria y les hicieron firmar que los estudiantes habían muerto “por accidente”… ¡Esos mejicanos son especiales para el humor negro! Qué se le va a hacer, así son las cosas en estos asuntos. El pueblo se cree eso de la dignidad, el heroísmo…. Los héroes de Corea, de Vietnam… Pensar que yo también antes, cuando era un pendejo, me las creía. Cómo se ve que no saben una mierda de nada, que no saben lo atroz que es la guerra. La guerra, la guerrilla y la puta que lo parió. No se dan cuenta los cojudos que todo es una cuestión de intereses, que si hay que atacar a un pequeño país por el oro, por el petróleo o por lo que sea, se lo ataca y listo. Y que si hay que liquidar  a unos centenares o a unos miles de  infelices que  se creen  héroes, se los hace cagar y “andá a cantarle a Gardel”, como dicen esos boludos agrandados que son los argentinos. ¿Qué lograron al final esos chicos de Tlatelolco? Nada. ¡Tlatelolco, la plaza de las Tres Culturas…!  La única cultura válida es la que se impone, es decir, la nuestra. Los mayas, los españoles de la colonia… ¡déjense de joder con esas cosas del pasado! No se dan cuenta que la cultura la dictamos nosotros porque somos los que tenemos el poder para hacerlo. “¡No me torture más!”, me suplicaba el chilanguito cuando paraba de aplicarle la picana. Habíamos agarrado a varios porque necesitábamos saber quiénes eran los que dirigían la revuelta, y sus paraderos. “No es nada personal, muchacho”, le expliqué. “Pero debo hacerlo, es absolutamente necesario que lo haga para que podamos saber lo que queremos”. Gemía y lloraba, tratando de resistirse. Se había meado y cagado, pobre chico. “¡Basta, basta, máteme de una vez!”. “Si te mato, no podré saber lo que quiero”. Me miró a los ojos con rabia, de repente parecía lúcido. “Nada justifica la tortura, es lo más aberrante que pueda haber”. Me acordé de las clases teóricas de la Escuela de las Américas y le expliqué: “Eso es lo que tú crees. Piensa un poco; si alguien hubiera secuestrado a quien más quieres, tus padres, tu mujer, tu hijo… aunque no creo que lo tengas, y estuvieran a punto de matarlo, ¿crees acaso que vacilarías en torturar a un cómplice suyo que te puede decir  dónde está tu familiar para que puedas salvarlo? Nosotros, mi país, porque tú crees que soy latinoamericano, pero no, pendejo, yo soy  nor-te-a-me-ri-ca-no, nosotros, te decía, estamos en guerra en todo el mundo contra el comunismo, y tú eres comunista. Y como a esta guerra es imprescindible que la ganemos como sea,  necesito saber quiénes son tus compañeros activistas para abortar de una buena vez vuestras protestas. Ponte en mi lugar; tú eres mi enemigo, y si no te derroto como sea, tú y tus compañeros a la larga me destruirán no sólo a mí, sino también a todos mis compatriotas”. Todavía tuvo fuerzas para replicarme: “Ni siquiera en la guerra está permitida la tortura. Hay derechos que…”. “Ni derechos, ni clemencia”, le tuve que recordar. “En la guerra todo vale, y lo único que cuenta es ganar”. “Pero yo no estoy en guerra…”, se lamentó, intentando levantar la cabeza. Al final tuve que cortar diciéndole “no entiendes nada”, y continuar aplicándole la picana. Pero después, al darme cuenta de que resultaba inútil,  pensé para qué seguir,  si nunca va a confesar. Y no fue por lástima, no; si hubiera tenido la más mínima duda de que insistiendo  podía cantar,  lo seguía picaneando. Pero no tenía  sentido continuar. De modo que le dije “te voy a complacer, muchacho”. Y le puse la pistola en medio de la frente. Sí, muy pocas veces usé la pistola, quizá menos veces de las que hubiera debido. Una en que debí hacerlo y no lo hice por lo que podrían pensar mis superiores, fue con lo de Guevara. Yo debí ser quien lo matara, y no ese boliviano muerto de miedo que tuvo que tomarse media botella de aguardiente para poder hacerlo. Herido y todo como estaba, me miraba desafiante el hijo de puta. La verdad, no sé si fue por temor a lo que dirían mis superiores, o qué. No sé bien por qué no lo hice. O a lo mejor es preferible no saberlo… Pero yo debí ser quien lo ejecutara, porque al fin y al cabo contra los que él estaba luchando era contra nosotros, y no contra estos bolivianos muertos de hambre. Nunca debí dejarles el honor de que lo hicieran ellos. Pero en fin, eso ya pasó, y ahora lo único que importa es terminar de una vez por todas con este asunto. Y seguro que lo terminamos bien, porque ya todo está cocinado. La verdad, no sé para qué mierda me voy a encontrar con estos tipos; deben ser unos pobres diablos que no sé en qué podrán sernos útiles. Pero bueno, ya Villarroel debe haber hablado a su gente de los servicios especiales y no voy a andar dándole contraórdenes, pobre tipo. Demasiado se ha preocupado en ayudarnos al máximo en la preparación del asunto. Mejor lo llamo de nuevo para  confirmarle que prepare a sus muchachos.  A Mc Allister no lo voy a llamar, para qué. ¿Para que me diga que mejor no vaya, que es peligroso…? En realidad, quizás estoy deseando entrar en alguna misión más riesgosa, peligrosa en serio. Como una guerra, por ejemplo. ¿Pero dónde? Siempre quise ir a Vietnam, pero el jefe insiste en que soy necesario aquí, que mi experiencia…

La campanilla del teléfono interrumpe sus pensamientos.

-¿Sí? Ah, son ustedes. Sí, sí…, nos encontraremos en la plaza San Francisco, en el  bar de…


 

30

  Pedro no está nervioso mientras permanece sentado en el autobús que lo va aproximando al centro. Últimamente nunca lo está. A veces, antes, ha sentido temor, aprensión, incluso angustia frente a la inevitabilidad de algunos sucesos. Pero esa inquietud, esa ansiedad propia de la duda que casi todos los individuos sienten ante la imposibilidad de saber lo que ocurrirá en el futuro inmediato, inminente,  en los últimos tiempos ha dejado de formar  parte de su personalidad. Su psiquismo y su temperamento parecieran haberse aferrado definitivamente a ese fatalismo propio de una raza que la aproxima a ciertas cosmovisiones orientales, y que quizá no sea más que la confirmación de una ancestral herencia asiática.

Tampoco nada en el rostro de los otros pasajeros del vehículo denota ansiedad o premura alguna. Todo parece estar supeditado a un orden superior inalterable, definitivo. Los pasos de Pedro al descender del vehículo no son lentos ni apresurados; tampoco lo son sus gestos. Camina como todos los días, como si su destino fuese el rutinario. Los músculos de su rostro permanecen relajados, y los designios de su pensamiento, inescrutables.

Sin embargo, la mente de Pedro es como un mecanismo de relojería; todos los detalles de su cometido están registrados indeleblemente en su cerebro. Camina tranquilo, casi despreocupado, porque conoce perfectamente cada uno de los movimientos que su cerebro deberá imprimirle a sus músculos para que lleven a cabo su misión. Sólo tiene que realizar uno más de sus milagros, y el de hoy no tiene por qué ser diferente a los de las otras veces. Todo ha salido bien desde siempre, desde aquella primera vez, todavía próxima cronológicamente pero ya lejana en su memoria. Por momentos no sabe si ese olvido se debe al natural producto del paso del tiempo, o si su subconsciente ha relegado al pasado esos acontecimientos que quizá preferiría no recordar. Sin embargo, hay ráfagas de memoria que por momentos retornan, implacables. Como ahora, que está comenzando a recordar aquel primer milagro grande.

Había permanecido un par de meses en La Paz sin que sucediera nada especial; sólo el trabajo en la fábrica y la añoranza de María y los niños. Pero al poco tiempo lo nombraron delegado gremial por su sección, y fue entonces que Joaquín Rosende, el hombre que junto a Juan lo había convencido de que viajara a La Paz, le anunció:

-Prepárate para tu trabajo, Pedro; dentro de unos días tendrás que actuar. Será tu bautismo de fuego.

Pero sería un bautismo de fuego unilateral, porque el único que tendría que disparar sería él. Ya le habían enseñado a manejar distintas armas, y ahora le dieron un 38 largo.

El objetivo era el secretario adjunto de los ceramistas, un gremialista corrupto que en varias oportunidades había transado con el gobierno, presionando y al fin logrando el levantamiento de huelgas dispuestas por el gremio a cambio de suculentas sumas de dinero.

Pedro se calzó el revólver en la cintura y lo tapó con la campera. La sombra de los árboles -raros en La Paz-, cortaba a trechos la luz magra, reticente, que emitía un modesto farol. La oscuridad ganaba la partida en ese tire y afloje de luces y sombras que se alternaban asimétricamente sobre la acera húmeda por la reciente llovizna.

Pedro levantó el cuello de la campera y metió las manos en los bolsillos. Aunque recién era comienzos de otoño y la noche sólo hacía un rato que se había aposentado sobre la ciudad, el frío intenso casi lo hizo tiritar. Recordó otros fríos, distintos a éste, húmedo y quieto. Aquéllos eran unos fríos secos e hirientes a los que el fuerte viento puneño pugnaba por introducirlos -y lo lograba- en cada mínimo trozo de su piel. Y no sólo en la piel; también en los músculos, los órganos, los huesos.

Sin embargo, ahora al frío lo sentía más intenso, como si en lugar de venir de afuera le brotara de las entrañas.  Era persistente y por momentos crecía, porque era un frío incrementado por su miedo. Sabía que tenía que hacerlo, que no podía echarse atrás. Pero igual miles de gélidos estiletes que nunca antes,  cuando colocaba los explosivos, lo habían acosado con esa fuerza, le hurgaban las neuronas del cerebro punzándole todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Aunque se empecinara en aventar esa sensación y tratara de relegar la certeza que le iba imponiendo su pensamiento, al final  tenía que aceptar que lo que sentía era miedo. No miedo por él; estaba seguro de que, como siempre, nada le pasaría. Sino miedo por lo que estaba por suceder, por lo que inevitablemente sucedería cuando el automóvil de Ramón Quijano apareciera por la esquina, como lo hacía siempre, y se dirigiera al garaje que estaba a media cuadra de su casa. Desde allí caminaría esos cincuenta metros con pasos rápidos pero seguros. Porque aunque de vez en cuando girara su cabeza para mirar a su alrededor, Quijano no tenía miedo, como Pedro, y se sentía seguro de sí mismo y de la 45 que llevaba en la sobaquera.

Pero aunque Pedro tuviera miedo, su temor no era paralizante. Había repasado con sus compañeros cada uno de los movimientos que debía efectuar, y ahora sólo esperaba que el coche último modelo girara y se aproximara al garaje para detenerse frente a él. Quijano bajaría, como siempre, dejando el motor en marcha y mirando rutinariamente hacia todos lados. Pero aunque sus miradas fueran escrutadoras y precisas, no podrían detectar a Pedro, escondido en un umbral dos casa más allá del garaje. Cuando Quijano volvió a subir al auto, Pedro apretó con fuerza el 38 largo. Quizá los dientes le castañeteaban, pero la mano permanecía firme, sin la más mínima oscilación. Un minuto después Quijano saldría,  pondría llave a la puerta y, repitiendo el gesto de mirar hacia adelante, hacia atrás, hacia la vereda de enfrente, emprendería el corto camino hasta su casa. Podría haber -o no- algún transeúnte que a esa hora recorriera el mismo camino que Quijano, o el contrario. Si lo hubiera -no lo había- Quijano lo miraría atenta y desconfiadamente hasta asegurarse de las intenciones del otro. Pero a Pedro no podría verlo, no pudo verlo, porque recién salió de su escondite justo cuando él dejó de mirar hacia atrás y comenzó a recorrer el camino hacia su casa. Aunque los pasos de Pedro se deslizaron ávidos sobre los húmedos mosaicos, el silencio siguió reinando gracias a la suela de goma de sus zapatillas. Debería alcanzar a Quijano -porque así estaba planeado- a mitad del trayecto entre el garaje y su casa. Ya debería tener su arma -la tenía- dirigida hacia el otro cuerpo. Recién cuando estuviera a un par de metros debería apuntar entre los omóplatos -apuntó- y disparar. Pero antes de que Pedro disparara, Quijano se detuvo bruscamente y giró sobre sí mismo mientras metía la mano bajo el saco. Pedro no tenía la certeza de que a último momento se animara a disparar sobre la espalda de un hombre que no le había hecho nada, que sólo conocía por fotografías y al que se lo habían mostrado, de lejos, en un par de ocasiones. Pero creía que podría hacerlo. Sin embargo, cuando estaba con el arma apuntándole entre los omóplatos, por primera vez una extraña vibración le hizo temblar la mano. Pero Quijano se había detenido de pronto, había girado y estaba dirigiendo su mano derecha hacia la axila. Entonces, y aunque el temblor proseguía, la mano de Pedro se aferró con fuerza al 38 largo ayudada por la otra mano, y entre las dos apuntaron no ya a la espalda, sino al pecho del otro, a ese otro que lo estaba mirando con un gesto de temor pero que no dejaba de sacar su brazo y luego su mano empuñando algo que brillaba a la pálida luz del farol que los alumbraba. Pedro alcanzó a vislumbrar el pánico en la pupilas de Quijano, pero ya eran sus ojos y no su nuca, su pecho y no su espalda, un arma que se alzaba frente a la suya intentando apuntarlo; ya era su vida contra la del otro. Y entonces no vaciló; apretó con fuerza y reiteradamente el gatillo mientras el otro se iba desplomando, pero no boca abajo como estaba previsto, sino hacia atrás, de espalda. Y mientras lo iba haciendo sin dejar todavía de mirarlo, Pedro, mirándolo a su vez fijamente a los ojos, bajó un poco el 38 largo y se lo puso entre las cejas.

Era la última bala. Después sólo oyó el tac tac del percutor martillando en falso. Cuando vio que Quijano ya no se movía, miró hacia atrás y vio el vehículo que se aproximaba. Al llegar su lado, Juan le abrió la puerta trasera y él ascendió rápidamente. Rosende estaba al volante. Cuando la puerta volvió a cerrarse, sólo oyó el chirriar de los neumáticos y el “¡Bien, Pedro!” de Rosende y el “¡Bravo, cumpa!” de Juan. Después, por un momento, ya no oyó nada. Ni las voces que siguieron formando palabras, ni el ruido del motor,  ni el nuevo chirriar de los neumáticos al doblar velozmente en la siguiente esquina. Sólo escuchó una voz interior que le gritaba “¡Milagro!”, y el eco retumbón de los disparos. Pero cuando el grito cesó y el eco se esfumó, por primera vez tomó clara conciencia de que había matado a un hombre. Y entonces el frío, que había huido mientras concretaba su misión, volvió a reaparecer más intenso que antes. Ya no eran sólo sus dientes los que castañeteaban; todo su cuerpo temblaba.

Pero ahora, mientras encamina sus pasos hacia la plaza San Francisco, Pedro no solamente no tiembla, sino que sus pasos y sus  gestos son los de cualquier transeúnte que estuviera dirigiéndose a su trabajo, a una cita, a su casa. Porque en los últimos tres años Pedro ha aprendido. Ya no siente la inquietud del principiante;  “una vez que matas a uno, te acostumbras”, le había dicho una vez un cholo peruano, guerrillero en Huallaga y en la Pampa de Junín. “¿Y cómo se hace?”, le había preguntado él. El otro no supo qué contestar, pero Pedro aprendió solo. Después de Ramón Quijano vinieron varios; ya no se acordaba cuántos, aunque tampoco eran tantos. A propósito confundía los números, los trastocaba. Y finalmente los olvidaba. Nunca le gustaron las cifras, y menos las de los muertos. Sólo de dos se acordaba siempre; uno era el Walter, y el otro Ramón Quijano. A veces también se acordaba del Juan. “¡Pobre Juan! Adónde lo habrán tirado…”. Cuando lo pensaba, sentía de nuevo los gritos de dolor, los quejidos. Pero enseguida eran sofocados por sus propios gritos y su propio dolor, y por eso fue aprendiendo a olvidar también al Juan, para olvidarse de su propia tortura. Porque al final él se había salvado, había producido otro milagro. Creyeron en sus negativas, en sus afirmaciones de que sólo actuaba gremialmente, y lo soltaron. Pero al Juan no; el Juan nunca volvió. Por eso prefería no acordarse mucho de él, y sí en cambio del milagro de su salvación. Al Walter en cambio siempre lo recordaba. Y a Ramón Quijano también, aunque ahora camine aparentemente tranquilo y seguro mientras las torres de la iglesia de San Francisco, elevándose sobre los edificios que circundan la plaza, traten de hacérselo olvidar recordándole la inminencia de otro milagro.


 

31

  El sol ya se ha sumergido en el abismo del horizonte, y las primeras luces se van encendiendo en el centro de La Paz. Valdez Sanders se despide de sus acompañantes con un par de palabras y baja del automóvil. Espera que el vehículo se introduzca en el estacionamiento y cuando ve asomar de nuevo a los hombres en la entrada, les hace un gesto rápido de asentimiento y empieza a caminar hacia la plaza San Francisco. No está inquieto, ni receloso; sólo espera que la entrevista con el contacto sea breve para retornar cuanto antes al hotel. Primero pasará por la embajada, y luego en el hotel recibirá a Villarroel y a otros tres o cuatro generales. “Puede ser que ya esté el Chino, aunque no lo creo”.  Mañana se llevará a cabo la última reunión, que será simplemente formal, porque ya está todo previsto. Sólo resta esperar que los imponderables sean de menor cuantía y no resulten tan importantes como para cambiar el rumbo de la situación.

“Quién sabe que propondrán estos tipos. Aunque supongo que no será nada importante; seguro que pretenden algún puesto en el nuevo gobierno a cambio de fuegos artificiales. Porque ¿qué podrían aportar en el área militar, si ya está todo comprometido? Y civiles… sólo algún copamiento o alguna escaramuza sin importancia. Aunque, quién sabe; los comandos civiles fueron decisivos para el derrocamiento de Perón en la Argentina”.

Mira el reloj pulsera y al comprobar que aún es temprano, sus pasos, que eran apresurados, se van lentificando. Observa de reojo, curioso, a la multitud que pasa a su lado, y vuelve a enfrascarse en sus pensamientos.

“Realmente no entiendo qué está pasando en Latinoamérica. Parece un polvorín a punto de estallar. ¿Será que al final tenía razón el Che cuando decía que iba a crear uno, dos, diez Vietnam? Estos comunistas parecen pendejos, pero no lo son tanto. Si no les alcanza para obtener el poder por la fuerza, como a las FARC en Colombia o a los tupamaros en Uruguay, convencen a tipos como Torres o Velasco Alvarado para que se hagan izquierdistas y sirvan sus intereses. Y ahora, lo único que faltaba; que ganaran las elecciones en Chile. Al menos Torres y Velasco llegaron al poder por medio de golpes militares, pero el triunfo de Allende sentará un muy mal precedente. ¿Qué se les podrá objetar ahora? Si hubiera seguido de candidato ese poeta huevón… Neruda, creo que se llama, seguro que la izquierda no ganaba. ¡Con versos a los rotos muertos de hambre…! Pero Allende es bastante peligroso. Tengo que hacer un detallado informe a Washington sobre la amenaza que significa este tipo. Tiene mucha experiencia, y parece que también muchos huevos. Aunque, para lo que le van a servir si los jefes deciden actuar… Con un par de generalitos ambiciosos y bien hijos de puta todo se soluciona rápidamente”.

Mientras la última claridad del ocaso lucha infructuosamente por resistir el avance indetenible de una oscuridad que a su vez será inexorablemente derrotada por las cada vez más numerosas luces de neón, las reflexiones de Valdez Sanders cambian de objetivo y se trasladan territorialmente.

“Ahora hasta esos cagones argentinos tienen una guerrilla. Menos mal que lo que se proponen es traerlo de vuelta a Perón. No se dan cuenta de que ese zorro viejo, a pesar de su retórica antinorteamericana, nunca se va a dejar engatusar por los comunistas. Si llega a volver, lo único que hará será usarlos y después limpiarse el culo con ellos. De todas maneras, las cosas no pintan muy bien para nosotros en Latinoamérica, sobre todo en un futuro próximo. Claro que a la larga todo tendrá que volver a la normalidad, es decir, a que mandemos nosotros. Habrá que buscarle la vuelta, y si no es por métodos persuasivos o por presiones económicas, qué le vamos a hacer, tendrá que ser por la fuerza. Lo que es seguro es que esto no puede seguir así, porque aunque no nos guste tenemos que reconocer que los bolches siguen avanzando. Y no sólo en Latinoamérica; hasta en Vietnam y todo el Sudeste Asiático las cosas se están complicando”.

Da una última pitada y arroja su cigarrillo. Sólo un leve parpadeo y un imperceptible sacudimiento de cabeza es el trasunto del cambio de rumbo de su pensamiento.

“Pero en fin, veamos ahora qué quieren estos tipos, porque luego tendré que ajustar los últimos detalles con Villarroel, Ovando y los otros. El embajador insiste con que Nixon quiere que todo sea lo más aséptico posible.  Claro, a ellos desde allá todo les parece fácil, pero aquí a nosotros a veces las cosas se nos van de las manos. Por suerte al final, de una u otra forma siempre se arregla. Pero mientras tanto uno tiene que estar aguantando a esta gente, collas, mestizos, zambos… ¡Dios mío, no veo la hora de que esto termine para volver de una buena vez a la civilización! Aunque las vacaciones siempre son tan cortas… Seguro que enseguida tengo que empezar de nuevo con algún otro paisito. No sé por qué, pero me parece que el próximo va ser Chile. O Uruguay, porque esos hijos de puta de los tupamaros cada vez están teniendo más fuerza. Y si vuelve Perón, también puede ser Argentina. Si me tocara allá, por lo menos los gauchos son bastante simpáticos y civilizados. Y corruptos, claro; con la “coima”, como le llaman ellos, todo se  arregla muy fácil. Y con plata grande y adulándolos con la cuestión del honor y el ser nacional,  se puede bajar hasta  al más pintado.  Aunque donde más me gustaría ir sería a alguna republiqueta caribeña o centroamericana, porque allí, aunque las cosas a veces son bastante movidas, se lo pasa tan bien que hasta se puede olvidar la bonanza y el confort de nuestro país. Y estoy seguro que las mulatas aquellas hasta serían capaces de cambiarme este estado de ánimo de mierda. Pero claro, aquí, con esta gente… Esas cholas, con esas caras y esos cuerpos… Hasta los edificios son deprimentes, chatos. Y esa iglesia, tan antigua, tan recargada. Y eso que esta es la plaza más céntrica. En fin, ése es el bar; dijeron que estaría en la primera mesa de la izquierda, al lado de la entrada.


 

                  32

  “¡Qué linda!”, exclama en silencio Pedro luego de elevar su mirada hacia las torres de la iglesia de San Francisco. Antes solía entrar, cuando recién había llegado a La Paz. Pero después del primer milagro grande ya no se animó, porque un oscuro recelo le erizaba la piel cada vez que lo intentaba. Muchas veces desde entonces hubiera querido hacerlo;  adentro se sentía tan bien, había tanta paz que uno se olvidaba de todos los problemas. Además, era tan bonita con esos adornos y ese estilo… “barroco andino”, le había dicho un compañero de trabajo cuyo hermano estudiaba arquitectura. Solía pensar que si entraba, capaz que hasta se olvidaba de las dudas producidas por los encargos y las misiones. Pero al final, un desasosiego que le brotaba desde muy adentro, más desde las entrañas que del cerebro, le clavaba los pies en el piso impidiéndole entrar.

  Ahora ni siquiera piensa en hacerlo porque ya es hora y porque, además, qué sentido tendría. Por eso se contenta con admirarla un momento desde a- fuera, desde las proximidades del bar al que ya está llegando. Antes de elegir la mesa, su antebrazo palpa una vez más el metal debajo del saco. Porque ahora usa saco y corbata para efectuar los milagros. “Tú eres un guerrillero urbano, Pedro”, le habían dicho, “y tienes que vestirte bien, como corresponde. Las ropas de fajina son para los combatientes rurales que deben entrar en combate”. Pero él nunca pudo acostumbrarse a esas ropas; sólo las usaba para las ocasiones especiales, y el resto del tiempo prefería la campera o la camisa. Y cuando volvía al pago,  si hacía frío era una delicia volver a ponerse el poncho y el uncho.

Elige la mesa al lado de la entrada y se sienta despacio, sin prisa. Pide un café, y mientras lo saborea lentamente se siente casi un señor. “Soy un señor”, se afirma con suficiencia. “Soy un delegado gremial,  y además una pieza importante de la revolución que cambiará el destino de Bolivia. Llegará el día en que volverán a ser los obreros quienes decidan su propia conveniencia, como era en la época de Paz Estensoro. Y yo habré sido uno de los que hayan ayudado a que ese destino se cumpla. Pedrito y Marita estarán orgullosos de su padre, y María también, aunque ahora la pobre no pueda enterarse de lo que está haciendo su marido. Aunque, no sé, por ahí me parece que se da cuenta de todo. Cuando estoy por volverme a La Paz me mira con los ojos húmedos, temerosos, como pidiéndolo que no lo haga o que, al menos, tenga mucho cuidado. Cuando estamos juntos se ríe, está alegre, pero cuando me estoy por ir… A veces parece que quisiera preguntarme, le adivino la pregunta en la mirada. Sí, seguro que se da cuenta, aunque nunca me haya dicho nada. ¡Pobre María! Pero en fin, todo sea por la causa.

Escudriña los rostros de la gente que pasa frente al bar, esperando descubrir al hombre que deberá entrevistarse con él. Le han mostrado algunas fotos, pero no se preocupa demasiado por reconocerlo; sabe que el otro vendrá directamente a la mesa prevista. Por otro lado, el saco oscuro, la corbata roja estampada con la cabeza de un caballo y el portafolio de piel de llama sobre la mesa lo tornarán inconfundible. Valdez Sanders, le habían dicho que se llamaba. Mientras examinaba las fotos, le extrañó que tuviera ojos claros y lacio pelo rubio; pero no preguntó nada. ¡Qué le importaba a él como se llamaba el tipo! A él sólo debía importarle cumplir acabadamente con su misión.

De pronto, y sin haberse propuesto conscientemente hurgar en sus recuerdos, dos ojos color violeta, un perfecto rostro moreno y la suave piel de una mano delicada pero vital y franca, afloran nítidamente en su memoria. La remembranza es agridulce, porque a la placentera sensación de la evocación se le mezcla el disgusto y la impotencia por no haberse atrevido a declararle sus deseos. Por un instante el recuerdo le borra el entorno y la conciencia del motivo de su presencia en el lugar, pero de inmediato la alta y atlética figura de un individuo rubio que se está aproximando lo saca de su ensimismamiento. “!Qué tengo que estar acordándome de ella justamente ahora, en lugar de estar pensando en María!”, se reprocha disgustado. Pero no se pone tenso; sabe que no debe hacerlo si quiere que todo salga bien. Por otro lado, es consciente de que la misión no estará concluida hasta que se mimetice entre la multitud que transita por la plaza y se aleje del lugar. Se ha fijado bien en que no haya ningún policía cerca, como estaba planeado; casi siempre están del otro lado o en los extremos de la plaza, en la desembocadura de las calles. El recuerdo de las descargas eléctricas, los plantones, el “submarino”, son dolorosos alicientes que lo incitan a permanecer  alerta para poder cumplir su cometido.  Sigue con su mirada el lento avance del hombre, el atento bailoteo de esos ojos que ya presiente azules, el gesto duro de su rostro y los movimientos firmes, seguros, de su cuerpo.

Finalmente el hombre llega hasta su mesa, se detiene frente a ella y luego de una rápida ojeada a su vestimenta trata de mirarlo a los ojos. Pero Pedro permanece con la cabeza gacha, con la vista en el piso y un esbozo de sonrisa. Luego, sin palabras, con sólo un breve gesto de su mano, lo invita a sentarse.


 

33

  Sin dejar de mirarlo y sin darle la mano, con apenas una leve inclinación de cabeza, Valdez Sanders se sienta enfrente. Mientras espera que Pedro le dirija la palabra, con un  rápido recorrido de su mirada intenta descubrir detrás de él algo sospechoso, algún indicio que le indique un posible peligro. Pero no encuentra nada. Recién cuando Pedro eleva lentamente su rostro y lo mira a los ojos, es que lo invade la certeza de que no es en el entorno donde debe buscar las acechanzas, sino allí mismo, enfrente suyo. Porque de pronto ha descubierto que ese pobre hombre moreno, aparentemente manso e insignificante, es un reencarnado fantasma de las alturas incas, y que sus ojos son la reconcentrada síntesis de la multitud de ojos que lo atemorizaran en Juliaca. Tenso, casi sin despegar los labios, se presenta:

-Soy Valdez Sanders.

Pero a Pedro poco le importa quién es ese hombre. A él le da lo mismo que se llame Jorge Valdez Sanders, Ronald Princeton o Juan Pérez. Tampoco le interesa que no sea un fuerte comerciante en materiales electrónicos sino un agente especial de la CIA y asesor de represores en la Escuela de las Américas, y que hasta hace poco tiempo haya estado entrenando a un grupo de torturadores en Honduras y ahora tenga la misión de preparar el derrocamiento del gobierno boliviano. Él sólo sabe que debe realizar otro milagro, y nada más. Aunque para realizarlo tenga que padecer las interminables torturas aplicadas por su conciencia. Las estuvo padeciendo en Puno y durante su regreso a Bolivia, y las continúa padeciendo ahora, cuando ya su mano empuña la pistola bajo la mesa.

Valdez Sanders presiente la inminencia de un desenlace, y sus labios se aprietan y sus ojos comienzan a bailotear cuando descubre que la oculta sonrisa de Pedro se está tornando francamente perceptible. Pero no atina a hablar, ni a levantarse, ni a girar la cabeza en busca de sus guardaespaldas. Su mirada sigue como hipnotizada, fija en esos labios que se distienden cada vez más aunque su alma se halle impregnada de pena. Y aunque se le esté estrujando el corazón, Pedro no abandona ni por un instante su enigmática y triste sonrisa mientras concreta el milagro.

Pero será el último. Un segundo después de vaciar el cargador sobre el cuerpo de Valdez Sanders, tres humeantes bocas de acero que emergen de las manos de los agentes de seguridad le recuerdan definitivamente que los milagros no existen, y que sólo son efímeros sueños.

 

(1) Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia

(2) Ejército de Liberación Nacional

(3) Central Obrera Boliviana

(4) Partido Revolucionario Institucional Nacionalista

(5) Organización de Estados Americanos

(6) Falange Socialista Boliviana


 

NOTA FINAL

El 19 de agosto de 1971, el general Hugo Banzer inició un levantamiento militar en Santa Cruz de la Sierra contra el gobierno del general Juan José Torres. Aunque éste distribuyó armas entre los trabajadores y los civiles de La Paz, la resistencia cedió rápidamente a causa de la total carencia de preparación militar por parte de quienes las empuñaban. Luego de una breve lucha, el golpe  culminó el 21 con el derrocamiento del general Torres y la designación como presidente del general Banzer, quién instauró desde entonces una férrea dictadura.

En marzo de 1964, varios levantamientos en el ejército brasilero habían culminado el 2 de abril con el derrocamiento del presidente constitucional Joao Goulart. Sucesivos gobiernos autoritarios de los generales Castello Branco, Costa e Silva y Garrastazú Medici, se prolongaron hasta 1974.

En Perú, una junta militar había derrocado el 3 de octubre 1968 al presidente constitucional Fernando Belaúnde Terry para entregarle el poder al general Juan Velazco Alvarado, cuyo gobierno adoptaría luego un cariz nacionalista.

Para esa fecha, en Paraguay continuaba gobernando con poderes omnímodos, desde 1954, el general Alfredo Stroessner.

En 1972, en Ecuador, el gobierno conservador y autocrático de José María Velazco Ibarra fue derrocado por una junta militar presidida por el coronel Rodríguez Lara.

En 1973, el presidente uruguayo Juan María Bordaberry -que había sido elegido constitucionalmente en 1972-, creó el Consejo Nacional de Seguridad y disolvió el Parlamento, actuando desde entonces en forma dictatorial.

El 11 de setiembre de 1973, el ejército chileno, bajo el mando del general Augusto Pinochet, llevó a cabo un cruento golpe de estado contra el gobierno constitucional de Salvador Allende. Luego de ser bombardeado el Palacio de la Moneda, sede del poder ejecutivo, el presidente se suicidó. La dictadura duró casi dos décadas.

El 26 de marzo de 1976, una junta militar encabezada por el general Jorge Rafael Videla derrocó a la presidenta constitucional de los argentinos, María Estela Martínez de Perón, instaurando una dictadura que durante siete años provocó la muerte o la desaparición de treinta mil personas.

En la década del 70, bajo la inspiración de la doctrina Monroe y al amparo de la teoría del anticomunismo, la seguridad interior y el plan Cóndor, toda Sudamérica, con excepción de Venezuela y Colombia -ésta última desangrada por guerras civiles que dejaron trescientos mil muertos-, había caído bajo dictaduras militares o regímenes autocráticos.


 

REGIONALISMOS

Apacheta: pequeños y toscos megalitos reverenciales.

Aymara (o aymará): aborigen del altiplano boliviano.

Blanquito, blanquita: giro despectivo utilizado por los indígenas y cholos de Perú y Bolivia para designar a los blancos.

Boliche: establecimiento en el que se expenden bebidas.

Cabro: muchacho.

Cachar: copular.

Caja: instrumento musical de percusión.

Campana: vigía cómplice en la consumación de un delito.

Capanga: capataz.

Carnavalito: composición musical del altiplano.

Comanchaca: niebla repentina, habitual en la costa norte de Chile.

Cumpa: compañero, amigo.

Cumpita: diminutivo de cumpa.

Chango: niño, joven.

Chibolo: niño.

Chilango: habitante de la ciudad de Méjico.

Cholo: mestizo de indio y blanco.

Diaguita: aborigen del noroeste argentino.

Guagua: niño de corta edad.

Guaina: Mujer joven y bonita.

Huayno: composición musical de los Andes centrales.

Ychu: pasto duro del altiplano boliviano.

Kepe: tela que las cholas llevan en el hombro para transportar a sus hijos.

Marinera: composición musical de la costa peruana.

Omaguaco: aborigen del norte  argentino.

Opa: idiota.

Pago: zona de residencia de una persona.

Pendejo: cobarde, apocado.

Pucara (o pucará): fortaleza, población fortificada.

Quechua (o quichua): aborigen del altiplano boliviano.

Quena: instrumento musical de viento.

Quilmes: aborígenes del noroeste argentino.

Quinoa (o quina): planta de la que se extrae la quina y otras sustancias medicinales.

Rancho: vivienda modesta, generalmente de adobe y techo de paja.

Roto: campesino pobre de Chile.

Sikus: instrumento musical de viento hecho con cañas de distinta longitud.

Sirviñacu: convivencia de prueba antes del matrimonio.

Uncho: gorro de lana con orejeras.

Yuca: mandioca; planta de la que se extrae harina.


 

Ediciones ¨Agua de oro¨

PEDRO DE LOS MILAGROS

1° edición : 2014

© by  Carlos   E. Gili 

Derechos reservados

I.S.B.N.  978-987-646-567-8

Queda hecho el depósito que marca la ley – 11723              

Impreso en Argentina en 2014

Manuel Quintana 2257 (Altos de Villa Cabrera)

Córdoba – Argentina

Email: carlosgili3@hotmail.com


 

 

Pedro de los milagros es una novela ubicada temporalmente en la década del 60 del siglo pasado, y su ámbito geográfico es toda Latinoamérica, aunque predominan en su desarrollo la zona del altiplano boliviano y regiones fronterizas con Perú y Argentina. Sus personajes centrales son un colla boliviano y un agente norteamericano de la CIA, cuyas disímiles actividades confluyen en un final conjunto.

Por la novela desfilan hechos y personajes históricos de esa época, como la invasión norteamericana a la isla de Santo Domingo, la muerte del Che Guevara y los múltiples conflictos que agitaron la vida social y política de esa década.

Con creciente tensión Gili va desplegando un abanico de situaciones mientras los dos personajes principales se acercan a la confluencia definitiva de sus vidas.

Carlos E. Gili ha obtenido diversos premios nacionales e internacionales, entre los que se destaca el 1° premio “Atlántida”, sobre 3.500 trabajos de autores de 16 países. La provincia de Córdoba le ha otorgado el Reconocimiento al Mérito Artístico y la Universidad  Nacional de Córdoba y la SADE el 1° premio “Deodoro Roca” a la trayectoria literaria.